jueves, 22 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 32





A la mañana siguiente a Paula la despertó el golpeteo de un pequeño puño contra la puerta.


—¿Puedo pasar?


—¡Sol! —exclamó, medio grogui, antes de incorporarse con brusquedad y empezar a buscar su camisón por toda la cama, frenética.


—¿Buscas esto, baby?


Pedro, solícito, le tendió la delicada prenda y ella pensó que estaba especialmente atractivo aquella mañana, con el pelo muy revuelto, la barba crecida y aquella irresistible sonrisa en los labios. Sin apartar los ojos de su torso imponente, cubierto tan solo por un suave vello castaño claro que parecía invitarla a hundir sus dedos en él, Paula tomó el camisón y se lo metió por la cabeza a toda prisa.


—¡Pedro, tápate un poco, por Dios! —rogó.


Su marido, muy obediente, se subió las sábanas hasta la mitad del pecho. Al verlo, Paula sacudió la cabeza, resignada, y gritó en dirección a la puerta:
—¡Pasa, Sol!


Al instante, su hija entró en el dormitorio como una exhalación, dispuesta a arrojarse en plancha sobre el colchón como era su costumbre; sin embargo, al ver que Pedro estaba allí, se detuvo en seco a los pies de la cama y se los quedó mirando, confundida.


—¿Por qué está él en tu cama? —preguntó, acusadora.


—Verás, Sol, las parejas cuando se casan duermen en la misma cama.


—¿Por qué?


Paula notó la mirada de diversión que le lanzó su flamante marido y sintió que se ponía como la grana.


—Porque… porque es una tradición —contestó al fin.


—¿Igual que la tradición de que las amigas lloren en las bodas?


—Igualita —respondió, aliviada, al ver el rumbo que tomaba la conversación; aunque su alivio se cortó en seco cuando escuchó la siguiente pregunta de su hija.


—¿Y por qué Pedro está desnudo?


Antes de que a ella se le ocurriera una explicación apta para menores de ocho años, Pedro se le adelantó y respondió muy tranquilo:
—Tu madre cuando duerme es peor que una estufa, así que no me ha quedado más remedio que quitarme el pijama; si no, hubiera tenido que echarla de la cama de un puntapié. —Sin hacer caso de la mirada de indignación que le lanzó su mujer, Pedro siguió hablando con la pequeña—. Me imagino que tú habrás dormido alguna vez con ella y lo sabrás.


A Sol aquella aclaración le pareció de lo más razonable.


—Sí, da mucho calor y muchas patadas —añadió, al tiempo que fruncía su naricilla pecosa, en una muestra de desagrado.


—Exacto, eso es lo peor. Las patadas —afirmó Pedro, muy serio.


—Bueno, ya está bien, vosotros dos. Yo no soy ninguna estufa, y la que se da al kick boxing con frenesí cuando duerme conmigo eres tú, Sol —le recordó su madre, muy digna.


—Y ya… —Paula observó el ligero temblor en el labio inferior de su hija y pensó que se le partiría el corazón cuando la oyó preguntar—: ¿Ya no puedo meterme en tu cama por las mañanas?


Una vez más, Pedro se le adelantó y, dando una fuerte palmada sobre el colchón, declaró:
—Solo si eres capaz de llegar hasta aquí en el primer intento. Te dejo coger carrerilla.


Con una enorme sonrisa en los labios, la niña retrocedió casi hasta la pared, cogió impulso y, de un salto poderoso, aterrizó en el hueco que quedaba entre ambos. Al instante, Pedro empezó a hacerle cosquillas y, al verlos juntos y escuchar las alegres carcajadas de felicidad de su hija, Paula notó de nuevo aquella familiar opresión en el pecho.


En ese momento, se oyó un nuevo repiqueteo en la puerta entreabierta.


—¿Está Sol aquí?


—Sí, Tata, pasa. Eres la única que faltaba —contestó Paula con sorna.


La mujer entró en la habitación y, al ver aquella cama repleta de gente, puso los brazos en jarras y empezó a regañar a la niña.


—¡Sol, te dije que no vinieras a molestar esta mañana!


—No pasa nada, Tata —dijo Pedro de buen humor.


