lunes, 18 de marzo de 2019

AS HOT AS IT GETS: EPILOGO




Una semana después…


Pedro se agachó para subirse por tercera vez en el día el dobladillo de los pantalones y evitar que rozaran la arena. No sólo nunca había imaginado su propia boda, sino que, definitivamente, jamás había pensado que se casaría descalzo en una playa. Había sido idea de Paula lo de casarse justo en el mismo lugar en el que le había pedido matrimonio y él, que consideraba aquel lugar como su rincón favorito de la isla, había estado encantado.


El fotógrafo estaba ocupado guardando su equipo y Lucia y Jeronimo los estaban esperando para acercarse juntos al banquete de bodas.


Pero Paula tenía otros planes.


Paula, su esposa. Para ser un tipo que había convertido en un deporte lo de evitar el compromiso, aquellas tres palabras le proporcionaban una satisfacción inexplicable.


No, inexplicable no. Sólo inesperada.


Y si algo había aprendido Pedro durante las semanas anteriores, era que las cosas inesperadas eran también las mejores.


—Hemos conseguido perderlos —susurró Paula, y Pedro asintió, intentando mantenerse serio.


—Jeronimo, Lucia, ahora iremos nosotros. Si no os importa, nos gustaría dar un paseo a solas por la playa.


—Por supuesto que no nos importa —contestó Lucia, pero los miró con recelo.


—¡Ahora nos vemos! —les gritó Paula mientras se alejaban.


—Conozco un lugar apartado, está un poco más adelante.


Paula sonrió.


—Desde luego, sabes cómo convencer a una chica, eso está claro.


Pedro le dio la mano y caminaron juntos por la arena, bordeando la densa vegetación tropical hasta llegar el rincón que buscaba. Bajo la bóveda formada por las ramas, los pájaros cantaban y chillaban y el sonido del mar parecía desvanecerse.


Aquél era el lugar preferido de Pedro en la isla.


—¿Crees que llegaremos tarde a la fiesta? —preguntó Paula.


—No importa que lleguemos tarde. Pueden empezar sin nosotros.


—Quizá si nos damos prisa…


—No es muy probable que nos demos prisa —contestó Pedro, que pretendía tomarse todo el tiempo necesario para disfrutar de la primera vez que hicieran el amor como marido y mujer.


Le levantó la falda a Paula y descubrió que llevaba unas exquisitas bragas de color blanco bordadas con cuentas.


—Es una pena que tenga que quitártelas. Pero no me gustaría que se mancharan de arena.


Paula se las quitó y las tiró a un lado.


—Tú no te preocupes por eso.


Le desabrochó rápidamente los pantalones y se los quitó, para deslizar inmediatamente los dedos a lo largo de su sexo, haciéndola estremecerse de placer.


Pedro la levantó en brazos y la apoyó contra la palmera más próxima. Con las piernas de su novia rodeándolo, sintiendo su cuerpo contra el suyo y su aliento en la mejilla, era más feliz de lo que lo había sido en toda su vida.


Se deslizó en su interior con una deliciosa embestida y cuando su carne húmeda y ardiente lo envolvió, pensó que aquélla era la sensación más dulce que había experimentado en toda su vida.


—Gracias —susurró.


—¿Por esto? Creo que lo llaman deber conyugal —contestó con una sonrisa irónica.


—No, por haber llenado mi vida.


Paula pestañeó y Pedro pudo ver las lágrimas que inundaban sus ojos.


—Es lo menos que puedo hacer por ti —contestó Paula.


Su sonrisa desapareció en el instante en el que Pedro se hundió completamente en ella. El placer transformó su rostro y Pedro supo que jamás se cansaría de verla como la estaba viendo en aquel momento. Jamás dejaría de emocionarse al abrazarla, al amarla, al explorar su cuerpo.


Estaba dispuesto a pasar el resto de su vida haciendo feliz a Paula. Y pensaba empezar en ese mismo instante, junto a esa palmera.



