sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 20

 

Al verle admitir lo intenso que era su deseo, Paula dejó de preocuparse tanto por ese arranque incontrolable de lujuria que parecía haberse apoderado de ella. No era propio de ella desear tanto a un hombre. Era toda una sorpresa, pero no era desagradable. Había algo mágico en la idea de hacer el amor con la idea de concebir un bebé. Era mucho mejor que lo que había estado haciendo en la clínica.


–Ya te lo estás pensando de nuevo –le dijo Pedro con suavidad–. Tienes que dejar de hacer eso, Paula. Céntrate en lo que estoy haciendo, y ya está.


No tenía que decírselo dos veces.


Le abrió la parte superior del pijama, dejándole los pechos al descubierto.


–Eres tan hermosa –murmuró, agarrándole el pecho de la izquierda y llevándose el pezón a los labios.


Pero no se lo chupó como solían hacer otros, como si se estuvieran bebiendo su cerveza favorita a través de una pajita que resultaba demasiado pequeña. Al principio no se lo chupó en absoluto, sino que empezó a lamerlo, lenta, lascivamente, hasta hacerla gemir de frustración. Se lo mordisqueó, lo atrapó entre dos dientes y tiró de él, lanzando una descarga de placer que la atravesó de un lado a otro. Cuando volvió a hacerlo, ella se echó hacia un lado, sacándole el pezón caliente de entre los labios. Habría protestado de nuevo si él no la hubiera acorralado contra la almohada. La hizo callar con un beso; nada que ver con el beso que le había dado antes. Fue un beso duro y hambriento; un beso que borró todos sus pensamientos a una velocidad vertiginosa. No paró de besarla hasta dejarla embelesada, hechizada. Le quitó la ropa lentamente y empezó a hacerle todas esas cosas que tanto había imaginado.


Pero esa vez era de verdad… Estaba allí tumbada, con los brazos y las piernas extendidos, mientras él besaba cada rincón de su cuerpo. Ella gimió de placer, gruñó cada vez que él se detenía, siempre que estaba a punto de alcanzar el clímax. Era una loca mezcla de placer y agonía.


–Oh, por favor –le dijo, suplicándole, cuando él dejó su hinchado clítoris una vez más.


–Paciencia, Paula.


Ella masculló un juramento.


–Muy pronto, cariño –le dijo él, sonriente.


Se incorporó, salió de entre sus piernas y fue a tumbarse junto a ella, apoyándose en un hombro.


–Confía en mí –le dijo, dándole un beso en los labios.


Se incorporó de nuevo y se quitó los bóxer negros que llevaba, dejando al descubierto una formidable erección; grande y gruesa. Paula no podía dejar de mirar su miembro excitado, erecto.


Cuando se tumbó a su lado, no pudo resistir el impulso de tocarle. Esa era la clase de respuesta que Pedro había esperado suscitar en ella. Quería que se olvidara de los bebés durante un rato y que disfrutara del sexo solamente.


Era eso lo que había planeado cuando le había pedido que fuera a verle a Darwin una semana antes. Había pensado que le llevaría tiempo seducir a Paula totalmente, que le iba a costar mucho hacerla entrar en ese estado mental erótico. Sin embargo, parecía que iba a conseguir su propósito mucho antes de lo esperado. Ella no estaba pensando en nada que no fuera sexo en ese momento.


Pedro sabía que debía detenerla, pero no podía. Las yemas de sus dedos eran como alas de mariposa sobre su miembro erecto. Nunca antes le habían tocado así; con tanta dulzura y sensualidad al mismo tiempo. Sus caricias le llevaron al borde del precipicio. Estar con Paula estaba poniendo a prueba toda su fuerza de voluntad. Ya había durado demasiado y apenas podía aguantar más…


–Ya basta, Paula –le dijo, extendiendo la mano y haciéndola detenerse–. Soy humano, ¿sabes? –añadió con una sonrisa suave cuando ella levantó la vista hacia él.


Paula apenas podía creerse que hubiera sido capaz de tocarle así. Le había encantado… Le había encantado sentirle entre los dedos, tan duro y tan suave a la vez. De repente, cuando Pedro le apartó la mano, pensó que quizá podría hacer con los labios lo que había estado haciendo con la mano… Un pensamiento sorprendente, sobre todo porque no tenía experiencia en esa clase de preliminares. Había probado un par de veces. A los hombres les encantaba, pero a ella nunca le había hecho mucha gracia. Jamás había imaginado que pudiera llegar a disfrutarlo, o a excitarse con ello. Sospechaba, no obstante, que hacérselo a Pedro sería completamente distinto. Y también lo sería tenerle dentro.


