lunes, 16 de octubre de 2017

PLACER: CAPITULO 29




—Hijo, qué alegría verte —dijo Ramon al abrir la puerta y encontrarse con Pedro —. Llegas justo a tiempo, estábamos a punto de cenar.


—No vengo a...—la voz de Pedro desapareció al ver asomarse a su madre con una sonrisa radiante en el rostro.


—Qué sorpresa más agradable, cariño —dijo Eva mientras lo invitaba a sentarse en el sofá que estaba junto a la estufa—. Tengo la intuición de que has venido a darnos una buena noticia. ¿Qué quieres beber?


—Nada, madre. Por favor, siéntate y deja ya de hablar.


—Creo que ésa no es una forma muy adecuada de hablarle a tu madre —dijo Eva consternada.


Pedro miró a su padre que ya había perdido la calidez de la mirada con la que lo había recibido. Era como si intuyera que se acercaba una tormenta.


—Tú también, por favor, papá, siéntate.


Eva tenía los ojos como platos.


—¿Qué demonios te pasa? No pareces el mismo. No puedes llegar aquí y empezar a dar órdenes. Estás en nuestra casa —le dijo enfadada.


Ramon la miró frunciendo el ceño.


—Madre, tranquilízate —dijo Pedro tratando de aplicarse el consejo.


Tenía que tratar de contener sus emociones. No se podía dejar llevar por la ira. Después de todo, era posible que Paula estuviera mintiendo para guardarse las espaldas. Pero la intuición de Pedro le decía lo contrario. Si no, ella no lo hubiera instado a hablar con sus padres.


Pedro había tocado fondo. No había ningún lugar al que huir ni nadie dispuesto a rescatarlo. Tenía que afrontar él solo la situación.


—Supongo que al final no te vas a presentar a la candidatura, hijo —dijo Ramon finalmente rompiendo el incómodo silencio.


—La candidatura no es la razón por la que estoy aquí.


—¿Entonces para qué has venido? —preguntó Eva fríamente—. Para venir con esa actitud tan desagradable...


Tomó un pañuelo de papel y se limpió los ojos. Pedro cerró los suyos.


—Ese gesto está de más, madre. No estás triste, sólo te has vuelto loca.


—Deja de hablarme de esa forma, Pedro Alfonso. Te he enseñado a respetar a tus mayores, sobre todo a tus padres. ¿Qué demonios te hemos hecho para que nos mires con ese desprecio?


—¿Te da alguna pista el nombre de Paula? —preguntó Pedro.


—¿Qué pasa con ella, hijo? —dijo Ramon con reserva.


—Oh, por favor —añadió Eva con dramatismo—. ¿Tenemos que hablar sobre ella otra vez?


—Pues sí, tenemos que hablar de ella.


—¿El qué? —preguntó Eva resignada.


—¿Tuvisteis una conversación con ella antes de que se marchara aquel verano?


Se hizo tal silencio que parecía que estuviera pasando un funeral por el salón de la casa.


—No sé de qué estás hablando —dijo Eva finalmente con suavidad—. Mantuvimos varias conversaciones con esa chica.


—Esa chica, como tú dices, era mi prometida —repuso Pedro controlando su creciente ira. Eva agitó las manos, que tenían hecha una impecable manicura.


—Oh, Pedro, por el amor de Dios. No era más que un juguete para ti y lo sabíamos.


Pedro apretó los dientes y se recordó a sí mismo que era su madre, aunque en aquel momento hubiera deseado no haber tenido por padres a aquella pareja de egoístas engreídos.


El pasado no se podía cambiar. Lo que podía cambiar era el presente. Y el futuro. No estaba dispuesto a que nadie se volviera a entrometer en su vida.


—¿Hablasteis con ella? —insistió mirándolos a ambos—. No quiero mentiras de ninguno.


Eva miró a Ramon quien había palidecido. Pedro vio cómo asentía a su esposa.


Eva miró a su hijo, su boca estaba tensa y sus ojos echaban chispas.


—Sí, hablamos con ella —admitió.


—¿Qué le dijisteis? Quiero las palabras exactas —exigió poniéndose de pie sin dejar de mirarlos.


—¿Te importaría volver a sentarte? —le pidió Eva con las manos en el regazo—. Pareces una pantera a punto de atacar, y la verdad es que me pone bastante nerviosa.