AS HOT AS IT GETS: CAPITULO 54




Veinte minutos después, tenía los pies cubiertos de arena, el pelo enredado por culpa del viento y Pedro no había aparecido por ninguna parte. Y estaba a punto de renunciar a su búsqueda cuando vio una figura solitaria en la playa, sentada sobre una tabla de madera que el mar había arrastrado hacia la playa y observando la puesta de sol.


Pedro. Y aquélla era su última oportunidad de huir o de enfrentarse a él y decidir su destino.


Juntos o separados.


En aquel momento, Pedro la vio. Se levantó y caminó hacia ella. Paula intentaba obligar a sus pies a moverse. Hacia delante, hacia atrás, hacia alguna parte. Pero no era capaz de dar un paso.


Pedro estaba ya suficientemente cerca como para reconocer su expresión de perplejidad.


—Hola —le dijo.


Paula susurró:
—Hola —sabía que no podía oírla, pero no era capaz de elevar la voz.


Pedro estaba ya a sólo un metro menos, a medio metro, a unos centímetros.


—¿Qué le ha pasado a tu avión? —preguntó Pedro.


—Los he obligado a pararlo antes de despegar.


—¿Por qué?


—Tenía que verte.


—Pues aquí estoy.


—Sí, aquí estás.


—¿Y ahora qué?


—Ahora creo que deberíamos besarnos.


Pedro posó las manos en sus caderas y la atrajo hacia él. La besó lenta, tímidamente, como si fuera un hombre que no sabía muy bien dónde estaba.


Y Paula se sintió como si acabara de llegar a casa.


Lejos de su casa de Phoenix, lejos de su trabajo, de su vida, de todo lo que conocía, se sentía como si por fin estuviera en casa.


Pedro interrumpió el beso.


—¿Y ahora qué? —preguntó.


—No sé —susurró Paula.


—¿Me amas?


Paula se sorprendió a sí misma al contestar sin vacilar:
—Sí.


—Yo también te amo —dijo Pedro, y la abrazó.


Paula no había sido consciente hasta entonces de lo mucho que anhelaba oír aquellas palabras otra vez.


—Supongo que tendremos que hacer algo al respecto —comentó Pedro.


Paula asintió. Tenía la garganta constreñida por una oleada de sentimientos inesperados.


—Si estamos enamorados, no podemos seguir peleándonos, ¿verdad? —preguntó Pedro.


De la garganta de Paula brotó entonces una carcajada.


—En realidad, creo que sí.


—Pero no deberíamos.


—No, deberíamos intentar llevarnos bien.


—Durante unos días, hemos hecho un buen trabajo en ese sentido —dijo Pedro, sonriendo.


—Y creo que deberíamos intentar hacerlo otra vez.


—¿Durante toda nuestra vida? —preguntó Pedro.


Paula lo miró boquiabierta y Pedro le dirigió aquella sonrisa tan sexy con la que podía conseguir que cualquier mujer estuviera dispuesta a desnudarse ante él.


—¿Quieres casarte conmigo, Paula?


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no tuvo que pensárselo siquiera. Podía haber sido algo completamente inesperado, pero de pronto supo que aquélla era la pregunta que más deseaba oír.


—¿Estás seguro? —le preguntó.


Pedro, el eterno soltero, el hombre que hasta entonces había huido del matrimonio, no entendía lo que le estaba diciendo.


—Nunca he estado más seguro de algo, así que no me hagas más preguntas —la abrazó con fuerza—. Quiero una respuesta.


Por una vez, Paula se sintió obligada a responder a sus demandas. Y, por insensato que pareciera, sabía que sólo había una posible respuesta.


—Sí, quiero casarme contigo.


—Entonces será mejor que nos casemos rápido, antes de que cambies de opinión.


—¡No voy a cambiar de opinión!