—El señorito Lucas acaba de llegar. Ha dicho que va a llevársela unos días a pescar para que puedan disfrutar de su luna de miel, así que date prisa, Sol, que te está esperando abajo.


—¡A pescar con tío Lucas! —exclamó, encantada.


Feliz, se volvió hacia Pedro y le dio un sonoro beso en la mejilla que hizo que al americano le brillaran los ojos, luego abrazó a su madre con fuerza y, segundos después, desapareció por la puerta a toda velocidad, seguida a distancia por la Tata, que se movía mucho más despacio. 


Cuando llegó al umbral, la mujer se volvió para anunciar:
—Yo también voy a aprovechar para ir unos días al pueblo. He dejado un montón de comida en la nevera, Paula, espero que no la estropees al calentarla. —Paula alzó los ojos al cielo, pidiendo paciencia, pero la Tata prosiguió sin prestarle atención—. Vendrá la sobrina de Encarni unas horas por las mañanas para hacer la casa. ¿Necesitas algo más?


—Que no, Tata, puedes irte tranquila. Espero poder superar la difícil prueba de calentar un poco de comida en el microondas —replicó, sarcástica.


—Muy bien. Pues entonces, adiós. ¡Ah, una última cosa! —Paula alzó las cejas con curiosidad—. Llevas el camisón al revés.


Satisfecha al notar la repentina oleada de color que cubrió sus mejillas, la Tata soltó una risita irritante y desapareció también.


Pedro examinó el rostro femenino, que había adquirido un matiz casi púrpura, con su habitual brillo de diversión en los ojos. Extendió el brazo, rozó con uno de sus largos dedos el tirante de encaje del camisón y comentó:
—Muy cierto, baby. Lo llevas del revés, habrá que hacer algo…


Y, ni corto ni perezoso, agarró el ruedo de la prenda y, muy despacio, empezó a deslizarla hacia arriba, dejando a su paso un rastro de fuego en la suave piel femenina.


Pedro, yo… es de día… a lo mejor vuelve Sol… o… o la Tata —balbuceó Paula sin aliento, perdida en la pasión desnuda que acechaba en lo más profundo de aquellos extraordinarios iris azules.


—Ya has oído a la Tata —respondió él con voz ronca, al tiempo que contenía la respiración al ver como el sol de la mañana bañaba en su luz dorada, tamizada por los ligeros visillos, aquellos delicados pechos que ahora se erguían, desnudos, frente a él—. Estamos de luna de miel. Nadie nos molestará.


Y con un irrefrenable gruñido de deseo atrapó una rosada areola con su boca y empezó a devorarla con pequeños mordiscos que la hicieron olvidar cualquier tipo de objeción que hubiera podido tener.


Soñadora, Paula cerró los ojos y se preguntó qué clase de magia había en los labios y en los dedos de aquel hombre capaz de despertar en ella semejante lujuria, pero, pocos segundos después, era incapaz de concentrarse en otra cosa que no fueran aquellas caricias ardientes, y cualquier deseo de razonar se borró de su mente por completo.


En aquella ocasión, él no se mostró tan cuidadoso como la primera vez y le hizo el amor con ferocidad; sin embargo, en vez de sentirse amenazada, Paula se contagió de esa misma ferocidad y le devolvió las caricias con la misma urgencia desenfrenada con que él la tocaba, hasta que, de nuevo, se vio arrastrada por un placer tan intenso que resultaba casi doloroso.


Cuando regresó la calma, Pedro la mantuvo estrechamente abrazada, como si temiera que ella fuera a desaparecer si aflojaba la tensión de sus brazos. Apretó su rostro contra su pelo y aspiró la agradable fragancia de los cabellos oscuros y, con la boca pegada a su oreja, susurró:
—Paula, baby, yo…


—Yo también, Pedro—lo interrumpió ella como si adivinara lo que iba a decirle, al tiempo que con las yemas de los dedos acariciaba con suavidad aquel pecho escultural que la volvía loca—. Siempre había creído que el amor y el deseo debían ir unidos, pero esta noche me he dado cuenta de que no es así; basta con tener a tu lado un hombre con una amplia experiencia.


De pronto, notó que el cuerpo masculino se ponía rígido bajo su mano y se apresuró a aclarar lo que había querido decir.


