martes, 1 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 6




En sus palabras subyacía un insulto.


Después de estar casada con Agustin durante tres años, Paula podía reconocer un insulto aunque no se lo dijeran a la cara.


Allí de pie, bajo el justiciero sol de Florida, se quedó mirando al alto y bronceado hombre que la miraba desde su barco. No pudo controlar la rabia que comenzó a crecer dentro de ella. 


Sabía que las palabras de ese hombre habían sido sólo el detonante y que su ira no iba dirigida sólo a él, pero no pudo apaciguarla.


La vida le había dado demasiados golpes últimamente y no estaba dispuesta a dejar que una especie de Tom Sawyer adulto con greñas y vaqueros recortados le dijera lo que tenía que hacer y la obligara a cambiar de planes.


Aunque lo cierto era que sus planes ya habían cambiado. Había imaginado que el crucero que los Bennett tenían reservado fuera como los de las películas. Sólo quería tumbarse al lado de la piscina y beber cócteles todo el día. El velero que tenía delante era lo más opuesto a lo que se había imaginado.


Pero era tarde y sabía que no iba a poder encontrar plaza en ningún otro crucero. No estaba dispuesta a dejar que ese barco partiera sin ella. Quería estar perdida en medio del océano para cuando Agustin regresara a su casa de Richmond. No quería correr el peligro de que pudiera encontrarla.


—¡Capitán Alfonso! —lo llamó con el tono de voz más humilde que pudo encontrar.


Él se giró. Parecía sorprendido al comprobar que ella aún seguía allí.


—¿Puedo hacer algo más por usted?


Se quedó sin palabras al encontrarse con su fría y seria mirada. Se aclaró la garganta antes de hablar.


—No quiero ir a ningún hotel. He reservado este crucero y no pienso cambiar ahora mis planes —le dijo con firmeza.


Él se quedó callado durante unos segundos. La miraba como si ella fuera una niña y estuviera intentando pensar en cómo convencerla para que hiciera lo que le convenía.


—Mire, señorita Chaves, no crea que el resto de los pasajeros y tripulación van a estar dispuestos a hacer las tareas que le correspondan y…


—Capitán Alfonso—lo interrumpió ella—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma y no espero que nadie tenga que hacerlo por mí.


Él la observó en silencio. Le costaba permanecer impasible ante su escrutinio. Estaba consiguiendo que se pusiera nerviosa.


—De acuerdo —repuso con un suspiro.


Le sorprendió que hubiera cambiado de opinión. 


Se sentía muy aliviada, pero también le molestaba sentirse así. No quería que le importara lo que ese hombre pensara de ella. Él tampoco era como ella se lo había imaginado. 


Juan lo conocía de la Universidad de Yale, una de las más prestigiosas del país, y le había dicho que era un tipo muy listo que había conseguido el mejor expediente académico de su curso. No podía creerse que un tipo de Yale acabara haciendo lo que hacía ese hombre. 


Cuando le dijo Juan que su amigo dirigía esos cruceros, se había imaginado que dirigía una gran agencia de viajes y cruceros desde algún rascacielos de Nueva York. No había pensado que pudiera ser el que capitaneara personalmente el barco ni mucho menos.


Y el hombre no iba siquiera vestido como un capitán de barco. Sus vaqueros cortados y su camiseta blanca dejaban claro que se trataba de un rebelde. Era guapo. Su pelo rubio oscuro tenía mechones que el sol parecía haber aclarado. Y sus ojos eran azules como el mar.


No sabía por qué se estaba fijando en esos detalles. Con Agustin, que también era muy guapo, había tenido toda la experiencia con hombres apuestos que quería tener en su vida. Su ex había sido extremadamente atractivo, casi tanto como mentiroso, desleal y ladrón.


El hombre que la había recibido antes en el barco se acercó hasta ellos con una radiante sonrisa en su rostro.


—¿Han solucionado ya sus problemas? —les preguntó desde el muelle.


