jueves, 3 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 15




Paula miró incrédula cómo Pedro contestaba al teléfono. En cuanto la idea pasó por su mente supo con claridad meridiana dos cosas: que lo que iba a hacer era una «americanada» y que no pensaba dejar de hacerlo por ello. 


Se acercó a él, le cogió el teléfono, pulsó la tecla roja y puso el aparato dentro del vaso de ginebra. Un placer brutal recorrió su espina dorsal al hacerlo. Se sintió sexy como nunca. Pedro la miraba atento, debatiéndose entre la estupefacción y un interés creciente. Sin inmutarse, le preguntó.


—¿Sabes cuánto ha costado el móvil al que pretendes emborrachar?


Se acercó a él de nuevo, seductora. Su voz era un ronroneo suave.


—¿Sabes cuánto te costará acostarte conmigo en el futuro si me dejas tirada ahora?


No necesito más. Se abalanzó sobre ella devorándole la boca. Paula sabía a alcohol, a deseo y a pecado. Sintió cómo se estiraba contra él, cómo pegaba cada milímetro de su suave cuerpo al suyo, fuerte y duro. Él le sostenía la cara entre las manos como si quisiera asegurarse de que ella no se movería de allí, que no se separaría nunca de él y de sus exigentes labios.


Paula sintió que caía en un remolino de deseo. La lengua de Pedro saqueaba su boca y la besaba de la única forma posible: como si aquel fuera el último beso de sus vidas. Ella se aferraba a él porque necesitaba sentirle, porque no podía hacer otra cosa más que anclarse al objeto de sus anhelos. 


Con urgencia, comenzó a acariciar su torso de arriba abajo presionando con las puntas de los dedos, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo y la dureza de sus músculos. Se separó un poco de él, lo justo para abrir espacio suficiente para poder desabotonarle la camisa. Cuando lo logró, interrumpió el beso para mirarle, extasiada. Recordó de pronto que a Pedro le encantaba nadar. Su amplio pecho depilado atestiguaba que seguía practicando ese deporte a menudo. Hombros anchos, pectorales musculados, abdominales marcadas y una pequeña senda de vello castaño que se perdía por la cinturilla de sus pantalones. Le cosquilleaban las yemas de los dedos por la necesidad de seguir esa línea. Alzó la vista. Él la miraba confiado, sabía que ella estaba disfrutando con las vistas. De pronto se sintió insegura y bajó la mirada, contrita. Él debió sentirlo, pues le levantó la barbilla con delicadeza y la miró a los ojos, interrogante.


—¿Paula? —Apenas susurró su nombre.


Ella dudó, pero optó por ser sincera. En breve él descubriría su cuerpo.


—Yo… yo no hago deporte. No tengo ese… un cuerpo como el tuyo. —Vio que él sonreía y lo soltó de tirón—. Tengo estrías, y tripita, y mis pechos son pequeños.


Pedro tomó la frágil mano de ella y la dirigió a su bragueta. 


Ella lo sintió enorme y duro y se sintió sensual, deseada, atractiva como nunca.


—Me gusta la idea de que tu cuerpo y el mío no se parezcan. Y si no te importa, deja de explicarme lo que encontraré conforme vaya desnudándote poco a poco. —Su tono ronco le estaba excitando como sus besos momentos antes—. O me estropearás la sorpresa.


Sentirlo tan excitado como lo estaba ella le dio confianza y, tomándolo por la nuca, lo arrastró hacia ella en un húmedo beso. Mientras sus bocas y sus lenguas trataban de conquistarse, las manos de ambos se movían apremiantes por sus cuerpos buscándose, reconociéndose. El suéter de Paula desapareció y el sujetador le fue detrás. Fue el turno de él de deleitarse con la mirada. Acunó los senos con las manos.


—Son preciosos.


