martes, 12 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 19




—No sé por qué diablos tengo que acompañarte en este viaje —gruñó Pedro al sentarse en la furgoneta de su hermano—. ¿Qué ha pasado? ¿Empiezas a salir con Cathy, se te licúa el cerebro y ya no recuerdas el camino de ida y vuelta a Tulsa?


—Maldita sea, solo pido un simple favor y la compañía de mi hermano durante el largo viaje y solo sabes gimotear.


—No gimoteo. Despotrico —aclaró.


No quería dejar a Paula sola en su rancho todo el fin de semana. Quería estar a su lado, aunque tuviera que seguir sufriendo una frustración tras otra al mantener la distancia para no precipitar la relación ardiente que él deseaba. El viaje que Pablo había insistido que hiciera con él le estropeaba su plan de negociar algo más que una tregua con ella.


No entendía el secreto que se empeñaba en mantener su hermano. Tres kilómetros más adelante, ya no fue capaz de soportar otro minuto de suspense.


—¿Qué pasa, Pablito? Si he de hacer este maldito viaje, me gustaría saber la causa.


—Es más bien personal —tamborileó los dedos sobre el volante y no apartó la vista del frente.


—Entonces, ¿qué demonios hago yo aquí? —tuvo un pensamiento alarmante—. No estarás enfermo, ¿verdad? —la idea lo golpeó como un tren de mercancías.


—No, no lo estoy —informó y lo miró unos segundos antes de volver a concentrarse en la carretera.


—Me alegra saberlo, hermano —suspiró—. ¿Cuál es este asunto personal y secreto del que debemos ocuparnos?


—Hay algo de lo que tengo que hablar contigo… en privado.


—¿Vamos a ir hasta Tulsa para mantener una charla personal? Vamos, suéltalo, Pablito, no soy un hombre paciente.


—De acuerdo, de acuerdo —conducía con el cuerpo rígido como un poste—. Estoy pensando… en pedirle… a Cathy que se case conmigo. Quiero que me ayudes a elegir un anillo de compromiso en otra ciudad que no sea Buzzard’s Grove, donde los rumores vuelan a velocidad supersónica. 
No quiero que ella se entere antes de que se lo proponga. Además, no quiero que nadie sepa por qué hacemos este viaje… ya sabes… por si no funcionara.


Pedro miró a su hermano con los ojos desencajados. Tras un momento de pesado silencio, soltó una carcajada.


—No es gracioso —gruñó Pablo.


—Sí que lo es —soltó entre risas—. Llevas una semana comportándote como un hombre con una enfermedad terminal —movió la cabeza—. Así que te ha picado el bicho del amor, ¿eh? ¿Quién lo iba a decir?


Pablo puso los ojos en blanco cuando Pedro se puso a reír entre dientes.


—¿No sé por qué esperaba compasión y apoyo moral de un tipo como tú.


—Eh, puedo darte mi compasión y apoyo —lo cual era verdad, después de una semana de sufrimientos corporales por Paula.


—Claro —espetó Pablo—. Yo nervioso preguntándome si me va a aceptar cuando le haga la pregunta vital, y a ti te divierte. Me preguntaba cómo ibas a reaccionar; después de todo, también te afecta. Cathy se vendrá a vivir con nosotros. Habrá que hacer algunos cambios en el rancho.


—Sí, imagino que no me querrás paseando en calzoncillos cuando me dé la gana —comentó con una sonrisa—. Aunque Cathy quizá no note la diferencia.


—No es gracioso —le lanzó una mirada asesina.


—¿No?


—No. Sabes muy bien que tenemos una política al respecto que siempre hemos respetado.


—De acuerdo, Cathy y tú podéis instalaros en el dormitorio de mamá y papá con su cuarto de baño privado. Yo no iré por ahí en ropa interior. Problema solucionado.


—Hay otro problema potencial —comentó con aprensión.


Pedro frunció el ceño, tratando de recordar la última vez que había visto a su firme hermano tan nervioso e inseguro.


