martes, 22 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 32

 


Paula separó su boca de la suya y gimió su nombre, mientras sus pezones se erguían en sus manos. Pedro le besó la barbilla y deslizó la lengua por su cuello.


Pedro —susurró entonces Paula—. Espera...


Pedro se detuvo con el corazón palpitante. Sí, necesitaban un preservativo. Probablemente eso era lo que Paula quería decirle. En alguna parte podría...


—No podemos hacer esto —musitó Paula.


Pedro alzó la cabeza para buscar sus ojos, para asegurarle que podían hacerlo. Pero la expresión de Paula lo dejó sin habla. Habría jurado que estaba arrepentida de lo ocurrido. Arrepentida.


—Podría estar casada.


Un dolor insoportable buscó cobijo en el pecho de Pedro.


—Pero no lo estás.


—No lo sabemos.


—Entonces no lo estás.


Pestañeando para apartar las lágrimas de sus ojos, Paula se estrechó contra él y le dio un beso en la mejilla.


—Tengo que averiguarlo —musitó.


Pedro cerró los ojos y apoyó su frente en la de Paula. No podía, no quería dejarla marchar. Paula posó las manos en las de Pedro, que todavía descansaban en sus senos.


—Lo siento. Sé que no debería haberte devuelto el beso.


Pedro respiró hondo, aspirando todo el oxígeno que necesitaba, y la soltó. Se levantó lentamente, temblando como si acabara de meter los dedos en un enchufe, se pasó la mano por el pelo y se acercó a la ventana, frente a la que permaneció con la mirada perdida en la oscuridad del exterior.


Poco a poco, iba recuperando la razón, y de la forma más dolorosa. Por mucho que odiara enfrentarse a ello, Paula había hecho bien al detenerlo. Era posible que estuviera casada. Que estuviera casada con otro hombre del que podía estar enamorada, aunque no fuera capaz de recordarlo. Incluso era posible que tuviera hijos, una familia.


Su situación se complicaba cada vez más. Pedro deseaba romper algo, darle un puñetazo a la pared, gritar, vociferar.


Y, sobre todo, hacer el amor con ella.


¿Qué diablos le estaba ocurriendo? Tenía ante él la vida que siempre había deseado. Estaba satisfecho de su éxito profesional y le agradaba vivir en Sugar Falls. No necesitaba para nada a Paula Flowers, si es que era aquél su verdadero nombre. No tenía ninguna necesidad de ella.


Pero el caso era que la sentía.


Se volvió hacia ella y descubrió que se había levantado y estaba cerca de la puerta. A Pedro le dio un vuelco el corazón. Se estaba preparando para marcharse.


—Si ahora prefieres llevarme a un hotel, lo comprenderé.


—Si crees que voy a permitir que te vayas a algún lugar que no sea la habitación de al lado —contestó con voz ronca—, es que no has comprendido nada en absoluto —se acercó hacia ella, deseando estrecharla entre sus brazos—. ¿Cuánto tiempo crees que te durará el dinero si te vas a un hotel?


—No mucho —admitió—. ¿Podrías considerar la posibilidad de darme un préstamo? Te lo devolveré con intereses. Es posible que me lleve algún tiempo, pero...


—Te daré todo el dinero que necesites —le prometió, anulando la escasa distancia que los separaba—, pero no quiero que te quedes en un hotel —apoyó el brazo contra la pared, muy cerca de donde ella estaba—. Quédate aquí, Paula. Puedes quedarte en la habitación que tengo para los invitados.


—No puedo quedarme en Sugar Falls si no tengo trabajo, y en cuanto se empiece a extender el rumor de que Laura me ha echado, dudo que nadie quiera contratarme. Hoy nos ha visto juntos mucha gente, y no tengo referencias de otros trabajos para demostrar que se puede confiar en mí. Ni siquiera tengo cartilla de la seguridad social.


