domingo, 30 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 8




Poco a poco, asimiló las palabras de Pau. Por supuesto. 


Había visto suficientes noticias en la tele como para saber que una madre que apareciera en urgencias sin su bebé activaría campanas de alarma. Y a eso se añadía el hecho de que en realidad desconocía en qué estado se hallaba Barb. Lo único que podía sentir era la pesada carga de que Daniela dependía completamente de él.


—Entonces, tenemos que ir, ¿no? —la situación había cambiado, había dejado de ser unos días de cuidar a un bebé para verse complicada por la burocracia, donde todo quedaría registrado y apuntado. Sintió que las paredes se cerraban en torno a él y lo odió.


Pau asintió.


—Sí. Si no lo hacemos… como ya te he dicho, tú figuras como el familiar más próximo. En cualquier caso, donde primero buscarán a Daniela será en tu casa. Y así… Bueno, no hará ningún mal que también examinen a la pequeña.


—¿Se la llevarán? —la miró, necesitando que le dijera que no. El sólo pensamiento de perder a Daniela ante unos completos desconocidos le resultaba incomprensible. Quizá no hubiera estado preparado, pero era familia. Sin duda eso tendría que contar para algo. Y tenía a Pau para ayudarlo. 


Lo inquietaba pensar en lo mucho que la necesitaba.


Ella sintió que el corazón le daba un vuelco al percibir la inseguridad y el temor de Pedro. Ese hombre tenía mucho más que lo que le había atribuido en un principio. Quería hacer lo correcto con el bebé. ¿Cómo culparlo por ello?


No podía. De hecho, lo aplaudía.


Él comprobó la carretera por el retrovisor y luego realizó un giro de ciento ochenta grados para regresar por la dirección por la que habían estado yendo.


Tenía que darle una respuesta sincera.


—No lo sé, Pedro. No trabajo en los servicios sociales, aunque imagino que querrán que se quede con su familia. Vayamos paso a paso, ¿te parece?


Él asintió, pero vio que tensaba la mandíbula. Alargó la mano y le palmeó la pierna con intención amigable y para brindarle apoyo. Pero la impactó la intimidad del gesto, la calidez del muslo bajo la loneta de los vaqueros. El pequeño contacto la hizo sentir parte de algo y eso la asustó. Retiró la mano.


—Todo se arreglará —lo tranquilizó. Haría lo que fuera necesario para que fuera así.


En cuanto entraron en los límites de la ciudad, tardaron diez minutos en llegar al hospital. Ocuparon una plaza en el aparcamiento público y se dirigieron a urgencias.


—Yo me quedaré con Daniela—sugirió Pau, quitándole el asiento de la pequeña de la mano. Necesitaba espacio de él para pensar sin tenerlo siempre cerca.


Deseó que Barbara estuviera en cualquier parte menos ahí, en el Peter Lougheed Hospital, donde tenía compañeros de trabajo, muchos de los cuales habían sido amigos, aunque se habían ido distanciando desde la muerte de Guillermo y su divorcio de Eduardo. En los últimos meses había habido tantos silencios incómodos. Pero alzó el mentón. ¿Qué tenía que ocultar? Nada. Los murmullos ya no importaban, en absoluto, y estaba cansada de huir.


—Adelántate y habla con la enfermera de admisión —le sugirió a Pedro—. Yo me quedaré en la sala de espera con Daniela. Empieza a despertarse y tú necesitas averiguar qué sucede.


Pedro fue a la cola y habló con una enfermera mientras Paula ocupaba uno de los mullidos asientos de plástico. 


Desabrochó el cinturón de seguridad del asiento de Daniela y alzó al bebé, acunándola en el hueco del brazo.


Y sin quererlo perdió el corazón ante esa niña diminuta envuelta en la mantita rosada. Parpadeó varias veces y tragó saliva para eliminar el nudo que se le había formado en la garganta.


—Pequeña, tu tío Pedro y yo vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance por ti, te lo prometo.


Resultaba extraño unir sus nombres de esa manera, pero sabía que hablaba en serio. Ya le importaba mucho el bienestar de Daniela, y Pedro no podía hacerlo solo. No iba engañarse pensando que se trataba de algo más, sin importar cómo se le sobrecargaban los sentidos cuando él se encontraba cerca. No le interesaban los cuentos de hadas. Sólo quería reclamar su vida.