—Bueno, ¿cuál es el problema catastrófico? —preguntó impaciente.


—¿Y si me dice que no? —soltó.


Lo que hacía temblar a Pablo era la perspectiva del rechazo: La idea lo petrificaba. Supuso que después de haberlo visto sufrir con Sandi Saxon no veía nada agradable en semejante situación.


—¿Hay algún motivo para sospechar que Cathy diga que no?


—¡Diablos! —exclamó a la defensiva—. Nunca antes había estado enamorado. Y por esa mujer estoy loco. Ella dice que también me ama, pero, ¿y si no es tan profundo como lo que siento yo? ¿Y si quiere que sigamos saliendo juntos los próximos cincuenta años? Yo deseo un compromiso… Al menos es lo que creo. ¿Llegas a saberlo con certeza alguna vez? Sé que me vuelvo posesivo y me frustro cuando otros hombres la miran en el restaurante, en la calle, en el supermercado. No quiero estar con nadie más y tampoco que lo esté ella. Pero, ¿y si el matrimonio no funciona entre los dos? ¿Y si…?


Pedro alzó una mano para detener la andanada verbal de dudas que salían de labios de su hermano.


—Eh, contrólate. ¿Piensas casarte con ella para mantener a raya a los hombres hambrientos de Buzzard’s Grove?


—No, pero…


—¿Porque es increíblemente atractiva?


—En parte, supongo. ¿Es algo malo? —preguntó con ansiedad.


—No, quizá eso capturara tu interés al principio, pero si estás con ella solo por el sexo, entonces no tiene sentido que le compres un brillante. Si no logras quitártela de la cabeza, si quieres pasar todos tus minutos libres con ella, tener los mismos ideales y creencias, entonces hablas de un compromiso positivo y de un deseo fuerte de que funcione.


—¿Desde cuándo te has vuelto tan listo? —lo miró pensativo.


—Siempre he sido el más listo de los dos —sonrió—. Oh, además me partieron el corazón en trocitos, de modo que he tenido tiempo de analizar en qué salió mal mi relación. El problema es que yo estaba loco por Sandi pero para ella solo fui el cebo para atrapar peces mayores —lo miró con intensidad—. ¿Tú eres su pez mayor o su cebo?


—Ninguna de las dos cosas —repuso tras pensarlo.


—¡Respuesta acertada! —lo felicitó—. Eso indica que no te está usando. A pesar de lo mucho que me cuesta creerlo, me parece que Cathy quizá te quiera por quien eres, aunque me es imposible imaginar qué ve en un vaquero tonto como tú.


El comentario burlón ayudó a que Pablo eliminara la tensión y sonriera de buen humor.


—Da la casualidad de que tengo muchas cualidades positivas —declaró.


—¿Sí? Dime tres —desafió Pedro.


—Soy honesto, trabajador, de confianza y con una moral sólida. Son cuatro. Podría seguir…


—Vale ya. De modo que eres merecedor del afecto de Cathy, y ella del tuyo. Así que adelante, hermano. Lánzate. Compra el anillo y expón tu corazón.


—¿Y si me dice que no? —preguntó, tenso otra vez.


—Entonces es una idiota y podrás superar el rechazo. Reconozco que no es un paseo, pero sobreviví. Tú también lo harás.


—Sí, ya vi lo bien que resististe —gruñó Pablo—. Los dos primeros meses fuiste como un perro rabioso, luego estuviste sombrío durante más de un año. Después, no volviste a darte la oportunidad de comprometerte con otra mujer por miedo a que te pasara lo mismo. Si eso es lo que me espera a mí, me descarto. No quiero participar en ese juego.


—Me he recobrado por completo —anunció, obligándose a sonreír.


—Cielos, me animas. Solo has tardado siete años.


