sábado, 29 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 31




Había una magia especial en los jardines de San Silvana al atardecer. Normalmente, después de un día en la oficina o en el campo de polo. 


Pedro se relajaba en la terraza con una copa en la mano. Ver el sol escondiéndose tras los árboles y creando sombras sobre el paisaje era suficiente para hacerlo olvidar los problemas o endulzar una derrota deportiva.


Pero no aquella noche.


Apoyándose en la balaustrada de piedra, dejó escapar un suspiro. Había buscado la oportunidad de hablar con Paula durante todo el día, pero ahora que estaba a punto de hacerlo no sabía qué iba a decirle.


La noche anterior se había portado como un patán y lo sabía. Debería haberle dicho que su falta de experiencia le daba igual. Pero eso hubiera sido una mentira y Pedro Alfonso se enorgullecía de decir siempre la verdad.


Y la verdad era que sí le importaba.


Porque lo cambiaba todo.


Había pensado que estaba jugando a su juego, que acostarse con ella sería su victoria… qué imbécil.


La había juzgado mal, estaba absolutamente equivocado sobre ella… y ahora tenía que pedirle disculpas. Había decidido ayudarla con su negocio, pero el mal que le había hecho personalmente no era tan fácil de solucionar. El vestido de noche era una ofrenda de paz, pero totalmente inadecuada. Lo que tenía que ofrecerle era respeto, algo que debería haber hecho desde el principio si no hubiera estado tan obcecado.


Y eso significaba no ponerle las manos encima.


—Hola.


Pedro se volvió. Paula se dirigía hacia él y, de inmediato, la tensión de sus hombros y el dolor en la espalda después del golpe de un jugador de La Maya se convirtieron en algo insignificante comparado con el dolor que sentía en el pecho.


No llevaba el vestido que le había comprado. Su ofrenda de paz había sido rechazada.


—Hola. ¿Quieres una copa?


—¿Habéis ganado el partido?


—Sí.


—Enhorabuena. Yo me marché antes de que empezase el segundo tiempo.


—¿Champán?


—Sí, gracias.


Rosa había dejado una botella de champán en un cubo de hielo y, mientras la descorchaba, Pedro tuvo oportunidad de mirarla. 


Si no la hubiera visto cosiéndola ella misma, no habría reconocido la bata de seda azul. La transformación era increíble, milagrosa. Se había convertido en un vestido con un escote que mostraba la delicada piel de su cuello, sujeto a la cintura y con una abertura a un lado que dejaba al descubierto sus piernas cuando se movía…


El deseo explotó dentro de él como la espuma del champán.


¿Cómo iba a dejar de tocarla?, se preguntó.


—Bonito vestido.


—Ah, perdona, debería haberte dado las gracias por el que me enviaste. Era precioso.


—No tienes por qué. Está claro que no te ha gustado.


—Supongo que lo eligió Giselle.


—No —dijo Pedro. Su ayudante le había dado el nombre del diseñador, pero había sido él quien describió a Paula por teléfono: su tamaño, su figura, sus extraordinarios ojos verdes—. Lo había elegido yo mismo.


—Ah —Paula lo miró mientras le daba la copa.


—No quiero hacerle creer a nadie que la moda sea uno de mis puntos fuertes. Lo encargué por si acaso… por si no tenías nada que ponerte.


Ella tuvo que disimular su irritación.


«No quiero hacerle creer a nadie que la moda es uno de mis puntos fuertes».


¿Qué quería decir con eso, que ella sí quería hacerle creer eso a los demás? De repente se alegró de no haberse puesto el vestido.


—Bueno —dijo, levantando su copa—. Por ti, el ganador. Otra vez. Debe de ser muy aburrido ganar siempre, ¿no?


—Yo nunca doy nada por sentado.


La tensión entre ellos, velada por una fina capa de cortesía, empezaba a resultar insoportable.


—Supongo que deberíamos irnos.