Pedro regresó con la expresión sombría y cargada de preocupación.


—Su doctora quiere hablar con nosotros —explicó—. Con los dos, y desea ver a Daniela.


—Sí —asintió Pau—, pero la pequeña va a querer pronto un biberón.


Pedro recogió el asiento de coche vacío.


—De acuerdo —relajó los hombros al darse la vuelta. Pero entonces volvió a girar y extendió su mano libre—. Gracias, Pau. Por todo lo que has hecho en las últimas veinticuatro horas. Ayuda saber que Daniela recibe los cuidados que merece, que yo… —calló y sus mejillas exhibieron un leve rubor—. Que yo no tengo que hacerlo solo. Significa más de lo que imaginas.


El contacto y las palabras aceleraron el corazón de Pau.


Las puertas se deslizaron a los costados cuando se acercaron. No los condujeron a un box con cortinas, sino a un cuarto con paredes y la enfermera cerró la puerta al marcharse. Esperaron unos momentos hasta que la doctora entró y cerró a su espalda.


—Señor Alfonso, soy la doctora McKinnon —la mujer joven extendió la mano y Pedro se la estrechó—. Soy yo quien ingresó a la señorita Paulsen esta mañana. Lo hicimos por una depresión postparto; durante los próximos días vamos a mantener unas sesiones con ella y a evaluarla.


—Me alegro mucho de que esté bien —repuso Pedro con expresión inescrutable.


Pau lo notó. La emoción que le había mostrado hacía unos momentos se había desvanecido y en su lugar había una cautela que creía poder comprender. Ese hospital había sido su segundo hogar; sin embargo, no estaba más ansiosa que Pedro de tener que responder a las preguntas que les iban a hacer. Un mes atrás estar en la sección de urgencias la habría llenado de pavor. Pero ese día, con Pedro a su lado, no le importaba tanto.


La doctora McKinnon le sonrió a ella con amabilidad.


—Y Pau, me alegro de verte, aunque me sorprende en estas circunstancias.


—Gracias —respondió de forma sucinta.


—Señor Alfonso, voy a hablarle del estado de su hermana, pero como puede entender, reinaba una seria preocupación por el bebé que acaba de tener.


—Sí, dejó a Daniela conmigo ayer —aportó Pedro.


Paula notó que no se explayaba acerca de las circunstancias y cómo la había dejado, intentaba proteger a su hermana. Era admirable cómo siempre terminaba por asumir la responsabilidad, a pesar de la pesada carga que debía representar.


—¿A qué hora?


—Más o menos al mediodía —respondió sin vacilar. Encaró la mirada de la doctora con firmeza—. No estoy acostumbrado a los bebés, por lo que Pau me ha estado ayudando —en ese momento le sonrió a ella, pero con cierto nerviosismo.


Paula comprendió que buscaba su apoyo.


Le devolvió la sonrisa y luego se la ofreció a la doctora McKinnon.


—Entre los dos nos hemos estado arreglando.


—Pero hay que examinar a Daniela —aseveró la doctora con firmeza—. Paula, haré que Carmen te lleve a un box y pediré que bajen los pediatras de guardia. Mientras tanto, podré hablar con el señor Alfonso sobre su hermana —su voz se suavizó al levantarse y detenerse para tocar la cabecita rosada de la pequeña—. ¿Eso te parece bien, jovencita?


La respuesta de Daniela fue llevarse dos dedos a la boca y comenzar a chuparlos.


—Me temo que tiene hambre —indicó Pau—. ¿Podría alguien calentarme un biberón? —ya no tenía acceso al resto del departamento, ni lo quería. Sospechaba que su presencia no había pasado desapercibida. Habría preguntas y murmullos después de que apareciera con un bebé. Sabía lo que parecía. Resultaba incómodo teniendo en cuenta que Eduardo seguía trabajando allí. Pero la pérdida de su puesto se había debido a los recortes, así de simple.


Se cuestionó si haber permanecido casada con Eduardo habría marcado alguna diferencia en ese sentido. Entonces se preguntó si ella lo habría querido. Tenía el orgullo suficiente como para conocer la respuesta en el acto. A pesar de los aprietos económicos, que la echaran había sido una bendición que la liberaba para volver a empezar.


Con determinación volvió a sujetar a Daniela al asiento y recogió la bolsa de suministros. Que murmuraran. Eso no cambiaría nada. Ya no trabajaba allí, no tendría que ver a esa gente de forma habitual.


