lunes, 14 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 6





Eliana miró hacia la puerta de la clase y vio que Sabrina sonreía antes de salir.


—Vaya, vaya... —dijo Beto, rompiendo el silencio de la clase.


Casi de inmediato, todos los alumnos comenzaron a hablar sobre la recién llegada. 


Todos menos Eliana, que permaneció en silencio. No tenía problemas de comunicación con los profesores; en cambio, no podía decir lo mismo de sus compañeros. Era baja, algo gruesa y tímida, una combinación que la hacía blanco de todas las críticas.


Se estremeció al pensar en el tropiezo que había tenido minutos antes, cuando se le cayeron los libros, pero intentó pensar en algo que no la avergonzara y decidió pensar en Sabrina. Le parecía que hasta su nombre era elegante. No era alta, pero tenía un cuerpo precioso y vestía muy bien. Confiaba en sí misma y parecía capaz de hacer cualquier cosa. 


De hecho, nunca había conocido a nadie que se atreviera a enfrentarse con Alfonso.


—¡Silencio!


La orden de Tony detuvo las conversaciones de los alumnos e interrumpió los pensamientos de Eliana.


—Callaos. Quiero escuchar lo que dicen —dijo Tony, mientras pegaba una oreja a la puerta.


Eliana se sorprendió intentando escuchar la conversación, como todos sus compañeros.


—Si esperas asistir a mi clase, tendrás que cambiar de actitud —estaba diciendo Alfonso—. ¿Está claro, Sabrina?


Sabrina tardó más de lo normal el responder.


—Sí, amo.


—Es muy valiente —murmuró Jesica.


—Es cierto —dijo Tony.


Los comentarios de los alumnos terminaron ahí, y todos se concentraron en las siguientes palabras de Sabrina.


—Quieres que venga a clase, que me siente y que obedezca sin rechistar. Pero dime una cosa, si respiro cuando hagas sonar esa campanilla, ¿cometeré una infracción?


—¡Ya basta! —exclamó él.


Los alumnos no podían creerlo. Hasta entonces, Pedro Alfonso nunca había gritado a ningún alumno. Ni siquiera a Wendy Johnson, a pesar de que lo había acusado por acoso sexual y a pesar de que había estado a punto de perder su trabajo.


—Mira —continuó él, con más calma—, es tu primer día de clase y supongo que el cambio debe ser difícil para ti, sobre todo porque estamos a mitad del curso. Pero enfrentarte a mí no te va a facilitar las cosas. Hay ciertas normas que tienes que respetar en mi clase. Sencillamente, me gusta trabajar en un ambiente relajado, que facilite el aprendizaje, y no creo que sean normas abusivas. Si las cumples, no tendremos ningún problema.


—Estoy segura de que tú también sabrás que el respeto no es algo que se gane con normas y obligaciones —declaró ella, con tanta seriedad como él—. Pero, a pesar de todo, espero que me disculpes por mi comportamiento. Y te ruego que no lo pagues ahora con los chicos.


Eliana no pudo creer que hubiera dicho «los chicos» para referirse a sus compañeros de clase. A fin de cuentas, era uno de ellos. Pero la conversación había terminado, así que bajó la mirada para seguir con su examen y pensó que Sabrina había conseguido el respeto de todos sus compañeros en apenas unos minutos; en cambio, ella no lo había logrado en tres años.


Sin embargo, no los culpaba. Suponía que no podía esperar que la admiraran cuando ni siquiera se gustaba a sí misma.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 5




Paula miró al alto hombre de hombros anchos mientras entregaba las hojas de un examen rápido a los alumnos. Todo el mundo escondía algo, algo que no mostraba ante la gente. De modo que siguió observándolo mientras simulaba leer el libro.


El corte de pelo, corto, le quedaba muy bien; pero resultaba evidente que su armario necesitaba modernizarse. Llevaba una camisa blanca, una corbata azul y unos pantalones que no hacían justicia al resto de su cuerpo; aquel hombre estaba hecho para llevar trajes más elegantes, que realzaran su figura.