Ese hombre le recordó que, desgraciadamente, necesitaba a Pedro Alfonso y a su pequeño barco. 


Sabía que su desaparición le daría a Agustin tiempo para tranquilizarse y darse cuenta de que, en lo referente a su fallido matrimonio, ella iba a tener la última palabra. Porque quería más que nada en el mundo tener la última palabra.


—Sí, creo que sí —le respondió al hombre.


Hernan levantó un puño al aire a modo de victoria.


—¡Genial! No sabe lo que le espera, señorita Chaves —le advirtió.


Eso se temía ella.


Esperó mientras los dos hombres se separaban unos cuantos metros y comenzaban a hablar en voz baja. Decidió ignorarlos y se entretuvo contemplando el paisaje, los otros veleros, las risas procedentes de un yate cercano y a un pequeño perro negro ladrando a bordo de un catamarán.


La conversación que estaba teniendo lugar en el barco parecía estar creciendo en intensidad. La voz de Hernan Smith era viva y entusiasta, la de Pedro Alfonso era poco más que un murmullo grave. Parecía que se resistía a aceptar lo que el otro le proponía. Minutos después, el capitán llegó rápidamente a su lado con tres largas zancadas. Tomó sus dos maletas sin decir nada. 


Ella se quedó sin palabras y sintió cómo el corazón se le quedaba atrapado en la garganta. 


Corrió tras él protestando.


—No se moleste, ya lo hago yo.


Pero él siguió andando, dando largos y rápidos pasos que dejaban muy claro que estaba molesto con todo aquello. Ella decidió calmarse y respirar profundamente. Tenía que tranquilizarse. Después de todo, él no podía saber qué era lo que había en la bolsa de piel.


Aun así, no pudo evitar seguirlo con suspicacia. 


No le importaba que ese hombre fuera amigo de Juan. Era maleducado y le daba la impresión de que antes de que terminara ese original crucero iba a tener ocasión de decírselo.


Lo siguió por las estrechas escaleras y por un pequeño pasillo hasta que llegaron a un camarote que no era más grande que un armario ropero.


—Esta es su habitación —le dijo él de mala gana mientras dejaba las dos maletas en la cama.


El camarote ya era pequeño, pero lo parecía aún más con él allí. Con alivio, comprobó que al menos todo estaba limpio.


—¿Necesita algo? —le preguntó él, con tono de hacerlo por compromiso.


Era obvio que estaba deseando salir de allí.


—Bueno, me encantaría que me trajeran una jarra de té helado y un bocadillo, por favor —dijo ella con extrema educación.


Él le sonrió. Estaba claro que pensaba que estaba bromeando.


Lo cierto era que Paula no bromeaba. Llevaba doce horas sin comer nada, pero se dio cuenta de que era mejor fingir que le estaba tomando el pelo.


—La cena es a las siete —anunció él a modo de contestación mientras se volvía para salir del camarote.


—Capitán Alfonso —lo llamó ella.


Él se volvió a mirarla desde la puerta con un gesto de impaciencia en la cara.


—¿Sí?


—¿Cuándo van a llegar los otros pasajeros?


—Dentro de un par de horas.


—¡Ah! Muy bien.


Le aliviaba saber que no iba a salir a la mar con el Capitán Gruñón y su grumete como única compañía.


Después de que se fuera, se dejó caer sobre la cama. El estómago le rugía, estaba muerta de hambre.


No sabía muy bien qué hacía allí. A lo mejor, tal y como le había dicho Juan, se estaba volviendo loca. Quizá hubiera sido mejor quedarse en Richmond y enfrentarse a Agustin. Podría haberlo llevado a los tribunales y dejar que fuera el quien explicara al juez de dónde había sacado el millón de dólares que guardaba en su armario, pero no le gustaba la idea de gastarse en más abogados lo poco que le quedaba de la herencia de su padre. Además, creía que Agustin tendría que admitir cuanto antes que necesitaba encontrar otra manera de financiar los extravagantes impulsos decorativos de Tiffany.


