domingo, 8 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 11




Cinco minutos más tarde, un atento camarero italiano les estaba acompañando a su mesa.


—Por si acaso seguías pensando que estábamos hablando de ti…


—Muy gracioso. ¿Ese hombre es realmente tu chófer?


Pedro la miró con curiosidad.


—¿Felix? ¿Qué crees que es si no?


—¿Tu guardaespaldas?


La carcajada de Pedro provocó que varias cabezas se giraran hacia él. Ella tapó la copa con la mano.


—Estoy trabajando.


—Es tu cumpleaños.


Fue una batalla breve, porque el constante forcejeo resultaba cansino. Paula decidió que sería mejor reservar la energía para los momentos importantes. Y además, una copa de vino podría ayudar a calmarle los nervios.


Paula ladeó la cabeza.


—De acuerdo, solo una copa —lo cierto era que había cosas peores que pasar su cumpleaños sentada en un magnífico restaurante con un hombre al que todas las mujeres del local miraban.


—No, Felix es mi chófer.


—Entonces, ¿no tienes guardaespaldas? —quiso saber ella, incapaz de contener la curiosidad.


—La mejor seguridad es la que la gente no puede ver.


Paula dejó el tenedor sobre la mesa y se reclinó en el asiento.


—Eso no es una respuesta.


La respuesta de Pedro a su indignación fue esbozar una indolente sonrisa.


—Es la única que voy a darte —Pedro se reclinó a su vez y observó cómo daba cuenta del plato de pasta rústica que había escogido.


—Esto está buenísimo —Paula le dio otro sorbo a su copa de vino, decidida a que le durara. Miró el plato de Pedro. Solo se había comido la mitad del bistec—. Por cierto, ¿cómo has conseguido esta mesa?


—Conozco al dueño de la cadena de estos restaurantes.


—Están por todas partes, cuando estuve el año pasado en París acababan de abrir uno allí y estaba hasta los topes.


En aquel momento se acercó el encargado.


—Señor, señorita —el hombre inclinó la cabeza—, espero que la comida haya sido satisfactoria.


—Estaba todo delicioso —aseguró ella.


—Somos clientes satisfechos —añadió Pedro.


Había algo extraño en el modo en que el encargado se dirigió a Pedro, y en cómo respondió él… y entonces Paula cayó en la cuenta.


Esperó a que el encargado se marchara para poner a prueba su teoría.


—¿Tú eres el dueño?


Pedro ni siquiera parpadeó.


—Desde hace dos años.


—¿No se te ocurrió mencionármelo?


—No —Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa—. Entonces, ¿vas a ir a casa por tu cumpleaños?


Paula se refugió tras su copa de vino.


—No tengo casa —respondió con sequedad—. He vivido en la mansión Brent durante diez años, pero nunca fue mi casa. Solo éramos el servicio.


—Aunque formaras parte del servicio, como tú dices, te hiciste amiga de Luciana y ahora tu madre es la señora de la casa.


Paula no tenía ganas de satisfacer su curiosidad, pero Pedro no era el primero que comentaba aquella extraña amistad. Luciana Latimer tenía dinero, encanto, aspecto de princesa y asistía a un prestigioso colegio privado, y Paula era la tímida hija de la cocinera que iba a la escuela del pueblo.


Para Paula, lo suyo fue odio a primera vista y había hecho todo lo posible por evitar a la hija de la casa, con su cabello dorado y su sonrisa permanente. Contaba con muchos escondites en la finca, y cuando vio a Luciana en uno de ellos, al principio se puso furiosa. Hasta que vio las lágrimas.


Las niñas descubrieron que tenían algo en común mucho antes de saber que sus padres tenían una aventura. Las dos odiaban el colegio y las dos sufrían acoso escolar, aunque por diferentes motivos.


—A la gente le encantan las historias sobre gente rica. No te sorprendas si encuentras detalles de la vida de tu madre en las columnas de cotilleos. Todos tenemos fantasmas en el armario —le advirtió Pedro.