Por primera vez en años, Pedro podía ver una luz al final del túnel, sentir las chispas de la atracción, y estaba ansioso por volver a salir con una mujer muy concreta. El problema era que su hermano lo había arrastrado para acompañarlo a comprar un anillo de compromiso en el momento en que se había hecho indispensable para una mujer muy cauta, que había despertado su interés y sobrecargado su impulso sexual.


—Esto no tiene nada que ver conmigo —repuso—. Es sobre Cathy y tú. No me da la impresión de que sea una mujer con el signo del dólar en los ojos. Además, no le gusta una vida de altos vuelos como a Sandi. Pero como siempre afirmas que eres mayor, más listo e inteligente que yo, estoy seguro de que ya te habrás dado cuenta de eso. ¿Qué mujer en su sano juicio no te querría? —lo animó—. Eres casero. Sabes cocinar, limpiar, hacer la colada y has conseguido que el rancho sea un éxito, incluso en estos tiempos duros. Si quieres ser candidato a Mejor Marido Potencial del Año, yo votaré por ti.


—Gracias, Pepe —encorvó los hombros—. De modo que si encuentro el valor para seguir adelante, ¿te parece bien la idea de compartir el rancho con Cathy y conmigo? ¿No te mofarás si pasamos considerable tiempo en la intimidad de nuestro dormitorio?


—Bueno, no sé si podré evitar eso último, pero Cathy me cae bien. No me molesta la idea de que tu mujer viva en nuestra casa. Si quieres que me mude…


—Diablos, no, jamás se me pasó eso por la cabeza. Es nuestra casa. Supongo que yo podría trasladarme a la de Cathy en la ciudad e ir a trabajar al rancho. Quizá ella lo prefiera, ya que ha de pasar mucho tiempo en la cafetería.


—¿Crees que preferirá un apartamento pequeño cuando disponemos de nuestro espacioso rancho? ¿Crees que querrá pasar todo el tiempo en la ciudad, cuando ha de tratar con clientes seis días a la semana? ¿Quién no querría un refugio en el campo?


—Bueno, no puedo tomar todas las decisiones sin consultarlo con ella —repuso Pablo—. No quiero parecer dictatorial. A las mujeres modernas no les gusta eso.


—No me lo recuerdes —musitó Pedro—. Buscan a un hombre que no sea dominante, que haga su parte del trabajo en casa, que eche una mano en criar a los hijos. Se supone que en la actualidad estamos en contacto con nuestro lado femenino. Aunque no sé qué significa eso.


—Pasaré la aspiradora, quitaré el polvo, limpiaré la cocina, si eso significa tener más tiempo para estar con Cathy. Estoy loco por ella, Pepe. No se me ocurre nada que no me guste de ella. Salvo quizá que le molesta que cambie constantemente de canales en la tele. Me encanta cómo me mira, cómo hace que me sienta. Adoro su risa, su optimismo, sus sonrisas, su ética de trabajo. La… amo.


—Muy bien, entonces. Vayamos a buscar un anillo. ¡Eh! Esa es nuestra salida. Aminora.


Mientras Pablo pasaba al carril de la derecha para salir a la interestatal, Pedro movió la cabeza consternado. Su hermano no iba a serenarse hasta que Cathy no tuviera su anillo en el dedo.


Pensó en Paula y se preguntó si lo echaría de menos. 


Esperaba que sí, porque si no la besaba, si no la abrazaba pronto y respiraba la tentadora fragancia que le aturdía los sentidos, se quedaría reducido a un montón de cenizas frustradas.


La cuestión era si lo querría tener cerca tanto como él anhelaba estarlo. Paula siempre se mostraba cauta a su lado.






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 18




La semana siguiente Paula fue mimada. Bastaba con que diera la impresión de que necesitaba algo para que Pedro se desviviera por satisfacer su capricho. No dejó
en ningún momento de alimentar a los animales, de lavar los corrales y de trasladar algunas jaulas al linde oeste de la propiedad.


Pedro la seguía como un ángel guardián cada vez que se movía con las muletas que le había conseguido. Si Paula quería salir a respirar aire fresco y visitar a los animales, la llevaba hasta las jaulas y la dejaba sola para que disfrutara de intimidad.