Se imaginó que diez días por el Caribe occidental no le vendrían mal. Podía ser una experiencia positiva, incluso a bordo de ese velero. Además, estaba segura de que allí Agustin no podría encontrarla.





LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 5




No iba a morder el anzuelo. No podía decir que Hernan no fuera obstinado. No parecía entender que un hombre sano y joven pudiera sobrevivir durante dos años sin estar con ninguna mujer. 


Pedro tenía aún el corazón roto y no le apetecía volver a arriesgarse. Lo único que le importaba era recuperar a su hija y asegurarse de que Pamela no volviera a estar cerca de ella. En cuanto al resto de su vida, pasaba cada día sin importarle demasiado el mañana.


—Verás, Pedro —le dijo Hernan—. No estás jugando con las mismas reglas de los demás. Nadie está diciendo que te enamores. Yo ya caí una vez en esa trampa y no pienso volver a hacerlo. Ahora todo lo que hago es divertirme. Nada más. ¡Y nada menos!


—¿De verdad crees que es así? —le preguntó.


—Claro que sí.


Pedro negó con la cabeza.


—Siempre hay alguien que quiere más, cuenta con ello —le aseguró.


—Muy bien, muy bien, pero la próxima vez que te encuentres solo y añores la compañía de una mujer a tu lado, no vengas a…


—No lo haré, no te preocupes.


Recogió la botella de agua que estaba en la barandilla del barco y bebió un gran trago.


—Por cierto, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí? Pensé que ibas a estar fuera durante un tiempo.


Hernan se encogió de hombros.


—Me encontré con una bonita rubia a la que le apetecía hacer un crucero por aquí.


—Eres como una agencia de viajes.


—Algo así —repuso Hernan con una pícara sonrisa.


—Perdonen.


Esa voz hizo que los dos se giraran. Había una mujer en el muelle con una maleta a su lado y una bolsa de viaje en una de sus manos. Vio cómo Hernan sonreía y desplegaba sus encantos frente a la desconocida.


—¿Puedo ayudarla con algo, señorita? —le preguntó Hernan.


Ella miró la hoja de papel que llevaba en la mano y frunció el ceño.


—Éste es el puerto de Tracer, ¿no?


A Hernan le faltó tiempo para saltar al muelle y tomar el papel que la mujer llevaba en la mano. 


Lo leyó y miró a Pedro con una gran sonrisa.


—Así es, señorita. Y éste es el Gaby. Parece que está en el lugar indicado.


La mujer inclinó la cabeza y miró el barco con suspicacia.


—Bueno… Me temo que debe de ser un error. Se supone que tenía que embarcarme en un barco para hacer un crucero…


—Así es —la interrumpió Hernan mirando de nuevo el papel—. Señorita Chaves, está usted delante del capitán.


La mujer parecía muy extrañada.


—¿Usted es el capitán?


—¡No, no! Yo soy Hernan Smith—dijo mientras miraba a Pedro y le guiñaba el ojo—. Le presento al capitán Pedro Alfonso, que estará a su servicio en el barco. Bueno, perdónenme, pero tengo que irme. Estaré allí, en el muelle, desde donde no puedo escuchar nada —añadió mientras señalaba hacia atrás.


Pedro decidió ignorar a Hernan y se concentró en la mujer.


—¿Es usted la amiga de Juan?


—Sí. Me llamo Paula Chaves —le dijo—. Juan me ha contado maravillas sobre los cruceros que hacen en su… En su barco —añadió después de mirar la embarcación con algo de temor en su mirada.


Pedro había estudiado Derecho con Juan. Tenía previsto hacer ese crucero con Pamela y con él. Pero, según Juan, la tal Paula necesitaba unas vacaciones con urgencia y no le importaba que no fueran muy cómodas.