Pero no tenía ningún inconveniente en celebrar una boda rápida. Ella siempre había pensado que, cuando se quería algo, había que ir inmediatamente a buscarlo.


—Y tengo intención de utilizar todos los recursos que tenga a mi alcance para tenerte satisfecha.


Le dio un beso dulce en los labios que dio paso a otro más apasionado y hambriento y Paula sonrió para sí. Le encantaba el concepto de satisfacción que tenía Pedro.


Una satisfacción que duraría toda una dulce y ardiente noche.



AS HOT AS IT GETS: CAPITULO 53




Paula odiaba los aviones de hélices. Podía ser una viajera avezada, pero estar sentada en un avión tan diminuto, oyendo el irritante ruido del motor y sentir todas y cada una de las turbulencias que sacudían aquel aparato le hacía desear ser capaz de permanecer siempre en el mismo lugar.


La azafata cerró la puerta del avión y comenzó a explicar todas las medidas de seguridad. Paula intentaba obligarse a escuchar las instrucciones que ya había oído infinidad de veces.


Pero estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para evitar mirar por la ventanilla las palmeras que se mecían, recortándose sobre un horizonte anaranjado. Cualquier cosa para evitar la tentación de quedarse. De pensar en darle a Pedro otra oportunidad.


Sería una locura.


Una insensatez.


Pero entonces, ¿por qué había una parte de ella que estaba deseando volver con Pedro prácticamente desde que había cruzado la puerta de la clínica? Porque en realidad, lo último que ella quería era volver a los brazos de Pedro. Sobre todo después de que el tiempo que habían pasado juntos les hubiera demostrado que no estaban hechos el uno para el otro.


Discusiones, peleas, encontronazos…


Hacer el amor, reír, hablar…


Pero no podía ponerse romántica en aquel momento. Tenía que recordar las cosas tal y como eran.


Pero cuando lo intentaba, no podía evitar concentrarse en lo bien que se sentía en los brazos de Pedro. En lo perfectamente que encajaban sus cuerpos, en cómo la había hecho reír más que nadie, en las largas conversaciones que mantenían durante las comidas, o cuando paseaban por la playa al amanecer, después de haber hecho el amor, y ella se sentía como si Pedro fuera su alma gemela.


No.


Si recordaba esas cosas, entonces también tenía que recordar las discusiones, la frustración, el hecho evidente de que los dos eran demasiado cabezotas como para ser algo más que amantes temporales.


Y, lo más importante, tenía que recordar que, hasta esa misma noche, Pedro no quería tener una relación seria con ella. Posiblemente lo ocurrido con Claudio había confundido sus sentimientos, pero, al día siguiente, una vez olvidado el peligro, Pedro volvería a ser el mujeriego de siempre.


Pero justo en ese momento, se acordó de su padre. Su padre que, en ese momento se dio cuenta, se parecía mucho a Pedro. Y Pedro era el primer hombre al que le había permitido ver quién era realmente ella, conocer aspectos de su personalidad que sólo su padre y su mejor amiga conocían.


Pedro podía ser el único hombre que había conocido que pudiera estar a la altura de su padre. Pero sabía que si le daba otra oportunidad, terminaría sufriendo otra vez.


Estaba segura.


El problema era esa duda gigante que parecía haberse instalado en su vientre y que se expandía por segundos, amenazando con subir hasta su garganta.


O quizá fuera el miedo a los aviones de hélices lo que la confundía. Sí, tenía que ser eso.


No.


Sí.


No.


El sonido del motor se hizo más intenso cuando el avión comenzó a rodar, preparándose para el despegue.


Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó de un salto.


—¡Espere! —se oyó gritar.


¿Pero qué demonios estaba haciendo?


La azafata, con expresión firme, se colocó frente a ella.


—¡Siéntese inmediatamente! Tiene que estar sentada para que podamos despegar.


—¡Tengo que salir de este avión! Es una emergencia.