Pedro comprendió entonces por qué le daba tanto valor al trabajo que tenía en casa de Laura. Y se dio cuenta de lo difícil que sería para ella encontrar trabajo en Sugar Falls. Al día siguiente, la gente que podría haberse permitido el lujo de contratarla le cerraría todas las puertas. Como le había ocurrido a él cuando era un adolescente...


—Conozco a alguien que podría necesitar ayuda en casa.


—¿Quién es?


—Yo.


—No, tú no necesitas a nadie.


—Mira a tu alrededor. Tengo cajas y muebles empaquetados por todas las habitaciones. Hace tres meses que me he mudado y todavía no he tenido tiempo de sacar todas mis cosas. Tengo un horario muy apretado —pero la verdad era que no había sentido la necesidad de sacar nada más de lo que iba a utilizar—. No cocino mucho, me alimento a base de embutido y comidas rápidas. Eso es suficiente para matar a alguien. Me salvarías la vida si aceptaras trabajar para mí.


—¿De verdad quieres que me quede a trabajar aquí? —preguntó Paula esperanzada.


—Sí —en realidad esperaba de ella mucho más que eso.


Cuando sus miradas se encontraron, Paula preguntó de nuevo en un susurro:—¿Crees que será una decisión inteligente?


—No.


Paula se sonrojó y desvió la mirada. Pedro casi podía leer sus pensamientos mientras ella daba vueltas a las alternativas que le quedaban y decidió interrumpir el proceso haciéndola volverse hacia él.


—Jamás te presionaré a hacer nada que no quieras —le juró—. No puedo decir que no te deseo, ni que no voy a pensar en besarte cada vez que estés cerca de mí...


—Y yo no puedo asegurarte que vaya a encontrar siempre la fuerza de voluntad suficiente para detenerte.


Pedro tomó aire, batallando contra la necesidad de volver a besarla. Tenía que mantener la cabeza fría. No podía aprovecharse de su vulnerabilidad.


—Tendremos que averiguar quién eres. No podemos limitarnos simplemente a esperar que algún día recuperes la memoria.


—Tengo un plan que podría ayudarme a recuperar algunos recuerdos.


—¿Qué plan?


—He pensado volver a Denver, al escenario del accidente, y dar un paseo por allí. Quizá acuda a mi mente algún recuerdo.


—Te llevaré allí cuando decidas que estás preparada. Y si no consigues recordar nada importante, alquilaré un detective privado. Siempre y cuando tú lo apruebes, claro está.


—¿Un detective privado? Eso tiene que costar una fortuna.


—Yo lo pagaré.


—Oh, Pedro —enmarcó su rostro con las manos—. Ya has hecho demasiado por mí. Me siento culpable por todo lo que te estoy haciendo. Primero te beso y luego te obligo a apartarte... Aceptaré el trabajo que me ofreces, pero...


—¿Estás aceptando?


—Supongo que sí.


Pedro sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa.


Y aunque sabía que no debería hacerlo, Pedro recibió la noticia con un enorme abrazo. Y a ella no pareció importarle en absoluto.


—Voy a sacar tu maletín del coche —dijo Pedro entusiasmado—. Puedes quedarte en la habitación de invitados. Aunque no hay nada más que una cama y varias cajas cerradas.


—Será perfecto. Gracias, Pedro, por todo lo que estás haciendo por mí.


—Y, como médico, puedo hacer algo más.


Paula lo miró con expresión interrogante.


—Le preguntaste a mi enfermera si podría decirte si alguna vez habías sido madre —le apartó un mechón de pelo de la cara—. Podría hacerlo, Paula. Podría hacerlo y decírtelo esta misma noche.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 31

 


El fuego crepitaba en la chimenea mientras ambos descansaban sobre los cojines que Pedro tenía esparcidos por la alfombra. Acababan de terminar los sándwiches que Pedro había preparado, con un estupendo pan casero y estaban disfrutando de sendas copas de vino.


Paula le había contado todo lo que recordaba, incluida su certeza de que alguien la perseguía antes del accidente.


—Así que mentiste a los médicos del hospital —resumió Pedro—. Les dijiste que habías recuperado la memoria porque tenías miedo de que te retuvieran allí y dieran a conocer la noticia sobre tu amnesia.


