sábado, 18 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 8



Paula nunca había estado en un almacén de bricolaje. Ni su padre ni su marido eran de los que hacían reparaciones en el hogar. El de Gabriel’s Crossing le recordó a algo salido de una película, incluso había un par de hombres mayores sentados en un banco, a la sombra del porche. No la habría sorprendido que hubieran estado mascando tabaco o tallando figuritas de madera. Resultó que estaban comiendo pipas de girasol e intentando rellenar un crucigrama. 


Uno de ellos por lo visto era el dueño, porque se puso en pie y estrechó la mano de Pedro.


—Hacía tiempo que no te veía. Empezaba a preguntarme si te habías rendido con esa vieja casa y habías vuelto a la ciudad —sus ojos se arrugaron y chispearon, sonrientes.


—Siempre acabo lo que empiezo, Pat. Además, alguien tiene que mantener tu negocio a flote.


—No creas que no te lo agradezco.


—Paula, éste es Pat Montgomery —dijo Pedro, volviéndose hacia ella.


—Encantada de conocerlo, señor Montgomery.


—Aquí sobran las formalidades. Soy Pat a secas —le dirigió una mirada especulativa—. ¿Vas a estar mucho tiempo de visita por la zona?


—En realidad no estoy de visita. Me he mudado aquí... al menos temporalmente.


—Paula ha alquilado la casita que hay en mi propiedad —aclaró Pedro.


—No me digas —las espesas cejas del hombre se alzaron y su boca se torció con una sonrisa.


Paula notó que sus mejillas se encendían. Se imaginaba lo que estaba pensando, y a ella aún no se le notaba el embarazo. Por suerte, Pedro acudió al rescate.


—Paula buscaba un respiro de la ciudad. Su esposo se reunirá con ella más adelante.


Ella comprendió que debía haberle dado esa impresión. No estaba en su naturaleza mentir, ni omitir la verdad. Sin embargo, en ese momento le pareció mejor dejar las cosas así.


—Estoy seguro de que tu esposo y tú estaréis bien en Gabriel’s Crossing. Es un buen sitio para un respiro.


—Sí, estoy segura de que así será.


—La pintura está en el primer pasillo —dijo Pedro, señalando al final de la tienda—. Yo buscaré la madera que necesito mientras tú eliges.


—De acuerdo.


Ella dedicó unos veinte minutos a ver los muestrarios de tonos. Supo exactamente cuando Pedro llegaba a su lado. No oyó sus pasos. Más bien percibió su aroma a jabón y, sin saber bien por qué, intuyó su presencia. Debía ser una tontería, pero había algo en él que resultaba reconfortante. No iba a permitirse considerar el resto de los adjetivos que se le pasaban por la cabeza.


—He reducido la elección a estos dos tonos —dijo, antes de darse la vuelta—. He leído que el verde es un color relajante, perfecto para proporcionar un sueño pacífico y reparador.


—Una de las paredes de mi dormitorio es roja. Bueno, técnicamente carmesí. Me pregunto qué se supone que proporciona eso —sus ojos chispearon con humor. Con humor y algo más.


—El insomnio —dijo ella, tragándose las inapropiadas respuestas que se le ocurrieron.


Pedro soltó una risotada y se pasó una mano por el pelo, dejándolo tan alborotado como era habitual.


—No sé qué decir. Yo duermo como un bebé.


La palabra «bebé», ayudó a Paula a disipar cualquier pensamiento inconveniente.


—Verde espuma —extendió la muestra como si enarbolara una daga—. ¿Qué opinas?


—Es tranquilo —dijo él, tras estudiarlo atentamente.


—Perfecto.


Los dedos de él rozaron los suyos cuando aceptó el cuadrado de muestra.


—Le pediré a Pat que mezcle un par de botes y luego nos iremos.


—Te invitaré a un cucurucho de helado —dijo ella.


—Acepto la invitación y no dejaré que la olvides.


Mientras él se alejaba, Paula tuvo la impresión de que Pedro Alfonso era uno de esos hombres que nunca olvidaba nada.




MILAGRO : CAPITULO 7




Paula esperó a Pedro bajo uno de los grandes robles. Estaba lo bastante avanzada en su estado para no poder abrocharse el botón de la ropa más ajustada, pero hacía más de una semana que no sentía náuseas.