Paula se puso tensa, horrorizada al pensar en ello.


—¿Qué quieres decir?


Pedro se dio cuenta al instante debido a su reacción que seguramente habría un cadáver en el armario de la familia Chaves.


—Han colgado una foto en Internet. Pensé que deberías saberlo.


Pedro le pasó el teléfono por encima de la mesa y observó su cara mientras ella miraba una foto explícita de ellos dos en abrazo abandonado la noche de la boda. Vio cómo se sonrojaba antes de palidecer como la cera.


—Supongo que ha sido una de tus amigas de la escuela.


Paula cerró los ojos y durante un largo instante no dijo nada. 


Luego comentó esperanzada:


—Tal vez no la vea nadie.


No había una forma suave de decirlo, así que Pedro afirmó:
—Lo siento, pero al parecer ya es una imagen viral.


Paula se cubrió la boca con la mano, y sus ojos verdes registraron un horror total. ¿Cómo podía estar Pedro tan tranquilo?


—Tienes que pararlo —sacudió la cabeza—. ¿Y si tu hija lo ve? —añadió salvajemente.


—Lo más probable es que ya la haya visto. Además, yo me siento halagado.


Paula cerró los ojos. ¿Halagado? ¿Se había vuelto loco? 


Ella era una persona extremadamente reservada, y pensar en aquella foto…


—Tengo ganas de vomitar —esperó a que se le pasaran las náuseas antes de preguntar—: ¿Y qué vamos a hacer?


Pedro alzó una ceja.


—Mi consejo es que nos lo tomemos a risa o mantengamos un silencio digno.


Paula soltó una carcajada amarga. No veía nada digno en que hubiera fotos de ella en actitud apasionada circulando por Internet.


—O puedo negar encarecidamente que haya algo entre nosotros.


Paula exhaló profundamente.


—Bien.


—Y eso convencerá a todo el mundo de que sí hay algo entre nosotros y prolongará el interés en la historia.


Paula apretó los dientes. Sentía todo el cuerpo rígido. Pedro la miró a los ojos.


—Dime qué quieres que haga.


—No lo sé —admitió ella desolada.


—Entonces, ¿quieres que te diga qué quiero hacer yo? Quiero levantarme, salir de aquí, llevarte a mi casa y hacer lo que tanto deseaba hacer contigo esta mañana. Puedo prometerte un regalo de cumpleaños que no olvidarás, cara.


¿Tenían un problema y aquella era su solución? ¿Seducirla en un lugar público, donde cualquiera podría haber oído lo que decía?


Aquello era ridículo. Le dieron ganas de reírse.


Pero su voz rica y algo amarga como el chocolate no era algo de lo que pudiera reírse. Sus miradas conectaron y Paula dejó escapar un tenue suspiro entre los labios entreabiertos. El deseo le recorrió las terminaciones nerviosas, cerrándole los circuitos de la lógica.


Transcurrieron los segundos, y con ellos iba en aumento la tensión sexual. Pedro seguía mirándola con la misma intensidad que la desnudaba. El mensaje de sus ojos quedaba muy claro.


Paula aspiró con fuerza el aire.


—Sí…


Los dos se pusieron de pie a la vez. Pedro estuvo a punto de tirar la silla en el proceso. Dejó un puñado de billetes sobre la mesa, la tomó de la mano y gruñó.


—Salgamos de aquí.



*****


Pedro no se quitó de encima, permaneció sobre ella con todo el peso ardiente de su cuerpo. Tenía la cara pegada a su cuello, la respiración agitada y húmeda sobre su piel. A Paula le gustaba, le gustaba todo: el contacto de la piel contra la piel, su peso, la mezcla del olor a sexo y a jabón…


Estaban tendidos desnudos en el enorme sofá Chesterfield de piel del estudio de Pedro. No habían conseguido subir las escaleras, apenas habían logrado salir del taxi.


La estancia estaba plagada de la ropa que se habían quitado mutuamente en su frenesí por sentir la piel del otro.