—¡Madre!


—De acuerdo —contestó y levantó la mirada hacia su hijo—. Le dijimos que en realidad no la querías y que no te querías casar con ella.


Una palabrota salió por boca de Pedro.


—Continúa —añadió Pedro. Tenía la boca tan seca que apenas si podía hablar.


—Bueno, le dijimos que ella no era suficiente para ti, pero que tú no te atrevías a decírselo y que nos habías pedido a nosotros que lo hiciéramos.


Se escuchó otra ristra de palabras malsonantes.


Eva y Ramon estaban conteniendo la respiración sin dejar de mirar a su hijo, quien se estaba convirtiendo en un monstruo al que no reconocían.


—Nosotros... nosotros pensamos que estábamos haciendo lo mejor para ti —dijo Eva a punto de echarse a llorar—. Pensábamos que ella no era lo bastante...


—Tu madre tiene razón —intervino Ramon—. Pensábamos que lo que mejor te venía era...


—¡Callaos! Los dos —gritó Pedro.


Eva y Ramon se quedaron boquiabiertos, pero se callaron.


Pedro se inclinó y habló en un tono bajo pero severo.


—Yo amaba a Paula y quería casarme con ella. Gracias a lo que hicisteis, los dos hemos estado sufriendo durante cinco años. Merecerías una paliza.


—Por Dios, Pedro. ¿Estás escuchando lo que estás diciendo? —le preguntó Eva.


—Pero, porque sois mis padres, espero poder encontrar algún rincón de mi corazón que sea capaz de perdonaros. Por ahora, no os quiero ver a ninguno de los dos. Así que manteneos lejos de mí, ¿entendido?


Pedro se dio la vuelta, echó andar y cuando atravesó la puerta, pegó tal portazo que supuso que había roto el cristal.


¿Qué más daba? No se había sentido mejor en toda su vida. 


Sin embargo, aún le quedaba realizar la tarea más complicada.


Paula.


A pesar de que empezaba a refrescar, Pedro estaba sudando y le temblaban las rodillas. Tenía que encontrar a Paula y hacer las cosas bien.




PLACER: CAPITULO 28





Pedro cabalgó sobre su caballo hasta que los dos estuvieron exhaustos.


Montar a caballo era una actividad que templaba sus nervios cuando estaba a punto de estallar. En aquel momento se encontraba muy confundido. Estaba metido en un buen lío.


Pedro le echó la culpa a Paula. Desde el momento en el que había pisado el rancho, se le había metido en la cabeza y no le había dejado pensar. Y después del revolcón del día anterior, estaba aún más confuso. Esa mujer lo estaba volviendo loco.


No era verdad, y Pedro lo sabía. Lo que habían vivido no había sido un simple revolcón. Habían hecho el amor, y había sido un amor verdadero.


Pedro no sabía cómo iba a poder contenerse tras haber vuelto a probar el cuerpo terso y suculento de Paula.


Había sido fabuloso y quería más. Pero Paula ya había dejado claro que no iba a haber una segunda oportunidad.


Pronto se marcharía. Aquel pensamiento llevó a Pedro a espolear de nuevo al caballo y a galopar. Pero ni aun así, se olvidaba del sabor de Paula, de su olor y de la sensación de estar cuerpo a cuerpo con ella. Era como si estuviera muy dentro de él.


Si eso era cierto, Pedro tenía un problema serio. Paula se iba a marchar y no iba a volver nunca. ¿Qué podía hacer él para evitarlo? Su voz interior le dijo que debía pedirle que se quedara, pero era una locura. No confiaba en ella. Por Dios, ya había huido una vez. ¿Qué razón había para que no lo hiciera de nuevo?


Ninguna.


Pedro no podía arriesgarse otra vez a abrir su corazón para que se lo volvieran a romper. Tenía que dejarla marchar. Y él debía retomar su vida.


En el mundo había cosas que podían cambiar y cosa que no podían.


La relación con Paula encajaba en la segunda categoría.



****


—Teo, es hora de lavarse las manos para cenar —dijo Molly desde el porche.


El niño estaba emocionado jugando al balón y pareció no escucharla. Ya había atardecido y a Paula no le gustaba que estuviera fuera solo. Tamy ya se había marchado.


—Mamá, quiero jugar un rato más.