Una ola de deseo la sacudió por dentro.


–¿Qué pasa? –le preguntó él–. ¿Qué sucede?


–Hazme el amor –le dijo en un tono suplicante.


Mirándola fijamente, se puso entre sus piernas.


–Levanta las rodillas –le dijo–. Apoya los talones en la cama.


Con el estómago agarrotado, Paula hizo lo que le pedía. El corazón le latía locamente.


La penetró con suavidad y sutileza, pero ella no pudo evitar contener el aliento y soltarlo de golpe.


Él no se detuvo. Empujó más y más hasta llenarla por completo. La agarró de los tobillos y le puso las piernas alrededor de su cintura. De esa forma, pudo llegar mucho más adentro.


Paula estaba deseando que empezara a moverse… Al ver que no lo hacía, decidió tomar la iniciativa. Levantó las caderas de la cama. Pedro casi perdió el control… De repente se vio invadido por una necesidad imperiosa de hacerla suya brutalmente, como un cavernícola, sin más prolegómenos.


Empezó a moverse casi de forma involuntaria, con vigor, casi con violencia, adelante y atrás. Ella se movía con él, abrazándole sin piedad.


Pedro apretó los dientes, intentando resistirse al aluvión de sensaciones que amenazaban con lanzarle por el borde del precipicio. Desesperado, la agarró de las caderas y la sujetó con una fuerza brutal, tratando de ralentizar las cosas un poco… Pero ya era imposible. No podría durar mucho más. No podría…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 19

 


CUANDO los dedos de Pedro entraron en contacto con su frente, Paula se puso tensa. Cuando se enredaron en su pelo, apretó los dientes. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no gritar, pero finalmente lo consiguió.


Su madre solía acariciarle la cabeza cuando era pequeña y estaba enferma. El tacto de su mano era suave, la calmaba… El roce de las manos de Pedro también era suave, pero no tenía ese mismo efecto relajante, porque estaba demasiado rígida. No. No estaba rígida; estaba excitada… Era imposible relajarse teniendo los pezones duros como piedras, con un cosquilleo insoportable. En cuestión de segundos, ya no deseaba que le tocara la cabeza, sino otras partes de su cuerpo. Los pechos. El abdomen. Los muslos. El dolor de cabeza casi se le había quitado y había sido sustituido por un deseo arrebatador que resultaba tan exuberante y decadente como la lujosa habitación en la que estaba. Paula apenas podía entender lo mucho que deseaba que Pedro le quitara la ropa. Ya no le importaba si él pensaba que tenía los pechos demasiado pequeños. Quería sentir sus manos sobre ellos.


Su boca… Si hubiera tenido agallas, le habría dicho lo que deseaba. Pero ella nunca había sido atrevida en la cama. Al mismo tiempo, no obstante, sentía que tenía que decir algo, cualquier cosa… Algo con lo que pudiera darle a entender que podía seguir adelante…


–Se me ha quitado el dolor.


Pedro se detuvo. Paula abrió los ojos, a ver si así entendía lo que estaba pensando.


No tuvo mucho éxito… Debería haber sabido que no podría leerle la mente. Pedro nunca había sido un libro abierto precisamente.


–A lo mejor debería volver a mi habitación –le dijo, intentando que no se le notara la angustia.


Pedro soltó el aliento con exasperación.


–Creí haberte dicho que no le dieras tantas vueltas a las cosas. Quédate donde estás, Paula.


–¿Me quedo?


–Sí. Deseas esto tanto como yo. Si no fuera así, no te habrías quedado. Me habrías mandado al infierno, y habrías vuelto a tu habitación. Te conozco lo bastante como para saber que eres muy testaruda. Nunca haces nada que no quieras hacer. Quieres que te haga el amor, Paula, así que…. ¿Por qué no lo admites de una vez?


Ella le fulminó con la mirada.


–Supongo que no tiene sentido hacerte esperar –le dijo con desdén–. No si estás tan desesperado. Ya casi es mañana… Pero tampoco te vayas a creer que lo estoy deseando como una loca.


Él sonrió.


–Ya veremos, Paula. Ya veremos…


Paula trató de pensar en algo inteligente y mordaz, pero el cerebro se le había bloqueado por completo nada más sentir su mano sobre el botón superior del pijama. Contuvo la respiración mientras él se lo desabrochaba. Por suerte no la estaba mirando a la cara y no podía ver su expresión de estupefacción. Lentamente Pedro fue por el siguiente botón, y después por el siguiente… hasta abrirle los cinco botones… Para cuando terminó de abrirle la parte superior del pijama, ella apenas podía respirar. Trató de recobrar el aliento… Él levantó la vista.