El frenesí había pasado, pero Paula seguía todavía respirando con jadeos.


—¿Cómo ha sucedido esto? —murmuró ella.


—¿Quieres que te haga un esquema o que lo repita paso a paso? —respondió Pedro con ironía.


—Ninguna de las dos cosas —contestó Paula riéndose—. Tengo que irme.


Él se apartó a regañadientes con un gruñido.


Paula sintió los ojos de Pedro clavados en ella mientras se vestía. Su oscura mirada le hacía sentir cierta vergüenza, pero también mucho poder. Podía estar desnuda delante de él. ¿Eso era bueno, malo, peligroso…? Sacudió ligeramente la cabeza. Solo sabía que se sentía bien. Que un hombre como Pedro actuara como si nunca se saciara de ella era una experiencia maravillosa.


Mientras se abrochaba la camisa, ladeó la cabeza con gesto de estar escuchando.


—Hay alguien ahí —oyó cómo se cerraba una puerta y unas voces de mujer.


—No, ya te he dicho que… —esta vez Pedro lo oyó también. 


Cerró los ojos y se incorporó con un suspiro. Se levantó del sofá con un movimiento felino y se vistió a toda prisa.


—Quédate aquí. Será más seguro.


Aquella afirmación provocó que su imaginación echara a volar.


—¿Más segura de quién? ¿Sabes quién es? ¿Llamo a la Policía?


—Gracias por preocuparte, pero puedo ocuparme yo.


Paula quiso gritarle que no se preocupaba en absoluto por él, pero de pronto tuvo la horrible sensación de que sería mentira.


PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 10





Qué haces?


Paula miró hacia la cama y al instante se arrepintió, porque 


Pedro tenía un aspecto deliciosamente desaliñado.


—Vestirme —murmuró ella.


—¿Y por qué estás envuelta en la colcha?


—Porque tengo frío —lo tendría después de darse una ducha fría.


—Bien, porque durante un momento pensé que te daba vergüenza que te viera desnuda.


Paula sintió que se sonrojaba hasta las orejas. Pedro tenía razón, aquello era absurdo. Él se había levantado de la cama completamente desnudo un poco antes y parecía muy relajado. Pero la idea de que la viera desnuda a plena luz del día hizo que se cubriera con la colcha.


—No seas tonto —murmuró.


—Teniendo en cuenta que no he dejado ni un solo rincón de tu cuerpo por explorar…


Así era. La había besado incluso en la pequeña y reciente cicatriz del lunar diciéndole que él también tenía una. Se la había hecho en un accidente de esquí. Ella también se la había besado. Apartó de sí aquel recuerdo, pero no pudo apartar el calor que todavía le latía en la pelvis.


—Mira, es un hecho que lo de anoche ocurrió y no voy a fingir que no fue así —aseguró Paula. La segunda vez que hicieron el amor fue todavía más intensa que la primera, porque ella se había animado a explorar su cuerpo mientras Pedro la instruía sobre cómo complacerle—. Pero…


—¿Te arrepientes? —le espetó él con tono seco.


—No, pero hoy es otro día.


Pedro dejó escapar un largo silbido entre dientes.


—Vaya, eso es muy profundo.


En respuesta a su sarcasmo, Paula giró la cabeza con firmeza con la intención de soltar una respuesta ácida. En aquel momento, como si fuera un enorme gato, Pedro se estiró. 


Distraída por el movimiento de los tirantes músculos de su vientre, estuvo a punto de dejar caer la colcha.


—Todavía no me has contado cómo es posible que yo sea tu primer amante —¿por qué una mujer tan sensual como Paula había llegado hasta allí sin acostarse con ningún hombre? Aquello desafiaba a la lógica, pero no iba a protestar porque él había salido beneficiado—. ¿No se te ocurrió pensar que a un hombre le gustaría saber una cosa así?


—Pensé que no te darías cuenta —sin soltar la colcha, Paula se dirigió a la cama—. ¿Qué te parece tan divertido?


Pedro se colocó las manos en la nuca y dirigió la vista hacia los músculos de su torso.