Dormía mucho, pero no sabía si era por el embarazo, consecuencia de la depresión por su futuro divorcio o puro aburrimiento. No se le daba bien estar ociosa. En la ciudad siempre había encontrado formas de ocupar su vida aunque eso, en realidad, distaba mucho de llenarla. Pero en el campo no tenía comidas a las que asistir, comités que dirigir, ni cenas que planificar. Tras mirar las paredes blancas de la casita durante casi un mes, la desesperación la había animado a presentar a Pedro su propuesta.


Mientras habían hablado de los colores había empezado a fijarse en el principio de barba que sombreaba su mandíbula angulosa y en la camiseta sudada que se tensaba sobre sus fuertes músculos. Se abanicó con la mano, achacando el ardor de su piel a la elevada temperatura. No podía deberse al hombre. 


Estaba embarazada, recién separada y a muchos meses de un futuro divorcio. Además, nunca había sido dada a fantasear. Sin embargo, durante un instante...


Buscó una explicación lógica a la curiosa mezcla de emociones que sentía. Lo mejor que se le ocurrió era que se sentía confusa y solitaria en un lugar nuevo, enfrentándose no a un gran cambio en su vida, sino a dos. Pedro era amable, simpático y amistoso. No iba en contra de la ley flirtear un poco con él. En cuanto a la inusual atracción que le provocaba, debía ser imaginaria y debida a su exceso de hormonas.


Cuando Pedro se reunió con ella, Paula notó que se había afeitado y se había cambiado de pantalones cortos y se había puesto una camisa.


Le pareció captar el olor a jabón y tenía el pelo húmedo. Se volvió hacia el árbol.


—Este roble sería perfecto para un columpio —comentó.


—O un neumático atado de una cuerda —dijo Pedro, tras examinar las gruesas ramas un momento.


—No —ella movió la cabeza—. Un columpio, sin duda. Con el asiento pintado de rojo.


—¿Estás rememorando tu infancia?


—Vivía en Los Ángeles, ¿recuerdas? —su infancia no tenía que ver con columpios—. Pero diseñé la campaña publicitaria de una compañía aérea. El anuncio empezaba con un niño columpiándose y haciendo ruidos de avión.


—«Nuestros pilotos siempre han deseado elevarse» —con una sonrisa, Pedro recitó el texto—. Recuerdo ese eslogan. No sabía que era tuyo. De hecho, no tenía ni idea de que habías trabajado... en publicidad.


—Ahora no trabajo —explicó ella; era obvio que él no se la imaginaba ganándose la vida—. Dejé mi puesto en Danielson & Marks hace cuatro años.


—Danielson & Marks —soltó un silbido—. Eso es de lo mejorcito. ¿Lo echas de menos?


—A veces —admitió ella. No había compartido eso con nadie, ni siquiera con sus mejores amistades. Cuando le hacían esa pregunta, decía que estaba satisfecha y muy ocupada con sus comités y su ajetreado calendario social. Pero a Pedro era fácil contarle la verdad—. Sobre todo, echo de menos el proceso creativo. No es fácil vender un producto o idea a los consumidores con unas pocas palabras o imágenes.


—Apuesto a que eras muy buena.


—Tenía mis momentos —ella sonrió, pensando en los cuatro premios que había ganado durante su relativamente breve carrera profesional.


—¿Y por qué lo dejaste? —preguntó él, metiéndose las manos en los bolsillos.


Ella se inclinó y arrancó una brizna de hierba que luego rompió en pedacitos.


—Bueno, iba a casarme y... —se frotó las manos sin concluir la frase.


—Tus prioridades cambiaron —apuntó él.


Paula asintió, aunque ya era capaz de admitir que no las había cambiado ella. Había hecho lo adecuado para evitar las fricciones. No se sentía nada orgullosa al respecto


—Tal vez vuelvas algún día. Con una agencia como ésa en tu currículum, pocas empresas te rechazarían.


—Sí, podría —dijo ella. Lo cierto era que su experiencia profesional era todo menos mediocre. Paula había sido buena en su trabajo y se había enorgullecido de hacerlo bien.


—¿Pero? —la animó él, como si supiera que tenía otra idea en mente.


—En realidad me gustaría crear mi propia agencia publicitaria, una especializada en publicitar buenas causas, no productos y servicios.


—Eso no debe dar mucho dinero, pero imagino que ya lo sabes. Parece que le has dado vueltas a la idea.