–¿Quieres que pare?


Ella sacudió la cabeza.


–Bien –dijo él–. Porque creo que no podría.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 18

 


Pedro seguía sentado en la cama, viendo la televisión. Eran las once y cuarto. Estaba viendo un documental que en otras circunstancias le hubiera resultado muy interesante. Pero su mente no hacía más que divagar. La única razón por la que tenía la televisión encendida era que no podía dormir. No podía dejar de pensar en Paula.


Se arrepentía de haber pospuesto lo de hacer el amor hasta el día siguiente. Su deseo no había hecho más que crecer con cada minuto que pasaba a su lado. Incluso cuando ella se ponía respondona o arisca, la deseaba. En realidad, cuanto más respondona y arisca se ponía, más la deseaba. Todo era muy retorcido. No podía esperar hasta el día siguiente. Pero no tendría más remedio que hacerlo. No podía irrumpir en su dormitorio a esa hora y pedirle que cumpliera con el trato, sobre todo porque debía de estar profundamente dormida.


La cena había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Paula le había dicho que estaba agotada y él la había escuchado en la ducha mientras recogía la cocina, sometido a un bombardeo constante de imágenes de ella, bajo el chorro de agua caliente que corría por sus hombros, su espalda… La imagen no tardó en convertirse en una fantasía sexual. En su mente podía verla dándose la vuelta, de forma que el agua le caía sobre la cara. Echaba atrás la cabeza y arqueaba la espalda, sus pechos quedaban bajo el chorro… De repente contenía el aliento cuando el agua le caía sobre los pezones duros.


Pero en el sueño no estaba sola. Él estaba allí con ella, justo detrás, observándola y esperando. No por mucho tiempo. Ella le daría una pastilla de jabón y le diría que la lavara. Y él lo haría, lentamente. Era delicioso, decadente… Era maravilloso oírla gemir, abrir las piernas, invitarle a entrar.


Desafortunadamente ella había cerrado el grifo en ese preciso instante, interrumpiendo así la fantasía.


Pedro se dio una ducha de agua fría. Necesitaba espabilarse. Pero el efecto no le duró mucho… Al meterse en la cama, poco después de las ocho y media, pensó en hacer algo al respecto… pero entonces abandonó la idea al recordar que Paula necesitaba lo mejor de él, no un compañero sexual.


Necesitaba lo mejor de él, o de cualquiera. Cualquiera le valía. No tenía sentido fingir que era especial para ella. Era una estupidez molestarse por ello. El ego masculino no tenía sentido alguno.


De repente alguien llamó a su puerta. El corazón casi se le salió del pecho. Era absurdo. Solo podía ser ella.


–Entra –le dijo–. Estoy despierto todavía –añadió, aunque no era necesario.


Podía ver la luz por debajo de la puerta, y oír la televisión. De no haber sido así, no hubiera llamado. Durante una fracción de segundo, Pedro se dejó llevar por otra fantasía, una en la que ella no era capaz de dormir y había ido a seducirle vestida con un camisón muy provocativo.


Pero ese sueño no duró mucho. La puerta se abrió y ella apareció vestida con la ropa menos sensual que podía imaginarse. No era que ese pijama de lunares rosa fuera feo, pero en la oscuridad de la noche, con la cara limpia y el pelo recogido en una coleta, parecía aquella chica de dieciséis años que recordaba.


–Siento molestarte, Pedro –le dijo, algo avergonzada–. Pero me he despertado con un terrible dolor de cabeza. He buscado en todos los armarios del baño, y en la cocina, pero no encuentro analgésicos.


–¿En serio? Pensaba que había guardado unos cuantos en el armario que está encima de la nevera.


–Oh, no miré en ese. Estaba demasiado alto.


–No importa. Tengo más en el armario de mi cuarto de baño. Voy a buscarlos.


Paula se puso tensa cuando él se quitó las sábanas con las que estaba tapado, temerosa de encontrárselo desnudo. Parecía desnudo, apoyado contra una montaña de almohadas. Por lo menos no llevaba nada de cintura para arriba. Afortunadamente, por abajo sí que llevaba unos bóxer negros de cintura baja.


–¿Qué necesitas? –le dijo por encima del hombro, yendo hacia el cuarto de baño–. ¿Paracetamol o algo más fuerte?


–Algo que no tenga codeína. Me da ganas de vomitar.