—Estoy segura de que eso se puede arreglar. Volveré enseguida, señor Alfonso.


Abrió la puerta y Pedro se puso de pie.


—Quédate con ella —le dijo a Pau con voz intensa—. Vendré a buscarte.


El corazón le dio un vuelco, ya que supo que hablaba en serio. A pesar de saber que se refería a Daniela, el efecto fue el mismo. Hizo que se sintiera cobijada, protegida. Pedro haría lo que estuviera a su alcance para protegerlas a ambas.


Nunca había conocido a un hombre como él.


—No me apartaré de su lado —le prometió, sonriéndole levemente mientras seguía a la doctora McKinnon por la puerta.


En la recepción, su amiga Carmen colgó el teléfono.


—Paula —se incorporó, rodeó la recepción y la abrazó—. Cielos, me alegro de verte.


—Hola, Carmen —sonrió ante esa recepción cálida. De todo el personal, Carmen había sido la única en mantenerse más normal cuando ella tuvo que pasar por su dura experiencia—, ¿eh?


La recepcionista sonrió.


—Ya conoces urgencias. Algo tiene que romper el aburrimiento.


—¿Puedes llevar a Pau a un box, Carmen? Y llama al doctor Singh… tenemos que examinar al bebé —la doctora McKinnon le sonrió a Pau—. Me alegro de verte de nuevo, Paula.


Regresó para continuar su reunión con Pedro mientras Pau y Carmen se miraban.


—Busquemos un box —sugirió su amiga, abriendo el camino por la unidad. Entró en un cubículo con cortinas y depositó el asiento del bebé junto a la cama.


—Gracias, Carmen. ¿Podría pedirte que calentaras un biberón?


—Por supuesto. Pero qué sorpresa verte aquí con un bebé, cuando… —calló al tiempo que se sonrojaba—. Lo siento, Pau. Ha sido un comentarlo insensible.


—Ibas a decir «cuando ha pasado tan poco tiempo desde la muerte de Guillermo».


—Todos nos sentimos tan tristes por ti y por Eduardo.


Pau comprendió que pronunciar el nombre de Guillermo había sido más fácil de lo que había esperado. Y la mención de Eduardo no la perturbaba como podría haberlo hecho. 


Quizá también eso debía agradecérselo a Pedro.


—Con el tiempo mejora —trató de sonreír en beneficio de Carmen—. No estoy segura de que alguna vez vaya a superar por completo la pérdida de Guillermo, pero en algún punto has de empezar a vivir de nuevo.


Sus propias palabras la dejaron atónita. Se preguntó si de verdad había dicho eso. ¿Empezar a vivir de nuevo?


—No puedo decir que te culpe… tu señor Alfonso es agradable a los ojos.


—No es eso… —aunque la sola mención de Pedro le subía la temperatura corporal.


—Qué pena.


Vio que Carmen la observaba con expresión divertida.


—¿Resulta tan obvio?


—Es muy atractivo. Eduardo se pondría celoso.


—Lo dudo —movió la cabeza—. Además, ya no importa.


Y se dio cuenta que lo sentía. Ya no importaba. ¿Cómo había sucedido todo eso sólo desde el día anterior?


—Iré a calentar el biberón.


Sola en el box, se sentó en el borde de la cama y se cubrió la boca en gesto de sorpresa.


—Bueno, supongo que si te caes al agua, tienes que nadar —murmuró.


Unos minutos más tarde, Carmen regresó con el biberón templado.


—Ojalá pudiera quedarme a charlar —dijo, tomándose un momento para sentarse junto a Pau. Ésta alzó a Daniela, la acomodó en su brazo y le ofreció el biberón. Cuando la pequeña comenzó a succionar la tetilla, Carmen suspiró—. Te he echado de menos. Pero sólo tengo un minuto. Discúlpame, Pau, pero… ¿duele? ¿Sólo saberlo?


No necesitó que se lo interpretaran. Desde luego que dolía saber lo que se había perdido. Le sonrió con melancolía a la mujer que había sido su compañera durante casi dos años.


—Un poco. Es preciosa, ¿no?


—Una muñeca. Y ese Alfonso, ¿es su tío?