—Sí, pero tengo que pensarlo más —concedió ella. La idea llevaba un par de años parada, enfriándose mientras Paula se volvía cada vez más displicente.


—Éste es un buen sitio para pensar. Además, cuando decidas empezar, seguramente no te faltarán contactos para poner el negocio en marcha —dijo él.


Ella casi había esperado que él criticara la idea. 


Era indudable que sus padres y Lucas lo habrían hecho. Tal vez por eso nunca había compartido su sueño con ninguno de ellos.


—Gracias.


—¿Por qué? —Pedro arrugó la frente.


—Por... dejarme pintar la casita.





MILAGRO : CAPITULO 6




Pedro notó dos cosas sobre su inquilina: se acostaba temprano y era reservada. Llevaba casi un mes viviendo en la casita. Siempre apagaba las luces a las once y sólo se habían visto dos veces, aparte del día que llegó con una pequeña furgoneta cargada con sus posesiones y un cheque que cubría la renta de un año. Él le había pedido sólo el importe de un mes, pero ella había insistido en pagar el resto y firmar un contrato, que él había redactado apresuradamente en el ordenador.


En realidad, no había esperado que regresara. 


Había supuesto que la idea no era más que un capricho momentáneo y que se lo pensaría mejor. Podía haber tenido una discusión con su esposo y tras un beso de reconciliación se arrepentiría de su impulsividad. Él se arrepentía de haberle hecho la oferta. Pero dos días después de sellar el trato con un apretón de manos, ella había regresado, firme y determinada.


Ella había actuado de forma muy profesional, pero a él le había parecido detectar agotamiento y cierta desesperación oculta tras su sonrisa educada y firme apretón de manos. Ambas cosas lo habían intrigado, pero había controlado su curiosidad. No era asunto suyo.


En los dos encuentros siguientes, en el buzón de correos, se habían saludado, pero sin extenderse como el primer día en el porche. No habían hablado.


Pedro tenía ganas de hacerlo.


Era humano, y la enigmática Paula Chaves le inspiraba muchos interrogantes. ¿Cuál era la historia verdadera? Lo que sabía no formaba una imagen.


Para empezar, las mujeres que vestían como ella, no alquilaban casitas diminutas en el campo. Gabriel’s Crossing era un pueblo bonito y su posada de cuatro estrellas y tres casas de huéspedes atraían a bastantes turistas a lo largo del año, pero no era un destino habitual para los ricos de Nueva York. Tenía tiendas y restaurantes, pero carecía de boutiques de moda, salones de belleza y establecimientos de primera como los que exigiría una mujer de la zona acomodada de Manhattan.


Y había que tener en cuenta la alianza de oro, con su enorme piedra, que había visto de cerca en su dedo el día que le entregó el cheque para pagar la renta.


—¿Se reunirá alguien contigo en la casita? —había preguntado él.


—Eventualmente —había contestado ella, críptica.


Pedro había supuesto que ese alguien sería su marido, pero un mes después el tipo no había aparecido por allí. Empezó a preguntarse si la discusión entre ellos era algo más profundo y permanente.


Se dijo que no era asunto suyo y volvió a concentrarse en su trabajo.


Ya había terminado las molduras del salón y de las ventanas que daban a la carretera. 


Siguiendo la sugerencia de Paula, las había teñido, al igual que la repisa de la chimenea, de color caoba. El salón estaba avanzando satisfactoriamente, y sólo faltaban un par de retoques en el enlucido, pintar y pulir el suelo para completarla. Pero esas cosas podían esperar. Aún tenía muchas otras que hacer. De hecho, la única habitación totalmente acabada era el dormitorio principal. Si se tratara de uno de sus proyectos empresariales, habría varios contratistas trabajando y completando cosas. 


Pero era un proyecto personal y catártico, así que Pedro trabajaba a su ritmo y en lo que le apetecía en cada momento.


Ese día estaba poniendo el suelo en el aseo de la planta de abajo. Había elegido mármol travertino importado de México. El color arena complementaba los azulejos de un color más intenso que había utilizado en las paredes.


Llevó la mano a la botella de agua y, tras tomar un trago, utilizó el bajo de la camiseta para secarse el sudor de la frente. Aún no era mediodía, pero ya superaban los veinticinco grados a la sombra. La casa aún no tenía aire acondicionado. La empresa que había contratado le había asegurado que irían esa semana. Entretanto, Pedro tenía que apañarse con un ventilador y la brisa que entraba por las ventanas. Se puso los auriculares de su MP3 y siguió poniendo baldosas. Le gustaba escuchar música mientras trabajaba. Prefería el ritmo de rock, con mucho bajo.