–Entonces paracetamol –le dijo al volver, con dos tabletas en una mano y un vaso de agua en la otra–. Bébete toda el agua –añadió, dándoselo todo–. El vuelo y el alcohol deben de haberte dejado deshidratada.


Paula le obedeció, mirando la televisión mientras bebía el agua. Era mejor que mirarlo a él.


–Gracias –le dijo finalmente, devolviéndole el vaso–. Siento haberte molestado.


–No es ninguna molestia. No. No te vayas –añadió de una forma un tanto abrupta cuando ella dio media vuelta–. Quédate a ver la televisión un rato conmigo. Hasta que se te pase el dolor.


Paula no pudo sino admitir que se sentía tentada. Se volvió hacia él y entonces miró la televisión.


–¿Podemos ver algo que no sea sobre pesca?


–Claro. Toma el mando. Hay un montón de canales para elegir.


–¿Pero dónde me siento?


Había un sofá de dos plazas contra la pared, pero estaba justo debajo de la televisión.


–A mi lado, en la cama. Claro.


Ella se lo quedó mirando, sabiendo muy bien lo que pasaría si se acostaba en esa cama.


–Te prometo que no te tocaré, Paula –le dijo, mirándola fijamente–. A menos que quieras que lo haga.


Paula sacudió la cabeza lentamente.


–Ya no sé lo que quiero.


–Eso es porque piensas demasiado en todo. Es hora de dejar que la naturaleza siga su curso. Me encuentras atractivo, ¿no?


Ella le miró de arriba abajo una vez más.


–Sí –le dijo, casi ahogándose.


–¿Y te gustó que te besara antes?


–Sí.


–¿Qué tal el dolor ahora?


–¿Qué? Oh, eh, mejor.


–En unos diez minutos te sentirás muchísimo mejor, sobre todo si te acuestas en mi cómoda cama y me dejas que te acaricie el pelo.


–Acaríciame el pelo –repitió ella automáticamente.


Un escalofrío de lo más erótico le recorrió la espalda.


–Tendrás que soltarte esa coleta, claro. Espera… Ya lo hago yo.


Se puso detrás de ella y le quitó el coletero, soltándole el cabello sobre los hombros.


–Así –añadió. La llevó a la cama y echó atrás las mantas.


De repente la tomó en brazos.


Paula contuvo el aliento. El movimiento había sido tan repentino.


Automáticamente levantó los brazos y le rodeó el cuello, parpadeando, mirándolo a los ojos.


–Siempre he querido hacer que el mundo se tambaleara bajo tus pies – le dijo en un tono irónico–. Y no digas nada sarcástico ahora, Paula, por favor. Sé que lo estás deseando. Lo veo en tus ojos. Pero no es momento de echar un pulso. Es momento de que confíes en mí.


Paula pensó en lo extraña que era la situación. Frunció el ceño.


–Todavía te está molestando el dolor de cabeza, ¿no? –le preguntó él, dejándola sobre la cama–. Creo que, dadas las circunstancias… –rodeó la cama y se acostó a su lado–. Ver la televisión no es buena idea –agarró el mando y apagó el aparato–. Lo que necesitas es cerrar los ojos y relajarte.


Se inclinó sobre ella y vio que todavía tenía los ojos abiertos.


–Paula Chaves, tienes un problema con la autoridad, ¿no? ¡Cierra los ojos!


En otra época, probablemente le hubiera aguijoneado con su incisiva ironía, pero en ese momento estaba demasiado nerviosa y preocupada como para mantener su nivel de sarcasmo habitual. Además, estaba demasiado excitada, deseando que él la tocara, aunque solo fuera una caricia en la cabeza. Las cosas no iban a terminar ahí. De eso estaba segura.


Cerró los ojos, contuvo la respiración, esperó con emoción a que empezara el juego de seducción…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 17

 


Julia Chaves, preocupada, agarró el teléfono en cuanto empezó a sonar.


En cuanto vio el número de su hija en la pantalla, sintió un gran alivio. Había pasado toda la tarde angustiada, en la peluquería. A Paula nunca le había gustado montar en avión, y no la había llamado al llegar.


–Hola, mamá –le dijo Paula antes de que pudiera decir nada–. Tranquilízate. El avión no se cayó y ya estoy en el hotel, sana y salva.


–Ojalá me hubieras llamado desde el aeropuerto –dijo Julia sin más–. Estaba muy preocupada.


Nada más decirlo, se arrepintió. No le gustaban las madres que les hablaban a sus hijos como si fueran niños. Eso los ponía en una situación penosa.


Paula reprimió un suspiro.