—Teo.


—Yo le echo un ojo.


Como siempre la inesperada voz de Pedro la sobresaltó. 


Maldito fuera, cuándo iba a dejar de surgir de la nada.


—¡Mami! ¿Puedo quedarme con Pedro?


A Paula le hubiera gustado responder que no, pero no lo hizo. Una vez más, ¿por qué castigar a su hijo por sus propias equivocaciones? ¿Qué más daba? En poco tiempo se marcharían. Monica se encontraba más fuerte cada día.


Pero aquella marcha iba a llegar demasiado tarde porque Paula ya había empezado a recorrer el camino de la culpa. 


Se estaba fustigando a sí misma, a pesar de que había prometido no hacerlo. Teo necesitaba un padre y Paula lo sabía.


Todos los niños necesitaban un padre.


Teo tenía uno al que nunca conocería. Aquel pensamiento atormentaba a Paula, sobre todo al comprobar que al niño le encantaba vivir en el rancho. No sólo lo estaba privando de su herencia sino que le estaba negando un padre.


Pero si decía la verdad, perdería a su hijo.


Y no estaba dispuesta a que eso ocurriera.


—¡Mamá!


—Vale, Teo. Puedes quedarte con Pedro hasta que la cena esté lista.


Con aquella respuesta rondando en su cabeza, Paula entró en la casa. Esperaba que aquella decisión no se volviera en su contra.


Media hora después Paula se asomó de nuevo al porche, pero sólo vio a Pedro. Se sintió inquieta.


—¡Pedro! —exclamó. El se paró en seco al escucharla—. ¿Dónde está Teo?


—No lo sé —contestó él acercándose.


—¿Qué quieres decir con no lo sé?


—Tranquilízate. Seguro que está bien. Me he dado la vuelta un momento y cuando me he querido dar cuenta, ya no estaba. Lo estoy buscando.


—¿Dónde has buscado? —preguntó Paula mientras salía corriendo de la casa.


—En todas partes menos en el granero, que es donde iba ahora.


—¡Teo! —gritó Paula una y otra vez, pero no obtuvo respuesta.


Cuando quisieron llegar al granero, Paula ya estaba descompuesta. Su mente se había convertido en su peor enemiga. Sin contar a Pedro. Le hubiera gustado estrangularlo, pero como no era posible, se limitó a quedarse callada conteniendo la ira.


—Lo siento, Paula —susurró él cuando entraron en el granero.


Paula lo fulminó con la mirada y se calló. Pedro palideció, pero también se mantuvo en silencio.


Los cuatro ojos se dirigieron directamente a la parte alta de la nave donde estaba el pajar. Teo estaba asomado al borde de la barandilla. El miedo invadió el cuerpo de Paula, quien miró a Pedro. Él también parecía asustado aunque logró mantener la calma.


—Quédate donde estás. No te muevas —dijo en un tono tranquilo.


—¿Queréis ver cómo camino? —preguntó el niño.


—¡No! —exclamaron Paula y Pedro a lo unísono. El niño se quedó helado.


—Voy a subir por ti. Mientras tanto no te muevas de donde estás, ¿vale? —dijo Pedro.


—No, ya bajo yo —respondió Teo.


—¡No, Teo!


El niño no hizo caso. Se dio la vuelta y resbaló. 


Milagrosamente cayó directamente en los brazos de Pedro.


En aquel momento nadie dijo nada. Se habían quedado paralizados.


—¿Estás enfadada conmigo, mamá?


—Déjalo en el suelo, Pedro —dijo ella con la voz rota. Pedro la obedeció. Paula miró a su hijo—. Vete directamente a tu habitación y lávate las manos. Yo voy enseguida.


—Vale, mamá.


—Vete, yo te estaré mirando desde aquí hasta que entres en casa —le pidió. 


El niño se marchó contento.


Una vez que el niño entró en la casa, se hizo un silencio incómodo en el granero. Pedro se decidió a romperlo.


—Estás enfadada y entiendo por qué.


—Enfadada es una forma suave de describir mi estado de ánimo.


—El niño está bien, Paula. Es un crío y los chiquillos necesitan hacer ese tipo de cosas.


—No me des lecciones sobre niños. Y menos sobre el mío.


—Vale, perdóname. Ya te he pedido disculpas, ¿qué más quieres que haga?


