lunes, 2 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 26

 


Paula no volvió a ver a Pedro hasta el viernes. Habían pasado tres días enteros sin verse. Y no porque ella no lo hubiese intentado. Había mirado desde la ventana de su cabaña dos mil veces, mientras su imaginación creaba una serie de fantasías provocativas…


Tres días. Paula intentaba contener su impaciencia, diciéndose a sí misma que Pedro necesitaba tiempo.


Pero el viernes, cuando volvía de visitar a Camilo en Martin's Gully, lo vio dirigiéndose a su cabaña. En su cara había un gesto de total determinación. ¿Por fin se habría dado cuenta de que no tenía sentido escapar?, se preguntó.


Paula salió del coche con las piernas temblorosas.


Pero entonces vio que llevaba un cubo y una fregona en la mano. No iba a buscarla. Y no iba a su cabaña, sino a la siguiente. No tenía la menor intención de tomarla en sus brazos y besarla hasta que perdiera el sentido.


A unos diez metros el uno del otro, se miraron como dos adversarios en una vieja película del Oeste, cada uno esperando que el otro hiciera el primer movimiento.


—Hola, Pedro. ¿Quieres un café?


Él se tocó el ala del sombrero… y se alejó sin decir una palabra.


Paula tuvo que contener las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos. En ese momento veía con toda claridad lo que se había negado a ver hasta aquel momento. Pedro tenía razón. Si no era capaz de entender que un beso no era más que un beso, ¿qué pasaría si se acostara con él? ¿Cómo podría marcharse después de las vacaciones si hubieran hecho el amor?


No podría. No estaba preparada. Y él lo sabía.


Pero, por muchas veces que se dijera eso a sí misma, por mucho que intentara convencerse de que hacer el amor con él sería un error, seguía imaginándolo de todas formas.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 25

 


—¿Por dónde, Molly?


Molly, con la lengua fuera, se colocó entre sus piernas cuando llegaron a un cruce de caminos, pero no le indicó por dónde deberían ir.


Paula apretó los labios. La semana anterior habían ido explorando río abajo. ¿Deberían explorar río arriba o cruzarlo para ver lo que había al otro lado?


—Hoy vamos río arriba. ¿Qué te parece, Molly?


La perra movió la cola, contenta. La verdad, le gustaban mucho esos paseos. Habían empezado como una forma de matar el tiempo, pero los beneficios del ejercicio empezaban a notarse. Como había estado prácticamente encerrada en casa durante los últimos meses, era un placer trabajar los músculos y respirar aire fresco. Seguiría paseando cuando volviera a casa, decidió.


Y compraría un perro.


Molly y ella estuvieron paseando diez minutos más y llegaron a una zona en la que el río se hacía más ancho y menos profundo, con las orillas rodeadas de enormes piedras que brillaban con todos los tonos del arco iris. Paula estaba encantada hasta que oyó un chapuzón cerca de ella.


Y, por el ruido, debía de ser un animal grande. ¿Habría jabalíes por allí?, se preguntó, asustada.


—Vamos, Molly, es hora de…


No terminó la frase porque la perra, ladrando, empezó a correr hacia la orilla. Paula corrió tras ella. ¿Qué diría Pedro si le pasaba algo a su perrita?


Pero no podía colarse entre las piedras como lo hacía Molly. Paula se subió a una de ellas dispuesta a mover los brazos y gritar como una posesa para ahuyentar a… lo que fuera.


—Hola, Paula.


—¡Pedro!


Debajo de ella, Pedro estaba nadando tranquilamente. Tenía el torso bronceado y a Paula empezó a palpitarle el corazón. En su mente había aparecido una erótica imagen de sí misma lamiendo las gotas de agua de sus hombros…


El agua era casi transparente, pero la parte inferior de su cuerpo estaba oculta por las sombras que creaban las piedras.


Afortunadamente.


Cuando no contestó, Pedro hizo pantalla con una mano para verla mejor.


—¿Qué pasa?


—Había oído un ruido…


—¿Y decidiste investigar?


—No me apetece encontrarme con un oso polar o un hipopótamo.


Pedro sonrió.


—Que yo sepa, a los osos polares y a los hipopótamos no les va muy bien en Australia.


—Ya sabes lo que quiero decir, un jabalí o algo parecido.


—Si algún día te encuentras con uno, lo mejor es que te subas a un árbol. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—¿Cómo es que has venido a investigar?


—Molly salió corriendo y…


—Y decidiste que Molly necesitaba protección.