Cuando no disponía de tiempo para cocinar entre las tareas de su rancho y el de ella, aparecía con comida comprada en la cafetería llamada Cathy’s Place. Se ocupaba de todas sus necesidades con una eficacia tan alegre que le resultó imposible no admirar y respetar su disposición a echar una mano.


Como Teresa le había llevado varias carpetas de la oficina, no tuvo que preocuparse por retrasarse en el trabajo. Entre los dos se habían encargado de que no le faltara nada. 


Empezó a acostumbrarse a esos mimos… al menos hasta cierto punto.


La única desilusión que experimentó radicó en el comportamiento caballeroso de Pedro. Jamás pensó que una mujer pudiera quejarse de algo así. Desde la noche que prometió mantener las manos lejos de ella, había sido un caballero perfecto. Demasiado perfecto. Al aceptar el hecho de que se sentía muy atraída por ese vaquero apuesto, no le habría importado intimar más. Pero las inhibiciones de tantos años le impedían iniciar un contacto romántico.


Durante una semana Pedro entró y salió de su casa sin ofrecerle un solo beso, y únicamente se permitió unos contactos casuales. Paula se preguntó si se habría cansado de ella mientras su propia fascinación no dejaba de multiplicarse.


Después de recorrer las jaulas y los corrales a duras penas con las muletas y de golpearse la pierna delicada al entrar y salir de la bañera, se sentía cansada e irritada cuando Pedro llegó con bandejas de comida caliente de la cafetería.


—Pareces exhausta, Pau —comentó mientras distribuía carne asada, puré de patatas, salsa y maíz en la mesita de centro. La miró y luego frunció el ceño—. Has pasado mucho tiempo de pie. Te dije…


—Termina la frase y tendrás la carne por sombrero, vaquero —amenazó—. ¿No te necesitan en ninguna parte?


—¿Estás harta de mí?


—Estoy harta de… —calló antes de soltar que se moría por un beso y que él no parecía en absoluto interesado en continuar donde lo habían dejado la semana anterior.


—¿Harta de qué? —la estudió.


—De nada —se encogió de hombros como pudo—. Solo estoy de malhumor.


—¿De verdad? No lo había notado —sonrió con ironía.


Cenaron en silencio agradable mientras veían las noticias en el televisor, luego Pedro recogió todo, tal como era su costumbre.


—He de ponerme al día en el rancho, luego me ausentaré unos días —anunció—. Si necesitas algo, llama a tu secretaria. Con lo que te adora, probablemente mueva cielo y tierra para conseguir lo que quieres.


Al ver que daba la vuelta para marcharse, la desilusión cayó sobre ella como un mazo. ¿Se marchaba sin darle un beso de despedida ni decirle que la iba a llamar?


—Evita todo lo que puedas tener que moverte —ordenó Pedro al abrir la puerta delantera—. Cuídate, Rubita.
Y se marchó.


Paula clavó la vista en la puerta. Nunca antes le había importado estar sola, pero en ese momento la soledad la envolvió como una sofocante nube de humo.


¿Qué había salido mal? ¿Habría dicho o hecho algo que no le había gustado? Maldita fuera, quizá en todo momento hubiera tenido razón. Tal vez Pedro solo se había sentido culpable por su tobillo, y al creer que ya la había compensado satisfactoriamente, estaba ansioso por seguir con su vida. Si eso era verdad, ¿por qué no había intentado convencerla de que abandonara su refugio para animales? 


Era lo que habría esperado.


Se reclinó sobre el sofá y escuchó los sonidos del silencio que la invadieron. Pedro había dejado huella de su presencia en cada habitación. Se había ido, pero el recuerdo amable y cariñoso del hombre con el que había pasado la última semana seguía allí para atormentarla.


