lunes, 16 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 27





Pedro estaba en la ducha cuando Paula volvió a la suite y lo esperó caminando de un lado a otro de su dormitorio mientras intentaba pensar cómo decirle lo que sentía.


De forma casual: «¿Te apetece una cena el sábado en mi casa? Prometo no cocinar».


Con indiferencia: «Vamos a dejarlos a todos alucinados mañana en la oficina y vamos a presentarnos allí comprometidos».


De forma sexy: «Quiero que cueles tus manos dentro de mis pantalones y que no las saques hasta dentro de un año. Y no hablo en broma, chaval».


Ataque frontal: «¡Tú eres al que quiero!».


De forma sincera… Si tenía que ser sincera tendría que decirle que lo amaba. Era así de simple. Y así de complicado.


Pero eso era lo que necesitaba que supiera.


La puerta del baño se abrió y Pedro salió con una gran toalla blanca alrededor de las caderas. El agua goteaba de su cabello negro y sus bronceados músculos resplandecían bajo el agua y la luz de la mañana. Se le hizo la boca agua y cuando él esbozó una sexy sonrisa, a ella le bombeó el corazón más que nunca y le entró miedo.


–Me he despertado y no estabas.


–Tenía que despedirme de alguien porque hoy nos vamos a casa, ya sabes…


–Sí, nos vamos. El avión nos recoge a las cuatro. He pensado que podríamos marcharnos al mediodía y comer algo por Launceston. Estoy deseando volver a echarle las manos a ese Porsche –respondió sonriendo de oreja a oreja.


El instinto de protección de Paula le decía que cortara las cosas por lo sano, que le sonriera y le diera las gracias por un genial fin de semana. Que volviera a su vida fingiendo que no estaba trabajando codo con codo con un hombre que la hacía derretirse solo con mirarla.


Pero entonces él se puso una impoluta camisa blanca y ella se sintió invadida por el sutil aroma a jabón. Su piel seguía húmeda y por ello la camisa se ciñó a sus músculos provocando que se le hiciera la boca agua y que temiera abrirla por miedo a lo que pudiera salir de ella.


Pero había cantado en un karaoke y había sobrevivido.


Había perdido a su adorado padre y había sobrevivido.


Ya había sobrevivido a bastantes cosas y ahora estaba preparada para vivir. Y para hacerlo necesitaba al hombre que hacía que viera sus días en Technicolor.


No, no iría a ninguna parte.


–Tenemos que hablar.


Pedro se giró hacia ella lentamente mientras se abrochaba el último botón.


–¿Sobre qué?


Se acercó a él y posó las manos sobre su pecho, dejándose invadir por su calor.


–Eres un buen hombre, Pedro Alfonso. Trabajas mucho y nunca esperas que te den nada en bandeja de plata.


–Sí, así soy yo –sonrió, aunque en sus ojos había cautela.


–Pero también sé que cuando se trata de mujeres tienes la capacidad de atención de un pez.


Él se rio a carcajadas y dejó caer la toalla.


Sin embargo, además de eso, Paula sabía que era un hombre amable, considerado, y heroico cuando alguien que le importaba se encontraba en apuros.


Le pasó los vaqueros y esperó hasta que se los puso antes de continuar y al verlo ante sí, más guapo de lo que cualquier hombre merecía estar con vaqueros y camisa blanca, respiró hondo y dijo:
–Hace mucho tiempo que siento algo por ti y creo que me permití seguir sintiéndolo porque eras inalcanzable. Me daba la excusa perfecta para no tomármelo demasiado en serio, pero después tuviste que hacerme caso.


Se detuvo para respirar hondo mientras esperaba su respuesta. Cualquier respuesta. Pero la habitación seguía sumida en un absoluto silencio.


Al cabo de lo que le pareció una eternidad, él se puso un jersey. De acuerdo, Paula no se había esperado que se pusiera a saltar de emoción, pero tampoco se había esperado una respuesta tan fría. No, después de lo que habían hecho juntos. No después del modo en que le había hecho el amor, del modo en que se había aferrado a ella mientras dormían.


Respiró hondo, reunió todo el amor que sentía por él y se adentró en el campo de batalla sin una armadura que la protegiera.


Pedro, tendrías que estar ciego para no darte cuenta de que estoy enamorada de ti, y de que llevo estándolo desde… siempre…


Extendió los brazos con gesto suplicante y los dejó caer; vibraban deseando envolverlo, acercarlo a sí, pero él seguía ahí mirándola con esos impenetrables ojos grises.