—No hay prisa. Pero te advierto que estas fiestas pueden acabar siendo una pesadilla. Los jugadores de polo son tan apasionados con las mujeres como con sus caballos, así que ten cuidado.


—Ah, gracias por la información, pero no debes preocuparte por mí. Puede que sea virgen, pero no soy una niña pequeña. He estado en muchas fiestas —Paula se tomó el champán de un trago—. Y no creo que mi virtud esté en peligro ya que, según parece, soy poco atractiva. ¿Nos vamos?


—Paula…


Pero ella ya había entrado en la casa.


Era evidente que no tenían nada que decirse.


A TU MERCED: CAPITULO 30





Paula estaba frente al espejo de su habitación, desolada.


Bueno, se lo merecía por perder la concentración mientras estaba cortando una tela.


La seda azul seguía siendo tan fantástica como el día anterior, pero el vestido le había quedado demasiado ajustado y con un escote que era casi indecoroso.


Al menos había transformado la bata en un vestido de noche, pensó, intentando animarse.


Y, después de haber visto a las mujeres que rodeaban a Pedro durante el descanso del partido, iba a tener que animarse. Se había acercado a él para decirle que se marchaba pero, al final, no se molestó. Había sido una bobada pensar que él notaría su ausencia.


Paula se sobresaltó al oír un golpecito en la puerta y, cuando abrió, Giselle estaba al otro lado, tan alta y esbelta como siempre.


—Esto es de parte de Pedro —anunció, mirándola con curiosidad—. Me ha pedido que te diga que… lo siente.


—Gracias —Paula tomó la bolsa y cerró la puerta sin decir una palabra más. No pensaba mostrarse amable con alguien que se había mostrado tan descortés desde el primer día.


Pero, con el corazón acelerado, apartó varias capas de papel cebolla hasta tocar una pieza de tela. Era como si, de repente, hubiese aparecido el hada madrina para convertir los harapos de Cenicienta en el vestido de sus sueños. La seda de color esmeralda caía en diminutos volantes desde los hombros y Paula admiró el corte exquisito y la originalidad del diseño, encantada… Durante dos segundos.


Porque enseguida la realidad cayó sobre ella como una ducha de agua fría. No tenía mangas.


Cenicienta iría al baile con harapos después de todo.



A TU MERCED: CAPITULO 29




Pedro se dirigía a los vestuarios durante un descanso, angustiado. A pesar de haber practicado poco gracias a sus compromisos con Los Bárbaros, y a no haber pegado ojo la noche anterior gracias a Paula, había logrado ocho goles.


Si podía mantener la atención en el juego, pensó, enfadado, aún tendrían una oportunidad de ganar.


Pero la presencia de Paula en las gradas era como una espina en su carne. El primer chukka no había ido mal, pero durante los dos últimos no había podido dejar de pensar en ella, tan próxima y tan intocable. Estaba pálida, su rostro medio escondido por las gafas oscuras. Pero cuando la vio inclinar la cabeza no podía saber si estaba asustada por el juego o aburrida de muerte.


Tenía que hablar con ella.


Un grupo de buscadores de autógrafos formó un círculo a su alrededor y Pedro se sintió mareado por la mezcla de perfumes mientras se inclinaba para firmarlos. Luego, inquieto, entró en los vestuarios y llamó a Giselle.


—Necesito unos números de teléfono.


Cuando salió del vestuario. Francisco estaba esperándolo con gesto de preocupación.


—¿Te pasa algo?


—No, estoy bien —Pedro se acercó a los caballos y tocó el flanco de la yegua. En cuanto lo hizo, ella levantó la cabeza. Podía sentir la tensión de sus músculos bajo la satinada piel. 


Estaba tan tensa como un arco, pero dispuesta a seguir intentándolo.


—Es muy especial, ¿eh? —sonrió Francisco.


El suspiró.


—Sí, desde luego.


De vuelta en el campo, lo primero que notó fue que Paula no estaba en su asiento.


