miércoles, 31 de julio de 2019

INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 55




Paula se sumergió en el delirio como catapultada por agitadas y sucesivas olas. No ignoraba lo que estaba haciendo, pero se sentía arrastrada por un ansia tan primitiva, tan básica y tan estrechamente ligada a su propio ser, que era incapaz de detenerse. Pedro la besaba desesperadamente en los labios, robándole el aliento, inflamándola de deseo.


Ajena a la lluvia, sembró de besos su rostro. El terror y la confusión de los últimos días se disolvieron, consumidos en el tórrido calor del momento. Las manos de Pedro parecían tocarla por todas partes, enredándose en su pelo, acunándole los senos, deslizándose bajo la cintura de sus pantalones y de sus bragas. 


Podía sentir en la espalda el duro metal de la puerta del coche, apretada contra el cuerpo de Pedro. Pero incluso el dolor formaba parte de aquel salvaje abandono, como si todas las reglas hubieran sido transgredidas, rotas.


Se aferraba a Pedro hundiendo los dedos en sus hombros sin dejar de besarlo en los labios. 


Deslizando una mano entre sus piernas, tocó su excitación a través de sus vaqueros empapados. 


Estaba dura como la piedra. El se apresuró a facilitarle la tarea, bajándose la cremallera para que sus dedos lo exploraran a placer. Paula podía sentir una cálida humedad en su ropa interior mientras introducía cada vez más profundamente la mano entre sus ropas, agarrando su erección.


Pedro le bajó entonces los pantalones, que resbalaron hasta sus pies. Para entonces los dos estaban temblando, ahogándose en el deseo que los consumía. Pedro, siempre Pedro


Nunca había necesitado a nadie como lo necesitaba a él en aquel preciso momento. 


Necesitaba la liberación y la pasión, necesitaba algo a lo que aferrarse mientras su mundo se derrumbaba. Nada en toda su vida le había parecido tan perfecto, tan adecuado.


Pero era un error. Emitiendo un gemido de dolor que parecía arrancado de lo más profundo de su alma, lo apartó de sí.


—No puedo, Pedro. Simplemente no puedo.


La soltó, apartándose. No podía ver su expresión en la oscuridad que los rodeaba, pero sabía que le había hecho daño. Descargó un puñetazo contra la puerta del coche.


—Maldita sea, Paula. ¿Cómo diablos lo haces? Te enciendes y te apagas como si tuvieras un interruptor.


—Yo no quería que sucediera esto. Simplemente... ha sucedido.


—Y que lo digas —le dio la espalda—. Tendrás que darme unos segundos para que me recupere —añadió en voz baja, ronca.


Paula le puso una mano en el brazo.


—No es que no te desee, Pedro. Te deseo. Pero no así.


—Lo sé —se volvió de nuevo hacia ella, acercándose, pero sin tocarla—. Puede que ese anillo esté durmiendo en el fondo de un río, pero sigues siendo una mujer casada.


—Eso forma parte de ello, pero es más que eso. No podré resolver lo nuestro mientras no haya terminado con Mariano... y con los asesinatos. Espero que lo comprendas.


—Lo estoy intentando.


—¿Qué te parece si nos ponemos a cubierto de la lluvia?


—Todavía no has terminado de cambiar la rueda.


—Ya casi me había olvidado —admitió él—. ¿Ves lo que me haces?


—Lo que nos hacemos el uno al otro —se pasó una mano por el pelo empapado—. Prométeme algo, Pedro.


—Si puedo...


—Cuando todo esto haya terminado... ¿me darás una segunda oportunidad?


—No voy a abandonarte, Paula —le puso un dedo sobre los labios—. Esta vez no. Me quedaré contigo hasta que seas tú la que no me quieras en tu vida. Si llega ese caso, claro.


Aquellas palabras le llenaron el corazón de una infinita ternura. Se sentía demasiado vulnerable.


—Yo te sostendré la linterna —le dijo, agachándose para recogerla del suelo—. Tú termina de cambiar la rueda. Cuando acabemos, nos cambiaremos de ropa.


Pedro asintió y se aprestó a la tarea. Terminó en unos pocos minutos. La tensión no había desaparecido; si acaso, había aumentado. 


Paula se dijo que debería tener cuidado durante el resto de la noche y en el viaje de vuelta del día siguiente. Con demasiada facilidad podría volver a terminar en los brazos de Pedro, o en su cama...


