viernes, 24 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 26




Pedro telefoneó a Lucas a la mañana siguiente para concertar una reunión. Paula no le había pedido que se involucrara. De hecho, sabía que si se enteraba no le gustaría nada. Pero no podía quedarse sentado y permitir que ella y el bebé se vieran sometidos a ese tipo de estrés.


—No me imagino de qué tenemos que hablar —dijo Lucas al principio de la conversación—. ¿Se ha retrasado Paula en el pago de la renta?


—A mí se me ocurren un par de cosas. Iré a tu oficina —sugirió Pedro—. A las diez. Asegúrate de estar libre. Odio que me hagan esperar.


—De acuerdo. Pero nos encontraremos en un lugar en donde puedas sentirte más cómodo —contestó Lucas, tras soltar un suspiro exagerado.


—Vaya, muy amable de tu parte —farfulló Pedro—. Hay una cafetería cerca del Centro Rockefeller —le cantó la dirección.


—Bien. Pero no te retrases. Sólo puedo dedicarte media hora —le advirtió Lucas—. Mi tiempo es oro.


—El mío también.


—Sí, restaurar esa casa debe de tenerte en vilo —dijo Lucas con sarcasmo.


—Eso y otras cosas —aceptó. No iba a entrar en una discusión sobre quién era más que quién con ese hombre. Y menos por teléfono—. Hasta mañana.


MILAGRO : CAPITULO 25




Paula estuvo abstraída esa noche, mientras comían el estofado con verduras que había estado al fuego gran parte del día. Más de la mitad de lo poco que se había servido seguía en su plato.


—¿Está la carne demasiado hecha para ti? —preguntó él.


—¿Qué? —miró a Pedro y luego su plato—. Oh, no. Está bien. Delicioso. No tengo mucho apetito esta noche. Disculpa.


—¿Has llamado a tu abogado? —él le había sugerido que lo hiciera mientras la llevaba a su cita médica, y Paula había prometido hacerlo en cuanto llegase a casa.


—No —movió la cabeza—. Lo haré mañana sin falta.


—Es importante. Para eso pagas al tipo, para que sea él quien se preocupe, no tú —dijo él, pensando que quizá entonces ella recuperaría algo de color.


—Lo sé. Disculpa.


—No hace falta que te disculpes —sonó más abrupto de lo que él pretendía. Pedro moderó el tono de voz y siguió—. Siempre pides disculpas por cosas que no las requieren, al menos no de ti.


—Dis... —iba a decirlo otra vez, pero se contuvo y suspiró—. Es un hábito. Supongo.


—Sé que lo es —se aclaró la garganta y decidió decirle algo que llevaba tiempo pensando—. Tengo la impresión de que mucha gente en tu vida te ha hecho creer que debes ser perfecta, agradable y tolerante en todo momento. Y que si no lo eres, debes disculparte. Para que lo sepas, yo no espero que seas Doña Sonrisa ni el alma de comprensión cada hora del día. Tienes derecho a estar absorta, cansada, asustada, confusa, frustrada, irritada o simplemente de mal humor de vez en cuando. Son emociones sinceras que todo el mundo experimenta. Y tú también puedes hacerlo.


Ella estuvo callada un largo rato.


—Mis padres aborrecían el drama —confesó.


—La vida es un drama —alzó los hombros—. O puede ser una comedia. Si uno tiene suerte, es un poco de las dos cosas.


Ella sonrió, tal y como él había esperado, pero lo que dijo después le partió el corazón.


—No me permitían alzar la voz. Mis padres creían que gritar era la prueba de que había perdido el control. Mi madre es terapeuta.


Él movió la cabeza, irritado con ellos, triste por Paula.


—En mi casa nos gritábamos con regularidad. Mis padres no dejaban que durase mucho, seguramente por respeto a los vecinos, pero nos permitían liberar tensión cuando hacía falta. Después intervenían, nos sentaban y hacían que explicáramos racionalmente cuál era el problema. Teníamos que encontrar una solución entre todos —sonrió al recordarlo.


—Suena muy democrático —musitó Paula.


—No creas. Al final ellos sentaban cátedra, pero tenían en cuenta lo que decíamos.


—A mí no me permitían hablar si no me preguntaban, ni interrumpir conversaciones entre adultos. Tampoco podía expresar desacuerdo con mis padres y, créeme, jamás tuvieron en cuenta ninguna de mis opiniones sobre un tema.