Cuanto más tiempo permaneció echada, más se cuestionó si el motivo para que su compromiso con Raul hubiera fallado tan miserablemente, el motivo por el que… bueno, fuera lo que fuere lo que tenía con Pedro, también hubiera fallado, se debía a ella. Quizá no tenía lo que hacía falta para crear una relación fuerte y duradera con un hombre. Tal vez su personalidad dominante funcionaba como un repelente de insectos. Quizá necesitaba expresar sus sentimientos de forma abierta. Tal vez necesitaba iniciar un contacto físico.


Tal vez necesitaba comprar un vídeo que le mostrara paso a paso cómo informar a un hombre de que había llegado a ella de todas las maneras imaginables.


Frustrada, levantó el pie lesionado y soportó la sensación embotadora de la bolsa con hielo que Pedro le había preparado.


Era una pena que el hielo no surtiera efecto sobre las emociones heridas.





EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 17




Pedro ladeó la cabeza y la estudió.


—¿Te pongo nerviosa, Pau? —preguntó con voz ronca.


—Mmm —murmuró ella.


—¿Quieres que pare?


—Mmm —repuso con espontaneidad.


—Una mujer inteligente como tú probablemente ya se ha dado cuenta de que voy a besarla otra vez. ¿Representa eso un problema? —inquirió, mirándola fijamente.


—Podría ser el comienzo de uno —bajó la vista a sus labios cercanos y de pronto sintió la boca reseca—. No vas a aprovecharte mientras estoy lesionada y soy vulnerable, ¿verdad?


—Es gracioso, pero me parecía que era yo el vulnerable en este momento. ¿Te haces idea del efecto que causa en mí esa bata? No tendrás una bata de franela larga hasta el suelo, ¿verdad?


Paula bajó los ojos para ver que sus pechos corrían peligro de salírsele de la bata abierta. Se llevó la mano a la tela.


—No lo hacía adrede.


—Lo sé. Eso es lo que te hace más atractiva para mí —reconoció con voz ronca.


—¿Sí? —contuvo el aliento al ver que se acercaba más.


—Sí, y voy a besarte ahora.


Declaradas sus intenciones, y dándole un segundo para oponerse, Pedro probó sus labios y experimentó el mismo efecto embriagador que lo había invadido con anterioridad. 


Ahogó todo menos las sensaciones ardientes que se extendieron por las fibras de su ser. Ni sus ropas mojadas pudieron enfriarlo cuando ella pasó los brazos en torno a su cuello y le devolvió el beso. Ardía.


Cuando Paula lo acercó, con las cumbres de sus pechos contra su torso, Pedro ahondó el beso. Le apoyó la espalda sobre el sofá. Deslizó la rodilla entre sus piernas, atento siempre al tobillo que ella tenía levantado. Supo que sintió la palpitante extensión de su erección contra el muslo, pero no protestó cuando la pegó a él y se dio un festín con sus labios.


De pronto todo quedó a oscuras y en silencio y Pedro cayó en las profundidades de un beso ardoroso que hablaba de una pasión que amenazaba con estallar.


Ni siquiera podía recordar la última vez que se había involucrado de esa manera, tan dominado por el deseo. Sandi Saxon jamás lo había besado de ese modo, como si no tuviera suficiente de él.


La sensación era mutua. Pedro tampoco tenía suficiente de Paula. La necesidad de tocar y explorar su maravillosa figura lo abrumaba. Bajó la mano para pasar las yemas de los dedos sobre un pezón tenso.


Ella gimió y jadeó. Cuando jugueteó con la cima contraída con los dedos pulgar e índice, las oleadas de deseo que la recorrieron reverberaron en su propio cuerpo. Embriagado por el poder masculino que ostentaba, inclinó la cabeza para pasar la lengua por el otro pezón. Ella se arqueó hacia su mano y labios exploradores.


Había algo increíblemente satisfactorio en excitar a Paula. 


Anhelaba oír más de esos sonidos jadeantes que podía producir en ella. Se moría por posar sus manos y labios hambrientos en cada centímetro de su cuerpo. Quería conocerla por el tacto y el aroma y llevar ese inesperado momento a su conclusión natural.