—¿Hola? —la voz de Paula resonó en el pasillo, a pesar de la música que estaba escuchando. 


Estaba de rodillas cuando la oyó. Se quitó los auriculares y se echó hacia atrás para mirar por la puerta.


—Aquí —gritó.


Ella se había recogido el cabello en una cola de caballo y llevaba una blusa de lino blanco sin mangas y unos pantalones cortos color rosa. En cualquier otra mujer no habría resultado un atuendo sexy, pero en Paula... Pedro tragó saliva y sintió una oleada de calor que no tenía nada que ver con la temperatura exterior. Se recordó que era su inquilina. Casada.


Aun así, se le secó la boca. La mujer tenía unas piernas impresionantes. Lo había notado el primer día, con el vestido veraniego, pero los pantalones cortos permitían mucha más visión. 


Eran largas como las de una modelo, esbeltas sin ser delgadas. Tenía rodillas lisas, pantorrillas bien formadas y unos tobillos... Llevó la mano a la botella de agua, sin saber si prefería beber o echársela por la cabeza. Que Dios lo ayudara. 


Tenía una fijación con los tobillos. Acabó la botella de un trago y se obligó a desviar la mirada.


—Es increíble que estés trabajando hoy —dijo ella.


—¿Qué quieres que diga? —él alzó los hombros—. Soy masoquista —miró sus tobillos de nuevo—. ¿Cómo te van las cosas?


La casita tampoco tenía aire acondicionado. 


Además, el único dormitorio estaba en la planta superior, mientras que el de Pedro estaba en la planta baja.


—Estoy bien.


No era la respuesta que él esperaba. Suponía que había ido a quejarse. Si fuera él quien estuviera alquilando la casita, se quejaría.


—Voy a instalar aire acondicionado aquí, y pediré que pongan una unidad en la casita, si quieres.


—Sí. No me importa pagarla.


—Eso no hará falta. Por desgracia, no será hoy. Con suerte, al final de la semana —le dijo.


—No importa. Estoy bien —repitió ella.


—¿Siempre dices eso?


—¿El qué? —ella arrugó la frente.


—Bien. Parece ser tu respuesta comodín.


—Oh, disculpa.


—Ésa es la otra.


Ella volvió a arrugar la frente, era obvio que no sabía qué decir. Pedro deseó que perdiera los nervios. Habría apostado a que estaba guapísima enfadada.


—El suelo está fenomenal —repuso ella. La cortesía habitual, pero Pedro la dejó pasar. La mayoría de los caseros matarían por tener una inquilina tan razonable.


—Gracias.


—Es obvio que has puesto suelos antes.


—Un par de veces —admitió él. Pero hacía mucho.


Durante la última década Pedro se había ocupado de la dirección. Su hermano y él pagaban a otra gente que se ocupaba de los detalles. La suya era una historia de éxito, de pobres a ricos, según había afirmado el New York Times en el artículo que les dedicó un par de años antes.


El artículo había dado la impresión de que Pedro Alfonso, hombre de negocios y millonario, lo tenía todo. Pero incluso antes de divorciarse, él había tenido la sensación de que le faltaba algo, de que había perdido una parte vital de sí mismo. Poco a poco, la estaba recuperando.


La voz de Paula lo sacó de su introspección.


—Debes disfrutar trabajando con las manos.


Era cierto, y no sólo le gustaba utilizarlas en casas. Aunque Pedro luchó contra el impulso, volvió a mirar sus bonitos tobillos. Seguro que podría rodear uno con la mano. Se secó las palmas húmedas en las perneras del pantalón vaquero.


—Sí. No lo había hecho en bastante tiempo. 
Había olvidado lo gratificante que puede resultar.


—Creí que eras constructor.


—Hoy en día me dedico más a dar las órdenes y firmar los cheques.


—Ah —musitó ella—. Eres el jefe.


Era cierto, pero él nunca había ido por ahí proclamándolo. Conocía a demasiada gente que se había perdido al creerse su propia importancia. En el año de exilio que se había autoimpuesto, Pedro había encontrado pruebas conclusivas de que el mundo no dejaba de girar porque él decidiera apartarse de todo


—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, decidiendo que lo mejor sería cambiar de tema.