—Sí, y vive en el rancho de al lado donde me alojo yo en este momento. Gracias por llamarme hoy —añadió—. Habíamos ido a la casa de Barbara a buscarla, pero regresamos con las manos vacías.


—Miré por casualidad después de que me llamaras anoche. Esa mujer vino sola, pobrecilla. Necesita a alguien que le dé apoyo.


Y ese alguien era Pedro. A Pau no se le ocurría nadie mejor.


En ese momento sonó el busca de Carmen.


—He de irme.


—No te preocupes, estaré bien.


A través de las cortinas se filtraban sonidos familiares, de hospital. Ahí se sentía en casa… los sonidos y los olores casi conformaban una parte de ella.


Miró la carita de Daniela… los ojos cerrados con los párpados casi transparentes, una mano diminuta apoyada en el biberón como si quisiera evitar que desapareciera.


—¿Quién iba a imaginar lo importante que ibas a resultar ser? —susurró.


La cortina se abrió y entró Pedro seguido de la doctora McKinnon.


—¿Cómo está?


Pedro tenía una expresión atribulada, pero el miedo se había mitigado un poco. Pau le sonrió.


—Perfectamente. ¿Y tú? ¿Qué nuevas hay de Barb?


—Iré a verla —respondió.


Alargó la mano para arropar mejor a Daniela y Pau notó cuánto le temblaba la mano.


—¿Pedro?


Al terminar, él alzó la vista.


—Me dejan visitarla, y luego… —carraspeó—. Y luego tengo que hablar con una asistente social.


El tono de su voz hacía que pareciera una tortura.


Trató de sonreír con expresión tranquilizadora.


—Todo apunta a que ella intenta conseguir ayuda, Pedro. Eso es bueno. Y encaja con la carta que te dejó, ¿no crees?


—Eso espero. Es que… no quiero que vaya a un hogar de acogida, Pau.


—Lo sé y ellos también lo sabrán. En cuanto le hagan el chequeo a Daniela, iré a reunirme contigo. ¿Qué te parece… en la cafetería, abajo?


—De acuerdo. Nos veremos en cuanto haya hablado con Barb.


Parecía tan incómodo que Pau le proyectó todo su corazón. 


Se puso de pie, con Daniela reposando sobre su hombro, y se acercó a él. Se afanaba por hacer lo que era correcto y hacía años que no veía a su hermana. Y no estaba en circunstancias óptimas para una reunión.


Ya no le importó la presencia de la doctora o de cualquiera que pudiera entrar en la unidad. Alzó la mano libre y la posó levemente en su mejilla.


—Todo irá bien —murmuró—. Daniela se encuentra a salvo y Barbara está en buenas manos.


Sin decir una palabra, Pedro le giró la palma de la mano y le dio un beso rápido. Tenía los labios cálidos y firmes en contraste con la barba incipiente. Ese gesto tierno le provocó un torrente de emociones, dulces e inesperadas.


Él carraspeó y enderezó los hombros.


—En la cafetería —le recordó, y sin decir otra palabra abandonó la zona protegida por las cortinas.


Pau se llevó la mano a los labios, aturdida por ese contacto íntimo, agitada y… complacida.


Pero comprendió que Pedro sólo estaba reaccionando a la situación. Él mismo lo había dicho. Le daba las gracias por ayudarlo, nada más. Las emociones de todos andaban desbocadas. No podía proyectar un significado que no poseía.


Luchó por recordar que nunca había mostrado interés en conocerla hasta que Daniela entró en escena. Habían sido vecinos dos meses y sólo una vez sus caminos se habían cruzado. Y el primer día que se encontraron él le había gritado. No, la caricia significaba poco cuando la ponía en una perspectiva adecuada.


Se tomó un momento para cambiarle el pañal a Daniela, mucho más cómoda con la tarea que el día anterior y en menos tiempo que el que habría imaginado, la pequeña estuvo vestida y contenta.


La cortina volvió a abrirse y entró el doctor Singh. Al ver a Pau, su rostro se relajó y mostró una expresión complacida. 


Luego bajó la vista a Daniela y por su cara pasó una ráfaga de consternación.


Paula experimentó un nudo en el estómago. En los últimos meses había evitado ir al hospital para no tener que enfrentarse a las explicaciones y a las condolencias.


—Tengo entendido que éste es nuestro bebé Paulsen perdido —ocultó la incomodidad momentánea con una sonrisa.


—Sí. Se llama Daniela.