No supo cómo se había perdido con tanta celeridad en una mujer. Había dedicado años a evitar encuentros que pusieran su corazón en peligro. Y de repente se encontraba de rodillas, figurada y literalmente, deseando correr otro riesgo con esa mujer que lo atraía de tantas maneras diferentes.


El sonido apagado de un teléfono al final logró registrarse en el agitado cerebro de Pedro. Maldijo la interrupción y alzó la cabeza para notar que todas las luces de la casa estaban apagadas. Reinaba un silencio y una oscuridad absolutos… salvo por su respiración agitada.


—Mi bolso —graznó Paula.


—¿Eh? —dijo, como perdido.


—Tengo el teléfono móvil en el bolso. ¿Puedes llegar hasta él?


—No veo nada —dominado por un deseo ciego, tanteó en busca del bolso.


—En el extremo de la mesita.


Al tocarlo, hurgó en él hasta sacar el teléfono. Con manos temblorosas, apretó el botón que lo activaba y luego se lo entregó a Paula. Habría dado todas sus posesiones para poder verle la cara y comprobar si parecía la mitad de atormentada y desorientada que él.


—¿Hola? —dijo mientras se juntaba la bata abierta y clavaba la vista en la oscuridad, deseando que su pulso acelerado recuperara la normalidad.


Aún no podía creer la rapidez con la que se habían desvanecido sus inhibiciones ante esa hoguera sensual que había ardido entre ellos. En cuanto Pedro la besaba, la acariciaba, se olvidaba de todo.


—¿Jefa? Soy Teresa. El sheriff ha dicho que recibió una llamada que lo informó de que la tormenta había averiado un transformador al oeste de la ciudad. ¿Te has quedado sin corriente?


Paula contempló el oscuro perfil del hombre que en ese momento estaba sentado con las piernas cruzadas en el sofá. Su transformador no tenía nada mal, aunque supuso que Teresa se refería a la falta de electricidad.


—Sí, las luces se han ido… hace poco —no sabía muy bien cuándo, ya que sus sentidos habían estado sometidos a un asedio sensual y su mundo había estallado en una cascada en tecnicolor.


—Si quieres puedes pasar la noche en mi casa —ofreció Teresa.


—Gracias, pero podré arreglarme —frunció el ceño con curiosidad cuando su cerebro desconcertado comenzó a funcionar con normalidad—. ¿Cómo es que el sheriff te habló de la avería eléctrica con tanta prontitud? —hubo una pausa y Paula sonrió ante el tartamudeo de Teresa.


—Eh, bueno, mmm…


—Reed Osborn está ahí contigo, ¿verdad? —adivinó.


—Sí.


—¿Degustando esos bollos caseros de canela que llevaste a la oficina la semana pasada?


—Así es.


—Disfruta de tu fin de semana, Teresa —murmuró—. Nos veremos el lunes.


—Siempre disfruto de mi tiempo libre. Pero si necesitas algo, jefa, cualquier cosa, no dudes en llamar. Estoy en deuda contigo y me gustaría devolverte el favor de la manera que pueda.


Ni se le pasó por la cabeza mencionarle el tobillo torcido, ya que se habría presentado de inmediato en el rancho. Su lealtad, aunque la agradecía, podía llegar a interferir con su floreciente relación con el sheriff Osborn. Por una vez en su vida, Paula quería que disfrutara de las atenciones de un hombre bueno y decente. Podía llegar a ser el comienzo de algo prometedor para Teresa.


Al colgar pudo sentir la mirada intensa de Pedro. Si esa noche servía como indicio, podrían llegar a ser dinamita juntos. Siempre y cuando se atreviera a dar el salto… y no pensaba comprometerse en nada cuando se sentía tan agitada como en ese momento.