—¿Qué hay de malo en eso?


—Paula, eres un caso perdido —suspiró Pedro.


—Éste es un sitio precioso. Si no hubiera venido a investigar, no lo habría encontrado —murmuró ella, mirando alrededor. Sobre la hierba había un sombrero, una camisa, unos vaqueros… y unos calzoncillos—. ¿Está nadando desnudo, señor Alfonso?


—Desde luego que sí, señorita Chaves.


Paula tragó saliva.


—Yo nunca me he bañado desnuda.



—¿Quieres probar? —sonrió Pedro.


Debería hacer eso más a menudo. Sonreír. Suavizaba las líneas de su rostro y lo hacía parecer un hombre al que ella podría…


¡Tonterías!


—No, gracias. Aunque esto puede convertirse en un deporte del que me haga espectadora.


Oh, sí. Eso tenía potencial. Y Pedro Alfonso tenía unos bíceps que podían enviar el pulso de una chica por las nubes.


—Si no dejas de mirarme así, voy a tirarte al agua.


Por un momento, Paula sintió la tentación de seguir mirando para ver lo que pasaba.


Otro pensamiento loco. Si la tiraba al agua con él…


—Perdona.


—Bueno, voy a salir. ¿Te importaría darte la vuelta?


—¿Por qué, te da vergüenza?


—No —contestó él—. Pensé que a ti te daría vergüenza.


Pedro empezó a salir del agua y, lanzando un grito, Paula se dio la vuelta, con el corazón acelerado. Podía imaginarlo aunque no lo viera. Vívidamente. Y se obligó a sí misma a dar un par de pasos adelante, lejos de la tentación. Si fuera la clase de mujer que tenía aventuras…


¿Por qué no? ¿Por qué no podía serlo? Estaba de vacaciones, ¿no? Quería cambiar de vida, ¿no? A lo mejor eso significaba hacer cosas que no había hecho antes.


Y si eso significaba ver a Pedro desnudo…


Sin pensarlo dos veces se volvió y… oh, calzoncillos azul marino mojados y pegados a…


Paula no podía apartar la mirada de la evidencia de su deseo.


—¿Qué haces? —exclamó Pedro.


Por el momento, intentar que el corazón no se le saliera del pecho. Era un hombre tan atractivo, tan masculino… y la deseaba. Era evidente. Eso le dio ánimos para enfrentarse a su mirada.


—He cambiado de opinión.


—¿Sobre qué?


—Sobre verte desnudo.


—¿Qué?


—Me encantaría nadar desnuda.


Pedro la señaló con el dedo.


—No des un paso más.


Pero Paula dio un paso adelante y se acercó tanto que podía ver el pulso latiendo en su cuello.


—No sabes lo que estás haciendo.


—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —murmuró ella, poniendo una mano sobre su corazón. Su piel era fresca y firme, tan masculina que se puso a temblar.


—Piensa, Paula, piensa. Tú no eres de las que tienen aventuras de verano. Para ti sería imposible que no significara algo. He conocido a otras mujeres como tú. Tú me ahogarías, yo tendría que buscar espacio, discutiríamos, tú te pondrías a llorar… todo sería demasiado complicado.


—¿Por qué?


—Tú has dicho que no podrías vivir aquí y yo no puedo vivir en otro sitio.


¿No podía o no quería? Paula lo dejó pasar.


—Demasiado complicado —repitió Pedro.


Pero ella se fijó en cómo apretaba los labios, en cómo brillaban sus ojos de deseo.


—Al contrario, es muy sencillo —murmuró, poniendo la mano de Pedro entre sus pechos para que pudiese sentir los latidos de su corazón—. Yo quiero tocarte y quiero que me toques a mí. ¿Dónde está la complicación?


Apenas había terminado la frase cuando, soltando una maldición, Pedro la tomó entre sus brazos y buscó su boca. Su urgencia, la dureza de su erección contra su estómago encendieron un deseo en ella que no sabía que existiera. Un deseo que la llevaba como la corriente del río, como el viento que movía las copas de los árboles. Se sentía salvaje, libre… deseada.


—¡No!


Él dio un paso atrás. A través de la niebla del deseo, Paula pudo ver el tormento en sus ojos.


—Esto no puede pasar.


—¿No te gusto? —murmuró Paula.


—No te hagas la ingenua —contestó él—. No puedes ser tan ciega, tienes que saber el efecto que ejerces en un hombre.