—¿La has traído tú? —se acercó a la cama y observó a Daniela un momento.


—Sí y no. Daniela ha estado con el hermano de Barbara Paulsen, amigo mío. Yo sólo le he estado prestando algo de ayuda.


—Debe de ser un muy buen amigo.


—Un amigo necesitado es un amigo necesitado —citó, tratando de darle ligereza al momento. Sabía la impresión que daría si reconocía que se habían hecho amigos sólo el día anterior.


Aguardó mientras el doctor Singh sometía a Daniela a un chequeo exhaustivo. Luego se volvió hacia ella y sonrió.


—Se encuentra perfectamente sana —concluyó. Luego se sentó en el borde de la cama y la miró preocupado—. Quiero saber cómo lo llevas desde la muerte de Guillermo.


La preocupación del médico le resultó reconfortante. La gente no sabía qué decirle… eso lo entendía. Pero nadie preguntaba cómo se encontraba ella ni pronunciaba el nombre de Guillermo. Para todos los demás era «el bebé», como si jamás hubiera recibido un nombre. Como si eso fuera a conseguir que, de algún modo, fuera más fácil. Y no lo era.


—Me va bien. Ahora mejor —y se sintió feliz de saber que era cierto.


—¿Cómo terminaste cuidando de Daniela?


Pedro no sabía qué hacer —rió levemente—. La verdad es que yo tampoco, pero vivía en la casa de al lado —sonrió con sinceridad—. ¿Cómo se puede resistir a una carita como ésa? —indicó a la pequeña, aunque sabía que no era sólo Daniela quien contaba. Pedro empezaba a convertirse más en un placer cada vez que estaban juntos.


El doctor Singh sonrió.


—No se puede. Sólo quiero asegurarme de que te sientes bien en una situación como ésta. Sé que aún debes sufrir.


Pau tragó saliva, pero la sorprendió no sentir ni un amago de las lágrimas que había esperado.


—Sufro, por supuesto. Pero ahora es diferente y creo que ayudar a Daniela resulta bueno para mí. No puedo estar deseando siempre aquello que jamás será. He de mirar adelante en vez de atrás.


—Bien —el doctor Singh se levantó—. Me alegra oír eso. Es estupendo ver algunas rosas en tus mejillas, Paula.


Las rosas se acentuaron más, pero Pau sabía que era Pedro y sus caricias quienes las habían puesto allí. Y no quería empezar a sentir algo por él. Al fin empezaba a controlar sus emociones. Lo último que necesitaba era involucrarse otra vez con alguien.


Quizá debería considerar ese momento como un regalo hermoso. Por primera vez en meses se sentía viva.


—Gracias, doctor Singh. Pedro estará ocupado con los servicios sociales porque sé que quiere cuidar de Daniela hasta que Barbara pueda volver a hacerlo. ¿Le parece bien si lo apunta como el pediatra de la pequeña?


—Desde luego.


Pau recogió sus cosas.


—Me ha alegrado volver a verlo, doctor.


—Lo mismo digo —sonrió y abandonó el box.


De pronto Pau se dio cuenta de que no había comido en todo el día. Al no ver rastro de Pedro en la cafetería, se dirigió hacia la cola que había en las puertas oeste con el asiento del bebé en un brazo. Pensó que aguantaría con un café con leche y un bollo. Al regresar a la entrada de la cafetería cargando con todo, se topó con Pedro.


—¿Dónde has estado? —susurró él.


Sus palabras proyectaban un deje duro, muy distintas que las últimas que le había dirigido.


—Fui a comprar algo para comer —explicó, palideciendo ante la expresión sombría de él.


—Tu elección del momento apesta —espetó.


—¿Sucede algo?


Por detrás del hombro de Pedro surgió la voz de una mujer y Pau cerró los ojos. Había desaparecido con Daniela en el mismo momento en que Pedro había ido a buscarla con…


—Paula Chaves, te presento a Gloria Hawkins, de los Servicios infantiles y Familiares.


Pau le entregó a Pedro el café con leche, desaparecido su apetito.


—Señora Hawkins —dijo, sujetando bien a Daniela antes de extender la mano.





BUENOS VECINOS: CAPITULO 7





El trayecto a Red Deer fue tranquilo, y cuando Pedro se detuvo ante un pequeño bungalow, experimentó una sensación incómoda. No había ningún coche en el patio. Las persianas de las ventanas estaban todas cerradas. Ninguna flor estival adornaba el exterior como en los patios adyacentes.