Pero al verla, se imaginó que estaba acostumbrada a todo tipo de mimos y lujos; no creía que fuera a estar contenta a bordo de Gaby. Llevaba una impresionante sortija de diamantes como única joya y en su pelo, liso y dorado, debía de gastarse un dineral cada semana. Sus vaqueros tenían agujeros, pero se notaba que eran de marca.


—Los pasajeros no tienen que venir al barco hasta esta tarde —le dijo Pedro mirando la bolsa de piel que la mujer agarraba con fuerza.


—Llevo veinte horas conduciendo —repuso ella—. Pensé que a lo mejor podría subir a bordo antes de tiempo.


Miraba el barco con preocupación. Imaginó que ella había esperado encontrar una versión moderna del Titanic o algo así.


—Le comentó Juan que en mis cruceros se trabaja, ¿no?


Ella se movió algo inquieta.


—¿Que se trabaja? Bueno, no me lo dijo, pensé que…


—Mire, señorita Chaves. Los cruceros que organizo no tienen nada que ver con esos viajes de lujo que hay en otros barcos —la interrumpió él con impaciencia—. Cada uno tiene una tarea durante su estancia en el barco. Unos se encargan de la cocina, otros pescan… Sólo tengo un hombre en mi tripulación. Se trata de que los pasajeros se sientan como si éste fuera su propio barco.


Ella lo miró algo inquieta y agarró con más fuerza aún su bolsa de viaje.


—Pero no… No sé nada de navegación. No sé nada de barcos.


Se controló para no suspirar. Antes de que terminara el día, el huracán que estaba ya golpeando sus sienes lo golpearía con fuerza. 


Decidió en ese instante que era mejor para él aceptar la cancelación de un pasajero que tener que aguantar a la señorita Chaves durante todo el trayecto. Señaló el pueblo con la mano.


—Pruebe en el Fontainebleau. Es un hotel de cinco estrellas. Tienen servicio de habitaciones, una excelente piscina y todo lo que pueda desear. Estoy seguro de que allí estará mucho más cómoda.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 4




Pedro Alfonso apoyó el brazo a un lado de la cabina de teléfonos. Tenía el aparato sujeto entre la cabeza y el hombro y la vista perdida en el suelo. El sol de Miami le quemaba la espalda y estaba haciendo que se sintiera aún peor.


—Mira, Alejandro, no te digo esto para ofenderte —comenzó mientras intentaba mantener un tono de voz calmado y se controlaba para no gritar—. Pero ¿por que voy a creer que ahora estás más cerca de conseguir dar por fin con mi hija? Me da la impresión de que no ha cambiado nada, no me ofreces nada nuevo.


—Ya sé que otras veces te he dicho que estaba a punto de encontrarla —repuso Alejandro con diplomacia—. Pero he conseguido dar con un antiguo novio de tu ex mujer. Al parecer, ella lo dejó y aún está bastante molesto por ello.


Pedro no le costó nada creer lo que le decía. A Pamela se le daba muy bien abandonar a la gente...


—¿Y te ha dicho que sabe dónde está? —le preguntó intentando no hacerse demasiadas ilusiones.


Había empezado a pensar que nunca volvería a ver a Gaby. De alguna manera, sabía que le sería más fácil seguir con su vida si supiera a ciencia cierta que no iba a volver a verla. La otra opción era mejor, pero la espera y la búsqueda eran torturas inimaginables. Y siempre cabía la posibilidad de que ese momento no llegara nunca.


—Eso me ha dicho.


—¿Y que es lo que quiere a cambio de esa información?


—Veinte mil dólares.


—Entonces, dale ese dinero —repuso Pedro sin vacilar un instante.


Por primera vez en su vida, estaba contento de haber invertido bien algunos años atrás. Gracias a su previsión, contaba con algunos ahorros.


—Haré una transferencia a tu cuenta en cuanto colguemos —añadió Pedro.


—Muy bien. Pero tengo que esperar a que me llame él.