Él era el único que poseía el poder de aplacar el miedo y terror que habían ido apoderándose de ella a cada día que pasaba. Pero no podía comprometerse en otra relación sin cerrar definitivamente la que todavía la ligaba a Mariano. La imagen de su marido seccionando la carótida de una pobre y desgraciada mujer asaltó de pronto su mente, provocándole un estremecimiento de horror. ¿Estaría acechando aquella misma noche a una nueva víctima, esperando el momento adecuado para actuar?
¿O estaría en casa, furioso con ella por haberse marchado sin su consentimiento? ¿Planeando matarla y escapar sin castigo, al igual que había hecho con las demás? Apretó con tanta fuerza la linterna que se le agarrotaron dolorosamente los músculos. Y, de repente, el dolor se presentó acompañado de una horrible y vívida premonición. A no ser que encontraran una forma de evitarlo, Mariano la mataría. Su cadáver sería el siguiente en ser encontrado. Y el pobre Rodrigo se quedaría solo en el mundo.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 54




Mariano se hallaba sentado ante su escritorio, en su refugio privado situado encima del garaje. 


La luz era tenue. Hacía calor. Su whisky estaba frío. Y delante de él estaban sus trofeos. Los cuatro. Fotografías en blanco y negro, efectuadas con la intención de poder recordar y revivir cada detalle cuando quisiera. Pero tendría que detenerse pronto... al menos por un tiempo. Incluso los policías incompetentes podían tener suerte si hacía demasiada ostentación de su superioridad.


Aquellos fieles servidores de la ley, como sus estúpidas pruebas de ADN y sus arcaicos métodos a la hora de analizar la escena de un crimen, resultaban sencillamente patéticos. Podía imaginarse su sorpresa cuando examinaran el cadáver y comprobaran el rico surtido de tejidos orgánicos diferentes. Su quirófano era una fuente de abastecimiento constante de muestras de ADN, de todos los tipos. Y tenía otras en el hospital. Todo médico las tenía.


A Mariano no le importaban los policías, a excepción de uno de ellos: aquel que había invadido su vida y que iba a pasar aquella noche con su mujer. Le costaba imaginar que Paula pudiera considerarlo tan estúpido como para suponer que no estuviera al tanto de su aventura. La mataría, al igual que había hecho con las otras, pero ocultaría el cadáver para que nadie lo encontrara. Paula desaparecería, sin más. Rodrigo y ella. Y todo aquello sería suyo. 


La casa. El dinero de los Dalton. Su posición social. La policía sospecharía algo, pero jamás conseguiría demostrar nada.


Quizá no necesitara seguir matando después de aquello. Quizá sus demonios internos se apaciguaran y durmieran su sueño eterno. 


Quizá, al fin, sería simplemente el ilustre doctor Mariano Chaves... con sus recuerdos.




*****


Las primeras gotas de lluvia repiquetearon en el parabrisas cuando se estaban acercando a Ruston. En cuestión de minutos cayó un aguacero. Casi no se veía nada.


—¿Qué te parece si paramos a tomar un café? —le sugirió Pedro—. No me gusta conducir en estas condiciones.


Paula miró fijamente a través de la ventanilla. Todo estaba terriblemente oscuro y no conseguía distinguir ninguna luz.


—¿Dónde podríamos encontrar una cafetería?


—Hace un momento he leído el letrero de un hotel-restaurante. No creo que tardemos en verlo.


—Nos empaparemos nada más bajar del coche, a no ser que hayas traído un paraguas grande.


—Me temo que ni siquiera tengo uno pequeño. Antes solía usarlos, pero nunca los encontraba cuando salía de casa.


—¿Para eso te sirven tus dotes detectivescas? ¿Para no saber siquiera dónde pones un paraguas? ¡En buenas manos me he puesto!


Aquel inocente comentario estimuló la imaginación de Pedro, al menos por unos segundos, pero prefirió abstenerse de replicar. 


Paula había empezado a relajarse en su compañía, y no quería hacer o decir nada que pudiera inquietarla. Aunque, por alguna razón, aquella noche era incapaz de dejar de pensar en el pasado. Quizá fuera su cercanía. O su aroma. 


Un delicioso y fragante aroma que estaba haciendo estragos en su sistema nervioso.


Sospechaba que se trataba de la misma química que había funcionado desde el primer momento. 


Y todavía funcionaba. Nueve años atrás, había huido de ella. Y ahora estaba sumergido en la necesidad de protegerla… y torturado por el ansia de hacerle el amor. No estaba seguro de dónde terminaba una y dónde empezaba la otra. 


Seguía pensando en Paula cuando el coche empezó a bascular hacia un lado.


—Dime que no es lo que yo pienso... —murmuró con expresión alarmada, tocándole el brazo.


Pedro soltó un gruñido.


—Dime que siempre habías deseado ponerte a cambiar una rueda pinchada en medio de una furiosa tormenta.


—Buen intento, inspector.


Puso los intermitentes de emergencia y aminoró la velocidad mientras se desviaba por una carretera secundaria, poco transitada.


—Está muy oscuro —comentó Paula mientras Pedro apagaba el motor—. ¿Cómo te las arreglarás para ver algo?