—Exacto. Temía que la persona que estaba persiguiéndome pudiera encontrarme y... —un relámpago de miedo oscureció su mirada—. Tenía una sensación muy fuerte de estar en peligro. Quería alejarme de allí sin dejar pistas.


—Y por eso no querías que ni yo ni nadie nos enteráramos de lo de tu amnesia. Temías que la noticia llegara a oídos de alguien que pudiera hacerte daño.


—Ésa era una de las razones, y la otra que la gente no confía en una desconocida que dice tener amnesia. Le oí decir al marido de Ana que no me creía. No podía arriesgarme a que todo el mundo sospechara de mí, de esa forma no habría podido encontrar trabajo.


Pedro la miró con atención durante un largo rato.


—Sueñas con ello, ¿verdad? —le preguntó suavemente—. Sueñas que alguien te persigue, quiero decir.


Paula lo miró sorprendida.


—Sí, ¿cómo lo sabes?


Pedro se encogió de hombros.


—Me lo he imaginado. Esta tarde has tenido una pesadilla.


—¿De verdad? —apenas podía creerlo—. Normalmente me despierto cuando tengo una pesadilla.


—Y probablemente también te habría ocurrido esta vez —repuso Pedro—, si no te hubiera abrazado —su voz estaba teñida de la misma sensualidad que suavizaba su mirada—. Tu miedo puede ser una reacción al accidente, Paula, pero si realmente hay algún motivo para que lo sientas, te prometo que no dejaré que nadie te haga daño.


Aquella disposición la conmovió profundamente, pero al mismo tiempo, le produjo ansiedad. Ya había conseguido convencerlo de que no llamara a las autoridades para informar de su amnesia. Tendría que recordarle nuevamente su promesa de no intervenir.


Le preocupaba no sólo por sí misma, sino también por él. Temía que pudieran hacerle daño. Cualquier hombre que pretendiera ayudarla podía salir herido. Lo sabía con una certeza que la asustaba.


—Probablemente el miedo sea infundado —le aseguró con toda la convicción de la que fue capaz—, pero preferiría esperar a recuperar algunos recuerdos, antes de dar a conocer mi amnesia — fijó la mirada en la copa de vino—. No estoy preparada para que aparezca de pronto un desconocido... y me reclame.


—Te reclame... —repitió Pedro. Sus miradas volvieron a encontrarse—. Dios mío, podrías estar casada.


Paula asintió lentamente.


—Pero no llevabas alianza de matrimonio —añadió Pedro.


—No, no llevaba alianza.


—Y has dicho que Ana intentó enterarse de si había alguna denuncia sobre tu desaparición y no descubrió nada.


—Así es.


—Si estuvieras casada —razonó en voz alta—, tu marido habría informado de tu desaparición. Y se supone que tú llevarías una alianza... —tensó la mandíbula—. No creo que estés casada.


—Probablemente no.


Probablemente no. Pedro se sentó, la miró atentamente y soltó una maldición. Dejó su copa de vino a un lado y se volvió hacia el fuego.


—¿Estás segura de que no recuerdas nada, Paula?


—Nada en absoluto.


Pedro la miró entonces de reojo, con una repentina desconfianza.


—¿Ni siquiera a Mauro?


—¿Mauro?


—Dijiste ese nombre en sueños.


—¿De verdad? ¿Dije Mauro? —dejó la copa de vino en la repisa de la chimenea, mientras intentaba controlar su pulso acelerado. ¡Por fin tenía una pista! Una pista que podía abrir la puerta a nuevos recuerdos—. Mauro —repitió, buscando en su mente algún resquicio de reconocimiento.


Pero no lo encontró.


—¿Y cómo lo dije? —preguntó, frustrada por su incapacidad para recordar—. ¿Parecía asustada, aliviada o...?


—Simplemente lo dijiste —la miró sombrío—. Has gemido, has sollozado un poco y después has susurrado ese nombre.