—Uy, creo que eso no ha sonado nada bien. No me refería a cualquier hombre con una amplia experiencia, sino a uno con el que, además, tengas una buena relación de amistad como la nuestra y…


Pedro colocó su manaza sobre su boca para impedirle que siguiera hablando.


—¡Cállate, baby! —ordenó con rudeza. Paula lo miró muy sorprendida; sin embargo, él se limitó a quitar la mano de su boca, depositó un ligero beso en sus labios y dijo—: Será mejor que nos levantemos ya. Quiero que me lleves a explorar tu finca.


Pedro apartó las sábanas, se puso en pie y, sin el menor pudor, se encaminó desnudo hacia el cuarto de baño con la gracia felina de una pantera, mientras ella, incapaz de apartar la vista de aquella impresionante amalgama de piel y músculos, notaba una nueva punzada de deseo entre los muslos.


«¡Dios!».Paula exhaló de golpe el aire que había retenido durante varios segundos y se dejó caer de nuevo de espaldas sobre el colchón. «¿Qué me está pasando?».


Y con los ojos clavados en el dosel que cubría la cama se preguntó una vez más si Pedro Alfonso, antes de convertirse en el dueño de una importante compañía petrolífera, no habría ejercido como maestro de sexo tántrico en algún exótico templo hindú.



TE QUIERO: CAPITULO 31





—¿Estás nerviosa? —Pedro acompañó aquella pregunta con una ligera caricia en su brazo desnudo que le puso la carne de gallina.


—¿Nerviosa? ¡Qué va! —Dio un paso atrás, como si en vez de con el dorso de su dedo acabara de rozarla con una cerilla encendida.


Lo que necesitaba en ese momento era un trago de algo fuerte, se dijo, así que cogió el vaso que Pedro había dejado sobre una mesa y le dio un buen trago. El inesperado y desagradable sabor del agua con gas le recordó la conversación que acababa de mantener con Lucas y, por unos instantes, se olvidó de sus temores.


—¡Tú no bebes! —afirmó, acusadora.


—No sabía que eso era pecado. —Pedro la miró con reproche. Luego puso cara de mártir y añadió —: Pero si prefieres un borrachín en tu vida no tienes más que decirlo. ¡Pedro Alfonso siempre a tu servicio!


Al ver su elegante reverencia, los ojos dorados de Paula 
relucieron llenos de rencor y lo miró con cara de pocos amigos:
—Pensé que dejarías de reírte de mí cuando nos casáramos.


—Pero, Paula, baby, ¿quién se está riendo? —preguntó, indignado.


Sin embargo, en esa ocasión ella no estaba dispuesta a caer en su juego de distracción.


—Aquella noche… al día siguiente… al día siguiente fingiste que no… que no te acordabas de nada —balbuceó y dio gracias a los dioses de que a la suave luz de las antorchas que iluminaban el jardín el rubor de sus mejillas pasara desapercibido.


—¿Te refieres al baile exótico o al beso? —quiso saber Pedro con amable interés.


—Al bai… al beso… a los dos. ¡Me refiero a las dos cosas! —Él se rascó la nariz pensativo y, al verlo, Paula elevó los ojos al cielo con desesperación y gritó—: ¡Y no empieces con tus trucos de gigantón inocente! ¡Hace tiempo que ya no cuelan!


—¡Caramba, baby, solo estaba pensando! —replicó con expresión dolida y dio un buen trago a su bebida antes de continuar—. Verás, de pronto se me ocurrió que sería divertido fingir que estaba borracho. Tú parecías más que dispuesta a creerlo, así que pensé que te complacería pensar que tenías razón…


—¡Ja! —lo interrumpió, cada vez más indignada.


Pedro alzó las palmas de las manos en un gesto conciliador.


—Calma, déjame terminar. Cuando te hiciste pasar por bailarina exótica la tentación fue irresistible. Y, luego, aquel baile tan excitante, tu provocativo contoneo de caderas, esa entonación supersexy… —La expresión de Pedro se había tornado soñadora y, al escucharlo, Paula apretó los párpados con fuerza durante unos segundos, abochornada—. En ese momento supe que tenía que besarte.