Sonaba un poco dramático, pero sabía que no había otra manera de definir aquella fuerza incontrolable que la había obligado a levantarse de su asiento.


—Señora, espero que esto no sea una broma —dijo la azafata con expresión dubitativa.


—Hablo en serio. Por favor, pare el avión.


Los otros pasajeros contemplaban el espectáculo y comentaban entre ellos lo ocurrido. Un hombre que estaba sentado cerca de Paula intervino.


—Déjela salir para que podamos salir cuanto antes a Miami.


—Siéntese y veré lo que puedo hacer —dijo la azafata y se fue a hablar con el piloto.


Unos segundos después, volvió y le hizo un gesto a Paula justo en el momento en el que el avión se detenía. Le abrió la puerta y bajó de nuevo las escaleras para que Paula pudiera salir.


Con pies temblorosos, Paula bajo los destartalados peldaños de la escalera y, una vez en la pista, corrió hacia uno de los autobuses que estaba a punto de salir hacia el centro turístico.


Paula se sentó entre los pasajeros, algunos de los cuales debían de haber visto su precipitada salida del avión, a juzgar por las miradas de curiosidad. Paula evitó cualquier contacto visual e intento desenmarañar el revoltijo de pensamientos que ocupaba su cabeza.


¿Qué demonios estaba haciendo? Tenía miedo de contestar su propia pregunta, pero lo sabía. 


Necesitaba ver a Pedro una vez más. 


Necesitaba saber si realmente la amaba. 


Necesitaba saber si tenían alguna oportunidad de estar juntos.


Pero ¿y después qué? ¿Estaba preparada para el compromiso? ¿Para correr el riesgo más grande de su vida? No podía conocer la respuesta hasta que lo viera.


Cuando el autobús se detuvo frente a la puerta principal del centro turístico, Paula corrió hasta el vestíbulo de recepción. Saltándose la cola de huéspedes, se acercó a una de las empleadas y le dirigió una mirada suplicante.


—¿Dónde está Pedro Alfonso?


La mujer debió de reconocerla como la chica que estaba saliendo con Pedro, porque se acerco al mostrador y sonrió.


—No está en su despacho, pero estaba hace unos minutos. La he oído decir que se iba a dar un paseo.


—¿Un paseo?


—Sí, supongo que habrá ido hacia las playas del sur. Le gusta pasear por allí.


—Gracias, Celeste —contesto Paula, leyendo la tarjeta de la empleada.


Celeste le devolvió la sonrisa.


—Buena suerte. Todos pensamos que deberían estar juntos.


¿Todos? Paula enrojeció al comprender que Pedro y ella se habían convertido en pasto de cotilleos entre los empleados.


Se despidió de Celeste con un gesto y se dirigió hacia la playa.




AS HOT AS IT GETS: CAPITULO 52




Paula se pondría bien.


El doctor Collins había pronunciado aquellas palabras con absoluta naturalidad, como si la vida entera de Pedro no dependiera de ellas.


Paula permanecía pálida, inconsciente.


—¿La han drogado? —se atrevió a preguntar Pedro.


Collins asintió.


—Supongo que le han dado una dosis de Rohypnol. En ese caso, se despertará desorientada y no recordará lo que ha pasado mientras estaba drogada.


Pedro casi temía preguntar.


—¿Hay algún signo de abuso o malos tratos?


—Ninguno. Es una suerte que los haya encontrado antes de que hubiera ocurrido nada. Es posible que tenga algún arañazo o algún moretón, pero se pondrá bien.


Gracias a Dios.


—¿Cuándo se despertará?


El médico se encogió de hombros.


—Eso depende de cuándo le dieran la droga y de la cantidad que haya consumido.


—¿Es lo único que puede decirme?


—Sus constantes vitales son correctas, lo único que tiene es el corazón un poco acelerado. Supongo que podría despertarse en cualquier momento. Y es preferible que la dejemos dormir a que intentemos despertarla.