—¿Puedo usar tu teléfono móvil? —preguntó él, sacándola de sus reflexiones—. Supongo que tus teléfonos inalámbricos de la casa no funcionan sin electricidad, y mi móvil está en la furgoneta.


—Claro —se lo entregó en la oscuridad.


—Voy a pasar la noche aquí contigo —anunció de repente.


—No creo que sea una buena idea. Nos conocemos desde hace apenas una semana. Sí, reconozco que la, mmm, energía sexual que fluye a nuestro alrededor podría generar suficiente voltaje para iluminar la casa, pero…


—No es lo que piensas —cortó con una sonrisa—.
Es por la tormenta y tu tobillo torcido. Lo último que necesitas es golpeártelo en la oscuridad. Además, ya me has pedido que no me aprovechara mientras estuvieras lesionada y vulnerable, ¿recuerdas?


—Oh —no supo si se sintió aliviada o decepcionada.


—Otra razón para que no tengas que preocuparte porque terminemos tan pronto en la cama —murmuró mientras alargaba la mano para tocarle los labios, aunque por accidente le dio en el ojo—. Lo siento.


—Está bien. No me duele tanto como el tobillo.


—Por eso me muestro tan noble —informó—. Lo más probable es que te hiciera más daño y ya me siento bastante mal por el tobillo.


—No paro de repetirte que tú no eres responsable. Y si haces esto por un equivocado sentido de culpabilidad…


En esa ocasión encontró sus labios con exacta puntería. La besó con una urgencia que ella comprendió muy bien. Pasó largo rato hasta que ambos tuvieron la necesidad de respirar.


—¿Esto te ha parecido culpabilidad, cariño? —inquirió—. Me enciendes desde la cabeza hasta los pies. Has conseguido secarme la ropa.


Pedro


—Lo sé. He vuelto a ser demasiado directo y sincero. Mi hermano jura que es uno de mis peores defectos.


—Creo que es una de tus características más admirables —afirmó ella—. Me gusta tu honestidad, aun cuando no siempre coincido con todo lo que dices.


—¿No estás de acuerdo en que podríamos incendiar la noche si nos fuéramos juntos a la cama? —preguntó pasado un momento.


Paula no estaba acostumbrada a los hombres directos. Se sentía cohibida y requirió valor para abrirse y confiarle lo que sentía.


—No cuestiono el hecho de que ambos somos pirómanos —repuso, afanándose por mostrar un tono ligero—. Lo que pasa es que no tengo costumbre de irme a la cama con un hombre. Hay un motivo para que Raul no me fuera fiel. La verdad es que…


Pedro apoyó los dedos en sus labios para silenciarla.


—No me importan tus relaciones pasadas. Me importa cómo haces que me sienta, cómo te hago sentir.


—Estoy de acuerdo, pero hay algo… —cuando los labios de él se posaron con suavidad en los suyos, sintió que se derretía en el sofá. Demasiado pronto Pedro alzó la cabeza, suspiró y se apartó.


—Jamás haré esa llamada telefónica si empiezo a besarte. Maldición, Rubita, me cuesta mucho mantener mis manos apartadas de ti.


Paula lo oyó marcar los números mientras se preguntaba qué había sido de las defensas en las que había confiado durante años. Se habían disuelto al primer contacto con él.


—¿Pablo? Soy yo —comentó Pedro cuando su hermano contestó.


—¿Alguna vez te han dicho que eres muy inoportuno?


—Doy por hecho que estás en la ciudad, a la espera de que pase la tormenta —sonrió.


—¿Y? —preguntó Pablo a la defensiva.


—¿Es este un ejemplo de tu envidiable tacto, hermano? —se burló.


—Vete al infierno. ¿Qué quieres?


—Llamaba para informarte de que la electricidad se ha ido. Paula se torció un tobillo y me voy a quedar con ella para cuidarla.


—La enemistad debe de estar disolviéndose —conjeturó Pablo.


—Sí, ahora podemos mantener una conversación sin gritarnos —no pensaba contarle que sus besos eran tan explosivos y devastadores como sus discusiones.