—Muy bien, tenéis veinte minutos para responder a las cinco preguntas. Si termináis antes, traedme los exámenes y empezaremos con la lectura del capítulo cuatro —el profesor, mientras se sentaba detrás del escritorio—. Buena suerte.


Paula lo maldijo. No podía creer que un profesor se empeñara en que sus alumnos leyeran a Steinbeck durante las navidades. Sospechaba que no era un profesor muy popular; al menos, entre los chicos.


Estaba segura de que habría roto unos cuantos corazones con aquellos ojos intensos, con el pelo corto que le caía sobre la frente y con su fuerte y cuadraba mandíbula, que mostraba barba de dos días. Cuando levantó la mirada, vio que el profesor la estaba mirando.


—¿Ya has terminado de leer el capítulo? —preguntó.


Paula se ruborizó en contra de su voluntad. No sabía cómo lo había hecho, pero aquel hombre había logrado romper su habitual compostura. Y no podía pasar cuatro meses en aquel lugar si no mantenía la calma. Si se exponía, de cualquier modo, pondría en peligro su vida y el trabajo de su amiga Donna Kaiser, una de las socias más importantes del Instituto Roosevelt. 


Su amiga, que había estudiado con ella en la universidad, había pensado que el plan de Paula era excelente: aprovecharía su juvenil rostro para hacerse pasar por una jovencita de dieciocho años, aunque tuviera veintisiete y fuera una mujer de carrera.


Una semana atrás, Paula había estado de acuerdo con su amiga, pero ahora ya no estaba tan segura. El miedo podía quebrar el buen juicio de las personas.


Justo entonces, y sin poder evitarlo, comenzó a sufrir un ataque de pánico. Apenas podía respirar, y desde luego era incapaz de leer el libro. Una vez más, la asaltaron las imágenes de lo que había sucedido. Recordó el vaso y el plato que Miguel había dejado en el suelo, junto a un charco de sangre. Recordó el brillo de urgencia en los ojos de Luis, mientras moría. 


Recordó la sangre que tenía en las manos y en el albornoz, la sangre que manchaba la alfombra y hasta su alma; y sintió náuseas.


Sin darse cuenta, gimió.
—Sabrina, ¿te encuentras bien? —preguntó el profesor.


Paula levantó la cabeza. Y el inesperado brillo de preocupación que encontró en los ojos verdes de Pedro la confundió.


Paula reaccionó con rapidez y asintió. Pero el profesor siguió mirándola unos segundos, no muy convencido por su respuesta, así que la joven bajó la mirada y simuló que seguía leyendo. Pero no podía leer. La delicadeza que acababa de demostrar aquel hombre, con un simple gesto, la había emocionado aunque no supiera por qué; aunque fuera un desconocido.


Lentamente, y casi a regañadientes, alzó una vez más la mirada.


El profesor estaba escribiendo algo en su escritorio, y su concentración era tan intensa que Paula pensó que había imaginado aquel instante de compasión. Se sintió decepcionada, pero al oír a los otros estudiantes, que rellenaban sus exámenes, se dijo que era mejor así. No quería que aquel hombre se diera cuenta de que podía quebrar su aparente determinación.


Por primera vez, echó un vistazo al aula; no tenía ventanas, y resultaba demasiado seria, sin gracia, sin elegancia. Por lo que sabía hasta entonces, se parecía al profesor que daba clase en ella.


En una de las paredes había un tablero de corcho, con algunas notas, y la pizarra era de un color negro intenso, como si la lavaran en lugar de limpiarla con un trapo. Bajo el enorme reloj había un cartel que proporcionaba la única nota de color en la clase.


Empezaba a pensar que aquel hombre era el típico profesor exigente y lleno de manías, empeñado en que sus alumnos llegaran con puntualidad marcial, con poco sentido del humor y poco comunicativo. Un profesor con un concepto bastante conservador de la enseñanza, que seguramente pensaba que las ropas ajustadas no eran muy adecuadas en las chicas, porque rompían la concentración de sus compañeros.


Sin poder evitarlo, sonrió. Y la idea le pareció tan divertida que la sonrisa se convirtió en una carcajada, muy a su pesar.