–Acabo de decirte que te quiero, no quiero volver al trabajo mañana y fingir que esto nunca ha pasado. Quiero estar contigo y darte la mano y salir a cenar contigo y hacerte el amor y despertarme en tus brazos y…


Asombrada, lo vio retroceder. Pero, peor aún, lo vio encerrarse en sí mismo, exactamente igual que cuando algún admirador efusivo lo paraba por la calle y le pedía un autógrafo.


Pedro, mírame. Mírame de verdad. Estoy abriéndome a ti, por completo. Estoy ofreciéndote todo lo que tengo que dar. Porque… porque somos como un par de guantes: actuamos de manera independiente, pero no estamos completos el uno sin el otro. Soy tuya, Pedro. Soy tuya para siempre, si me tomas.


–Nadie puede prometer un para siempre.


Paula casi lloró de alivio al oírlo decirle algo por fin.


–Yo sí que puedo porque sé con todo mi ser que soy tuya. Eternamente. No voy a ir a ninguna parte.


Sintiéndose como si fuera a explotar si no lo tocaba, si no se apoyaba en él, si no sentía una respuesta de él, fuera la que fuera, extendió una temblorosa mano y le acarició la mejilla.


Él se estremeció, como si le estuviera quemando el contacto y ella retrocedió como si la hubiera abofeteado.


Más asustada que nunca antes en su vida, se llevó la mano al pecho. Lo había estropeado todo; había construido castillos en el aire sin más cimientos que su romántica cabeza. Pedro no la quería. Jamás la querría.


–¿Esta es la única respuesta que voy a obtener de ti?


Silencio.


Una gran bola de furia, dirigida en especial hacia ella misma, se formó en su interior y sacudió una mano ante sus ojos como si intentara despertarlo del estado comatoso en el que parecía estar sumido. De hecho, estaba emocionalmente catatónico mientras que ella lo amaba en exceso.


Con determinación y un atisbo de esperanza, demasiada tal vez, se acercó, se puso de puntillas, hundió las manos en su cabello negro y lo besó.


Con los ojos cerrados. Con el corazón acelerado.


Esos labios que anteriormente habían hecho arder los suyos la llevaron hasta el filo del éxtasis y más allá. De él brotaba calor, un intenso calor que le decía que se equivocaba y que ella tenía razón. Pero a pesar de todo, permanecía impasible.


Al instante, unas lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas de Paula y el sabor de la sal en su boca la despertó de su trance. Por fin.


Hizo intención de apartarse y fue entonces cuando lo sintió: un sutil roce, una respuesta que le robó el aliento.


Y entonces la besó. Con tanta delicadeza que estaba casi segura de que se lo estaba imaginando. Si era así, ¡qué imaginación tenía!


Unos suaves y cálidos labios la acariciaban, la saboreaban, estaban limpiándole las lágrimas. Fue un beso tan hermoso que apenas podía recordar por qué había empezado a llorar.


Y entonces lo entendió. Lo amaba, pero él no era un hombre capaz de dar ningún tipo de respuesta.


Se apartó pasándose las manos por la cara, por la boca, intentando borrar la sensación que tanto se parecía a un amor correspondido cuando en realidad no era nada más que una respuesta aprendida. Se tambaleó hasta la cama y apoyó las manos sobre la colcha. Necesitaba espacio para respirar y para pensar.


Él no la siguió. No fue tras ella. Seguía sin decir nada. Y solo había una cosa que ella podía hacer.


–No puedo volver al trabajo mañana y fingir que no ha pasado nada.


–¿Estás dejando el trabajo?


¡A eso sí que respondía, eh!


–No me has dado elección.


Dio un paso hacia ella y extendió una mano.


–Nunca te he pedido que lo dejes, es lo último que quiero. Es más, si te soy sincero, admitiré que es la razón por la que vine aquí en un principio. Ahora mismo tenemos tanto trabajo que tenía que asegurarme de que nada te tentaba a quedarte aquí. 


–¿Me boicoteaste las vacaciones para asegurarte de que volvería contigo?


¡Por supuesto! ¡Cómo no iba a hacerlo! Ella le hacía la vida muy fácil, y a él le gustaba que su vida fuera así de fácil. 


¡Aaargh!


–Aunque ahora no sé por qué me molesté, vas a marcharte de todos modos.