–Lo siento. Quería llegar al hotel antes de llamarte.


–Más lo siento yo, cariño. Te has ido a descansar y mírame… Ya te estoy haciendo sentir culpable. Te prometo que no te fastidiaré más. Y no tienes que llamarme todo el tiempo. Pero, sí, sí que me gustaría saber algo del hotel. ¿Es bonita la habitación?


Paula se sentó en uno de esos enormes sofás de cuero negro. Era tan suave y confortable.


–Mucho –dijo, recostándose–. Tiene todas las comodidades y vistas al puerto.


–No me dijiste cuánto te costó.


Paula hizo una mueca, pensando en todas las mentiras que estaba diciendo. Las cosas podían llegar a complicarse mucho.


–En realidad, no solo reservé una habitación, mamá. Es un apartamento.


–¡Dios mío! Tú no sueles ser tan derrochadora, Paula, a menos que se trate de ropa. No es que me queje… No. Te mereces darte algún capricho después de todo lo que has pasado.


En ese preciso momento, Pedro entró en el salón, con una copa de vino blanco en la mano. Se la dio. Ella le dio las gracias moviendo los labios y se llevó la copa a la boca. De repente tenía la sensación de que iba a necesitar una copa o dos antes de que terminara el día.


–Tendrás que mandarme alguna foto –le dijo su madre.


Paula bebió un sorbo de ese vino frío y exquisito y trató de pensar cómo podría evitar tener que mandarle fotos. A lo mejor podía enviarle alguna de las vistas, de la habitación de invitados, del cuarto de baño… Pero no en ese momento.


–Te las mando mañana, ¿de acuerdo? Estoy exhausta. Solo quiero darme una ducha e irme a dormir.


–¿Y no vas a comer nada?


–No me moriré de hambre, mamá. Hay comida en la cocina –le dijo. Y era cierto. Pedro le había enseñado la alacena, que iba desde el suelo al techo–. Incluso hay una botella de vino blanco en el frigorífico.


Levantó su copa e hizo el gesto de un brindis, mirando a Pedro. Él se había sentado a su lado. Le devolvió la sonrisa y estiró los brazos por encima del sofá. Estaba increíblemente sexy.


Apartó la vista bruscamente y se concentró en la conversación con su madre.


–Bueno, ¿cómo te las has arreglado sin mí hoy?


–Bien. Aunque ninguna de las chicas tiene mucha maña con los tintes. Sospecho que muchos de tus clientes van a esperar a que regreses para teñirse. De todos modos, solo vas a estar fuera diez días. No es una eternidad. Estoy segura de que sobrevivirán.


–Seguro que sí. Tengo que dejarte, mamá. No hago más que bostezar. Te llamaré mañana por la noche.


–Eso me gustaría. Así me cuentas lo que has estado haciendo.


Paula tragó con dificultad y lo miró. ¿Querría hacer el amor por la mañana, a plena luz del día? ¿O acaso esperaría hasta el día siguiente por la noche?


–Yo… er… No creo que haga muchas cosas mañana. Creo que solo daré un paseo por la ciudad, a lo mejor compro un poco de comida. No me apetece ir a cenar por ahí sola, así que prefiero cocinar.


–Eso suena bien. Buenas noches, cariño. Te quiero.


–Yo también, mamá. Adiós –después de colgar, Paula bebió un buen sorbo de vino y miró a Pedro.


–¡Madres! –dijo con una mezcla de exasperación y afecto.


–Solo quieren lo mejor para nosotros.


–¿Pero? –Paula sonrió–. Estoy segura de que he oído algún «pero» –le dijo, recordándole sus propias palabras.


Él esbozó una sonrisa.


–Creo que tú eres la inteligente aquí, Paula. No yo. Pero, no. No hay «peros». Las madres siempre serán madres. No importa la edad de los hijos. Solo tienes que aprender a escapar de su control sin que se den cuenta, sin que sepan lo mucho que lo odias.


–Pero yo no lo odio. No como tú. Yo creo que la preocupación de mi madre se debe a que me quiere. No creo que trate de controlarme.


Él encogió los hombros.


–No todas las madres son iguales y tengo que admitir que la tuya es particularmente simpática y agradable.


–Y la tuya también.


–Cierto. Pero la mía está casada con mi padre.


Paula ladeó la cabeza y lo miró…


–Siempre he querido preguntarte por qué odias tanto a tu padre. Quiero decir que… Sé que no es muy sociable precisamente, pero aun así es tu padre.


–No sigas por ahí, Paula, por favor.


–¿Por dónde?


–No empecemos con un interrogatorio.