Su voz era reverenciosa. Paula se sintió perfecta. Pero entonces él tomó uno de ellos en su boca y de nuevo el deseo la invadió, subiéndola de nivel. Apenas aguantó unas caricias de su lengua cuando lo separó de su cuerpo buscando un contacto mayor.


—¿Tienes prisa, Paula? —Los jadeos de su voz desmentían su aparente calma. Y sí, Paula tenía prisa, se sentía arder.


Tenía una necesidad tan arrolladora que temía quemarse si no la aliviaba pronto.


—¿Tú no, acaso? —Le vio negar con la cabeza—. Dame un minuto y estarás suplicando que me dé prisa.


Le miró felina y, sin más, se agachó frente a él, bajó lentamente la bragueta de su pantalón, estiró la pernera y los calzoncillos y liberó su miembro enhiesto, que al parecer sí tenía prisa por ser atendido. Paula jamás había deseado tanto algo. Como en trance se lo metió en la boca. El gemido de Pedro la excitó más todavía.


Al igual que Paula antes, Pedro puso pronto fin a su deliciosa tortura temeroso de acabar cuando ni siquiera ella había empezado. La levantó, la sentó sobre la mesa, le quitó el resto de la ropa tan rápido como pudo y le separó las piernas, colocándose entre ellas. Introdujo en dedo en su aterciopelada suavidad y pudo sentir que estaba preparada.


De una patada se quitó los zapatos y el resto de su ropa que se arremolinaba en sus tobillos y se quedó frente a ella, mirándola, saboreando la expectación del momento que iban a compartir. Ella cogió su bolso, que tenía justo al lado, sacó un preservativo y se lo entregó. Pedro se lo puso sin dejar de devorarla con la mirada, y cuando todo estuvo en orden, le separó más las piernas, la acercó al borde de la mesa, sujetándola por las nalgas, y con una certera embestida la penetró, enterrándose en lo más profundo de ella.


Se miraron por un segundo, como si fuera la primera vez que se veían, antes de que sus cuerpos se mecieran de pura necesidad. En apenas medio minuto ambos llegaron al clímax, en el mismo momento, y permanecieron abrazados mientras la tranquilidad del deseo satisfecho los devolvía de nuevo a la realidad.


Paula sintió los dedos de Pedro, delicados, apartándole algunos mechones de la cara.


—Eres hermosa. Sencillamente preciosa.


Paula le creyó. Sabía que no era guapa, pero le creyó porque realmente él la hacía sentir hermosa.


—Me debatía entre la necesidad de arrancarte la ropa y hacerte mía enseguida, o explorarte poco a poco. No me diste elección.


Se estiró perezosa, consciente de que observaba cada movimiento de su desnudo cuerpo.


—No tienes por qué elegir, ¿sabes? Una cosa no excluye a la otra.


Bajó de la mesa, y miró toda la ropa arrugada y esparcida por el suelo. Eso le hizo feliz. Se giró, le guiñó un ojo y lo invitó a la ducha.


Una hora después, limpios y satisfechos, retozaban en la cama. Pedro le mordía suavemente la espalda; ella se dejaba hacer.


—Háblame de lo de Amparo —volvió a pedirle él.


Ella no quería hablar de Amparo, no quería saberlo. Pero no podía seguir con dudas. Replicó.


—Háblame tú de ella.


Dejó de acariciarla, se separó y se sentó en la cama, mirándola de frente. Suspiró dispuesto a explicarle lo que ni él mismo entendía. ¿Cómo había llegado tan lejos con semejante mujer y seguía con ella a pesar de saber que estaba con otros? Tal vez Paula no buscaba una explicación, o quizá con ella la hallaría. Lo que sí supo es que quería
compartirlo con ella.


Sin embargo no pudo hacerlo. En ese momento la puerta de la habitación se abrió y la «peliteñida» entró hecha una energúmena insultando a voz en grito.