—Es una pregunta muy sencilla, Paula —aseguró mientras ella se sentaba en la cama—. Nadie es virgen a tu edad por casualidad —le tiró de la colcha hacia la cintura.


—No he tenido tiempo para romances.


—Lo de la noche anterior no ha sido un romance. Solo fue sexo, Paula —el mejor sexo que él había tenido.


Paula bajó la barbilla para ocultar la ira que sabía que tenía escrita en la cara. Cuando volvió a levantarla de nuevo sonreía.


—No hace falta que me lo digas tan claro, Pedro. Ya sé que esto no es el comienzo de una profunda y larga relación.


Su ironía le molestó. Toda su actitud le molestó. Y eso que él no buscaba nada profundo, como tampoco buscaba encontrarse con una virgen en la cama. ¡Una virgen! Con los ojos semicerrados, Pedro revivió el momento en el que lo supo… y volvió a sentir la poderosa oleada de posesión que no podía negar. Había sido su primer hombre.


—Eres una mujer muy apasionada, Paula.


Ella sacudió la cabeza, incapaz de admitir ni ante sí misma su miedo secreto a perder el control con un hombre. Alzó la mirada con el ceño fruncido.


—He estado creando mi empresa.


Pedro alzó sus oscuras cejas.


—Eso no es una razón. Se puede tener sexo y llevar una empresa al mismo tiempo, cara.


—No quiero una relación a tiempo completo y no soy de las de una noche —un poco tarde para recordarlo—, y aunque estuviera en el mercado, es difícil encontrar un hombre que comparta mis ambiciones y objetivos.


—Nada te impide buscarlo mientras tienes relaciones sexuales conmigo. Pero créeme, una sola noche contigo no será suficiente para ningún hombre, cara. Y te digo otra cosa: cualquier hombre diría que comparte tus ambiciones con tal de llevarte a la cama.


—Pero tú eres distinto, supongo.


—De hecho, soy exactamente la clase de hombre que necesitas —aseguró Pedro—. Piénsalo, puedo proporcionarte un sexo estupendo sin ataduras emocionales.


—Eso suena…


—¿Perfecto?


—Inmoral.


Pedro soltó una carcajada sorda.


—Quédate conmigo el tiempo suficiente y te corromperé, ángel. Tienes un cuerpo hecho para el pecado.


Paula dejó caer la colcha, se levantó de la cama, agarró su ropa y se metió en el baño.


Cuando cerró la puerta con su pequeño y redondo trasero, Pedro soltó un gemido. Según su experiencia, había pocas cosas seguras en la vida. Pero él tenía una muy clara: debía intentar volver a meter a Paula en su cama o morir en el intento.




*****


Paula siempre llegaba primera a la oficina. Disfrutaba de aquellos momentos a solas, sin interrupciones. Aquel día llegó cuando su asistente estaba ya sentada en su escritorio con un té de hierbas y la expresión soñadora que tenía siempre cuando hablaba de bodas.


Paula aceptó el té y le dijo a Silvia que no había tomado ninguna foto.


—¿Ninguna? —la joven fue incapaz de ocultar su decepción—. Supongo que estabas demasiado estresada por lo de hoy como para desmelenarte y disfrutar.


Paula agarró con fuerza la taza para que no se le cayera.


—Yo… —dio un paso adelante para entrar en el despacho y entonces se dio la vuelta con el ceño fruncido—. ¿Hoy?


Su asistente parpadeó y comprobó la agenda en la tableta.


—No ha habido más retrasos, ¿verdad? Te lo van a decir esta mañana…


Paula trató de disimular el desmayo bajo una alegre y falsa sonrisa. Tenía una reputación que preservar, tenía fama de saber mantener la calma durante una crisis.


—Sí, esta mañana.


Una vez dentro del despacho, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Aquello no era solo un desastre, era… ¿qué diablos era?


¡Se le había olvidado!


¿Cómo era posible?