–¿Cómo dices? Oh, eres increíble. Cualquier persona en mi lugar se habría marchado hace meses, pero me gustaba tanto el trabajo y te respetaba tanto, que me deleitaba trabajando tantas horas y esforzándome tanto. Mientras que tú…



–Paula…


Ella retrocedió dos pasos, lo suficiente para no poder sentir la calidez de su cuerpo.


–Si crees que solo te hice el amor para obligarte a marcharte, entonces debes de pensar que soy un bastardo.


–No estoy segura de qué pensar ahora mismo. Me pregunto cómo encaja en todo esto eso de que pueda ocuparme de producir el programa de Tasmania. ¿Qué es? ¿Una especie de recompensa por los servicios prestados?


Finalmente vio algo de emoción en sus ojos. Nunca lo había visto más furioso


–Si te ofrecí lo de Tasmania fue únicamente porque te lo merecías y porque pensé que te haría feliz. Lo siento si lo has visto de otro modo.


Lo sentía, pero no sentía que no la amara, solo sentía que ella lo hubiera malinterpretado. En esa ocasión esa palabra significaba un adiós, ya no sonaba sexy.


–Sé que crees que has encontrado un modo de no dejar que lo que te hizo tu madre marcara tu vida, pero pareces muy decidido a repetir sus mayores errores. No dejas que la gente se te acerque y una vez que decides hacerlo, no dejas espacio para el compromiso. No dejas espacio para nadie.


No esperó a ver si él había oído algo.


–Me voy a dar un paseo. Volveré dentro de dos horas. Espero que te hayas ido o pediré a los de Seguridad que te saquen de mi habitación. Puedo hacerlo, ya lo sabes.


Y sin detenerse a agarrar su abrigo ni su bolso, salió de la suite y fue hacia los ascensores.










UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 26





El sol estaba empezando a lanzar su rosado brillo a través de los ventanales cuando Paula se puso los vaqueros, la camiseta, el poncho, las botas y se recogió el pelo en una cola de caballo para rápidamente lavarse la cara antes de salir de la suite de puntillas.


Necesitaba dar un paseo; dar un paseo y pensar. Y estaba claro que no pensaba bien cuando Pedro estaba tendido a su lado en la cama y desnudo.


Una vez abajo, cruzó la desierta zona de recepción y salió por las puertas principales donde la recibió una sacudida de aire frío que casi la hizo tambalearse. Sin embargo, esa mañana algo así era justo lo que necesitaba.


Fuera, el cielo era gris plateado y los pájaros estaban dormidos; el único sonido era el de la nieve cayendo suavemente desde los árboles. Parecía un sueño.


Estaba allí intentando asimilar lo sucedido ese fin de semana, creer que no era más que un maravilloso sueño y comprender que cuando se despertara a la mañana siguiente estaría bien y de vuelta al mundo real.


De pronto la vida real era algo que le resultaba extraño. Muy lejano. Algo que le daba miedo. Lo único que tenía que hacer para solucionarlo todo era convencer a Pedro de que se quedaran allí, para siempre. Pidiendo la comida al servicio de habitaciones, haciendo que otros les lavaran las sábanas y haciendo el amor continuamente. ¡Así de fácil!


No. No podía decírselo. ¿Cómo iba a hacerlo cuando él había dejado bien claro una y otra vez que no era un hombre de relaciones serias? Tal vez su pasado había sembrado ese comportamiento, pero él lo había cultivado a fondo desde entonces.


No podía decírselo y ver cómo la rechazaba porque no había nada peor que tener amor y no saber dónde ponerlo. 


Cuando su padre había muerto le había provocado un
dolor terrible, la había destrozado por dentro, y ella había ido vagando de un lado a otro como un perrito perdido durante meses. Años, incluso. Hasta que había encontrado su lugar, y se había encontrado a sí misma, en Melbourne. Lo mirara como lo mirara, ninguno de los dos tenía el pasado necesario para poder permitirse una relación a largo plazo.


Suspiró, se acurrucó contra su poncho y se puso en marcha de vuelta a la calidez del vestíbulo.


La recepción ya no estaba vacía. Una mujer con falda ajustada, medias estampadas, botas altas y un gorro y un chal a juego estaba junto al mostrador. Se giró al oír las puertas giratorias.


–Paula.


–Mamá –dijo instintivamente, en lugar de «Virginia». Sin embargo, la mujer ni se fijó, así que ella no se molestó en corregirse.


–¿Qué haces levantada tan temprano?


–Necesitaba dar un paseo y tomar un poco de aire fresco. ¿Y tú?


–Me voy a casa.