El efecto que…


¿Ella? Paula tuvo que sonreír. Pero Pedro dio otro paso atrás, como si supiera lo que estaba pensando. Luego se inclinó para tomar los vaqueros y se los puso a toda velocidad.


—Bonito trasero.


Él se puso la camisa, fulminándola con la mirada.


—Y los hombros también son bonitos.


Murmurando algo así como «esta mujer está loca», Pedro tomó su sombrero y se alejó sin decir una palabra más. Paula lo observó hasta que desapareció entre los árboles y luego se dejó caer de rodillas sobre la hierba, hundiendo la cara en el pelo de Molly.


—Le gusto —susurró. No podía evitar sentirse emocionada.


Pedro Alfonso la deseaba. Sólo necesitaba algún tiempo para hacerse a la idea.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 24

 


Debería haber puesto alguna excusa, pensó Pedro con enfado.


Paula llevaba unos pantalones cortos de color blanco y un top verde sin mangas… y estaba más apetitosa que una tarta de chocolate. Pero tenía la impresión de que cuanto menos tiempo pasara en su compañía, mejor. Porque ella lo hacía desear cosas que se había obligado a sí mismo a olvidar.


Pero viendo esos ojos llenos de esperanza no pudo echarla. Se lo había prometido.


—¿Por qué no nos sentamos aquí, en el porche?


—Muy bien —sonrió Paula, sentándose y cruzando las piernas.


Demonios. No podía medir más de un metro sesenta, pero tenía unas piernas interminables. Pedro se volvió para mirar la cocina y frunció el ceño. No quería oír nada más sobre la falta de «ambiente hogareño». Eso le había dolido.


—Sonríe —le ordenó Paula cuando salió con el tablero de ajedrez.


Él hizo lo que pudo por sonreír. El día anterior le había parecido muy fácil hacerlo, pero no era un hábito que pensara cultivar. Las mujeres como Paula deberían protegerse de hombres como él.


Lección de ajedrez. Tenía que concentrarse en la lección de ajedrez.


—¿Sabes algo del juego?


—Sé cómo se mueven las piezas.


Cuarenta minutos después, Pedro llegó a la conclusión de que Paula Chaves no tenía ni idea. Parecía sentir aversión a comerle las piezas al contrario. O a dejarse comer las suyas. Él atacaba y ella se echaba hacia atrás, intentando encontrar la forma de salvar un simple peón. No entendía que sacrificando una pieza podía conseguir una jugada mejor. No era capaz de atacar.


Pero tenía un bonito cuerpo.


«No hagas eso. Piensa en la partida y nada más».


Debería estar pendiente de la lección y no fijarse en otras cosas. Por ejemplo, en lo bonitas que eran sus manos, en cómo se mordía los labios mientras intentaba descifrar las complejidades del juego. En cómo su piel había empezado a adquirir un tono dorado después de una semana bajo el sol.


La camiseta verde se ajustaba a una esbelta figura que él tenía que hacer un esfuerzo para no tocar. Incluso había colocado la silla de tal forma que no pudiera ver sus piernas. Pero sabía que estaban ahí. Y seguramente serían muy suaves. Se preguntó entonces si debería pedirle que, para la próxima lección, se pusiera un pantalón largo. Y una bolsa en la cabeza.


«Cálmate».


Estaba perdiendo la cabeza. El tiempo que pasaba en su compañía estaba empezando a convertir su cerebro en pulpa.


Pedro se movió en la silla, incómodo. Pero no sirvió de nada. Por mucha ropa que llevase no podría ocultar la gracia de sus movimientos. Incluso cuando cerraba los ojos, podía olerla.


Estaba muy callada, lo cual era una pena, porque la charla tonta siempre lo ponía de los nervios. Y si lo pusiera de los nervios, podría distraerlo de… otras cosas. Pero no, no tenía esa salida.


Con algo entre un suspiro y un gemido, Pedro movió el rey.


—Jaque mate.


Paula miró el tablero, perpleja.


—Puede que no sea muy buena en esto, pero creo que acabas de darme una paliza, ¿verdad?


—Sí.


—Se me da fatal.


—Sí.


—Pero aprenderé… con la práctica.


Maldición.


Ella señaló el tablero.


—¿Quieres que te ayude a guardarlo?


—No.


—Bueno, pues gracias por la lección —Paula se levantó y, diciéndole adiós con la mano, bajó los escalones del porche.


Y si Pedro no supiera que era imposible, diría que se sentía más picado que aliviado al verla marchar. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.


Tomando el tablero de ajedrez, entró en la casa con los hombros tan tiesos como una de las piezas de madera.