Fue como si hubiera empezado a reír en una iglesia. Todos los alumnos, y desde luego el profesor, se volvieron hacia ella. Beto la miró y sonrió, y Alfonso hizo sonar su campanilla para que siguieran haciendo el examen.


—Está prohibido reír durante el examen —dijo Alfonso, muy serio.


Paula no pudo evitarlo. Ya no podía controlarse, y volvió a reír.


El profesor se inclinó hacia delante y comenzó a dar golpecitos con los dedos sobre el escritorio.


—Te importaría decirnos qué te resulta tan gracioso, ¿Sabrina?


Como relaciones públicas, y de cierto prestigio, siempre había aconsejado a sus clientes que expresaran su opinión manteniendo la mirada, con educación y con absoluta sinceridad. Así que decidió aplicar su teoría.


—No, gracias.


Alfonso palideció.


—En realidad, no es nada gracioso —añadió Sabrina.


—¿Por qué no permites que seamos los demás quienes lo juzguemos? —preguntó Alfonso.


—Si se empeña... me estaba riendo de la campanilla.


—¿De la campanilla? —preguntó él.


—Sí. Hace un ruido tan gracioso... me ha sorprendido, eso es todo —respondió.


La respuesta de Paula, que había decidido no empeorar la situación, satisfizo al profesor.


—Es posible, pero resulta muy efectiva para impedir los comportamientos inadecuados.


—Yo diría que ese sonido distrae más a los estudiantes, durante un examen, que las risas.


Sus compañeros de clase la miraron con evidente asombro. Y Paula comprendió, aunque demasiado tarde, que había cometido otro error.


Alfonso se levantó y caminó hacia ella muy despacio. La lentitud de sus movimientos era más inquietante que cualquier demostración de enojo.


—Haz el favor de salir un momento al pasillo, Sabrina. Quiero hablar contigo.


Paula se levantó del pupitre, haciendo una demostración de serenidad que, en todo caso, no podía competir con el aplomo de Alfonso. 


Tuvo que echar mano de todo su control para llegar a la puerta de la clase; afortunadamente para ella, había aprendido muy bien las lecciones de asertividad.


Se dijo que superaría aquel momento, de algún modo. Se dijo que lograría enfrentarse a Alfonso sin derrumbarse por completo. Pero entonces notó el aroma de su loción de afeitado, un aroma que reconoció de inmediato; era la loción que siempre había usado su abuelo.


Se volvió hacia el profesor, lo miró, y tuvo que hacer otro esfuerzo extraordinario para no sufrir otro ataque de risa.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 4





—Kim, ¿te importaría cerrar la puerta? —preguntó a la alta morena que estaba sentada en la primera fila—. Tony, Jesica, sentaos, por favor.


Tony lo miró con cara de pocos amigos; resultaba evidente que se había creído la falsa acusación de Wendy, pero Pedro lo comprendió perfectamente, porque Wendy era su novia.


—Bueno, sacad el trabajo que teníais que hacer durante las navidades.


Como sospechaba, se elevó un murmullo de protesta que al menos sirvió para que dejaran de mirar a Eliana. La joven aprovechó el momento para sentarse, visiblemente aliviada.


Pedro aún esperó unos segundos antes de hablar de nuevo. Tenía intención de soltar el típico discursito de bienvenida después de unas vacaciones, pero acababa de abrir la boca cuando la puerta de la clase se abrió.


Una joven de pelo rojo entró en la clase y se detuvo. Llevaba un jersey de color verde lima, y una pequeña mochila amarilla.


—Siento llegar tarde, señor Alfonso. El instituto es muy grande, y he tenido que pasar por secretaría para arreglar el papeleo antes de venir.


La joven se acercó al profesor y le dio un documento para que lo firmara, con tanta naturalidad como si pensara que interrumpir su clase era la cosa más normal del mundo, como si la corta explicación que acababa de dar lo arreglara todo. Para empeorar las cosas, llevaba una falda tan corta que Pedro no pudo evitar admirar sus piernas.


—¿Le importaría firmarlo, por favor? —preguntó, con una voz sorprendentemente madura.