—Así que aprendiste a pedir disculpas.


—Eso es —asintió Paula.


—¿Qué te hacían cuando te rebelabas? ¿no te pegarían ni nada de eso? —se le heló la sangre sólo con pensarlo.


—No —ella se rió, pero sin rastro de humor—. No les gustaba el drama, ¿recuerdas?


—¿Qué hacían entonces?


—Me ignoraban. Puede que no suene a castigo, pero lo era. Sobre todo teniendo en cuenta que no eran padres demostrativos o afectuosos. A veces casi deseaba que me golpearan. Habría sido menos doloroso. Nos sentábamos a cenar o nos cruzábamos en el salón y no me hablaban ni me miraban a los ojos. Eso duraba días. Una vez fueron casi dos semanas. Me sentía casi invisible.


Pedro se levantó de la silla, se arrodilló ante ella y le agarró las manos.


—No eras invisible, Paula. Ellos estaban ciegos, igual que lo está Lucas. Pero yo te veo.


—Gracias —dijo ella.


Pedro tomó su rostro entre las manos. Era imprescindible que ella entendiera. Le habló con tono suave, pero firme.


—No quiero tus gracias, Paula. ¿Me escuchas? No quiero tu gratitud. No hace falta que te disculpes todo el tiempo ni agradecerme que te trate como debes ser tratada. Como mereces que te traten.


Acarició sus mejillas con los pulgares y, como estaba deseando besarla, la soltó. Empezaba a ponerse en pie cuando ella soltó una exclamación.


—¡Ay!


Pedro no se le paró el corazón porque vio que ella sonreía. Aun así, se le contrajo el estómago.


—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?


—Es el bebé. Aquí —agarró una de sus manos y la puso en el lado izquierdo de su vientre. Casi de inmediato, él sintió una presión contra la palma—. ¿Lo has sentido? —preguntó ella.


—Sí —dejó la mano quieta y volvió a sentirlo. Sonrió y alzó el rostro. Paula lo contemplaba. 
Él la miró maravillado—. ¿Qué está haciendo ahí dentro?


—Jugando al fútbol, creo —por primera vez en todo el día, se rió—. Él o ella rebosa actividad últimamente.


—Podrías saber el sexo. Con preguntarle al médico, se acabaría la especulación.


—Quieres decir la sorpresa —bromeó ella.


—Ultimamente no me vuelven loco las sorpresas.


Aunque no lo dijo, Paula sabía que su aversión a las sorpresas se debía a su divorcio. El colapso de su matrimonio también había cambiado a Paula, pero el bebé lo había hecho en mayor medida.


—Hasta el día en que descubrí que estaba embarazada, siempre había odiado las sorpresas. Pero fue la mejor noticia inesperada que he recibido en mi vida. Desde entonces, soy una auténtica fan.


—Bueno, sea niño o niña, será un regalo.


Pedro la había emocionado al decirle lo que se merecía, pero esa frase la dejó anonadada. Con unas sencillas palabras había dado la vuelta a su mundo y le había hecho desear algo que era imposible: que él, en vez de Lucas, fuera el padre del bebé.


—¿Qué tal fue la consulta hoy? —preguntó él, volviendo a su silla.


Paula no había estado comunicativa en el viaje de regreso de la ciudad. De hecho, aunque no se sentía nada orgullosa de ello, había simulado dormir para esquivar preguntas como ésa. Ya no podía hacerlo.


—Fue bien. El doctor Fairfield dijo que el bebé se desarrolla según las pautas normales.


—Entonces, ¿todo va bien?


—Bueno, bastante bien.


—¿Bastante bien? ¿Qué quiere decir eso?


—Hoy tenía la tensión algo elevada cuando me la tomó enfermera —admitió, toqueteando la servilleta—. Probablemente no sea más que estrés.


—¿Ése es el diagnóstico médico o el tuyo? —preguntó Pedro, directo.


—Mío —suspiró ella—, pero él estuvo de acuerdo en que podía ser culpa del estrés.


—¿Qué te ha recomendado?


—Nada aún —pero ella había pasado un buen rato investigando en Internet y sabía que las consecuencias podían ser semanas de reposo o una cesárea programada. Sin embargo, no lo dijo—. Pero quiere que vuelva dentro de unos días, para ir sobre seguro.