«Cálmate», se dijo a sí mismo, negándose a buscarla entre la gente. Pero cuando el árbitro lanzó la bola, señalando que comenzaba el segundo tiempo, no pudo dejar de notar que su asiento seguía vacío.


De modo que estaba aburrida. Tan aburrida que ni siquiera se había quedado a ver todo el partido. Bueno, eso era algo nuevo. Él estaba acostumbrado a que las mujeres aceptasen lo que les ofrecía, fuese una invitación a cenar, regalos o entradas para exclusivos partidos de polo. Y que Paula lo rechazase todo no auguraba nada bueno para la oferta de paz que acababa de poner en marcha por teléfono.


Cuando la bola entró entre los dos postes, el público empezó a aplaudir.


La rabia que sentía lo estaba ayudando a jugar bien pero, por una vez, no obtenía satisfacción alguna. Incapaz de concentrarse durante el primer tiempo por la presencia de Paula, su ausencia era una distracción peor. Jugaba por puro instinto y casi fue una sorpresa cuando el árbitro hizo sonar el silbato.


San Silvana había ganado el partido, pero mientras Francisco espoleaba a su caballo para abrazarlo. Pedro no sentía euforia alguna. 


Porque sospechaba que acababa de perder algo mucho más importante




A TU MERCED: CAPITULO 28




Paula nunca había visto tantas mujeres guapas y sofisticadas. Sentada en las gradas, rodeada de pieles doradas, vestidos de diseño y diamantes tan grandes como pelotas de golf, se sentía tan fuera de lugar como un simple clavel en un ramo de exóticas flores.


Aunque eso no importaba. Recordaba la expresión de Pedro la noche anterior, cuando le contó la verdad. No era de sorpresa, era de horror.


Ni siquiera había podido decir nada. Y la invitación de esa mañana, enviada a través de Rosa, era «demasiado poco, demasiado tarde». 


Aunque no hubiera tenido un patológico miedo a los caballos, Paula no habría aceptado tan condescendiente invitación.


Suspirando, colocó sobre sus rodillas el cuaderno de dibujo, alegrándose de que las gafas de sol escondieran sus ojos enrojecidos.


«Estoy bien», se decía a sí misma. Lo único que tenía que hacer era observar el partido y esbozar un uniforme. Ni siquiera tenía que mirar a…


Un aplauso señaló la entrada de los equipos y Paula apretó convulsivamente el lápiz al ver a Pedro.


Medio escondido bajo el casco negro y la sombra de barba, su rostro parecía duro como el granito. Con un pantalón de montar blanco, botas de cuero y una camiseta verde con el número dos en la espalda, resultaba tan imposiblemente atractivo que se le quedó la boca seca.


Montaba el caballo dorado que había visto el día anterior, erguido sobre la silla con una indiferencia que contrastaba con su seriedad.


Los dos equipos galoparon por el campo como guerreros dispuestos a la batalla, los mazos de polo al hombro. Cuando se colocaron frente a las gradas, el ambiente en el campo era eléctrico, pero Paula no podía ver a nadie más que a Pedro.


El partido empezó y fue como si le hubieran arrancado el corazón para tirarlo bajo las patas de los caballos. Nunca había presenciado tal violencia. Era como una escena del Armagedón: los mazos cortando el aire y la bola rebotando como un misil mientras los animales chocaban unos contra otros.


Asustada, Paula no podía apartar los ojos de Pedro mientras galopaba por el campo perseguido por el número cuatro de La Maya. A pesar de los protectores, las patas de los caballos parecían demasiado delicadas para un juego tan violento.


Pedro se inclinó sobre el cuello de su caballo y Paula sintió pánico al ver al número cuatro cruzarse en su camino, como un caballero en una justa.


¿Cómo podían aquellas mujeres ver el partido tranquilamente? ¿Esos rostros impasibles eran el resultado de una total indiferencia o de cantidades industriales de bótox?