ATADOS: CAPITULO 14




Pedro había pretendido comenzar su plan de seducción a Paula en la comida como ya hiciera el día del incendio. Pero en el momento en que se habían sentado en la mesa habían comenzado las negociaciones y se había olvidado de cualquier cosa que no fuera conseguir el contrato de servicios. Habían pasado ya más de cinco horas y estaba a punto de cerrar el acuerdo, lo presentía.


Paula, en cambio, permanecía en silencio atenta a cada movimiento suyo. Se había quitado la corbata y estaba en mangas de camisa y despeinado. E increíblemente sexy. 


Nunca había visto a un hombre de negocios en acción, no a uno de verdad. Sí a algunos de sus jefes pero no tenían el poder de decisión que tenía el director general de una Caja de Ahorros. Y se había puesto a cien, para qué negarlo. Se moría por acariciarle el pelo y otras cosas más íntimas. Y arrancarle la camisa, también. Pero tampoco quería que finalizara la reunión. Estaba hipnotizada, no podía quitarle los ojos de encima.


Pero como nada era eterno, la reunión acabó de manera satisfactoria para todos y en menos de diez minutos estaban solos en el ascensor, camino de sus respectivas habitaciones. Eran las ocho y media de la tarde. Ambos permanecían en silencio. La campanilla del ascensor los tensó todavía más. Se encaminaron por el pasillo cuando fue Pedro quien habló.


—¿Te apetece emborracharte para celebrarlo?


Paula se detuvo a mirarlo. Alzando una ceja, envalentonada por algo que había en su mirada, algo invitador, contestó coqueta.


—¿En tu minibar o en el mío?


Pedro señaló su propia puerta. Sacó su tarjeta y abrió, dejándola pasar primero y mirando su perfecto trasero, sintiendo que sus manos se morían por acariciarlo.


Ajena a sus pensamientos le preguntó por el baño y se dio dos minutos para asearse y tranquilizarse un poco. Dentro y sola se miró al espejo y se dio ánimos mentalmente para lo que iba a hacer. Estaba en su habitación e iba a seducirle si no le fallaba el valor. «Pero no te precipites, Paula. Tienes todo el tiempo del mundo». Apagó su móvil y salió. Pedro había sacado un par de vasos, hielo, un montón de botellitas y una botella mediana de cava. Sonriéndole, la descorchó y sirvió. Ambos se sentaron en el suelo, cómodamente, y bebieron en silencio. Rellenaron sus copas y volvieron a beber, ensimismados.


Pedro intentaba controlar su euforia. Tras el acuerdo tenía a Paula donde deseaba, pero no quería precipitarse. Mejor iniciar una conversación más o menos relajada e ir poco a poco. O abordar un tema pendiente pero que podía constituir una objeción.


—¿De qué iba lo de Amparo el lunes?


Vio cómo se tensaba. Parecía obvio que no sabía qué contestar. Pedro rellenó el vaso apurando el contenido de la botella. Brindó en silencio y la retó con la mirada para que ambos se la bebieran de golpe. Le siguió. Al ver que ella permanecía en silencio abrió el whisky, sirvió en los vasos y le pasó uno. En tono casual le preguntó:
—¿Sabías que me es infiel?


Su cara le dio la respuesta. Sí, lo sabía pero no se lo había dicho. ¿Por qué?


Paula reaccionó. Y se le ocurrió que podían hablar con calma y aclarar ciertas cosas y divertirse a la vez. «¿Por qué no?»


—Este es el trato: yo te daré una respuesta sincera si tú me la das a mí después.


Pedro pareció pensarlo. Apuró el whisky y abrió el vodka. 


Ella le imitó y le pasó el vaso. Iban a emborracharse muy rápido, pero no le importaba. Estaba encantada con la situación. Feliz de estar con él. Toda su piel ardía de deseo, de expectativas por lo que estaba convencida iba a ocurrir.


—Sí, lo sabía. —Él le preguntó, en silencio—. Pero nunca me meto en parejas. Nunca.