—Tengo una linterna en el maletero.


—¿Quieres que te ayude?


—No hay motivo para que nos mojemos los dos —respondió, aunque le gustaba la oferta—. Tú mantén encendido el fuego del hogar —añadió bromeando, antes de bajar del coche.


Para cuando abrió el maletero y sacó la rueda de repuesto y las herramientas, estaba calado hasta los huesos. No necesitaba darse prisa. Ya le daba igual. Colocó la linterna sobre un termo vacío de café que también había sacado del maletero, y enfocó el haz luminoso sobre la rueda pinchada. No se mantenía muy estable, pero servía.


Había aflojado ya dos tuercas cuando la linterna se cayó del termo, hundiéndose en el barro. 


Mascullando unas cuantas maldiciones que no sirvieron para nada, volvió a colocarla en su sitio.


Trabajó rápidamente bajo la lluvia... hasta que la linterna se cayó de nuevo. Esa vez el cristal quedó completamente manchado de lodo. Lo limpió lo mejor que pudo con la camisa, y luego decidió hacer un tercer intento. Dos minutos más y ya habría terminado de cambiar el neumático.


—Yo te la sostendré.


Pedro alzó la mirada, sorprendido de ver a Paula de pie a su lado, empapándose también. La lluvia resbalaba por su rostro, pegándole la ropa al cuerpo, delineando cada curva... Estaba completamente empapada, como la primera que vez que habían hecho el amor. Perdió el aliento. 


De repente se vio asaltado por un torrente de sensaciones que lo desgarró por completo, vaciándolo de todo lo que no fuera una pura y primaria necesidad animal. Se olvidó de la rueda, de la lluvia.., de todo excepto de Paula.


Allí estaba ella, en sus brazos, dejándose besar. 


El pasado, el presente, el futuro… todo se fundió de pronto, mezclado con la lluvia y la pasión, y su vida entera pareció condensarse en aquel único y mágico momento.



INTENTO DE MATRIMONIO: CAPITULO 53




La situación se estaba calentando rápidamente. 


Los análisis de ADN indicaban que el esperma que había sido encontrado en el cuerpo de Karen Tucker pertenecía a Javier Castle. Al igual que con las tres primeras víctimas atribuidas a Freddy, el cuerpo del último cadáver, a pesar de haber sido perfectamente lavado, estaba contaminado de pelos, fluidos corporales y diminutas manchas de sangre que procedían al menos de una docena de individuos diferentes.


Por último, Pedro había descubierto que Penny Washington había efectuado una rápida llamada al domicilio de los Chaves a la misma hora en que Paula había recibido la llamada anónima que, en un principio, tomó por una broma pesada. Y, de repente, era como si a Penny se la hubiera tragado la tierra. Aquel día no se había presentado a trabajar y no se encontraba en casa. Y su hijo tampoco.


En aquel momento Pedro se dirigía a casa de Matilda para recoger a Paula y marchar juntos a Monticello. Lo de encontrarse allí había sido idea de Paula. Matilda le había ofrecido su garaje para que pudiera dejar aparcado allí su coche durante la noche. Probablemente Mariano telefonearía a Janice. Pero afortunadamente no conocía a Matilda, de modo que a ella no la llamaría.


Pese a la tensión de la situación, no podía quitarse a Paula de la cabeza. No podía dejar de pensar que iba a pasar las próximas horas con ella, los dos solos... Era distinta de la atractiva y seductora jovencita de antaño. Era menos impetuosa. Más madura. Y tan sexy como entonces. Pero, por el momento, tendría que controlar su libido y restringir su relación a una simple amistad. Hasta ahora, cada segundo que habían pasado juntos lo habían empleado en hablar de los asesinatos y de la posible implicación de Mariano en los mismos. 

Pedro pensaba cambiar eso. La haría hablar de sí misma, de su interés por la enseñanza o por sus estudios, de lo que había sido su vida antes de que se viera atrapada por aquella pesadilla. Paula lo necesitaba, y él también.


Pedro aparcó frente a la casa de Matilda, situada en un antiguo y bien cuidado barrio residencial. Paula y ella estaban sentadas en el columpio del porche. Nada más verlo se levantó, se despidió de su amiga con un rápido abrazo y bajó los escalones. El viento hizo ondear su melena de seda. Su manera de andar era exquisitamente femenina, con el contoneo de caderas adecuado para inflamar la imaginación de cualquier hombre. Sus senos, firmes y perfectos, se delineaban a través de la fina tela de la camisa.


Se recriminó mentalmente: otra vez le estaba sucediendo lo mismo. Guardar las distancias con Paula iba a ser la segunda cosa más difícil que había tenido que hacer en su vida. Porque la primera había sido apartarse de ella nueve años atrás. Y había errores que una persona jamás podía olvidar.