—Ah. Disculpa —dijo ella. Él hizo una mueca, al ver que volvía a utilizar esa palabra—. Me preguntaba si te importaría que hiciera algunos cambios en la casita.


—¿Cambios?


—Nada drástico —ella carraspeó—. Me gustaría pintar las paredes del dormitorio.


Toda la casa estaba pintada de blanco.


—¿Tienes algún color en mente? —preguntó él.


—Me inclino hacia el verde salvia, o algo así.


Él asintió y se rascó la barbilla, pensando en su larga lista de cosas que hacer.


—Puede que tarde un poco en hacer eso. Los armarios de la cocina llegarán la semana que viene. He convencido a un amigo para que venga a ayudarme a instalarlos —sonrió—. Dijo que me ayudaría por una buena cena y cerveza. No es mal trato.


—El mío es aún mejor. Haré el trabajo gratis.


—¿Quieres pintarla tú? —lo dijo con tanta incredulidad que ella se ofendió.


—¿Acaso parezco incapaz de hacerlo? —arqueó las cejas y cruzó los brazos.


—¿Has pintado alguna vez? —Pedro casi sonrió. Le gustó descubrir que la mujer tenía su genio.


—Algo.


—¿En serio? —preguntó él, sorprendido.


—Bueno, no. A no ser que cuenten las uñas de los pies.


Pedro miró sus pies. Las sandalias abiertas ofrecían una vista de diez deditos con uñas rosa pastel. Su fetichismo por los tobillos se había encontrado con competencia.


—Lo haces muy bien.


—Es todo juego de muñeca —ella alzó los hombros.


—¿En serio?


—Podría enseñarte —ofreció ella—. Seguro que es una destreza que te vendrá bien en tu próxima obra.


Las esquinas de su boca se curvaron con una media sonrisa. A él le gustó verlo. Y saber que había contribuido a hacerla sonreír.


—Creo que pasaré. Tal vez podría limitarme a ver cómo te las pintas —la idea le resultó más excitante de lo que Pedro deseaba.


Lo cierto era que ella era excitante. Estaba más sexy vestida de lino rosa que la mayoría de las mujeres con lencería de encaje negro.


Se miraron. Pedro sintió una corriente eléctrica en todo el cuerpo. Paula jugueteó con su alianza y él medio deseó, medio temió, que ella hubiera sentido las mismas chispas que él.


—He estado viendo programas de bricolaje últimamente —comentó ella—. Creo que he aprendido unos cuantos trucos.


Pedro tardó un segundo en recordar de qué habían estado hablando. Pintura. La casita.


—Muy bien. En parte es sentido común. El resto es juego de codo. La técnica sólo importa si uno cobra por horas.


—Entonces, ¿me permites hacerlo? —sonrió ella.


—Claro. No tengo nada en contra de la mano de obra gratuita. Y si resulta un desastre... —se encogió de hombros— ...no es más que pintura. Un par de manos más y quedará como nueva.


—No será un desastre —le aseguró ella.


—Eres una perfeccionista, ¿eh?


—Si hay que hacer algo, ¿por qué no hacerlo bien? —replicó ella con toda seriedad.


—Es una pena que no todo el mundo comparta tu filosofía. ¿Estarás libre alrededor de las tres?


—Sí —contestó ella.


—Perfecto. Iremos al pueblo y pasaremos por el almacén. Necesito unas cuantas cosas y tú podrás elegir el color de pintura que quieres.



MILAGRO : CAPITULO 5




Paula regresó a la ciudad a última hora de la tarde. Abrió la puerta lentamente, temiendo la confrontación que estaba por llegar. Debería haber adivinado que lo que quedaba por decir se diría de forma civilizada, tan civilizada como para resultar impersonal. En eso su marido era igual que los padres de ella, no le gustaba discutir.


Encontró a Lucas en su despacho, sentado en su sillón de cuero favorito, junto a la chimenea de gas, que chisporroteaba alegremente, compitiendo con el aire acondicionado. Las cosas como el precio de la electricidad y la conservación de la energía no le interesaban. 


Tenía suficiente dinero como para desperdiciarlo. Eso le había dicho a Paula una vez, cuando ella lo recriminó por dejar el grifo abierto en el cuarto de baño.