Semejante afirmación le hizo abrir los ojos en el acto.


—¿Y por qué fingiste al día siguiente que no te acordabas de nada?


Pedro dio un aparatoso respingo ante su tono de fiscal agresivo.


—Paula, solo tuve que mirarte un segundo para saber que te sentías muy incómoda con la situación, así que me dije que estarías más a gusto si pensabas que no recordaba lo ocurrido.


—Anda que no te lo has debido pasar bien a mi costa… —Los labios femeninos se contrajeron en un cómico puchero.


Pedro alzó su barbilla con un dedo y, con una sonrisa cargada de ternura, afirmó:
—No quería asustarte, baby. Sabía que si lo hacía te alejarías de mí sin dudarlo. Sin embargo, no era consciente del enorme esfuerzo de contención que tendría que hacer durante las siguientes semanas para no repetirlo. —Aquellas palabras, pronunciadas en un tono ronco y acariciador, provocaron un destello de temor en los iris dorados; sin embargo, en vez de fingir que no pasaba nada y cambiar de tema como solía hacer, Pedro, cuyos ojos mostraban un brillo inquietante, se acercó aún más a ella y, con sus labios muy cerca de la boca femenina, musitó—: Pero ahora es distinto. Eres mi mujer; acabas de pronunciar tus votos frente a un sacerdote. Estás atada a mí ante Dios y ante los hombres, y te juro, Paula, que no permitiré que te escapes.


Y por si a Paula le quedaba alguna duda sobre la seriedad de sus palabras, rodeó su cintura con un brazo y con la otra mano la sujetó con firmeza de la mandíbula. Entonces agachó la cabeza y la besó con fiereza, sin que se le escapara la manera en que la mujer que acababa de convertirse en su esposa apenas unas horas antes temblaba entre sus brazos.


Inmovilizada contra aquel cuerpo inmenso mientras los labios masculinos devoraban los suyos con ansia, miles de pensamientos sin pies ni cabeza la asaltaron al mismo tiempo. Paula, igual que un espíritu que flotara sobre aquella pareja que se besaba con pasión, ajena por completo a su presencia, procesaba aquellos pensamientos y los descartaba uno detrás de otro. Como si aquello no fuera con ella, se preguntó si era miedo o lujuria lo que aceleraba su ritmo cardiaco hasta el borde del infarto; estudió con despegado interés la manera en que su aliento brotaba, entrecortado, de su boca; notó la piel de sus mejillas ligeramente irritada por el contacto con la áspera mandíbula
masculina, sus pechos tensos de deseo, el fuego que ardía entre sus muslos… Sintió que había perdido el contacto con el mundo real. En ese nuevo universo tan solo existían los labios ávidos y las grandes manos de aquel hombre que se había convertido en su esposo; unas manos que parecían estar en todas partes, cuyo calor atravesaba la delicada tela de su vestido dejando un reguero de poros erizados a su paso.


El ruido del cristal al golpear unas copas con otras hizo que Pedro lanzara un juramento de frustración. De mala gana, apartó su boca, consciente de repente de que se encontraban en mitad del jardín, y de que los camareros que habían servido la cena iban y venían a su alrededor recogiéndolo todo.


—Paula, baby. Será mejor que subas a nuestro dormitorio. Te dejaré unos minutos a solas para que te prepares. Luego… luego seguiremos justo donde hemos tenido que dejarlo. —Aquella promesa, pronunciada con una voz áspera de deseo, la hizo estremecer de nuevo y, muy nerviosa, se preguntó si sus rodillas serían capaces de sostenerla durante el trayecto hasta la habitación.


En silencio, se volvió para marcharse, pero, como si aún no estuviera listo para dejarla ir, Pedro la agarró del brazo y la atrajo de nuevo hacia sí y, sin que la presencia de los dos hombres que hacían rodar el tablero de la mesa a pocos metros pareciera importarle lo más mínimo, volvió a inclinarse sobre su boca para depositar un beso rápido que, sin embargo, llevaba implícita la intensa pasión que lo consumía.


—No tardaré —afirmó, dejándola marchar al fin.