Pau permaneció en el coche mientras Pedro bajaba e iba a la puerta delantera. Llamó con la mano y luego al timbre. No obtuvo respuesta. Probó el picaporte; cerrado.


Al regresar al coche, suspiró y sus labios adoptaron una expresión sombría.


—No hay nadie. Y creo que no lo ha habido en bastante tiempo.


El rostro de Pau se demudó.


—¿Qué me dices de los amigos, de otra familia?


Él movió la cabeza.


—Ninguno que yo conozca. Hace años que no estoy en contacto con Barb.


Se preguntó qué hacer a continuación. La dirección era la única pista de la que había dispuesto. Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar, y seguía mostrándose reacio a recurrir a cualquier autoridad. Quizá no supiera mucho sobre bebés, pero cuanto más miraba a Daniela, más convencido quedaba de que era su sobrina. ¿Cómo hacerle algo así a la única familia que tenía en el mundo?


No podía. Así que dependía de él que se le ocurriera alguna idea.


—Pedro, mira —Pau señaló la casa de al lado. Una mujer mayor, ligeramente encorvada y con cabello gris rizado, había salido. Se detuvo al ver el coche, luego recogió una lata para regar y se dirigió hacia un grifo situado en el costado de la casa.


—Vale la pena intentarlo —admitió él y volvió a bajar del coche—. Buenos días —saludó. La mujer alzó la vista y cerró el grifo cuando él se acercó.


—Buenos días —lo observó con ojos curiosos.


—Busco a Barbara Paulsen. Vive aquí, ¿verdad?


—¿Y usted es?


Pedro tragó saliva. Debía dar una respuesta verdadera que tranquilizara a esa mujer que en ese momento lo miraba con bastante suspicacia.


—Familia, pero no la he visto en años. Ésta es la última dirección que tengo de ella, pero no hay nadie en casa.


La contestación pareció apaciguar a la mujer.


—Vive aquí. Aunque no la vemos mucho. Es reservada. Apenas he visto a ese bebé que llevó a casa. Ha sido un verano estupendo y el año pasado plantó muchas petunias y claveles. Este año, nada.


Pedro sintió un nudo en el estómago. Dejarle un bebé a un desconocido, cambios de comportamiento… no le gustó nada.


—No sabría dónde puede estar, ¿verdad?


—Lo siento —la mujer dejó la lata en el suelo—. La vi marcharse ayer por la mañana, pero desde entonces no he vuelto a verla. Puedo decirle que ha pasado a verla… —dejó que las palabras flotaran en el aire otoñal.


—Dígale que Pedro ha estado aquí y que me gustaría verla —le sonrió, pensando que en ese momento le iría bien cualquier aliado que pudiera conseguir.


—Lo haré.


Le dio las gracias y regresó al coche. Seguían en el mismo punto, salvo que en ese momento sabía que no había vuelto a casa después de dejar a Daniela en la puerta de su casa el día anterior por la mañana.


No se podía hacer nada más salvo volver al rancho y tratar de trazar un plan en el camino. Lo primero era el bienestar de Daniela. No quería ir a la policía, pero como siguiera encontrando callejones sin salida, no le quedaría más alternativa.


Al sentarse al volante miró un momento al asiento trasero.


—Daniela sigue durmiendo. Volvamos a casa.


Paula asintió.


—Me gustaría ponerme en marcha. Hay varias cosas que puedo traer que harán que cuidarla resulte mucho más sencillo. Para empezar, un cochecito, que me permitirá sacarla a dar paseos, y algo mejor que un asiento de coche en el que dormir.


Él asintió y puso marcha atrás en el momento en que sonaba el móvil de Pau.


Mantuvo la vista en la carretera mientras ella hablaba por teléfono. Verla esa mañana había conseguido que el día pareciera más soleado. Durante un breve momento. Luego se había dado cuenta de semejante estupidez y la había desterrado.


Pero agradecía la ayudaba que le estaba prestando. 


Cualquier atracción que hubiera sentido la noche anterior en la intimidad de la cocina era fácil de aplastar. Él no estaba interesado. Desde luego, no en Paula. Era una mujer que tenía escrito complicación en la cara y Pedro evitaba las complicaciones como si fueran la peste.