–Oh, ¿pero no te dijeron que tenías la habitación pagada un día más?


–Sí, pero no creo que a Elisa le apetezca bajar a la mañana siguiente de su boda y encontrarse a su madre en el desayuno, ¿no?


–No, no lo creo. Eres muy considerada.


Virginia se rio justo cuando un hombre volvió al mostrador con unos papeles que le entregó y ella le lanzó una sonrisa que lo hizo ruborizarse.


–Bueno, ¿y dónde está tu media naranja?


–Dormido.


Virginia se rio.


–Si yo fuera tú, haría que mi misión en la vida fuera estar a su lado cuando se despertara.


Paula tragó con dificultad. Si pudiera elegir, no habría otra cosa que pudiera querer más y deseó poder confiar en su madre y compartir lo que sentía con ella, pero su pasado se lo impidió y esbozando una sonrisa le respondió:
–No temas, ya voy para allá.


–Siempre has sido una chica lista y ahora resulta que también eres una organizadora de bodas fantástica. Ha sido un fin de semana divino.


–¿Sí, verdad?


–Sofisticado, divertido, y en resumen una fiesta que pasará a formar parte de la historia de este lugar. Y todo gracias a ti.


Paula intentó asimilar ese extraño momento porque no estaba nada acostumbrada a recibir alabanzas de su madre.


–Gracias.


–Ya tengo un montón de nombres y números de futuras novias y sus madres que reclaman tus servicios si decides cambiar de profesión y volver a casa.


Parecía que Virginia estaba hablando en serio y que parecía estar esperanzada, expectante… ¿De verdad le gustaría que se quedara?


Volver a casa. Cerca de Elisa. Cerca de donde creció. Estar en un lugar donde la gente se preocuparía por ella, donde podría trabajar para alguien que no la volvía loca en el trabajo y que no la hacía sentir loca de amor.


La tentación era tan fuerte que en ese momento llegó a abrumarla, pero pasó al instante. Si se quedaba, acabaría marchándose otra vez. Y además, desde la primera vez que se había marchado, había podido construirse una vida; no una vida perfecta, pero sí su propia vida.


–Gracias, mamá, pero estoy feliz donde estoy.


La esperanzada sonrisa de Virginia desapareció.


–Me alegro por ti. Cuando eras pequeña me preocupaba mucho verte siempre en las nubes, leyendo y siguiendo a papá como un cachorrillo. Cuando yo era joven quería ver el mundo, vivir en la ciudad y dedicarme al arte, ser alguien. No me malinterpretes; amaba a tu padre y jamás lamenté ninguna de las decisiones que tomé al elegirlo a él, pero no quería que vosotras os quedarais atrapadas aquí, en un pueblo pequeño sin encontrar la razón que yo encontré para quedarme. Lo único que quería era que encontrarais algo especial que os hiciera destacar para poder tener las oportunidades que yo nunca tuve.


Alargó la mano con la intención de colocarle a Paula un mechón de pelo detrás de la oreja, pero se detuvo y se giró hacia el mostrador para firmar la factura.


–Estoy muy orgullosa de que lo hayas logrado. De que seas feliz.


Y mientras allí estaba ella, en el vestíbulo y escuchando aturdida las agradables palabras de su madre.


Inmediatamente supo que había algo que tenía que aclarar.


–¿Mamá?


–¿Sí, querida?


–¿Puedo hacerte una pregunta… algo complicada?


–¿Alguna vez te has topado con una mujer más complicada que yo?


Bueno… no…


–Vale, allá va. Cuando te casaste con esos… tipos… ¿fue porque creías que los querías como quisiste a papá?


–No, para nada –respondió la mujer sin vacilar.


–Entonces, ¿por qué?


Virginia respiró hondo y la miró. Unas patas de gallo asomaban bajo sus preciosos ojos y demasiado maquillaje cubría su aún maravillosa piel.


–La verdad es que echo de menos lo que es sentirse amada y estoy dispuesta a aceptar y conformarme con lo que sea por sentir algo parecido.


¿Eso era a lo que recurría su preciosa madre? ¿A los restos de otros amantes? Paula la agarró del brazo.


–Tú vales mucho más que eso. Lo digo en serio, no puedes seguir conformándote con lo primero que encuentres. 
Encuentra a alguien que ames, alguien que te ame a ti. Y haz lo que sea para no dejarlo marchar, ¿de acuerdo?


Virginia sonrió, pero no hizo ninguna promesa. Le dio un beso a Paula en la mejilla y la abrazó con sentimiento y sinceridad.