–Solo siento curiosidad por la relación que tienes con tu padre. No tengo intención de interrogarte sobre tu vida.


–Bien. Porque yo no tengo intención de contestar a esas preguntas – cruzó los brazos, adoptando una actitud beligerante.


–Pero qué agradable eres.


–No. En realidad no lo soy. Soy exactamente lo que me dijiste antes. Cascarrabias y antisocial.


Paula sintió que le empezaba a subir la tensión.


–Por favor, no vayamos por ahí tampoco.


–¿Por dónde? Si es que te puedo preguntar.


–Por ese camino de «regreso al futuro», en el que nos peleamos todo el tiempo y terminamos estropeándolo todo. Créeme cuando te digo que no me interesa en absoluto tu vida privada. Sé que al principio te dije que sí, pero he cambiado de idea. Me da igual dónde hayas estado todos estos años, lo que hayas hecho, con quién te has acostado… Y tampoco me importa nada cuánto dinero tienes. Lo único que me importa es que esto funcione… ¡Y que podamos fabricar un bebé!


De repente se dio cuenta de que le estaba gritando, pero él sonreía.


–Siempre se te han dado muy bien las rabietas.


Paula no quiso devolverle la sonrisa. Todavía estaba muy enfadada.


Bebió otro sorbo de vino y se le fue directamente a la cabeza. Tenía que comer algo. Pronto.


Como si estuviera todo preparado, alguien tocó el timbre del telefonillo que daba acceso al edificio. Con un poco de suerte sería el repartidor del restaurante tailandés.


–Salvados por la campana –dijo Pedro y se levantó–. Debe de ser la cena –dijo y se dirigió hacia la puerta de entrada.


Apretó el botón del telefonillo y preguntó quién era.


–Pedido para Pedro Alfonso.


–Bajaré a buscarlo.


Paula se quedó sentada, un poco preocupada por el futuro. Tenía que dejar de pensar. Se terminó la copa, fue a la cocina, y se sirvió otra. Regresó al salón y le esperó.


Él volvió con unos recipientes que olían de maravilla.


–Vamos a comernos esto a la cocina. A menos que quieras que nos sentemos a la mesa…


–No creo que tengamos tiempo para eso –Paula se puso en pie. La habitación le dio vueltas–. Si no como algo en los próximos cinco minutos, me voy a emborrachar.


–¿Con una sola copa de vino?


–Me serví otra cuando bajaste.


–¡Pero qué borracha te has vuelto!


–¡Deja de burlarte de mí y ve a servir la comida!


–¿Puedes llegar a la cocina tú sola o quieres que te lleve en brazos?


Ella puso los ojos en blanco.


–Creo que puedo llegar sola.


–Qué pena. Siempre he querido tenerte en mis brazos.


–¡Mentiroso!


Él suspiró con un aire melodramático.


–Oh, Paula, ¿pero qué voy a hacer contigo?


–Con un poco de suerte, podrás darme de comer.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 16

 


Durante la semana anterior había tenido mucho tiempo para pensar por qué hacía lo que hacía. Finalmente había llegado a la conclusión de que le había hecho esa propuesta para satisfacer su ego de macho. No había nada misterioso ni confuso en ello. Era el espíritu competitivo lo que le movía. Él, Pedro Alfonso, iba a hacer lo que ningún otro hombre había hecho nunca. Ese deseo tan intenso de darle un bebé a Paula no era solo sexual; era algo primario. Era ese viejo impulso del hombre, el impulso de procrear, de reproducirse…


Paula había acertado de pleno cuando le había dicho que lo de tener niños era tan importante para las mujeres como para los hombres. Era cierto.


Paula se sentía mucho mejor cuando salió del aseo. Había tenido tiempo de cepillarse el pelo y de quitarse la chaqueta. Pedro seguía allí parado, y con solo verle, sentía mariposas en el estómago. Todavía no se había acostumbrado a la idea de verle tan sexy. Estaba tan atractivo con esos pantalones cargo y el polo blanco, que le realzaba el bronceado… Tampoco lograba acostumbrarse a la forma en que él la miraba… Respirando hondo, Paula se colgó el bolso del hombro y fue hacia él, plenamente consciente de su movimiento lento, su respiración acelerada, la caída y subida de los pechos… De repente se dio cuenta de que se estaba ruborizando. Por suerte, él se había acercado a la cinta transportadora que sacaba el equipaje.


–¿Cómo es tu maleta? –le preguntó, mirándola por encima del hombro.


–Es negra, con un enorme lazo rosa atado al asa. Ahí está –añadió, señalando.