—Me gustaría llevarla a un lugar más cómodo.


—Por supuesto. Podemos llevarla en la camilla a mi consulta, para que pueda descansar allí hasta que se despierte.


Pedro miró por encima de la camilla al ayudante del médico, al que hasta entonces ni siquiera había visto. Estaba tan pendiente de Paula que el resto del mundo parecía haber desaparecido.


—Me gustaría quedarme con ella —dijo.


—¿Son amigos?


¿Cómo describir su relación con Paula? 


Oficialmente no eran una pareja, pero aun así, para él Paula era mucho más que una amiga. 


Habían sido amantes, definitivamente, pero aquélla le parecía una descripción triste y en absoluto adecuada.


—En realidad es mi novia —dijo por fin, inclinándose por la respuesta más sencilla.


El doctor Collins arqueó una ceja, probablemente pensando en la reputación de Pedro.


—Muy bien —le dijo—. Pero recuerde que necesitará algún tiempo para acostumbrarse y asumir lo ocurrido.


—Entendido.


Pedro siguió al médico y a su ayudante mientras llevaban a Paula en camilla hacia la clínica del centro. Los problemas médicos más serios los resolvían transportando en los pacientes en avión a Miami, pero las dolencias menores podían manejarlas en la isla, y el doctor Brian Collins era uno de los mejores. Pedro se sentía completamente seguro confiándole a Paula.


Pero eso no significaba que pretendiera apartarse de su lado.


La espiral de sentimientos que giraba en sus entrañas era como una versión reducida de la tormenta tropical que había sacudido la isla la semana anterior. El canto de los pájaros, el viento cálido que acariciaba su pelo, todo le parecía fuera de lugar estando Paula inmóvil en una camilla.


Una vez en la clínica, Pedro permaneció sentado al lado de Paula, observándola dormir.


Y en aquel silencio, por fin fue capaz de relajarse.


¿Qué podía significar todo aquello? Después de lo ocurrido, no podía imaginarse la vida sin ella. 


En los tensos momentos durante los que había temido por su vida, aquella idea se había abierto camino desde su subconsciente hasta obligarlo a aceptarla como verdad.


Amaba a Paula.


La deseaba más que a ninguna otra mujer de las que había conocido y quería tenerla a su lado.


En el espacio de unas horas, su vida entera parecía haberse puesto del revés y, por una vez en su vida, no quería volver a enderezarla.


Deseaba aquel torbellino de emociones, todo lo imprevisible, todas aquellas locuras que prometía una vida junto a Paula.


Lo deseaba más que nada en el mundo.


Y necesitaba saber si Paula también lo deseaba.


Cuando Paula abrió por fin los ojos y miró a su alrededor, Pedro sintió en su pecho el peso de la incertidumbre, combinado con el alivio de saber que estaba bien. Aquélla era la mujer de la que se había despedido para siempre unas horas atrás.


Paula pestañeó, se apoyó sobre los codos y se sentó en la camilla.


—¿Qué… qué ha pasado? —bajó la mirada hacia la camilla y hacia su ropa hecha jirones—. ¿Cómo es posible…? ¿Y dónde está Claudio?


—Es una larga historia.


Pedro, que se había levantado en cuanto la había visto abrir los ojos, se sentó a su lado en la camilla y le preguntó:
—¿Qué es lo que recuerdas?


—No lo sé. Tengo la sensación de haber estado durmiendo durante un año. ¿Qué estás haciendo aquí?


La hostilidad de su voz era inconfundible. 


Mientras Pedro acababa de tener una experiencia que había cambiado su vida, Paula había estado durmiendo. Para ella nada había cambiado.


—Claudio te drogó y te llevó a la selva, pero te hemos encontrado antes de que ocurriera nada.


Paula pareció buscar en su memoria algún recuerdo de lo ocurrido.