Aturdida, Paula entró en la casa y obligó a sus piernas temblorosas a subir la escalera. Estaba a punto de abrir la puerta de su habitación de siempre cuando recordó que ahora era Sol la que dormía allí, así que, cada vez más nerviosa, volvió sobre sus pasos y entró en el dormitorio que había pertenecido a su padre. Allí seguían la enorme cama con dosel y las tapicerías floreadas que su madre eligió en su día; incluso la cajita enmarcada que contenía la mariposa disecada cuyas alas, de intenso color azul, eran del tono exacto de los ojos de Pedro ocupaba su sitio en la pared. Pedro, su nuevo marido, el mismo que dentro de poco estaría con ella en esa habitación, se recordó a sí misma, frenética, obligándose a hacer a un lado los recuerdos y a darse prisa.


Con dedos trémulos, cogió el delicado camisón que había comprado para la ocasión y que la Tata había dejado dispuesto encima de la cama y se encerró en el cuarto de baño. Cuando salió se sentó en el borde del colchón con la espalda muy erguida. Notó que sus manos temblaban de manera bien visible, así que entrelazó los dedos con fuerza y las apoyó sobre su regazo mientras esperaba con la mirada fija en la puerta la llegada del hombre que, en pocos minutos, acudiría a reclamar sus recién adquiridos derechos sobre ella.


Después de lo que se le antojó un lapso de tiempo interminable, la hoja de madera se abrió por fin Pedro entró en la habitación. Con un dedo sujetaba el chaqué que llevaba colgado del hombro, también se había desabotonado el chaleco y la corbata desanudada colgaba a ambos lados de su cuello, lo que le daba un irresistible aire de libertino novecentista.


Muy despacio, se acercó a ella y su mirada, que a la tenue luz de la lamparilla de noche había adquirido un tono añil brillante, la recorrió de arriba abajo de una manera que hasta Paula —a la que Candela siempre acusaba de vivir en una realidad paralela— supo, sin asomo de duda, que aquella noche se consumaría su matrimonio. Tragó saliva y le devolvió la mirada en silencio, con los ojos muy abiertos; de pronto, aquel casi desconocido que ahora era su marido, y que permanecía en silencio frente a ella sin dejar de observarla, le pareció más imponente que nunca y no pudo evitar que el temor que sentía asomara a su rostro, tan expresivo.


—No tengas miedo de mí, baby —Pedro rompió, al fin, el incómodo silencio.


Paula abrió la boca para negar que sintiera el más mínimo temor, pero ningún sonido salió de su garganta. Su marido arrojó el chaqué con descuido en una butaca cercana y repitió el gesto con la corbata y el elegante chaleco. Luego se sentó a junto a ella en la cama y empezó a desabrocharse con habilidad los botones de su inmaculada camisa blanca hasta dejar al descubierto aquel pecho bronceado que Paula ya había visto en otras ocasiones, pero que, una vez más, le cortó la respiración.


Pedro alargó las manos y con delicadeza le obligó a separar las suyas que, sin darse cuenta, apretaba en su regazo con tanta fuerza se le habían puesto los nudillos blancos. 


Entonces tomó su mano derecha y la colocó, bien abierta, sobre su corazón.


—¿Ves, Paula? No debes temerme; solo soy un hombre.


Paula sintió la piel cálida y el suave vello claro bajo las yemas de sus dedos, y también notó el ritmo, algo acelerado, con el que latía su corazón. En el acto, retiró la mano y, con la vista baja y las mejillas ardiendo, tartamudeó:
—Tengo… tengo que… que decirte algo.


—Confesiones de última hora, ¿eh? —preguntó, risueño, al tiempo que retiraba con uno de sus largos dedos un mechón de sedoso cabello oscuro que había resbalado sobre el rostro femenino y lo colocaba con suavidad detrás de su oreja.


Al sentir aquel ligero contacto, la respiración de Paula se volvió aún más trabajosa; sin embargo, se obligó a mantener el control y siguió adelante:
—Cuando oigas lo que tengo que decirte no te parecerá tan divertido —afirmó, agorera.


—Ponme a prueba —murmuró él, muy concentrado ahora en trazar con ese mismo dedo intrincados arabescos que iban desde la curva de su hombro desnudo hasta su muñeca, provocando una sucesión de pequeños escalofríos a su paso.