Pedro fue hacia allí, recogió la maleta de la cinta. Al sentir el peso, levantó las cejas.


–Solo te pedí que vinieras durante diez días, Paula… –le dijo en un tono bromista, dirigiéndose hacia la salida–. No para siempre.


–No me gusta irme a un sitio y encontrarme con que llevo poca ropa o prendas inadecuadas.


–Bueno, a mí no me pasa mucho.


–Pero tú eres un hombre.


–Y eso es bueno –le dijo él con una sonrisa pilla.


Paula se detuvo de golpe y lo miró.


–¿Qué? –le preguntó él.


–¿Te conozco de algo, Pedro Alfonso? Pensaba que sí. Pensaba que te tenía calado; creía que eras ese chico introvertido, antisocial, que se había convertido en un adulto irritante y cascarrabias. Y ahora, de repente, descubro que no eres así en absoluto. Eres ingenioso, encantador y… y…


–A lo mejor es que nunca llegaste a conocer muy bien a Pedro Alfonso


–Es evidente que no. ¿Qué otras sorpresas tienes para mí?


–¿Vamos a verlo? –le dijo, tomándola del brazo y llevándola hacia el aparcamiento.


El todoterreno no fue ninguna sorpresa, pero el papel que se encontró en el asiento del acompañante sí que lo fue. Era un informe médico.


Paula sacudió la cabeza.


–Es todo un detalle, Pedro.


–No quería que tuvieras que preocuparte de nada. No iba a ofrecerte menos de lo que tenías en esa clínica. Estoy seguro de que tu donante anónimo tenía algo parecido.


–Sí. Sí. Lo tenía –dijo ella, frunciendo el ceño–. Debería habértelo pedido, pero no lo hice. Fue una tontería por mi parte.


–No es ninguna tontería. Eres humana. Últimamente has estado muy ocupada. Pero al final te habrías acordado, y te hubieras preocupado. Ahora ya no tienes que hacerlo.


–No –dijo ella, y volvió a sonreírle–. Ya no. Gracias de nuevo, Pedro. Por todo.


–No me santifiques todavía, Paula.


–Ya –le dijo ella, lanzándole una de sus miradas más típicas–. En el futuro trataré de no ponerte en un pedestal.


–Bien pensado.


Cuando salieron del aeropuerto, el sol ya se había puesto y solo debían de faltar unos minutos para el anochecer. Aunque las carreteras que llevaban a la ciudad estaban bien iluminadas, no era fácil ver muchas cosas de la ciudad durante un viaje en coche, así que Pedro no se molestó en enseñarle nada. En cuestión de unos diez minutos ya estaban entrando en Central Business District, mucho más pequeño que el de Sídney.


–Todo parece tan limpio y ordenado –dijo Paula, mientras subían por Stuart Street y giraban a la izquierda, rumbo a Esplanade, una de las mejores calles de Darwin, según pensaba Pedro. Estaba justo al lado de la zona comercial, frente al mar, lo cual significaba que se podía disfrutar de una puesta de sol magnífica y de la brisa marina.


Su apartamento estaba situado hacia el final de la calle, en un edificio de varias plantas con paredes gris y azul. Había muchos balcones que daban al mar, todos ellos con paneles de cristal enrejados negros.


El garaje estaba en el sótano. John tenía dos plazas. Paula le miró en cuanto subieron el ascensor. Él apretó el botón del último piso.


–¿Vives en un ático?


–No exactamente. Los áticos suelen ocupar todo el último piso. Hay dos apartamentos del mismo tamaño. Yo vivo en uno de ellos.


Ella guardó silencio. Pedro la condujo al apartamento.


–Realmente eres muy rico, ¿no?


–No me falta.


–¿Para qué?


Él se encogió de hombros.


–No tendré que trabajar durante el resto de mi vida si no quiero. Aunque, evidentemente, sí que lo haré.


Ella volvió a sacudir la cabeza.


–Este lugar debe de haberte costado una fortuna.


–No creas. Lo compré antes de que fuera construido, hace unos años.


–¿Escogiste los muebles?


–Dios, no. No tengo gusto para eso. Me lo decoraron y amueblaron. ¿Quieres ver el resto de la casa?


–Sí, por favor.


Pedro le enseñó todas las habitaciones. La última era el dormitorio principal. De repente, Paula no pudo evitar imaginarse a sí misma tumbada en esa cama inmensa, desnuda, mientras Pedro le hacía toda clase de cosas inimaginables.


–Te has quedado muy callada –le dijo él de repente, desde detrás–. ¿Ocurre algo?