—El médico te ha examinado y ha dicho que seguramente te habían dado Rohypnol y que era posible que no recordaras nada de lo ocurrido durante el tiempo que has estado drogada. Llevas durmiendo un par de horas.


—Recuerdo que estaba con Claudio en la barra. Estábamos hablando… Y también me acuerdo de que mi bebida tenía un sabor extraño —abrió los ojos como platos al comprender lo que había pasado—. ¡Me ha drogado!


—Pero ahora estás bien. Y no ha pasado nada.


—He sido una completa idiota al confiar en él. Mi intuición me decía que había algo en él que no me gustaba.


—Era imposible que supieras lo que iba a hacer.


—Lo dejé con mi copa para ir al cuarto de baño. Así que tuvo una oportunidad perfecta para echarme cualquier cosa. Debería haber tenido más cuidado.


—Paula, deja de culparte por lo ocurrido. Claudio nos ha engañado a todos, incluso a mí. Era él el que dirigía la red de prostitución.


Paula abrió los ojos como platos.


—Vaya, me alegro de que hayas encontrado al culpable.


—Yo también.


Paula lo miró con expresión indescifrable. Pero por lo menos ya no había odio en su rostro.


—Gracias por haberme salvado. Supongo que no estoy acostumbrada a encontrarme en situaciones en las que me tienen que salvar.


—Y menos yo, ¿verdad?


Paula se levantó de la camilla, pero tuvo que agarrarse a ella para mantenerse en pie.


—¿Te encuentras bien?


—Sí —contestó. Y Pedro volvió a advertir la frialdad de su voz—. ¿Qué hora es? ¿Es demasiado tarde para que pueda irme a Miami?


—Hay otro vuelo esta noche, pero antes tenemos que hablar.


—Creo que ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos.


Pedro alargó la mano para tomar la suya.


—No todo —respondió.


—Si verme con Claudio, o verme en peligro, o cualquiera de esas cosas te ha hecho pensar que todavía me deseas, olvídalo.


Una bofetada en pleno rostro no le habría hecho más daño que aquellas palabras.


—Paula, sé lo que sientes por mí, o lo que crees que sientes por mí, ¿pero no podrías olvidar tu enfado durante unos minutos y escucharme?


—¿Ahora presumes de saber lo que siento?


—Eso ya lo has dejado suficientemente claro. Lo que quiero es dejar claro lo que yo siento. Te quiero —anunció antes de que pudiera interrumpirlo o de que entrara el médico.


Paula abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero por una vez, pareció quedarse sin habla. La hostilidad desapareció por completo de su rostro.


—Siento que todo este lío te haya confundido, Pedro —apartó la mano de la suya—, pero es imposible que hayas querido decir eso.


—Hablo en serio —le dijo—. ¿Por qué no te quedas otra semana conmigo y me dejas convencerte?


—No puedo. Tengo que volver a Phoenix, y además, reconozco un problema en cuanto lo veo —sonrió débilmente y se dirigió hacia la puerta—. ¿Tú y yo? Lo único que conseguimos cuando estamos juntos es buscarnos problemas.


Pedro se sentía como si la única posibilidad de encontrar la verdadera felicidad se le estuviera escurriendo entre los dedos. ¿Cómo se había permitido llegar a aquel estado de locura? ¿Cómo se había permitido enamorarse de Paula?


Una pregunta estúpida. Desde el primer momento, sabía que ella era la mujer más indicada para él. Ésa era la razón por la que había estado saboteando su relación desde el primer momento. Él no quería enamorarse de nadie.


—Entonces iré yo a Phoenix —dijo.


Paula sacudió la cabeza.


—No —su mirada se tornó dura como el granito—.Y lo digo en serio.


Y sin más, se dirigió hacia la puerta. El sonido de sus pasos sobre las baldosas del pasillo lo hacía sentirse a Pedro solo, vacío. Dos palabras, comprendió, que describían acertadamente lo que sería toda una vida sin Paula.