Durante los últimos seis meses, se había levantado cada mañana pensando en aquel acuerdo. Había invertido en él todo su tiempo y su energía, había vivido y respirado por él, centrada en un objetivo. Se decía a sí misma que el fracaso no era una opción, pero sabía que sí lo era. Y aquella certeza la había hecho despertarse por la noche bañada en sudor frío en más de una ocasión.


Y ahora que faltaba tan poco, consultó el reloj y luego se llevó una mano a la cara en estado de shock. En cuestión de minutos conocería aquella crucial decisión, y lo había olvidado por completo.


Había regresado aquella mañana a su apartamento para cambiarse sintiéndose bastante aliviada. Paula sabía que no era como su madre ni como las demás mujeres que conocía, que perdían la objetividad cuando había un hombre en su cama, pero tenía sus dudas. ¿Y si el buen sexo era capaz de privarla del respeto que sentía hacia sí misma y la llevaba a comprometer sus principios?


Lo cierto era que el sexo había sido estupendo, de la clase que creía que solo existía en las novelas. Todavía lo sentía por todo el cuerpo, y durante un breve periodo dejó de ser la reina de la precaución y se dejó llevar por sus impulsos. 


Había resultado ser una experiencia completamente liberadora. Pedro era un amante increíble, pero ahora, a la fría luz del día, seguía siendo también un arrogante insoportable. Aquello ayudaba a que no lo pusiera en un pedestal y a que no se quedara callada cuando pensaba que estaba equivocado.


Era un alivio comprobar que su teoría era cierta. No era el sexo lo que convertía a las mujeres en esclavas, sino el amor. Ella no amaba a Pedro, y la mera idea de enamorarse en tan solo veinticuatro horas se le antojaba ridícula.


Amor… sinceramente, ni siquiera le caía demasiado bien. Si no volvía a verlo nunca, no le quitaría el sueño. Por eso, en cierto sentido, Pedro tenía razón. Era perfecto como amante, no había nada entre ellos excepto pasión desatada, nada que los sentimientos complicaran. Solo había sido sexo. Un sexo increíble, sí, pero había muchos hombres allí fuera que no eran Pedro, hombres cuyas manos no fueran tal vez tan expertas… la imagen de sus largos dedos deslizándose por su piel cruzó por la mente de Paula, reavivándole el calor de la pelvis hasta que apartó de sí aquella imagen y se recordó que no tenía ninguna intención de repetir su noche de pasión. Tal vez tuviera lugar en algún momento, pero ella no iba a buscarlo.


Pero actualmente, lo que sí estaba ocurriendo era que la noche que había pasado con él le había hecho olvidar el contrato por el que tan duramente había trabajado.


Tal vez fuera la excepción que confirmaba la regla, la mujer que no era capaz de hacer varias cosas a la vez.


Debía escoger entre el éxito empresarial y el sexo; no podía tener ambas cosas.


Paula suspiró y se sentó frente a su escritorio. La calma que aquel espacio minimalista solía provocar en ella, al no haber fotos ni objetos personales, solo un lugar de trabajo, no surgió.


Tenía que despejarse la cabeza y centrarse.


Antes de que pudiera hacer ninguna de las dos cosas, sonó el teléfono. Paula apretó los dientes y lo agarró.


Volvió a dejarlo en su sitio diez minutos más tarde.


Estaba temblando.


El trato estaba cerrado, y ahora podía admitir que hubo momentos en los que dudó de si valía la pena hacer aquel viaje a Australia. Pero el trabajo había dado sus frutos, y la cadena de exclusivos grandes almacenes con sedes en todo el hemisferio sur iba a vender su línea.


Aquel era el momento por el que tanto había luchado, con el que tanto había soñado.


Frunció levemente el ceño. ¿Dónde estaba el subidón de adrenalina, la euforia del logro?


Lo que sentía era casi un anticlímax, pero se dijo que era lógico. Una noticia así era para compartirla, y recordó una frase del discurso que había pronunciado Carlos Latimer en su boda: «El éxito no significa nada a menos que tengas a alguien con quien compartirlo. Y yo tengo a la mejor persona del mundo: mi esposa».