—Te acompañaré a esa cita —anunció Pedro. Siguió antes de que ella pudiera protestar—. Y no te dejaré allí sin más. Pienso entrar. Quiero saber qué opina el médico y oír de primera mano qué recomienda que hagas.


Paula estaba nerviosa. Quería que alguien la acompañara. Cuando era sincera consigo misma, admitía que quería que ese alguien fuera Pedro.


—No hay necesidad de que tú...


—Sí que la hay. No vas a enfrentarte a esto sola. No hace falta —su voz se convirtió en un susurro—. Quiero estar allí por ti, Paula. Déjame, ¿de acuerdo?


Ella podría haber discutido. Pero estaba cansada de hacerse la valiente y de ocultar sus miedos. Era una mujer fuerte. Pero quería el lujo de poder apoyarse en alguien de vez en cuando.


—De acuerdo —aceptó—. Diría «gracias», pero ya me has advertido que no lo hiciera.


Pedro sonrió. Había esperado más discusión. La mujer podía ser muy testaruda a veces. Supuso que se había rendido tan fácilmente porque sí que necesitaba apoyo. Aun así, cuando se marchó poco después, ella insistió en que no la acompañara.


—Volveré sola —dijo, cuando Pedro llegó con los dos abrigos en la mano.


—Paula...


—No, en serio. Por favor. Démonos las buenas noches aquí —suplicó—. Por si acaso.


Pedro suspiró y, aunque no le gustaba la idea, aceptó. Dejaría que se saliera con la suya en eso.


Encendió la luz del porche y se quedó en la puerta, observando cómo recorría el sendero que llevaba a la casita. Caminaba deprisa, y miraba de derecha a izquierda, sin duda preguntándose si había alguien escondido entre los árboles sacando fotos.


No podía culparla por eso. Pedro se estaba haciendo esa misma pregunta


MILAGRO : CAPITULO 24




EL PRETENDÍA detenerse. De hecho, no había pretendido empezar. Ella estaba prohibida. Pero cuando la boca se Paula se abrió bajo la suya, cualquier intención de Pedro se desvaneció. La necesidad ocupó su lugar. Una necesidad tan arrolladora, intensa e irrefrenable que debería haberlo asustado mucho. Sin embargo, lo excitó aún más.


Se acercó y cambió el ángulo para besarla más profundamente. Paula gimió suavemente y puso las manos en sus hombros. El casi habría jurado que sentía sus uñas a través de la chaqueta y la camisa. Ella se apoyó en él y los senos hinchados y el vientre abultado se encontraron con su cuerpo. El se dijo que sin duda era una sensación distinta. Alguien se interponía de hecho entre ellos, uniéndolos al mismo tiempo. Pedro se sentía tan protector con respecto al bebé nonato como con respecto a Paula.


Además disfrutaba pasando tiempo con ella, pero no quería que se limitara a un paseo por la tarde ni a un besito de despedida cuando la dejaba en su casa.


Oyó un timbre de alarma en su cerebro. Sólo hacía unos meses que conocía a Paula; no mucho más tiempo del que había tardado en declararse estúpidamente a Helena. Se preguntó si estaba repitiendo el error. 


Precipitándose y dejando que los sentimientos le ganaran la partida a la razón.


No quería creerlo. De hecho ni siquiera quería pensar en eso mientras besaba a Paula y la tenía entre sus brazos. Se dijo que debía parar, y después pensarlo bien para asegurarse de que no estaba volviendo a tropezar en la misma piedra.


Había dicho que volvería a casarse si llegaban el momento y la mujer adecuada. Si Paula era esa mujer, cuando hubieran salvado los obstáculos, su relación se desarrollaría a un ritmo sensato. Entretanto seguirían siendo amigos. Justo cuando Pedro llegaba a esa conclusión, Paula se apartó de él.


—Oh, Dios —susurró. Se tapó la boca con la mano.


La expresión de horror de su rostro fue para él como un cubo de agua fría.


—Paula, lo siento. No pretendía hacer eso —se rió él solo al oír la ridícula excusa. Ese beso no podía clasificarse como un accidente, así que se corrigióBueno, sí lo pretendía, pero no debí hacerlo.


—Te he devuelto el beso —dijo ella, asombrándolo. Era cierto, sin duda.


