viernes, 16 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 9




AL día siguiente, llegaron a Stentonbridge poco antes de la hora de comer. Era una ciudad pequeña a orillas de un río, llena de calles residenciales con elegantes casas del siglo XIX. Sin embargo, aquello no fue suficiente para preparar a Paula para la opulencia de la finca de los Presión.


Eran varios acres situados frente al río, una casa de estilo georgiano rodeada de jardines llenos de flores.


— ¡Qué bonito! —exclamó mientras el coche atravesaba la entrada.


— Ya sabía que era así —respondió Pedro secamente—. Le mandarían fotos, supongo.


— Sí, pero no le hacían justicia. ¡Es... como un palacio! Hugo se debe de gastar una fortuna en mantener estos jardines.


—Intente controlar el símbolo del dólar que tiene en los ojos, señorita Chaves, y recuerde para qué se supone que ha venido. El comité de bienvenida está a punto de llegar y, sinceramente, no me gustaría que lo primero que les dijera implicara que lo único que le interesa es cuánto dinero tiene Hugo.


Paula se había despertado aquella mañana descansada y optimista. Tenía la ilusa esperanza de que Pedro y ella hubieran alcanzado una especie de alto el fuego.


Por eso, se le habría insinuado él. Sin embargo, a pesar de que el día se había levantado despejado, Pedro se había despertado de lo más nube negra. Al principio, ella lo achacó a que tuviera mal despertar y esperó que la cosa fuera mejorando.


Pero no hizo más que empeorar. Cuando le dio las gracias por la comprensión que había mostrado la noche anterior, él se encogió de hombros. No había abierto apenas la boca ante las muestras de entusiasmo de Paula asombrada por lo bonitas que eran las ciudades del camino. Aun así, no había querido dar su brazo a torcer y había hecho un esfuerzo por seguir contenta. No obstante, aquel último ataque ya había sido demasiado.


— No me ha gustado nada ese comentario. No venía a cuento.


—¿De verdad? Cuando me desperté esta mañana, estaba fisgando en el dinero que había dejado en el cajón.


— ¡Eso no es cierto! Estaba buscando las llaves del coche para cargar mis maletas en el maletero y estar lista para irnos cuanto antes. Claro que el señor se ha pasado media mañana en la cama.


—Yo no diría que levantarse a las ocho y estar en camino a las nueve sea pasarse la mitad de la mañana en la cama.


—Yo llevaba despierta desde las seis.


— Sí, pero es que yo no me dormí hasta casi las cuatro.


— ¡No pague su insomnio conmigo! — le soltó tan enfadada que podría haberle golpeado con el bolso en la cabeza—. No es culpa mía.


—Baje la voz y deje de mover los brazos. Por si no se ha dado cuenta, tenemos compañía.


Paula vio que la puerta principal de la casa estaba abierta y, de repente, aquella riña le pareció de lo más trivial.


—¿Ese es Hugo? —preguntó sin apartar la mirada de un hombre de pelo blanco que bajaba las escaleras seguido de un setter inglés.


— Me temo que sí. ¿Decepcionada de que no sea el mayordomo?


—No —contestó con dulzura—, pero me gustaría que el perro fuera un rottweiler y usted su comida.


—Muy bien, señorita Chaves. Por fin, está actuando como realmente es.


—¿Por qué no se tira al río, Pedro? —le dijo sonriendo. Salió del coche y se dirigió hacia las escaleras.


Hugo Presten tenía casi setenta años, pero no aparentaba más de sesenta. Era alto y erguido, tenía un bonito pelo blanco y ojos azules.


— ¡Bueno, Paula, por fin nos conocemos! —le dijo amablemente.


—Sí —contestó ella muy emocionada y sin saber qué hacer. ¿Cómo se suponía que debía actuar ante el hombre que le dio la vida, pero que, por razones aún desconocidas, había preferido permanecer en silencio hasta hacía poco? ¿Un beso, un apretón de manos, un abrazo?


¿Y cómo debía llamarlo? Hugo se le hacía demasiado familiar, pero señor Preston era demasiado formal, absurdo. ¿Papá? No, Nicolas Chaves había sido su padre y no era justo borrar su recuerdo de un plumazo.


Como si se diera cuenta de todo lo que estaba pensando, Hugo la agarró de las manos y la besó en ambas mejillas.


— Querida hija, no tienes idea de lo que representa el día de hoy para mí. Me halagaría mucho que, con el tiempo, me llamaras Padre. Hasta entonces, llámame Hugo. Te presento a Cynthia, mi mujer —añadió girándose hacia una mujer alta y elegante, sencilla y guapa. No encajaba en el papel de la madrastra, su sonrisa y sus ojos demostraban que era buena.