—Dices que te has casado conmigo porque querías una familia. —Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula colocó las puntas de los dedos sobre sus labios y se lo impidió—. Ahora no te queda más remedio que cargar con Sol, con la Tata y conmigo. Quiero… —Un chorreón de sangre inundó su rostro y su cuello, pero Paula siguió adelante con valentía—. Me gustaría ser una esposa perfecta, para devolverte al menos parte de lo que te debo…


Pedro la interrumpió con el ceño fruncido:
—No me debes nada, Paula. No quiero volver a oírte decir eso.


—Perdona, es solo… En fin, imagino que pensarás que después de haber estado casada durante más de tres años soy una mujer experimentada y… y esas cosas.


—Sobre todo esas cosas… —El tono masculino era de lo más sugerente.


—Sí, claro… —Paula se llevó las manos a las mejillas ardientes—. Bueno, me temo que tengo que… que desengañarte.


—Quieres decir… —Su marido hizo un gesto con la cabeza, invitándola a continuar.


Ella aspiró con fuerza y lo soltó de golpe:
—No soy muy buena en la cama.


Los ojos azules chisporrotearon de diversión antes de recuperar de nuevo la seriedad.


—Y eso, ¿quién lo ha dicho?


Aunque su orgullo se resintiera, Paula estaba decidida a empezar aquel matrimonio siendo lo más sincera posible, así que hizo un esfuerzo y continuó:
—Verás, los últimos tiempos con Álvaro no fueron fáciles. En realidad, el sexo nunca me ha interesado mucho, siempre he pensado que está sobrevalorado. No sé si entiendes lo que quiero decir… —Pedro la observaba, fascinado, y tardó unos segundos de más en asentir con la cabeza. Al ver su gesto, continuó más calmada—: No quiero decir que al principio de nuestro matrimonio no lo pasáramos bien ni nada de eso, la verdad es que era agradable; pero luego la cosa fue… fue a peor…


Se mordió el labio con nerviosismo, sin saber muy bien cómo continuar. Estaba tan concentrada en expresar con precisión lo que quería decirle que el tono acerado que utilizó Pedro al formular su siguiente pregunta la sobresaltó.


—¿Me estás diciendo que tu anterior marido te maltrató de alguna manera?


Paula alzó los ojos hacia él con rapidez y descubrió en su rostro la misma expresión letal de la noche de la fiesta.


—No, no —se apresuró a negar—. Álvaro nunca me pegó. Solo que, a veces, cuando quería acostarse conmigo, él no… él no…


De nuevo se llevó las manos a su rostro encendido, profundamente turbada.


—¿Tu marido tenía problemas de impotencia?


Ella asintió, incapaz de mirarlo a los ojos, y añadió:
—Al final siempre acababa enfadado conmigo.


Paula se dijo que la palabra «enfadado» se quedaba muy corta. Aún le parecía escuchar los gritos, los insultos y el estruendo de los objetos al romperse cuando su difunto marido los estrellaba, rabioso, contra la pared.


Hacía muchos meses que Paula había empezado a temer aquellas noches en las que él se le acercaba más cariñoso que de costumbre. Apenas empleaba unos minutos en unas someras caricias preliminares y, enseguida, se ponía «a ello», como él decía. Daba igual que Paula se estuviera muy quieta, procurando no distraerlo, o que, por el contrario, fingiera un entusiasmo desmedido; lo más habitual era que, tras pasar unos minutos gruñendo y afanándose encima de ella, no lograra penetrarla. Y, por supuesto, al final la culpa siempre era suya y la acusaba de ser una frígida que le cortaba el rollo, o una viciosa que a saber con quién más se acostaba.


Sacudió la cabeza en un vano intento de espantar aquellas desdichadas imágenes del pasado, antes de continuar:
—La cosa es que creo que estoy un pelín traumatizada. —Trató de esbozar una sonrisa, pero fracasó miserablemente.


Pedro, que durante su infancia y juventud había sido testigo de demasiadas situaciones de abuso y violencia en el barrio marginal en el que había crecido a las afueras de Chicago, adivinó mucho de lo que ella no le contaba. De repente, estaba furioso y tenía ganas de pegar a alguien; sin embargo, lo que hizo fue alzar a Paula sobre su regazo y estrecharla con fuerza contra su pecho.