Lo contempló. Era un hombre atractivo, sofisticado y de aspecto cuidado. Pensó que nunca lo había visto con pantalones vaqueros, ya fueran de diseño o desgastados por el uso. 


Tampoco podía imaginárselo manejando herramientas eléctricas y oliendo a serrín y sudor. Él se consideraba por encima de cualquier tipo de labor física. Los únicos callos de sus manos se debían a su partida de squash semanal, y sus músculos al ejercicio que realizaba con un entrenador personal en el gimnasio de casa.


Carraspeó para atraer su atención, rompiendo la norma fundamental de sus padres: «espera siempre a que te hablen, antes de hacerlo tú». 


En ese momento comprendió cuánto la molestaba esa necesidad que tenía de guardar silencio ante su marido.


Lucas la miró por encima del Wall Street Journal.


—Ya he cenado, porque no sabía cuándo regresarías —dijo—. Creo que Maria ha dejado algo en el horno para ti.


Paula sintió un vuelco en el estómago, que no tenía nada que ver con la mención de la cena.


—No tengo hambre. ¿No sientes ninguna curiosidad por saber dónde he ido?


—Supongo que irías a Bergdorf a liberarte del mal humor —dijo él con voz seca—. ¿Cuánto has gastado?


Si eso era lo que pensaba de ella, no la conocía en absoluto. Aun así, por el bien del bebé, decidió intentar salvar su matrimonio una última vez.


—No estoy irritada, Lucas. Estoy... horrorizada por la solución que sugeriste. Tenemos que hablar.


El dobló el periódico y lo puso a un lado. Nunca había sido un hombre afectivo, pero en ese momento parecía tan distante que ella sintió un escalofrío. El tono de su voz cuando habló estuvo a la par.


—Creo que ya lo hemos hecho —dijo.


—No hemos hablado —discutió Paula—. Me lanzaste un ultimátum.


—Sí, y tú a mí —él enarcó una ceja.


Así había sido. Y muy en serio. No podía ni quería destruir el milagro de vida que crecía en su interior. Paula tragó aire y enderezó la espalda. Era la segunda vez en el mismo día que no iba a doblegarse.


—Voy a mudarme. Esta tarde he encontrado un sitio donde vivir. Una casita en el campo.


Sólo pensar en un horizonte de árboles y hojas, en vez de uno de metal, piedra y cristal hacía que le resultara más fácil respirar.


Lucas parpadeó dos veces rápidamente. Fue la única señal de que sus palabras lo habían sorprendido. Después reasumió la actitud distante.


—¿Necesitas ayuda para hacer el equipaje? Maria ya se ha ido, pero Niles aún está aquí.


—¿Eso es todo? —Paula perdió parte de su compostura—. Me marcho, nuestro matrimonio... se acaba, y ¿no tienes más que decir?


—Si esperas que caiga de rodillas y te suplique que te quedes, has estado viendo demasiada televisión —juntó los dedos de las manos—. Por supuesto, si has cambiado de opinión respecto a la situación...


—No es una situación. Es un bebé, Lucas. Vamos a tener un bebé.


—Tú vas a tener un bebé —apretó tanto los dedos que las yemas se pusieron blancas—. Yo no quiero niños. Tú lo sabías. Estuviste de acuerdo cuando nos comprometimos —le recordó.


—No creí que pudiera tenerlos. Los médicos me habían dicho...


—Estuviste de acuerdo.


—Entonces, ¿ya está? —preguntó Paula con voz suave.


—No, pero los abogados tendrán que solucionar el resto.


Ella tragó saliva. Se preguntó si realmente había esperado que cambiase de opinión. Y algo aún peor, si ella había deseado que lo hiciera.


Su relación nunca había sido explosiva. Incluso al principio cuando todo era nuevo y debería haber sido emocionante, habían escaseado las chispas. Se preguntó en qué se había basado. 


Tal vez en intereses mutuos, o respeto. O gratitud porque Lucas la aceptara, a pesar de su incapacidad de concebir.


—¿Por qué te casaste conmigo, Lucas? —preguntó—. ¿Me quieres? ¿Me quisiste alguna vez?


Él la estudió un largo momento.


—¿Por qué no te haces esas preguntas a ti misma?


Mientras doblaba ropa y la metía en maletas, Paula lo hizo. Y no le gustaron las respuestas que obtuvo.