—Eso es un avance para ti. Me alegra oírlo. ¿Es lo único que pasa por allí en la oscuridad? Empiezo a recibir unas vibraciones muy intensas.


Había ocasiones en las que Pedro deseaba que la comunicación telepática que habían desarrollado a lo largo de los años no fuera tan aguda.


—Regresaré al rancho por la mañana —informó—. No olvides que nos hemos ofrecido voluntarios para poner las mesas y las sillas para la reunión social en la iglesia.


—Correcto. Mmm… te veré después de comer.


Pedro cortó y luego se puso de pie.


—Te recomiendo que duermas en la habitación de invitados de la planta baja. ¿Necesitas pasar por el cuarto de baño antes de que te meta en la cama?


La oscuridad no logró ocultar del todo el bochorno que sentía Paula, pero no puso objeción cuando él la alzó en brazos y la llevó por el pasillo.


—Ten cuidado por dónde pisas —advirtió—. El tobillo me palpita como mil demonios. Si me lo golpeara contra la pared, me niego a ser responsable de tus tímpanos cuando grite.


—Quizá primero debería haberte preguntado dónde tenías una linterna —indicó mientras avanzaba con cautela.


—En el cajón de la mesita de noche de mi dormitorio, arriba —explicó—. Primera puerta de la derecha.


—¿Qué lado de la cama?


—Izquierdo.


Pedro logró llevarla al cuarto de baño de la planta baja sin golpearle el tobillo contra la pared, luego la dejó de pie.


—Vuelvo en seguida.


Fue a tientas por el pasillo y esperó la iluminación breve de un relámpago antes de aventurarse por las escaleras. 


Avanzó a ciegas por el dormitorio para sacar la linterna.


En cuanto pudo ver su entorno, se tomó un momento para inspeccionar la habitación de Paula. Aún no estaba restaurada, pero el cuarto era espacioso. La cama exhibía un edredón colorido y muchos cojines. No había ni una sola foto familiar. Lo entristeció pensar que había crecido yendo de un lado a otro, sin sentir jamás que podía contar con alguien en una situación apurada.


Él tenía muchos recuerdos de amor de su infancia, y Paula prácticamente ninguno.


También coincidió en que el papel de la pared era espantoso. Bajó para llevarla a la cama.


—Voy a entrar, estés o no lista —anunció antes de abrir la puerta del cuarto de baño.


Ella se apoyó en el lavabo con el pie izquierdo levantado. 


Tenía la cara blanca como el almidón. De inmediato comprendió que el tobillo la estaba matando.


—¿Has tomado algún analgésico? —preguntó.


—Sí, pero aún no ha tenido tiempo para surtir efecto.


—Traeré otra bolsa con hielo en cuanto te acueste —la alzó con cuidado en brazos y se dirigió a la habitación de invitados—. Mañana, cuando vaya a la ciudad, traeré unas muletas. Haz una lista de cualquier cosa que puedas necesitar —«¿qué te parece una caja de preservativos?», dijo una voz en su mente. «¡Ni pienses en ello, Alfonso! De acuerdo, pero no hace daño estar preparado, por las dudas».


Ella le tomó la mano mientras la arropaba con el edredón.


—¿Pedro?


—¿Sí? —carraspeó para desterrar los pensamientos lascivos.


—Agradezco de verdad tu amabilidad y ayuda. Yo… bueno, no tengo mucha práctica en eso de ser agradecida, de modo que si no te doy las gracias muy a menudo, solo es por falta de experiencia.


—De nada —se inclinó para rozarle los labios y se irguió de inmediato. Cuando regresó con una bolsa nueva con hielo y se despidió con otro beso, sintió unas sensaciones agradables en el corazón—. Estaré arriba en tu cama si necesitas algo. Grita y bajaré en el acto —murmuró.


—Gracias —la voz le crepitó como electricidad estática en una línea telefónica.


—Buenas noches, Rubita —dio media vuelta y se fue.