Y el fragmento que le había contado sobre su padre… no podía repetirse. Había sentido un extraño ánimo al oírla expresar semejante confianza en su temperamento. Pero desconocía la realidad. No sabía de dónde procedía.


Suspiró mientras ella seguía hablando por teléfono. Le gustara o no, por el momento Daniela era su responsabilidad. 


Si quería algo sencillo, se encontraba en la situación equivocada.


La voz de Pau se coló a través de sus pensamientos.


—Está aquí mismo —dijo—. Oh, Oh. Comprendo. Llegaremos pronto —cerró el aparato—. Pedro, tengo buenas y malas noticias.


La miró inquieto. Vio que se mordía el labio inferior y experimentó el impulso momentáneo de eliminar a besos la preocupación que la embargaba, devolverle la sonrisa luminosa y relajada que recordaba.


Volvió a centrar la atención en la carretera.


—Adelante.


—Sé dónde está Barbara.


A pesar del alivio, supo que ésa era la buena noticia y que aún le faltaba por oír la mala y que no iba a gustarle.


—¿Y bien? ¿Dónde está?


—Fue ingresada en el hospital —guardó el móvil en el bolso y se irguió—. Ésa era mi amiga… a la que llamé ayer. Primero te llamó a ti, ya que eres el familiar más próximo. Al no poder localizarte, tuvo la inspiración de recurrir a mí.


¿Hospital? ¿Es que estaba enferma? ¿Barbara lo había buscado porque se hallaba enferma? Ninguno de los escenarios que pasaron por su cabeza fueron buenos. No dejó de pensar en la nota y en lo que había escrito de que no podía hacerlo.


—¿Está bien? —inquirió preocupado.


—Fue ingresada en el pabellón psiquiátrico.


Estuvo a punto de salirse de la carretera.


—¿Qué? —las manos comenzaron a temblarle sobre el volante y aparcó en el arcén.


En ese momento supo qué lo había inquietado sobre Barbara al leer la nota, la sensación incómoda que no había conseguido descifrar. La madre de ella había fallecido mientras él había estado trabajando en Fort St. John. La siguiente vez que regresó a casa y tomaba unas cervezas con unos amigos, había oído los rumores acerca de la muerte.


En aquel entonces apenas había prestado atención; los cotilleos de los pueblos pequeños no eran lo suyo. Pero en ese instante lo recordó y el recuerdo sólo incrementó su miedo.


—¿Está bien? —espetó, temeroso de la respuesta, la mente en la niña inocente que iba en el asiento de atrás y en el enorme dilema que planteaba todo eso.


—¿Te refieres físicamente?


Él asintió, bloqueando las imágenes que amenazaban con anegarle el cerebro con sus terribles posibilidades.


—¿Pedro, qué sucede? Te has puesto pálido como una hoja de papel.


¿Cómo explicarle que ya se sentía culpable por haber guardado silencio durante todos esos años? De niños, era comprensible. Habría causado problemas en casa, unos problemas que intentaba evitar. Pero siendo adulto, podría haber ido a ver a Barbara y… ¿quién sabía? Habría estado lejos de la furia severa de su padre y de las miradas atemorizadas de su madre. Podría haber tenido familia.


Quizá eso no hubiera significado nada para su padre, pero sí para él. Cuando la madre de Barbara murió, había dejado que la vergüenza y el bochorno dominaran su sentido común.


Si no hubiera sido tan débil, quizá ella no se hubiera visto empujada hacia lo que en ese momento sospechaba.


Y no podía contarle nada del asunto a Pau. Apretó los dientes. Después de tanto tiempo, lo carcomía.


—Yo… el pabellón de psiquiatría —repitió con énfasis—. Eso no es bueno.


—Tú figuras como el familiar más próximo, recuerda. Al menos ahora sabemos dónde está. No obstante, se pondrán en contacto contigo.


—¿Sí? —giró la cabeza y estudió su perfil. Algo la atribulaba más que la situación. Lo había vislumbrado varias veces en las últimas veinticuatro horas. Como si recordara algo desagradable.


Pau asintió sin mirarlo.


—Oh, sí. ¿Una madre que acaba de dar a luz que aparece en urgencias y requiere una evaluación psiquiátrica? —finalmente lo miró con intensidad—. ¿No lo ves? Ya no puedes protegerla. Lo primero que querrán saber es dónde está el bebé.