Paula volvió a intentar ponerle un rostro a aquel nombre.


—No lo recuerdo —volvió a decir desilusionada—. Pero si he soñado con él, ¿por qué no puedo recordarlo?


Pedro soltó un bufido que podría haber pasado por una risa.


—Aquí estás, intentando poner en funcionamiento tu cerebro mientras yo casi deseo que no lo hagas. Sé que es una locura, y muy egoísta por mi parte, pero quien quiera que sea ese Mauro, no me apetece verlo ni en pintura. Te deseo, Paula —añadió en un ronco susurro—. Maldita sea, te deseo.


Y ella también lo deseaba.


Pedro lo leyó en sus ojos y, antes de que la razón pudiera detenerlo, la besó. Paula abrió sus labios para él, unos labios dulces y lujuriosos, y Pedro reencontró el sabor que había estado ansiando desde su último beso.


Entregado ya a la pasión, moldeó el cuerpo de la joven contra el suyo, desde los senos hasta los muslos, pero todavía no conseguía saciar su sed. Sus manos buscaban cada una de sus curvas, llenándose de la exquisita suavidad de su piel.


Paula gemía y se movía contra él de tal manera que Pedro era presa de una excitación como no la había sentido en su vida. Jamás había deseado tanto con aquella urgencia. Nunca había besado a nadie impulsado por una necesidad como aquélla.


Descubrió sus senos bajo la camisa, atrapados por el bañador. Impaciente, bajó el escote y llenó sus manos de aquella sedosa perfección.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 30

 


Para el momento en el que Paula había abierto su puerta, él ya había cruzado el patio de la casa y subía a toda velocidad los escalones que conducían a la pintoresca cabaña de madera en la que al parecer vivía.


Había caído ya la noche y con ella las altas temperaturas del día. Paula salió del coche y lo siguió temblando.


—¡Pedro! —gritó—. Por favor, espera.


Pedro se detuvo en el porche y la miró en silencio.


—No puedo aceptar tu coche, ni tu tarjeta de crédito.


—¿Por qué no? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Para empezar, no puedo conducir —se abrazó a sí misma, intentando entrar en calor—. No tengo carné.


—¿Qué? —preguntó incrédulo.


—Y dudo que me dejen usar tu tarjeta de crédito, porque no dispongo de ningún tipo de identificación.


Pedro la miró fijamente.


Paula subió los escalones que los separaban y le tendió la tarjeta y las llaves.


Pero, en vez de tomarlas, Pedro le tomó la mano y lenta, pero insistentemente, la empujó hacia él y la recibió con un cálido abrazo. Suspirando frustrado, apoyó la barbilla en la sien de la joven.


—Tú tenías razón —admitió Paula, perdiendo repentinamente el temor a confiar en él. Pedro había estado dispuesto a permitir que se marchara. No sabía por qué, pero el caso era que el saberlo le hacía sentirse libre. Saber que Pedro le permitiría marcharse había puesto fin a la incomodidad que anidaba en su interior desde que había descubierto que la deseaba—. Te mentí.


Pedro no dijo nada, ni siquiera se movió. Se limitó a continuar abrazándola.


—Pero antes de decirte la verdad, quiero que me prometas algo —se separó ligeramente de él, pero sólo para poder mirarlo a los ojos—. Prométeme que no harás nada al respecto. Nada en absoluto. Dejarás el asunto completamente en mis manos.


Pedro la miró con el ceño fruncido, como si quisiera negarse a aceptarlo. Al cabo de unos segundos, contestó poco convencido:—De acuerdo, te lo prometo.


—¿Con la mano en el corazón?


A los ojos de Pedro asomó una sonrisa.


—No me presiones.


Paula sintió un alivio inmenso en su corazón.


—Te dije que no había sufrido ninguna pérdida de memoria tras el accidente —comenzó a decir—, pero no es cierto. La he sufrido, y bastante grave. Eh... en realidad no soy capaz de recordar nada sobre mi pasado —tragó saliva, invadida por una repentina oleada de tristeza—. No sé quién soy.