—No quiero que hagas nada. Tu comportamiento es la prueba de que sigues faltando a tu palabra tanto como cuando me pediste matrimonio hace cinco años.


—¿De qué demonios me estás hablando?


—Creo que ya no estamos para fingir, ¿no?


—Si tienes algo que decir, suéltalo, porque yo aún no sé a qué demonios te estás refiriendo.


—A tus padres.


—¿Qué pasa con mis padres?


—¿Acaso estás negando que me enviaste a tus padres para que trataran de comprarme?


Pedro dio un paso atrás como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


—Yo no los envié a ninguna parte y menos aún a que hablaran contigo.


—Me dijiste que me amabas y que querías casarte conmigo, pero luego te echaste atrás.


—Yo no me eché atrás. Fuiste tú la que se cansó y se fue huyendo.


—Pero fue por tus padres. Vinieron a hablar conmigo para contarme tus verdaderos sentimientos. Me dijeron que no me querías, pero que no te atrevías a decírmelo por no herir más mis sentimientos.


La expresión del rostro de Pedro se ensombreció.


—Y además, para humillarme aún más, me ofrecieron dinero, mucho dinero, para que desapareciera de tu vista —añadió Paula.


—Es mentira. Te estás inventando toda esa historia para tranquilizar a tu conciencia.


—¿Me estás llamando mentirosa? —repuso acalorada.


—Por el amor de Dios, Paula...


—Pregúntales —le dijo en un tono desafiante. Lo miró con desprecio—. Si es que te atreves, claro.




PLACER: CAPITULO 27





Paula se despertó sobresaltada al sentir que su pierna estaba en contacto con una pierna peluda. Se quedó inmóvil.


Pedro.


¿Se habían pasado la noche haciendo el amor de forma apasionada y ardiente? No. 


Seguramente no sería más de medianoche, por eso Pedro seguía allí a su lado. Echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que casi eran las seis de la mañana. Se sintió tan angustiada que pensó que había arruinado su vida definitivamente.


Podía haberse quedado embarazada. Otra vez. Cuando le había comentado Pedro que no se había puesto un preservativo, él le había contestado que no hacía falta, y Paula no se había preocupado. La pasión la había cegado y lo único en lo que había querido pensar en aquel momento había sentido en sentir a Pedro dentro de ella.


Pero con el amanecer llegaba la realidad, y con la realidad, el miedo.


No quería pensar en el torbellino de emociones que la acechaban. Sobre todo teniendo el cuerpo cálido de Pedro entrelazado con el suyo.


Paula no tenía otra opción.


Pedro —susurró para despertarlo.


Abrió los ojos y por unos instantes pareció desorientado. 


Cuando se dio cuenta de dónde estaba soltó un ruido de satisfacción y se acurrucó junto al cuello de Paula.


—No —dijo ella en un tono intranquilo.


Pedro no la hizo caso y la empezó a besar y a chupar el cuello.


Oh, cielos, aquel hombre le hacía perder cualquier tipo de determinación. Se moría de ganas de que la volviera a hacer el amor. Pero entonces le vino Teo a la cabeza y se dio cuenta de que tenía que frenar aquella inercia.


—Para —susurró de nuevo más enérgicamente. Pedro se retiró confuso.


—¿Algo va mal?


—Son casi las seis.


—¿De la mañana? —preguntó él.


—Sí.


—¿Y?


—Te tienes que ir —le dijo Paula.


—¿Por qué? Estoy en mi casa —contestó él. 


Se apoyó en el codo y se inclinó para darle un beso apasionado.



Cuando sus labios se despegaron, Paula recuperó el aliento y se dio cuenta de que estaba muy excitada. Maldición, aquel hombre había conseguido que su cuerpo volviera a la vida.


—Me encanta hacerte el amor —dijo Pedro en un tono remolón. Su mirada era intensa.


—A mí también.


—Es aún mejor de lo que lo recordaba.


Sus ojos ya se estaban convirtiendo en dos bolas de fuego y Paula sintió cómo algo se endurecía junto a su pierna. Tenía que inventarse una manera de hacerlo salir de la habitación, pero antes tenía que enterarse de por qué él había asegurado que no se iba a quedar embarazada.


—¿Pedro?


—¿Mmm?