—Tu difunto marido era un imbécil, baby. Me dan ganas de sacarlo del ataúd y volverlo a enviar ahí dentro de un puñetazo en la mandíbula. —Paula estaba muy a gusto con la mejilla apoyada contra aquel torso imponente, escuchando los firmes latidos de su corazón, mientras una de sus grandes manos se deslizaba arriba y abajo por su espalda desnuda en una consoladora caricia. Puede que, en esa ocasión, no se hubiera casado enamorada, pensó, pero la seguridad que le proporcionaba la cercanía de aquel gigante fijo que era una buena señal—. Hmm, veo que tengo ante mí una misión peliaguda. Nada más y nada menos que conseguir que la señorita Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara vuelva a disfrutar del sexo.


Al oír aquellas palabras, Paula se revolvió incómoda contra él tratando de soltarse, pero su marido no se lo permitió y siguió con su monólogo como si no hubiera notado su malestar:
Pedro Alfonso —se dijo muy serio—, vas a tener que lucirte.


Y, sin más preámbulos, colocó un dedo bajo su mentón obligándola a alzar la barbilla y la besó.


Al principio, Paula permaneció completamente rígida entre sus brazos, pero al notar la inesperada suavidad de aquellos labios que se limitaban a rozar los suyos con la delicadeza de un pincel de cola de marta, enseguida volvió a relajarse contra su cuerpo. Pedro notó en el acto cómo los músculos femeninos se relajaban y aprovechó para aumentar la intensidad de su beso. Con una habilidad que hablaba a las claras de una larga experiencia, atormentó su labio inferior con ligeros mordiscos y dibujó el superior con la punta de su lengua, hasta que ella, perdida por completo en aquellas deliciosas caricias, entreabrió los labios y le permitió acceder al interior de su boca.


Su marido exploró a conciencia aquella caverna de aterciopelada humedad. Instintivamente, la lengua de Paula salió al encuentro del invasor dispuesta a rendirse sin ni siquiera presentar batalla y, cuando la boca masculina se apartó, no pudo evitar que de su garganta surgiera un gemido de protesta.


Pedro hundió su rostro en el hueco de su garganta y musitó:
—Tranquila… esto… es solo el principio, baby…


Su beso había provocado en Paula el inconfundible despertar del deseo sexual, pero aquel murmullo, grave y entrecortado, pronunciado contra la piel sensible de su cuello, hizo que ese deseo adquiriera una intensidad que nunca antes había experimentado. De pronto, todo su cuerpo parecía estar en llamas, y pequeñas explosiones de placer estallaban al paso de aquellos labios que se movían sobre su epidermis con una maestría sin igual.


Con mucha delicadeza, él la ayudó a tenderse en la cama y la apretó aún más contra sí, hasta que sus pezones, endurecidos por la pasión, se clavaron en aquel pecho granítico. La mano que hasta ese instante Paula había mantenido apoyada contra ese mismo pecho, como si no supiera muy bien si atraerlo hacia ella o empujarlo lejos, se enredó en los cortos cabellos de su nuca mientras la otra se colaba, curiosa, por debajo de la camisa para explorar los músculos firmes de su espalda.


Paula sentía que flotaba y una lágrima se deslizó, muy despacio, por la comisura de los párpados que mantenía firmemente cerrados.


Había pasado tanto tiempo…


Pedro recorrió con su lengua el rastro, húmedo y salado, de aquella lágrima solitaria.


—Mírame, baby —rogó con voz ronca.


Paula abrió los ojos al instante y descubrió el rostro de su nuevo marido a escasos centímetros del suyo. Los duros planos de sus rasgos estaban más marcados que nunca y la imprecisa luz de la lamparilla de noche no podía ocultar el brillo de deseo salvaje que ardía en su mirada. 


Su respiración brotaba agitada por entre sus labios entreabiertos, y ella se regocijó ante la evidencia de la impetuosa pasión que lo dominaba; por primera vez en años, volvió a sentirse deseable y sexy.