—Para no querer meterte entre Amparo y yo estás casada conmigo.


Se sonrojó sin saber qué contestar a eso. Bebió un poco, dándose tiempo.


—Yo lo descubrí no hace mucho. Debería haberla dejado en aquel momento, pero no me pareció lo bastante justo.


Paula le interrumpió. No quería saber nada de aquello, no quería despertar a su conciencia.


—Mi turno. En nuestra noche de bodas, ¿consumamos?


Pedro, que estaba apurando su vodka para evitar dar una respuesta rápida a lo que se le ocurriera preguntar, escupió todo el contenido de su boca. Paula sonrió presumida. Lo había descolocado; debía ser la primera vez que lo veía en fuera de juego. Apuró también ella su bebida y escogió otro botellín al azar. Ron. Ignorando la Coca-Cola sirvió y le pasó el vaso lleno de nuevo.


—No. —Ante la pregunta no formulada prosiguió no haciéndose de rogar—. Te quedaste dormida mientras me duchaba. No te desperté.


«¿Por qué no pudiste o por qué no quisiste?» Quería saber, pero no sería tan directa. Ambos estaban disfrutando con el cruce de preguntas, no pensaba precipitar la situación.


—Jamás pensé que me dirías que sí.


No era una pregunta ni era su turno sino el de Pedro. Aun así él no dudó.


—Ahí estabas tú, retándome como cuando éramos críos. Tú siempre hacías cosas divertidas y atrevidas, mientras los demás nos quedábamos en el banquillo a observarte. Pensé que te sorprendería diciendo que sí. Jamás creí que esto llegaría tan lejos.


Se tomó unos segundos para sincerarse también. El alcohol estaba haciendo mella en ambos, ya no bebían tan rápido.


—Había estado enamorada de ti. Fue una especie de exorcismo.


Él dejó el vaso y la miró, severo.


—Explícate.


Paula sintió la dureza de su mirada, pero no se apocó.


—Estaba colada por ti desde niña. Me costó años olvidarte. Siempre pensaba en ti como un trauma de la infancia no superado. —Se sentía extrañamente liberada al contárselo—. Así que cuando te vi y no sentí que mi mundo se volvía del revés pensé que sería divertido despedirme con una boda de un sueño de más de media vida.


La miró, incrédulo. Se encogió de hombros y se defendió de la mirada acusadora de color miel.


—¿Qué esperas? Iba medio borracha, la lógica no es mi fuerte cuando hay whisky de por medio.


Abrió otro botellín. Ginebra. Esta vez sí abrió la tónica. Él le acercó el vaso, vacío una vez más, mientras reflexionaba.


—Paula, me temo que acabas de hacer trampas. Nunca te dignabas a dirigirme la palabra. No pretenderás que me crea que era tu forma de demostrar amor, ¿verdad?


No quiso explicarle más. Una cosa era confesar una fantasía y otra explicar sus complejos de inferioridad. No le llevó la contraria. Prefirió provocarle.


—¿Y cuál es mi castigo por hacer trampas?


—¿Qué me ofreces?


—¿Qué quieres?


—¿Qué tienes? —respondió él de inmediato con la mirada ardiente.


Ella se acercó, puso su cara a escasos milímetros de la suya y susurró.


—¿Qué necesitas?


Había llegado el momento. Por fin iba a ocurrir. Cerró los ojos y esperó. Sintió su mano acariciándole la mejilla suavemente antes de posarse en su nuca y tomarla con firmeza. Sintió su aliento sobre sus labios y su estómago se encogió de deseo. Sintió…


Y entonces el teléfono de Pedro rompió el encanto. Este debió sobresaltarse porque se hizo atrás, separándose de ella. Sacó el móvil del bolsillo de su camisa y levantó la vista, cariacontecido.


—Es Gómez, tengo que contestar.