Era como si su mente estuviera muy lejos, pero su cuerpo estaba muy cerca, separando las piernas de Paula para penetrarla de nuevo.


—¿Por qué estás tan seguro de que no me voy a quedar embarazada?


El cuerpo de Pedro se puso en tensión y durante un rato largo se hizo un silencio. Después se apoyó sobre un codo y la miró a los ojos. La expresión de su rostro era de dolor.


—Poco después de que tú te marcharas, tuve un accidente.


Una sensación de pavor invadió el cuerpo de Paula. Pero no dijo nada. Tenía que ser él quien escogiera lo que le quería contar.


—Un caballo me dio una coz en mis partes. Me dio la peor patada de mi vida.


—Lo siento mucho —dijo Paula sinceramente. A pesar de que era la persona que más daño le había hecho en el mundo, no le deseaba ningún mal. Sobre todo en lo referente a la salud.


—Yo también lo siento. El resultado es que es probable que nunca pueda tener hijos —admitió abatido.


Paula se sintió tan afectada que se quedó sin palabras.


Tú ya tienes un hijo, un niño precioso llamado Teo.


Por primera vez desde el nacimiento el niño, Paula se moría de ganas de compartir aquella información con Pedro para borrar el dolor que transmitían sus palabras.


Pero no podía hacerlo.


—¿Paula? —le preguntó él tras besarla en la frente.


—No estoy dormida, si es eso lo que creías.


—Ahora ya sabes por qué podemos hacer el amor todas las veces que queramos sin tener que preocuparnos.


—Ahí te estás equivocando —contestó Paula con los ojos muy abiertos. Pedro se retiró para mirarla sin ocultar su confusión—. Éste ha sido nuestro último baile, Pedro —dijo enérgicamente.


—¿Entonces éste ha sido el revolcón de despedida? —preguntó con la mandíbula en tensión y con los ojos encendidos de rabia.


Paula sabía que aquella desagradable pregunta era fruto de la rabia. Pero ella también se sentía furiosa.


—Por favor, vete —dijo ella suavemente.


—Paula, no he querido decir eso —contestó Pedro tomándola en sus brazos.


—Da igual. Esto ha sido un error y los dos lo sabemos —dijo agotada.


Pedro suspiró, pero no la rebatió. Paula sintió un pinchazo en el corazón.


Los pensamientos sobre Teo se agolpaban en su cabeza.


Normalmente le gustaba dormir hasta tarde. Pero como estaba durmiendo con la abuela quizás se despertara antes. 


¿Y si aparecía de repente en la habitación?


Era mejor no imaginarse las repercusiones de esa posibilidad. Lo cierto era que el pestillo de la puerta no estaba echado.


Estupendo.


Pedro.


—Ya me voy, Paula. Has dejado bastante claros tus sentimientos.


La amargura era tan patente en su voz, que Paula sintió lástima unos instantes. Pero enseguida se le pasó. Si no hubiera sido por él y por su traición, las vidas de ambos habrían sido bien distintas aquellos años.


Ya era demasiado tarde.


Paula emprendería de nuevo su camino y Pedro el suyo.


Él salió de la cama y Paula se sorprendió mirándolo embobada. Tenía un trasero perfecto, que horas atrás había estado acariciando con deseo.


Pedro se dio la vuelta y la miró. Paula tragó saliva. Se moría de ganas de saltar a sus brazos y sentir su carne turgente. 


No sólo quería acariciar su suave miembro, sino que deseaba rodearlo con sus labios y acariciarlo lentamente con la lengua.


—Por Dios, Paula —suspiró él agonizante—. Si no te...


—Por favor, vete —le pidió Paula antes de que fuera demasiado tarde.


Pedro no la obedeció inmediatamente, estaba demasiado ocupado soltando palabrotas. Momentos después, Paula escuchó que la puerta se abría y se volvía a cerrar. Sólo entonces se permitió agarrar la almohada y ahogar allí un llanto imparable.


¿Reproches?



Había llegado el momento. Pero, sorprendentemente, no se arrepentía de nada de lo que había hecho. No se iba a reprochar haberse dejado guiar por sus instintos dejando a un lado a la cabeza, porque sabía que había sido la última vez.


Y por esa razón se sentía tan triste como se había sentido el día que había decidido salir de la vida de Pedro, cinco años atrás.