–En absoluto –le dijo, forzando una sonrisa–. Este lugar es maravilloso, Pedro.


–¿Pero…?


–¿Pero qué?


–Sabía que había algún «pero…»


Paula decidió tomar el toro por los cuernos, en un intento por acabar con la tensión que la atenazaba.


–Me preguntaba si esperas que venga aquí esta noche.


Pedro se sintió tentado de decir que sí durante un instante.


–Pensaba que estarías demasiado cansada –le dijo, haciendo todo lo posible por ignorar la reacción de su propio cuerpo.


Ella sonrió.


–Cuando algo me pone nerviosa, me gusta terminar con ello cuanto antes.


–No tienes motivo para estar nerviosa.


Paula se rio.


–No tienes ni idea.


–No tengo ni idea… ¿De qué?


Ella hizo una mueca.


–Debería habértelo dicho antes.


–¿Decirme qué?


–Creo que soy un poco frígida.


La sorpresa de Pedro debió de vérsele en los ojos. Paula apartó la mirada rápidamente.


–Esto es muy embarazoso.


Él guardó silencio un momento. La agarró de la barbilla y la hizo volverse hacia él. Dudaba mucho que fuera tan frígida… Había visto pasión en ella… demasiadas veces…


–Vayamos paso a paso –le dijo suavemente, mirándola a los ojos–. Te gusta que te besen, ¿no? Cuando estás con un hombre que te gusta, ¿verdad?


Ella parpadeó y entonces asintió. Pensó que él iba a besarla, pero no lo hizo. La soltó y deslizó las yemas de los dedos sobre su labio inferior, adelante y atrás, dibujando la forma de su boca una y otra vez. Paula no tardó en sentir un cosquilleo en los labios… El corazón le latía sin control y solo deseaba que él la besara… Trató de respirar… Abrió los labios… Y, por fin, en ese momento, él hizo lo que tanto deseaba… La besó.


Fue un beso como nunca antes había experimentado; comedido, pero extraordinariamente excitante. Le sujetó las mejillas con ambas manos y le acarició los labios, hinchados. Paula gimió. Y entonces fue cuando la besó con ansia, manteniéndole los labios separados para meterle la lengua dentro.


A Paula le daba vueltas la cabeza. No podía pensar con claridad, pero tampoco le importaba. Lo único que quería era que Pedro siguiera besándola.


Pero él no lo hizo. Se apartó, bruscamente.


–Entonces entiendo que… me encuentras atractivo.


Ella le fulminó con una mirada.


–Eres un bastardo arrogante, Pedro Alfonso


Él sonrió.


–Y tú eres increíblemente preciosa, Paula Chaves.


Ella arrugó los labios, haciendo un gesto desafiante.


–Y tampoco creo que seas frígida en absoluto.


–¡Oh! –exclamó ella–. De verdad que eres el tipo más prepotente que he conocido jamás…


–Pero soy atractivo –le recordó él, sin inmutarse.


Ella no pudo evitar reírse.


–¿Pero qué voy a hacer contigo? –le dijo sin pensar.


Pedro arqueó las cejas. Los ojos le brillaban.


Paula arrugó los párpados.


–No te atrevas a decir nada más. Bueno, me voy a deshacer la maleta en una de las habitaciones de invitados. Me gustaría quedarme en la habitación de las flores color turquesa, si no te importa. Mientras tanto, no tendrás nada de comer por aquí, ¿no?


–Desafortunadamente, cocinar no se me da nada bien, así que lo mejor que puedo ofrecerte esta noche es comida preparada. Conozco muchos restaurantes asiáticos que sirven en menos de media hora. ¿Qué prefieres? ¿Chino, tailandés o vietnamita?


–No soy muy exigente. Tú elijes.


–Entonces tailandés –le dijo al tiempo que entraban en el salón–. Nos vemos aquí cuando estés lista. He comprado vino y aperitivos.


Paula estuvo a punto de decirle que no solía beber mucho, que solo se había sentido indispuesta ese día. Pero tampoco quería sacar el tema de su incapacidad para concebir un niño. Durante un rato, se le había olvidado.


Y también había olvidado llamar a su madre.


–Tengo que llamar a mi madre lo primero –dijo, sintiéndose terriblemente culpable–. Quiero decirle que he llegado bien.


–Sí, claro. Adelante. Yo voy a llamar al restaurante. Y… Paula…


–¿Qué?


–Puedes relajarte un poco. Te prometo que no te obligaré a hacer nada que no quieras –esbozó una sonrisa pícara–. A menos que me supliques, claro…