Y, ante la incredulidad de Paula pulsó la tecla de color verde.


—Dime, Gómez.





ATADOS: CAPITULO 13




¿Qué habría ocurrido en realidad la noche del sábado? 


Pedro no dejaba de darle vueltas. Amparo había pasado el domingo llorando porque al parecer se había encontrado a Paula en una discoteca y ella le había amenazado con inventar alguna patraña para separarles. Entre sollozos le contaba que era casi seguro que Paula estaba maquinando algo para desacreditarla a sus ojos e intentar que rompieran.


—Paula te quiere para ella y haría cualquier cosa para intentar que anulemos el compromiso.


No dejaba de lamentarse y de suplicarle que la despidiera.


Pedro quería creerle. De veras quería creer que Paula lo quería. Pero lo que no podía creer de ninguna de las maneras era que inventaría algo así para separarles. La conocía desde siempre y sí, era bastante borde a veces y podía manipular la situación a su favor cuando se lo proponía. Pero era también la persona más honrada que Pedro hubiera conocido. Paula no mentía y procuraba mantenerse al margen de polémicas salvo que fuera ella quien las generara. Y nunca, nunca, haría daño a nadie a propósito. Paula era, resumiendo, una buena persona.


El lunes, sentado ya en su despacho, esperaba no sabía muy bien qué. Paula ya había llegado pero no la había visto. 


Algo le decía que aquel no sería un día plácido. Y que le urgía cada vez más dar una salida a su prometida.


Llegó la respuesta que llevaba dos semanas esperando y se olvidó de todo excepto de lo que tenía delante. Una Caja de menor tamaño que la suya solicitaba servicios de otra empresa. Pedro había ofrecido a algunas entidades pequeñas el servicio técnico que podían ofrecer y una entidad del sur deseaba negociar. Llamó a Gómez y pasaron horas hablando del tema y concertando una reunión con la otra junta directiva para ese mismo viernes. Sería una inyección importante de beneficios con apenas costes. 


Mandaron al servicio de Asesoría que prepara unos contratos marco sobre los que trabajar, pliegos que serían enviados a la otra entidad el miércoles por la tarde a más tardar.


Y, qué mala suerte, Paula tendría que acudir a la reunión del viernes en Marbella, pues su firma era necesaria para cerrar el acuerdo.



***


Hoy tocaba La Encrucijada de Arthur Miller. Metió el enlace en la plataforma de teatro y esperó. No dejaba de recordar a la maldita rubia saliendo del baño con aquel crío pero se negaba a ser ella quien levantara la liebre. Simplemente no era su estilo. Iban a detener a la esposa del protagonista cuando entró un mail. Así que estaba convocada para una reunión el viernes en Marbella. Pedro y ella, solos. O eso esperaba; contaba con que la «peliteñida» no acudiera. Un montón de mariposas incontroladas comenzaron a revolotear por su estómago. Se abría ante ella un mundo de posibilidades. Sintiéndose estúpida comenzó a pensar qué ropa se llevaría, detallando al máximo la ropa interior. 


¿Habría lugar para un intento de seducción?


Sus fantasías fueron interrumpidas por la encarnación del diablo que entró hecha una fiera en su despacho.


—¡¡¿Qué le has dicho a Pepe, maldita zorra?!!


Probablemente todo el edificio oyó su grito. Desde luego los ocupantes del despacho del al lado sí lo hicieron porque entraron antes de que Paula pudiera rehacerse y contestar. 


Cuando Amparo vio a su prometido rompió a llorar.


—¿Te ha dicho que me vio con otro, no? La muy puta te ha dicho que te puse los cuernos en la discoteca.


Pedro se quedó de piedra. ¿Sería cierto que el sábado, cuando había salido con unas amigas, le había sido infiel de nuevo? Una ira desconocida hasta entonces lo invadió. El silencio cayó pesado en la sala. Gómez se lavó las manos.