Paula no había probado su copa de vino ni se unió al espontáneo aplauso que siguió. Pero dejando a un lado la falta de sinceridad, ¿acaso no tenía razón?


¿Quién se alegraría por ella? Su madre estaba de luna de miel y su mejor amiga estaba muy ocupada siendo una princesa embarazada.


Apartó de sí una punzada que reconoció como autocompasión. Bajó la vista y frunció el ceño al recordar un comentario que había hecho Pedro.


Paula no sabía qué hora era cuando se despertó en una cama extraña con el brazo de un hombre sobre las caderas y su cabeza entre los senos. El pánico inicial duró una décima de segundo, entonces se dio cuenta de dónde estaba y se relajó.


Pedro expresó en voz alta sus dudas interiores. «Deja de analizar la situación, solo disfrútala. No existe el mañana, solo el aquí y el ahora, tú y yo. No necesito que llegues a mí emocionalmente, solo quiero que me toques… por favor».


Aquella torturada plegaria la hizo sentirse poderosa, excitada y fuera de control.


Paula se rio entre dientes y se puso de pie. Ni siquiera estaba celosa de su amiga; lo último que deseaba era tener un bebé. En aquel momento estaba demasiado centrada en su trabajo, pero tal vez dentro de unos años…


Su reloj biológico apenas había empezado a andar, y además acababa de descubrir el sexo.


Paula recolocó la fila de lápices del escritorio y, canturreando entre dientes, se dirigió a la puerta que comunicaba su despacho con el de su asistente. Silvia había invertido muchas horas en aquel proyecto, no solo ella, sino todo el equipo, Y aunque los amigos y la familia se alegrarían por ella, solo su equipo entendería de verdad lo que aquel éxito significaba para Paula.


Pensó en invitarlos a comer al nuevo italiano del que todo el mundo hablaba. El estómago le rugió al pensar en comida.


 Aquella mañana no había desayunado.


—¿Te apetece comida italiana, Silvia? —preguntó Paula al abrir la puerta.


Estaba acostumbrada al desorden del escritorio de la joven, pero esta era la primera vez que veía a un hombre allí.


Y aquel hombre era Pedro. Le estaba dando la espalda, pero no cabía duda de que se trataba de él. El hecho de que estuviera allí estaba mal en muchos sentidos. Paula trató de mantener la firmeza.


—¿Qué diablos estás haciendo aquí, Pedro?


—¿No te dije que estaría encantada de verme, Silvia?


Su asistente se rio con coquetería. Tenía un novio al que decía que adoraba, entonces, ¿a qué estaba jugando? Paula le lanzó una mirada de exasperación y apretó los labios. Le parecía bien que las mujeres tomaran la iniciativa, pero Silvia se estaba mostrando demasiado ansiosa.


—He venido para llevarte a comer —Pedro curvó los labios en una sonrisa íntima mientras le recorría el rostro con la mirada.


—¿Cómo has sabido dónde encontrarme?


Pedro sacó una tarjeta de visita de bordes dorados.


—Te dejaste esto —y también el aroma de su perfume.


Paula tragó saliva y murmuró entre dientes:
—Estoy ocupada.


—Por cierto, el proveedor ha llamado para anular la cita.


—Gracias, Silvia —la sonrisa de Pedro hizo sonrojar a la joven—. Ya lo ves, cara. Estás libre.


En lugar de limitarse a preguntarle a qué estaba jugando, Paula deslizó la mirada hacia su boca. Lo último que se sentía era libre, de hecho se sentía obligada. Hizo un esfuerzo por aminorar la marcha de su corazón y bajó las pestañas a modo de cortina de protección.


—Me ha parecido oírte decir que te gustaba la comida italiana, ¿verdad? —preguntó él.


—Le encanta —intervino Silvia.


Paula parpadeó y apretó las mandíbulas.


—No es mi favorita —mintió.


—Le encanta.