— Cuánto me alegro de conocerte, Paula —le dijo abrazándola—. Hugo ha esperado este momento durante mucho tiempo. Los dos, la verdad. Gracias por hacerlo posible. Bienvenida a nuestra casa. Perdona a la perra, te ha puesto perdida, es que se cree de la familia.


Aquella bienvenida tan cálida hizo que Paula se pusiera a llorar de emoción.


— Gracias —lloriqueó mojándole la camisa de seda a Cynthia—. Me alegro mucho... mucho de estar aquí.


— Nosotros, también —dijo Cynthia agarrándola de la cintura y guiándola escaleras arriba—. Te voy a enseñar dónde está tu habitación antes de comer. Pedrorecoge el equipaje de Paula y llévalo a la habitación rosa.


Si no hubiera estado tan turbada por sus propias emociones, le habría encantado girarse para ver al altanero Pedro Alfonso convertido en simple botones.


—Normalmente, no soy así —se disculpó secándose las lágrimas con el pañuelo que le había dado Hugo.


—Nosotros, tampoco —dijo Cynthia—. Nosotros también estamos muy emocionados. Los encuentros familiares es lo que tienen.


«¡Menos para Pedro!», pensó al verlo de reojo cargando con sus maletas. Se preguntó cómo se iba a desarrollar la comida y si podría aguantar sin hacer alguno de sus mordaces comentarios.


Cuando Paula volvió de lavarse la cara y peinarse un poco, se encontró con que había una comensal más. Una mujer que dejó muy claro que Pedro le pertenecía.


—Hola, soy Esmeralda Stanford —se presentó mirándola de arriba abajo—. No quería perderme la llegada de la hija prodiga que me quitó a mi hombre ayer por la noche.


«¡Para ti enterito! Por cierto, ¿sabes que tiene otra mujer en la ciudad que está a punto de dar a luz?», pensó Paula.


—Encantada —dijo sin embargo.


—Vamos a tomar un vino antes de sentarnos a la mesa —propuso Hugo —. Esmeralda y tú os quedaréis, ¿verdad, Pedro?


—No —contestó —. Tengo muchísimo trabajo y Esmeralda tiene que trabajar esta noche, así que debería dormir un poco.


— Soy enfermera jefe de cirugía en el hospital local — informó Esmeralda a Paula.


— Yo vendo flores.


—Qué bonito —dijo apartando a la perra—. Para de chuparme, no es higiénico. Bueno, Pedro, he dejado mi coche en las cuadras, así que casi me voy contigo, ¿de acuerdo?


—Claro. Que comáis bien —dijo mirando a Paula.


Cynthia levantó la mirada.


— Vendrás a cenar, ¿verdad?


—Creo que no.


—Pero es la primera noche aquí de Paula. Quiero a toda la familia reunida en un momento tan especial— sonrió—. Hay langosta y Clara te está haciendo tu postre favorito.


— Eso es chantaje, Cynthia —apuntó Hugo —. Tiene otros planes. Ya habrá más cenas.


—Además, Pedro ya ha hecho suficiente. No te sientas obligado a venir por mí. Estaré estupendamente sin ti. Por mí, no hay problema —dijo Paula.


—¿Has dicho langosta? —preguntó Pedro posando sobre ella una mirada fría como el acero.


Cynthia asintió.


— Y tarta de frambuesas con helado casero de vainilla. Una comida digna de un rey, Pedro, o, en este caso, de una reina


—Contad conmigo, entonces. No me lo perdería por nada del mundo — dijo con satisfacción.


Paula deseó no haber dicho nada que él se pudiera haber tomado como un reto.


—Tengo que ir a la oficina a hacer unas llamadas— dijo besando a su madre en la mejilla—. ¿A qué hora cenamos?


—A las siete y media, como siempre, pero ven antes, si quieres.


—¿Estará Natalia?


— Claro, está deseando conocer a Paula—dijo Cynthia despidiéndose de Pedro y de Esmeralda—. Natalia está dando un curso de verano en la universidad y tenía una clase que no se podía perder. Me ha dicho que te dijera que sentía no estar aquí para darte la bienvenida, pero llegará sobre las tres. Así, podrás echarte a descansar un poco antes de conocerla.


—Me apetece mucho. ¿Qué estudia?


— Quiere ser trabajadora social. Es su sueño desde que era pequeña. Le gustaría trabajar con niños. Bueno, ya te contará ella. Tu padre y yo estamos más interesados en que nos cuentes cosas sobre ti. Eres horticultora, ¿no?


— Bueno, solo florista. Hasta hace poco, tenía una tienda con otra persona.


—Así que te gustan las flores. ¡Eso te convierte en la clara hija de tu padre! Yo siempre he dicho que si Hugo no hubiera sido abogado, habría sido paisajista o algo así. Entonces, ¿ya no tienes la tienda?