—No importa.


—Sí importa.


—Por favor, no te molestes tanto por el beso —le urgió él.


—Yo... no estoy molesta por el beso, Pedro —dijo ella. Pero estaba pálida y le temblaban las manos.—Me gustas. Mucho.


—Lo mismo digo —admitió él—. Mucho —Pedro pensó que ella sonreiría pero, en cambio, movió la cabeza.


—El momento...


—Es de lo peor —él asintió con la cabeza, viendo que ella se hacía eco de sus pensamientos—. Lo sé, Paula. Para mí también. Pero esto no tiene por qué avanzar —inspiró profundamente antes de seguir—. De hecho, sería mejor que no avanzara, al menos de momento. Los dos tenemos temas que resolver y otras cosas que son prioritarias —bajó la vista hacia su vientre—. Ninguno de los dos estamos listos para una relación seria. Podemos seguir como amigos.


Esa última palabra le dejó un regusto amargo en la boca, pero mantener una relación platónica parecía lo más sensato para ambos. Para su sorpresa, vio que Paula movía la cabeza negativamente.


—Creo que debería mudarme —anunció.


—Eh, eh —oírle decir eso fue como un puñetazo en el estómago—. Espera un minuto. Eso es innecesario. Cielos, sólo ha sido un beso —un beso que aún estaba afectando a su pulso—. No es como si nos hubiéramos acostado ni nada de eso.


—Lucas alega que sí.


—¿Qué? —Pedro dio un paso atrás, sintiéndose golpeado nuevamente.


—Alega que he sido infiel durante nuestro matrimonio y cita el adulterio como el fundamento para nuestro divorcio. Creo... Creo que tú debes ser el otro hombre en quien está pensando.


—¡Eso es ridículo! No hemos hecho nada. Bueno, al menos nada como eso.


—No sé por qué está haciendo esto. Nunca le he sido infiel. Incluso ha pedido una prueba de paternidad —dijo ella—. Sabe perfectamente cuál será el resultado.


—Ese hijo de... —Pedro se calló la última parte y otros cuantos insultos más—. Sé por qué lo hace. Está utilizando esa táctica como palanca en el divorcio, nada más, Paula. Amenaza con ponerte las cosas feas porque quiere algo a cambio.


—Supongo —ella se frotó los brazos, como si tuviera frío—. Pero alega que tiene fotografías que documentan mi supuesta infidelidad. No sé a qué fotos puede referirse, excepto si son un montaje, pero he empezado a pensar que pueden ser de nosotros.


—¿Haciendo qué? —preguntó Pedro alzando la voz airado—. Paseando. Sentados en el porche charlando. No hemos hecho nada.


—Nos hemos besado antes. No como acabamos de hacerlo ahora, pero en una fotografía...


Él tuvo la sensación de que tenía razón. 


Pedro le gustaba tan poco la idea de que un detective con un teleobjetivo hubiera estado invadiendo su intimidad, como la de que su inocente relación con Paula pudiera manipularse y convertirse en algo sórdido. Iba a tener unas palabras con Lucas Seville. Pero en ese momento Paula necesitaba apoyo. Pedro odiaba verla tan afectada. No podía ser bueno para el bebé, algo que, por lo visto, a su ex no el importaba.


—Todo irá bien —dijo Pedro, él se ocuparía de eso—. Sólo está montando una cortina de humo.


—Lo sé. Pero sigo pensando que debería trasladarme —insistió ella—. No es justo para ti.


—Deja que yo me preocupe de lo que es justo.


—Pero...


—Si Lucas quiere meterme en el asunto, deja que lo haga —Pedro contrataría a su propio abogado y demandaría al impresentable por difamación—. No soy culpable de nada. Y tú tampoco.


Pensó que eso concluía el asunto, pero no fue así.


—Eso no es de todo verdad —dijo Paula con voz queda—. Yo soy culpable de algo. Hace un momento, cuando me besaste... —tardó un momento en seguir, evitando su mirada—. Nunca me había sentido así con Lucas. Nunca.


Pedro tragó saliva. Se preguntó cómo podían volver a ser sencillamente amigos tras una admisión como ésa.


—Esto complica las cosas —dijo. —Lo sé.


Lo pretendieran o no, quisieran o no admitirlo, su relación estaba tomando un rumbo imprevisible.