Paula le lanzó otra mirada exasperada a Silvia mientras sentía cómo se sonrojaba.


—Hoy tengo mucho lío, de verdad.


Pedro se encogió exageradamente de hombros y suspiró.


—Bueno, si no puedes salir a comer, supongo que podemos hablar de ello aquí —reconoció.


¿Hablar de ello? Paula sintió una oleada de pánico. Silvia era una gran asistente y muy discreta en el trabajo, pero en lo que se refería a cotilleos menos profesionales…


—Oh, no, llévesela a comer —Silvia entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en ellos batiendo las pestañas—. Es su cumpleaños —confesó mirando a su jefa con expresión inocente—. Bueno, él no trabaja aquí, ¿verdad? Y dijiste que no se lo contara a nadie de la oficina.


—¿Es tu cumpleaños? Bueno, entonces ya está —anunció Pedro con satisfacción—. Voy a llevarte a comer.


A Paula le hubiera encantado decirle que de eso nada, pero estaba claro que Pedro no aceptaba que la gente no hiciera lo que él quería, así que decidió que era mejor fingir que aceptaba para no arriesgarse a hablar de su vida personal delante de otras personas. El horror de aquella idea hizo que se estremeciera.


Una vez fuera del edificio y lejos de los curiosos ojos de su asistente, Paula se apartó del leve roce de la mano que Pedro había colocado entre sus hombros para guiarla hacia la salida, como si ella no conociera el camino.


—Hemos tenido sexo —Paula se aclaró la garganta, felicitándose en silencio por la frialdad con la que había expuesto los hechos.


Pedro no parpadeó. Se limitó a mirarla a los ojos de un modo que le provocó un nudo en el estómago.


—No lo he olvidado —aunque cuando sintió las frías manos de Paula en la piel estuvo a punto de olvidar todo lo demás, eso no lo olvidaría. Nunca había perdido el control de aquella forma con ninguna otra mujer. Siempre había mantenido a raya la pasión. Resultaba irónico que la mujer que le había hecho descontrolarse fuera una virgen.


Resultó que la sospecha inicial que tenía respecto a su inocencia era cierta. El impacto había disminuido, pero el misterio continuaba. Paula era tan sensual y tan dulce que no tenía sentido que no hubiera probado el sexo con anterioridad. Pero lo cierto era que él había sido su primer amante. En momentos de sinceridad admitía que no era digno de semejante regalo, pero a cambio él le enseñaría a disfrutar de su propio cuerpo.


Paula hizo un esfuerzo por controlar su antagonismo. Su voz grave era todo un peligro y su mirada penetrante la perturbaba. A pesar del tráfico y de la abarrotada calle, cuando le miraba a los ojos sentía que el mundo que los rodeaba podía desaparecer.


—Eso no te da derecho a entrar en mi lugar de trabajo y ponerte a coquetear con mi personal —lo dijo de un modo que parecía que aquello era el peor pecado del mundo—. Supongo que no puedes evitarlo —murmuró.


—Anímate, Paula.


Ella apretó los labios, irritada por su respuesta.


—Estoy muy animada, gracias.


Pedro abrió los ojos de par en par, como si de pronto lo hubiera entendido.


—¿O acaso se trata de uno de «esos» cumpleaños? —preguntó con simpatía.


A Paula se le congeló la expresión.


—Todavía me falta mucho para cumplir los treinta.


Pedro sonrió y la miró con más intensidad mientras le levantaba la barbilla con un dedo.


—Parece que tienes dieciocho, y eso puede llegar a ser desconcertante, sobre todo porque la mayoría del tiempo actúas como si fueras una mujer de mediana edad.


Le daba una de cal y otra de arena, pensó Paula apartando la mandíbula de su mano.


—Qué cosas tan bonitas dices —afirmó con sonrisa poco sincera.


—Te tomas la vida muy en serio.


Ella apretó las mandíbulas y le soltó una respuesta burlona.


—Esa es la diferencia entre tú y yo. Yo pienso que la vida es algo serio.