— Mi socio y yo decidimos disolver la sociedad —contestó con cautela. A pesar de lo bien que la habían recibido, estaba entre extraños. No sabía cómo encajarían que Jonathan Speirs, el pequeño contable que se encargaba de los libros, había sído detenido por fraude, evasión de impuestos y contactos con el crimen organizado.


Por su culpa, ella misma había sido investigada.


Su abogado le había aconsejado que permaneciera lo más alejada posible de él para no verse salpicada; hasta después del verano, cuando se celebrara el juicio.


Cynthia introdujo la cuchara en la crema fría de berros.


—Entonces, ¿ahora trabajas para otra persona?


—No, acabé con las bodas de mayo y de junio y ahora estoy de vacaciones.


—¿No tienes prisa por volver a Vancouver?


—Cynthia —dijo Hugo sirviéndole vino blanco—. Creí que habíamos dejado claro que no íbamos a presionar a Paula a tomar decisiones hasta que no nos conociera un poco más.


— No la estoy presionando, cariño, solo quiero que sepa que se puede quedar todo el tiempo que quiera. Es parte de la familia y esta es su casa. Además, hay sitio de sobra.


—¿Pedro vive aquí?


—No exactamente —contestó Hugo —. Vive en las antiguas habitaciones del servicio que hay encima de las cuadras. A veces, no nos vemos en una semana entera. La única que queda en casa es Natalia.


¡Menos mal! La idea de encontrarse con Pedro en cuanto pusiera un pie fuera de su habitación no le hacía ninguna gracia.


Cynthia le pasó una bandeja de langostinos al ver que había acabado con la crema de berros.


—Tienen una pinta estupenda, pero no tengo hambre, gracias. El sol y el vino me han dado sueño.


—Ven conmigo. Te acompaño a tu habitación para que descanses —dijo Cynthia levantándose y guiándola por la gran escalera—. Si necesitas algo, me lo dices — añadió, abriendo la puerta de una gran habitación que hacía esquina al final del pasillo.


—No creo que necesite nada —contestó observando la lujosa estancia—. Esta habitación es preciosa, Cynthia.


La aludida sonrió.


—Me gusta que todo esté bien. Si quieres que te planchen algo para la cena, dilo.


¡Había que vestirse para cenar! Paula agradeció el sutil comentario y se alegró de haber llevado un par de conjuntos arreglados.


Al quedarse sola, Paula miró a su alrededor. La habitación era espectacular, tenía cuatro ventanales con cortinas de tafetán rosa. A un lado daba a los jardines y al río y, al otro, a la piscina. Algo alejado, se veía un tejado de otro edificio más pequeño.


Las paredes estaban enteladas en tono rosa palo y había un ramo de rosas en un florero de plata sobre una mesita situada junto a una butaca tapizada en terciopelo rosa. La moqueta era suave y la cama era antigua.


Había una puerta doble que daba paso a un baño de ensueño.


— ¡Dios mío! —exclamó Paula—. Hay sitio como para dar una fiesta.


Miró la tentadora bañera de mármol, pero decidió dormir primero una siesta.


Tenía que enfrentarse a Pedro en la cena.




AMARGA VERDAD: CAPITULO 8




Si Paula hubiera sabido lo que se le estaba pasando a él en esos momentos por la cabeza, no habría dicho aquello.


Paula agarró la sábana con dos dedos, como si temiera que saliera algo de debajo y la mordiera.


—Nunca me hubiera imaginado que iba a terminar pasando la noche en un sitio así.


—Tranquila, ya he me encargado yo de matar a los ácaros.


—¿Otra de sus bromas?


— ¡Claro que no, iban cruzando las almohadas, algunos eran enormes... claro que nada que ver con las cucarachas que había en el suelo!


Paula gritó y se subió a la cama de un salto. El colchón crujió y la hondonada del centro se agrandó haciendo que rodara junto al cuerpo de Pedro. Él, que quería mantener las distancias, la tenía pegada. Lo único que los separaba era la fina tela del camisón.


De cerca, olía todavía mejor. Para colmo, su piel era suave como la seda y tenía las curvas justas de una fémina.


Pedro la agarró de los hombros y la echó hacia atrás.


—¡Está en mi territorio!


Pero se encontró con una cara de delicados rasgos que lo miraba. Parecía hecha de porcelana y tenía unas pestañas largas y espesas. Sus ojos...


Pedro se esforzó por volver a respirar con normalidad y apartar la vista de ella. Si no, corría el riesgo de perderse en aquellos ojos.


— Si no le gusta... — dijo ella.


— No, no me gusta.


— Pues, suélteme.