—¿Acaso no tienes forma de ponerte en contacto con ese energúmeno? —le preguntó con incredulidad.


—El tipo quería hacer las cosas así.


No pudo evitar desilusionarse. Aquello no le daba buena espina.


—¿Estás seguro de que no está tomándote el pelo?


—Ha insistido mucho. No quiere decirme dónde vive. Mira, Pedro, se que estás deseando encontrar a tu hija —le dijo el detective—. Has esperado mucho tiempo, no te rindas ahora. Tengo un buen presentimiento con este tipo.


Pedro quería creer lo que le decía. De todas formas, no le quedaba más remedio que aceptar lo que Alejandro le sugería. Si el ex novio de Pamela lo ayudaba a localizar a Gaby, Pedro podía soportar la idea de hacer las cosas como este le había pedido al detective.


—Esta tarde salgo de viaje. Estaré fuera diez días —le dijo Pedro—. Ya sabes dónde puedes localizarme, en los mismos números de siempre. La recepción será bastante buena después de que salgamos del puerto. Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo?


—Así lo haré —le prometió Alejandro antes de despedirse.


Pedro colgó también el teléfono, pero no se fue de allí. Algo, quizá superstición, hizo que mantuviera la mano sobre el aparato. Era como si acabar con esa llamada pudiera también haber acabado con la posibilidad de dar por fin con su hija. No la había visto durante casi dos años. Tiempo que había pasado pensando en dónde estaría y cómo estaría. Se preguntaba si la niña lo echaría de menos. A lo mejor creía que él la había abandonado. Ese pensamiento hizo que sintiera un dolor casi físico en el pecho. 


Lamentaba más que nada que su hija pudiera pensar que a él no le importara ya nada, que la había dejado atrás, que no la quería…


Hizo otra llamada, esa vez a su banco para que se hiciera una transferencia a la cuenta de Alejandro. 


Cuando terminó, salió de la cabina y se encaminó hacia el Gaby, su barco, por el muelle de madera. Sintió que iba a padecer pronto una migraña. Era como uno de esos huracanes que se formaban en la costa del sur de Florida, de ésos que aparecían de la nada e iban ganando fuerza en muy poco tiempo.


Estaba llegando al barco cuando vio a Hernan Smith tumbado en la proa y tomando el sol. 


Empezó a sentir los latidos golpeándolo en las sienes con fuerza.


Hernan aparecía por allí con bastante frecuencia, normalmente acompañado de un par de bellezas rubias. Siempre le ofrecía a él una de las chicas. Y eso que nunca había aceptado ninguna de sus generosas ofertas.


Hernan levantó el brazo y lo miró desde el barco.


—El barco del amor ha vuelto al puerto —le dijo mientras se ponía en pie y saltaba al muelle—. Y es increíble que siga a flote con lo poco sociable que eres.


Pedro lo fulminó con la mirada.


—Tú eres el que no puede hacer nada si no es con una mujer en cada brazo. A mí me va muy bien, gracias.


Hernan procedía de Savannah y era obvio que venía de una familia de dinero. Tenía treinta y seis años y le encantaba su reputación de mujeriego. Hacía todo lo posible por aumentar esa fama. Era el heredero de una familia adinerada y se pasaba la vida haciendo cruceros por el Caribe en el yate de su padre. Siempre, por supuesto, en la compañía de bellas damas que no hacían otra cosa que tomar el sol y seguirlo a todas partes.


—Yo, a diferencia de lo que te pasa a ti, no siento aversión por el sexo femenino. Tú eres el que parece vivir como un monje. ¿No crees que es bastante raro que un tipo como tú no se aproveche de todas las mujeres que tiene a su alrededor?


—No estoy interesado.


Hernan se quedó pensativo unos segundos.


—¿Sabes qué? Deberías mudarte a Alaska. Allí llevan abrigos de piel en vez de biquinis.


—No es mala idea —repuso Pedro.