—Paula, baby, no permitiré que llores en nuestra primera noche juntos. Te juro que voy a hacer que te olvides de todo lo desagradable que ha habido en tu vida. Esta noche vas a descubrir que, con la persona adecuada, hacer el amor puede ser algo maravilloso.


Aquella declaración, hecha en un tono firme y ardiente a la vez, avivó la pasión de Paula hasta extremos insospechados. Entonces, enmarcó con las manos el rostro de aquel hombre que había entrado en su vida resuelto a quedarse y acarició sus pómulos con los pulgares. Con las pupilas clavadas en las suyas y, en un tono sensual que no recordaba haber usado jamás, suplicó:
—Sé que será así, Pedro. ¡Hazme olvidar!


—¡Te lo prometo, baby!


Pedro se inclinó de nuevo sobre ella y la tela de su provocativo camisón se fue batiendo en retirada ante el acoso de aquella boca insaciable que parecía dispuesta a saborear hasta el último centímetro de su piel.


Paula no fue consciente del momento exacto en el que le quitó el camisón. Ni siquiera era capaz de recordar si habían sido sus propios dedos los que le habían quitado la camisa y habían desabrochado el botón de su pantalón; tan solo era consciente de que, de pronto, estaban los dos desnudos y las manos de ambos muy ocupadas en un minucioso recorrido por el relieve de sus cuerpos. Con los dedos enredados una vez más en los cortos cabellos castaños, Paula exhaló un gemido de gozo y se arqueó, ansiosa, contra él mientras se preguntaba si alguien habría enloquecido alguna vez de puro placer o si sería ella la primera persona a la que le ocurriese.


Las manos y la boca de su marido no le daban respiro y, cuando pensó que ya no podría resistirlo más, Pedro se colocó sobre ella y, con un poderoso impulso, se introdujo en su interior hasta que se sintió colmada por completo. 


Entonces, él empezó a moverse despacio dentro de ella con embates firmes y profundos y, definitivamente, la arrastró a la locura.


Paula jamás había soñado un placer semejante.


No supo las veces que alcanzó el clímax, una, dos, tres… 


Las explosiones se sucedían al ritmo que él marcaba hasta que, de súbito, se quedó muy quieto, lanzó un grito ahogado y se descargó con fuerza en lo más recóndito de su ser. 


Paula lo apretó entre sus brazos con todas sus fuerzas, hasta que aquel cuerpo inmenso dejó de estremecerse. En el silencio que se hizo en la habitación tan solo se oía el ulular de una lechuza en el exterior y el sonido agitado de sus respiraciones mientras, agotados y sudorosos, permanecían estrechamente abrazados.


Pedro hizo amago de apartarse de ella, pero Paula no se lo permitió.


—Peso mucho, baby —susurró en su oreja.


—No me importa. ¡Oh, Pedro…! —Se detuvo, emocionada, incapaz de continuar.


—¿Sí, baby? —Depositó un beso cargado de ternura en su frente sudorosa.


—Me imagino que debes estar riéndote de mí una vez más —prosiguió, al fin.


—Sabes que yo nunca me río de ti. —Sus ojos chispearon, llenos de malicia—. Pero ¿por qué piensas que debería hacerlo esta vez?


—Por decir que pensaba que el sexo estaba sobrevalorado. Creo que nunca he estado tan contenta después de haberme tragado mis propias palabras. —Profundamente satisfecha, se estiró con un movimiento lento, cargado de voluptuosidad.


—Entonces, ¿te ha gustado?


—¿Tú qué crees, baby? —lo imitó en ese tono, sensual y provocativo, que Pedro acababa de descubrir que le volvía loco.


—Creo que eres maravillosa.


—No, Pedro, tú eres el maravilloso y muy… —bostezó sin poder evitarlo— muy…


Se le cerraban los párpados, pero él la sacudió un poco para que no se durmiera aún.


—¿Muy qué?


—Muy sexy —murmuró adormilada, antes de acomodar la cabeza contra su pecho y sumirse en un sueño profundo.


Al oír aquello, Pedro la estrechó con más fuerza entre sus brazos y sonrió contra los fragantes cabellos oscuros que le hacían cosquillas en la nariz, sintiéndose el hombre más feliz del universo.


Unos segundos más tarde, él también dormía.