Cuando creyó que no podía soportarlo más, el árbitro hizo sonar el silbato. Fue como tirar un cubo de agua fría sobre un grupo de perros de presa: los dos equipos se separaron inmediatamente y Paula dejó escapar un suspiro de alivio.


«Gracias a Dios ha terminado y está bien».


Pero un minuto después tuvo que controlar un suspiro de angustia. Porque en lugar de desmontar. Pedro saltó hábilmente a la silla de un caballo negro de aspecto fiero.


—¿Perdone? —Paula se volvió hacia la rubia que tenía al lado—. ¿Ha terminado el primer tiempo?


La mujer bajó sus gafas de sol, con montura de diamantes, y la miró con curiosidad.


—No, ha terminado el primer chukka… o sea, el primer período.


—Ah. ¿Y cuántos chukkas hay?


—Seis.


Paula estuvo a punto de ponerse a llorar cuando los jugadores volvieron al campo. Ahora sobre un caballo negro, Pedro le recordaba a un caballero oscuro en una brutal batalla medieval. 


Pero se dio cuenta de que los demás miembros del equipo parecían seguir sus órdenes y que, cada vez que conseguía un gol, las mujeres se levantaban para aplaudir.


En el campo, el sol golpeaba los cuartos traseros de los animales, ahora brillantes de sudor, mientras seguía la batalla. Paula cerró los ojos, pero tuvo que abrirlos unos segundos después, buscando desesperadamente a Pedro entre los jugadores para comprobar que estaba bien.


«¿Por qué me importa tanto?», se preguntaba a sí misma.


La respuesta apareció de inmediato, pero no logró hacer que se sintiera mejor:
«Porque estoy enamorada de él».



A TU MERCED: CAPITULO 27




—Es preciosa, Pedro. ¿Dónde la has encontrado?


Mientras abrochaba las rodilleras sobre los pantalones blancos de polo, él estuvo a punto de contestar: «En Londres». Pero se dio cuenta de que Francisco se refería a su nueva yegua.


—En Palm Beach. Es muy joven y no tiene experiencia, pero es una delicia montarla.


Francisco y él eran algo más que compañeros de equipo; eran amigos, pero Pedro no quería hablarle de Paula.


Porque ni él mismo sabía lo que estaba pasando.


La yegua, de pelo castaño, estaba un poco apartada de los demás caballos que pastaban tranquilamente al sol, y cuando Pedro se acercó, pudo ver que el animal estaba temblando.


Le recordaba a Paula la noche que se conocieron, apartada de esas otras chicas con su ensayado encanto…


Se había equivocado tanto con ella, pensó, arrepentido y avergonzado. Tenía que intentar solucionar las cosas.


No la había visto aquella mañana, pero había enviado a Rosa a su habitación con un café y un mensaje pidiéndole que lo acompañase al partido. Era una oferta de paz y una concesión considerable por su parte. Antes de un partido normalmente no aceptaba distracciones de ningún tipo y pedirle disculpas a una mujer y hablar de sus sentimientos era una distracción de proporciones colosales.


«No, gracias», había sido su respuesta. Paula prefería ir al partido por su cuenta. Y no poder hablar con ella, no poder darle una explicación iba a ser una distracción mucho peor.


Pedro se reunió con el resto del equipo sabiendo que, como capitán, dependía de él hacer las tácticas para cada chukka y decir algo que los inspirase.


Pero ahora, como la noche anterior, le fallaron las palabras.


Una figura llamaba su atención en las gradas.


Entre las esposas y novias de los demás jugadores, todas enjoyadas y arregladísimas, la belleza de Paula destacaba como ninguna.


Y se le encogió el estómago al mirar ese rostro tan pálido y los ojos ocultos tras unas gafas de sol.


Pero, haciendo un esfuerzo hercúleo para concentrarse en los tres hombres que había frente a él, consiguió sonreír:
—De hoy dependen muchas cosas, chicos. Tenemos mucho que demostrar.