Pedro comprendió en aquel momento que no estaba mirando, precisamente, el documento de la secretaría del instituto. Levantó la mirada, avergonzado, pero se encontró con unos ojos azules con cierto tono violeta que lo dejaron aún más anonadado.


No había visto unos ojos tan bellos en toda su vida. Hasta entonces, ni siquiera sabía que existieran.


La joven arqueó una ceja y lo miró con impaciencia.


—Me han dicho que tienen que firmarlo todos los profesores. Hay algún problema, ¿señor Alfonso?


—No, en absoluto —respondió, carraspeando, mientras se disponía a firmar—. Bienvenida a Texas, Sabrina. Como es tu primer día de clase, olvidaré que has llegado tarde. Pero espero que a partir de ahora llegues a tiempo.


—Haré lo que pueda.


Un segundo murmullo, esta vez de aprobación, se elevó en la clase.


—Mira, sé que eres nueva en este lugar, y hasta es posible que las cosas fueran de otro modo en California. Pero la puntualidad es la primera norma que exijo en mis clases. Sin excepciones de ninguna clase. Si llegas tarde, tendrás que asumir las consecuencias. ¿Está claro?


—No exactamente.


Pedro no podía creerlo.


—¿Qué es lo que no has entendido?


—Lo de las consecuencias. Mi profesora de literatura, en California, siempre decía que la claridad es la base de la comunicación. ¿No podrías ser un poco más específico? —preguntó, tuteándolo por primera vez.


Entre el murmullo de los alumnos se alzó la inconfundible risa de Beto García. La recién llegada sonrió y miró a sus compañeros de soslayo, con complicidad. Pedro empezaba a pensar que estaba tomándole el pelo.


—Las consecuencias por llegar tarde son muy simples. Por cada minuto de retraso, te quedarás quince minutos después de clase.


—¿Está hablando en serio? —preguntó la joven, cuya sonrisa se había esfumado.


Pedro ni siquiera se molestó en responder.


—¿No se da cuenta de lo lejos que está el gimnasio? —preguntó la joven, mirándolo con rabia—. Se tarda cinco minutos en llegar, y eso cuando los pasillos no están llenos de gente. Haré lo que pueda para llegar a tiempo, pero puede que sea físicamente imposible.


—En tal caso, vas a tener que quedarte muchos días después de clase —declaró él, mirándola a los ojos—. ¿Ya has terminado?


La joven apretó los labios, se tragó su orgullo y asintió.


Pedro hizo un esfuerzo para que los alumnos no notaran su tensión y dijo:
—Sabrina, el mundo es un lugar absolutamente injusto. Si no te gusta, intenta cambiarlo. Pero en cualquier caso, tendréis que aprender a enfrentaros a la adversidad. De lo contrario os convertiréis en las típicas personas que se pasan la vida culpando a los demás por sus problemas, tengan razón o no.


Pedro tomó un ejemplar extra de Las uvas de la ira y se lo dio.


—Por favor, siéntate en el pupitre libre de la quinta fila y empieza a leer el primer capítulo. Ya hemos perdido demasiado tiempo —dijo Pedro, hablando para toda la clase—. A menos, claro está, que prefiráis hacer las presentaciones de vuestros trabajos...


Un tercio de los alumnos apartó la mirada. Cinco o seis más gruñeron entre dientes y los demás abrieron la novela de Steinbeck con absoluto desinterés.


Pero a Pedro no le importó. Había conseguido su objetivo, aunque fuera a costa de sacrificar su popularidad.


Era una cuestión profesional, de principios. Y a veces pensaba que esos principios eran lo único que se interponía entre él y el inquieto desconocido que habitaba en su interior.


A veces, la confianza era lo único que se interponía entre Paula y el vacío interior que se burlaba de la imagen de valentía que daba.


En cualquier caso, su primer objetivo aquella mañana era iniciar el curso sin sobresaltos, pero el profesor, el señor Alfonso, había decidido ponerla en su sitio y ella no había sido capaz de contenerse. Había cometido un error, y de paso le había dado un buen motivo para vigilarla con atención.


—No mires a tus compañeros, Beto —declaró Pedro Alfonso—. Si hubieras hecho tu trabajo, ahora no tendrías que intentar copiar.