—Os dejaré solos, con vuestro permiso. —Cerró al salir.


Amparo se envalentonó ante el silencio, convencida de tener razón.


—Por eso no me has cogido el teléfono, ¿no es cierto? Llevo toda la mañana llamándote, pero tú has preferido creer a esta… fulana que te engañó para casarse contigo antes que a mí, la mujer a la que amas.


Paula decidió mantenerse al margen. La palabra amor, referida a Amparo, le había dolido en lo más profundo de su alma y no estaba segura de poder controlar su furia mezclada con el dolor. Pedro habló, en cambio. Su voz era engañosamente suave.


—No te he cogido el teléfono, ni a ti ni a nadie, porque llevo reunido con Gómez desde las ocho y media de la mañana en una transacción que puede garantizar la viabilidad de la Caja durante los próximos meses, al menos, sin necesidad de emitir más deuda. —La rubia calló. Él continuó, severo—. ¿Por qué habría Paula de inventar una infidelidad?


Amparo se puso roja como la grana, pero se enquistó más en su postura.


—Te lo dije, ella me amenazó el sábado con inventar algo para forzar que me dejaras. Seguro que la muy…


—Amparo —la interrumpió a punto de perder la paciencia y algo más—, Paula y yo no nos hemos visto hoy. Hemos llegado a horas distintas.


La aludida enmudeció, sorprendida de que Paula no la hubiera descubierto. Rompió a llorar con más fuerza.


—Despídela, por favor. Esto acabará con nosotros y yo no puedo vivir sin ti. —Se colgó de su cuello, suplicante.


—Creo que voy a vomitar.


Dos pares de ojos se giraron hacia Paula, la autora de esas palabras.


—Mierda. —Chasqueó la lengua, fastidiada—. ¿Lo he dicho en voz alta?


Pedro sonrió. Separó a Amparo de su cuerpo y se dirigió a Paula, que sonreía, divertida también.


—¿Qué tal te viene lo del viernes? Pasaremos la noche allí, le he dicho a mi secretaria que nos busque un buen hotel.


Amparo volvió a ponerse histérica.


—¿Cómo? ¿Dónde vais el viernes? ¿Y solos?


—Sí, a Marbella, por negocios. Y sí, solos, no hace falta nadie más.


—Por encima de mi cadáver.


Eso sí tensó el ambiente al máximo. Amparo rectificó al momento.


—Déjame ir contigo.


—Amparo, son negocios, créeme, te aburrirás.


—Compraré cosas, déjame ir.


—No.


—Pero…


—No, y no insistas. —Zanjó el tema—. Paula, esta tarde me gustaría contarte los detalles de la operación, si puedes.


—Cuenta conmigo.


Y salió, dejándolas solas. Estaba seguro de que Paula se bastaba y sobraba.


—Maldita seas, maldita seas mil veces. Si estropeas esto te mataré con mis propias manos.


Y salió dando un portazo.


Paula esperó la tarde con impaciencia pero la reunión fue estrictamente de negocios. Eran once personas y ella no tenía preparación suficiente para entender la mitad de lo que decían. Su admiración por él ganaba enteros día a día.


La semana pasó volando y antes de que se diera cuenta estaba en un coche camino del aeropuerto, con él a su lado.


Nunca, jamás, había estado más nerviosa. Ni más segura de algo, tampoco. Pedro sentía algo por ella. No sabía qué ocurría con su prometida, pero no le importaba. Ese fin de semana él caería: sí o sí.


Pedro, por su parte, simulaba leer unos informes para la reunión de ese mediodía. Llegarían con el tiempo justo para comer con los clientes en el hotel y pasar la tarde cerrando el acuerdo si todo iba bien. Pero en realidad toda su mente y su cuerpo estaban concentrados en cómo seducir a Paula y cómo superar los reparos que ella pudiera tener sobre su compromiso.


Porque ese fin de semana, ella sería suya: sí o sí.