–Nos vemos en la próxima boda, hija. Y espero que sea la tuya.


Y entonces, guiñándole un ojo, Virginia se marchó envuelta por un vendaval de energía y color… y por el eterno dolor de haber perdido a su primer y verdadero amor.


Inmediatamente, la mente de Paula sobrevoló el vestíbulo para ir directa a una suite donde yacía un hombre al que amaba con desesperación.


Ahora más que nunca sabía que nunca se conformaría con lo primero que encontrara; no se conformaría con un hombre que le gustara. Quería un amante, un compañero, alguien que la hiciera reír y le hiciera pensar, un amigo genial y fiel al que pudiera confiarle incluso su vida.


Quería a Pedro.


Tenía todo lo que había soñado ahí, delante de sus narices. 


Ahora mismo. No podía preocuparse por las consecuencias porque si no lo intentaba jamás se lo perdonaría.











UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 25





La luz de la luna entraba por la ventana bañando la habitación con una plateada luz.


Pedro no sabía cuánto tiempo llevaba despierto y estaba observando cómo dormía Paula. Su piel era suave como la de un bebé, sus mejillas rosadas por el calor del aún titilante fuego que había encendido en ella después de la primera vez que habían hecho el amor, y tenía el cabello extendido sobre su almohada.


Y él, en lo único que podía pensar, era que al día siguiente todo volvería a la normalidad… con una innegable diferencia.


Ella no era como el resto de mujeres con las que había estado. Era dulce, sincera, leal y no de las que se permitían una aventura de vacaciones.


Lo había sabido antes de haberle dado comienzo a todo eso, lo había sabido antes de poner pie en Tasmania, lo había sabido en cuanto Sonia había sugerido la idea en esa cafetería de Melbourne. Y, a pesar de todo, había permitido que sucediera.


Podía culpar a esa increíble suite, podía culpar a la belleza y al increíblemente aire fresco de Tasmania, o podía culpar a Venus y a Marte.


Podía culpar a la alegría de Paula que tanto contrastaba con la oscuridad de su carácter, fruto de su experiencia de vida. 


Podía culpar al hecho de que ella le diera equilibrio. Un equilibrio que nunca antes había tenido. Un equilibrio que anhelaba en secreto.


Pero lo cierto era que su madre había tenido razón. Era un jugador, o mejor dicho, era un cretino que no se merecía que esa mujer hubiera saltado nunca en su defensa.


Él era el único culpable de todo.


Paula murmuró algo en sueños y soltó una suave carcajada. 


Al oírla, Pedro se odió a sí mismo porque ese sonido lo había excitado más todavía.


Apartó un mechón de pelo negro de su frente y deslizó un dedo sobre su mejilla y detrás de su oreja hasta llegar a su hombro. Ella se movió, se estiró y la sábana se movió dejando al descubierto su torso desnudo. Sus delicadamente redondeados pechos. Sus suaves pezones.


Sin pensarlo, Pedro se inclinó sobre ella y tomó uno de esos picos rosados en su boca. Ella gimió, se despertó en un instante y hundió las manos en su pelo.


Paula sabía a caramelo y a sol. Era cruel que una mujer supiera tan bien. Cerró los ojos mientras su lengua seguía dibujando círculos alrededor de su pezón y ella estaba al borde del gemido, a la vez que le sujetaba la cabeza como si no quisiera que se detuviera jamás. Pedro se tendió sobre ella mientras con la lengua acariciaba su otro pecho sin llegar a tocarle el pezón. Paula se contoneaba bajo él acercando su cálido cuerpo al suyo y él sintió el incontrolable deseo de adentrarse en ella, una y otra vez, pero sabía que tenía que controlarse. Se merecía un castigo. Y así, se tumbó a su lado. Ella gruñó a modo de protesta y deslizó una mano por su pecho y por el vello que le cubría el abdomen hasta llegar a…


Pedro cerró los ojos. ¡Eso sí que era un castigo! Le agarró la mano y poniéndole la pierna encima, la sujetó a la cama. Ella dejó de moverse y él se inclinó para tomar en su boca uno de sus pezones y siguió besando su cuerpo hasta que no pudo aguantar más. «Mírame», le pidió dentro de su cabeza. 


Quería que supiera quién la estaba besando, necesitaba que lo supiera, que lo recordara.


Ella abrió los ojos y miró directamente a las profundidades de su alma. Después, como si supiera lo que Pedro necesitaba, lo llevó hacia ella y lo besó.