Pedro asintió brevemente con la cabeza.


—La vida también es triste y divertida… —guardó silencio cuando su coche apareció a su lado, y, saludando al chófer con una inclinación de cabeza, le abrió la puerta de atrás a Paula.


Mientras ella entraba, Pedro se preguntó por qué diablos estaba hablando del significado de la vida con aquella mujer. 


Podría haberse preguntado por qué estaba allí, pero aquella cuestión tenía una respuesta más difícil.


La deseaba. Aquello en sí mismo no era extraño, pero sí lo era la naturaleza compulsiva de su deseo. Si hubiera pensado en ello más profundamente, Pedro podría haberse sentido inquieto, pero no fue así. Etiquetó aquello como un apetito parecido a cualquier otro, y como cualquier hombre, Pedro disfrutaba de la caza en lo referente al sexo.


Pero ¿cuándo fue la última vez que había reorganizado toda su agenda para perseguir a una mujer?


Dejó a un lado aquella pregunta y se recordó que, por muy intensa que fuera aquella atracción, la historia se repetiría inevitablemente y él perdería interés. Siempre le pasaba lo mismo.


—Es una cuestión de equilibrio, cara —reflexionó en voz alta mientras entraba en la limusina y se sentaba a su lado—. Los momentos duros de la vida son más soportables si no te pierdes los buenos —se inclinó hacia delante y le dio instrucciones al chófer en italiano. El hombre, que era más grande que un oso, respondió en el mismo idioma.


—¿De qué libro de autoayuda has sacado esa joya? ¿O estaba en una galleta navideña?


—Mi padre murió de forma inesperada, y fue devastador para todos, especialmente para mi madre. Pero a lo que se agarró y se sigue agarrando ahora es a que no hubo ni un solo día en su vida que no viviera al máximo. No es que hiciera cosas espectaculares, lo que le gustaba eran los detalles pequeños, como disfrutar de una buena botella de vino o ver a su nieta dar sus primeros pasos.


Paula se arrepintió al instante de su comentario anterior.


—Lo siento mucho.


—Como habría dicho mi padre, las cosas malas suceden. Pero hasta que eso ocurra, ríete un poco.


Paula se revolvió incómoda en el asiento bajo su penetrante mirada.


—Tengo la sensación de que tú no te ríes mucho, y es una lástima porque tienes una risa preciosa. Me recuerda al tacto de tu pelo sobre mi piel. Por cierto, ¿te lo recoges porque te gusta que te lo suelte?


Ella tragó saliva y bajó la mirada, confundida. Lo único que tenía que hacer Pedro era soltarle un par de cumplidos con voz ronca para que el corazón empezara a latirle a toda prisa.


—Me lo recojo para no tener mechones de pelo por la cara.


Pedro se reclinó en el asiento y cruzó un tobillo encima de otro.


—Y a ti te gustan las cosas ordenadas.


—¿Es un delito? —le espetó.


—¿De verdad quieres saber lo que pienso?


—¡No! —Paula se inclinó hacia delante y le preguntó al chófer—, ¿dónde estamos?


El hombre la ignoró.


—¿Está sordo?


—No, pero después del grito que le has pegado tal vez lo esté. Hay un aparcamiento ahí atrás.


—Ah, lo siento.


El coche se detuvo en uno de los espacios del aparcamiento al que se había referido Pedro. Le dijo algo en italiano al chófer, y este se rio.


—¿Estáis hablando de mí? —preguntó Paula con recelo.


—No todo gira alrededor de ti, cara. ¿De verdad quieres comer?


Ella se lo quedó mirando.


—¿No era esa la idea?


Pedro se la quedó mirando durante un largo instante y luego hizo uno de sus habituales encogimientos de hombros.


—Es una opción, desde luego —esta vez se dirigió al chófer en inglés—. Gracias, Felix, llamaremos a un taxi para volver.


El restaurante estaba lleno y había mucha gente esperando mesa. Paula se sintió aliviada, no cabía ninguna posibilidad de que consiguieran una.