Era más fácil decirlo que hacerlo. De repente, una de las manos de Pedro bajó hasta la barbilla de Paula y pasó a su pelo mientras la otra le acariciaba el brazo. Sintió repentinos deseos de degustar sus labios. Por no hablar de la elevación de esa parte masculina que evidencia lo que les gusta a los hombres.


Ella no se apartó. Sus ojos habían adquirido un halo de ensoñación, había abierto la boca levemente y sus pezones erectos estaban clavados en el pecho de Pedroquien sentía el contacto cálido de sus muslos.


«Quiero que os llevéis bien, somos familia, Pedro».


¡Pero no tanto!


—Ya le dije que esto no era una buena idea —dijo Paula.


—Es cierto que me lo dijo.


—Puede que ahora me crea.


—Nunca se lo discutí —dijo soltándola a regañadientes y tumbándose —, pero
tampoco esperaba que se me lanzara encima como acaba de hacer.


—Ha sido un accidente lamentable.


— A mí me parece que todo esto de que usted haya venido es lamentable —le espetó mirándola.


Creía que estaba preparado para que nada de lo que ella hiciera o dijera redujera sus defensas, pero aquella mirada herida le hizo sentir compasión. ¡Maldición, aquella mujer había invadido su parte del mundo! ¿Por qué no se habría quedado donde vivía?


Pedro apagó la lámpara y se quedó mirando al techo. Tenía la esperanza de poder olvidarse un poco de su cercanía en la oscuridad, pero una farola del aparcamiento alumbraba la habitación.


Se hizo el más absoluto de los silencios. Pasó un cuarto de hora, media hora...


Paula estaba tumbada, rígida, con los brazos a los lados, respirando con lentitud, pero no estaba dormida. Pedro la miró de reojo y vio que tenía los ojos abiertos y, para su horror, vio que una lágrima le resbalaba por la mejilla.


—¿Porqué llora?


—Porque echo de menos a mis padres. Cuando creía que lo tenía controlado... Supongo que es la falta de sueño o algo así por lo que estoy llorando mucho.


—Lo siento si me he comportado como un bárbaro — se disculpó—. Sé lo duro que es perder a alguien. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años.


—Es horrible, ¿verdad? Da igual la edad que tengas.


— Sí —contestó un poco incómodo porque sus piernas volvían a tocarse por efecto de la hondonada en mitad del colchón, aunque no lo suficiente como para moverse—. Al principio, me negué a admitir que no volvería a verlo más. Lo
buscaba entre la gente. Cuando sonaba el timbre de la puerta o del teléfono, creía que iba a ser él. Recuerdo las primeras navidades sin él, el primer cumpleaños, las primeras vacaciones y la envidia que me daban los niños que tenían a sus dos padres y que hacían cosas con ellos.


—¿Era hijo único?


— Sí —contestó. 


A continuación, le contó cómo había conseguido sobreponerse a la pérdida.


Al cabo de un rato, se dio cuenta de que solo hablaba él y de que podía aprovechar para averiguar más cosas sobre ella.


—Tengo entendido que ustedes eran una familia muy unida. ¿Seguía viviendo con ellos cuando murieron?


Esperó una contestación, pero fue en vano porque Paula se había quedado dormida con la mejilla rozándole el hombro. Era joven e inocente.


Pedro deseó poder hacer lo mismo, pero tenía la mente llena de pensamientos caóticos. De repente, la idea que se había hecho sobre ella se le había derrumbado.


Una parte de él quería creer a la joven sin segundas intenciones que intentaba sobreponerse a su tragedia personal y conocer al hombre que la engendró. Sin embargo, otra parte, la de abogado, se negaba a bajar la guardia.


Bueno, había soltado un par de lagrimitas y había revelado que era una mujer vulnerable, pero eso no demostraba nada. Seguía siendo una desconocida.


—Me encantaría que nos conociéramos —le había contestado a Hugo aceptando su invitación con demasiado entusiasmo—. No hay nada que me retenga en Vancouver, nada de nada. Descubrir que existes no podría haberse producido en un momento mejor.


¿Mejor para quién? Desde luego, no para Hugo, que había tenido que pasar calamidades por culpa de la madre de Paula, que lo único que quería era dinero. Le había costado mucho trabajo llegar a vivir como vivía y ninguna hija prodiga iba a llegar a fastidiárselo. ¡No mientras Pedro Alfonso estuviera allí para impedirlo!


Paula suspiró y dio una patada al aire haciendo que la sábana se apartara, dejando al descubierto los muslos y el elástico de las braguitas.


Pedro miró el reloj. No eran ni las once. Seis horas para que amaneciera y pudieran ver los daños de la tormenta. Seis horas junto a ella, envuelto en su aroma.


¡El infierno existía y el diablo era el rey!