viernes, 11 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 3





Cuando Paula tomó la decisión de seguir adelante con el negocio de su madre, puso un anuncio buscando una modista y Angela White entró en su vida, primero como empleada y luego como amiga. Con Angela a su lado, el negocio creció tanto como para ampliar el taller. Paula contrató entonces a dos compañeras de colegio, como empleadas a tiempo parcial. De eso modo podía concentrarse en la parte financiera y publicitaria y en las visitas a clientes para hacer pruebas. También tenía tiempo para dedicarse al encaje y a las delicadas labores que había que hacer a mano, en las que era una experta. Arreglos Paula se convirtió en un nombre muy conocido y, aunque a veces echaba de menos la emoción de su vida en Londres, eso era algo que se guardaba para sí misma.


Al día siguiente, estaba un poco aburrida en la habitación que solía usar como taller cuando trabajaba en casa, arreglando el vestido de novia de Pansy Keith Davidson. 


Descoser costuras era una tarea tediosa y, normalmente, trabajaba con la radio puesta, pero aquel día no dejaba de pensar en Pedro Alfonso... y en sus besos. Ella había besado a muchos hombres, como cualquier chica de su edad, pero últimamente no había nada de eso en su vida.


Además, con un par de besos Pedro Alfonso había despertado sentimientos que, hasta entonces, estaba segura que no volvería a experimentar de nuevo.


Paula se percató entonces de que estaba descosiendo las costuras a toda velocidad, en lugar de tratar el satén antiguo con el respeto que se merecía.


De modo que puso la radio y decidió escuchar uno de sus relatos de misterio favoritos.


Era tarde y le dolían los ojos cuando terminó de descoser costuras, así que decidió darse una ducha relajante. Cuando salía del baño sonó el teléfono y corrió al dormitorio para contestar.


—Buenas noches, señorita Chaves. ¿Estás muy cansada? —preguntó una voz familiar.


—Lo estaba hace cinco minutos, pero ahora estoy mucho mejor, señor Alfonso.


—Me alegro. ¿Has visto el crucigrama de hoy? El arquitecto del laberinto de Creta.


—Dédalo, que era el padre de Icaro —contestó Paula, satisfecha—. Pero algunas personas pasan demasiado tiempo resolviendo crucigramas, señor Alfonso, ¿no le parece?


—Acepto la reprimenda. He reservado mesa en el Walnut Tree, por cierto... si te parece bien.


—Estoy impresionada. No he estado nunca allí, pero me encantará probar.


—Iré a buscarte a las ocho.


—Aquí estaré —sonrió ella.


—¿Quieres apuntar el número de mi móvil, por si acaso?


—Espera, voy a buscar un papel —Paula sacó papel y lápiz del cajón de la cómoda para anotarlo—. Ya está.


—Gracias por lo de anoche.


—¿Por qué me das las gracias?


—Por apiadarte de un extraño solitario.


—Lo pasé muy bien —le aseguró ella.


—Yo también. Nos vemos mañana. Buenas noches.


Después de colgar, Paula estaba encantada de la vida. 


Aunque, cuando miró en su armario, descubrió muchos más trajes de chaqueta que vestidos ligeros o ropa frívola. Como no tenía tiempo para ir de compras, la única opción era ponerse el típico vestidito negro que todas las mujeres tienen en su armario. Además, Pedro no tenía por qué saber que era de su época en Londres.


Angela llamó poco después.


—Han llegado más pedidos, pero son cosas rutinarias. Podemos hacerlos mientras terminamos con el encargo de la boda.


—Gracias, Angela. He descosido el vestido de Pansy, te lo llevaré mañana.


—Muy bien, pero no hay que dormirse en los laureles.


—¿Por?


—La señora Keith—Davidson ha llamado esta tarde para saber si podías tomar el té con ella mañana. Quiere que les tomes las medidas a las damas de honor. Le dije que la llamarías.


—Ah, voy a llamarla ahora mismo.


Más tarde, después de cenar, Paula deseó haber quedado con Pedro ese mismo día. Le gustaba muchísimo para ser alguien a quien acababa de conocer, pensó.


Cuando terminó los estudios, y en la universidad se había esforzado más que la mayoría, su carrera en un mundo dominado por hombres la había puesto en contacto con muchos de ellos. Algunos le desagradaban enormemente, otros le gustaban moderadamente y, mientras vivía en Londres, había mantenido dos relaciones que habían sido de todo menos moderadas. Pero con Pedro era… diferente.


Mientras apagaba el ordenador, Paula dejó escapar un suspiro. Hacer cuentas era un pobre sustituto de una cena con el atractivo señor Alfonso.


Cuando llegó a la tienda a la mañana siguiente, le dio la caja con el vestido a Angela, echó un vistazo al correo y encontró una carta que la desanimó por completo. La inmobiliaria Morrell no iba a renovarle el contrato de alquiler y debía abandonar el local en el plazo de un mes.


—¿Qué ocurre? —preguntó Angela, al ver su expresión.


—No van a renovarme el contrato de alquiler del local. Nunca han querido hacer un contrato por más de un año, de modo que debería haberlo imaginado.


Por eso debía haber ido a verla Patricio Morrell, pensó. Su padre era el propietario de la inmobiliaria y fue Patricio quien lo convenció para que le alquilase el local. Y a Paula no le importó que sólo fueran contratos de un año porque no había un local mejor o en mejor zona.


—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Angela.


—Tenemos poco más de un mes para encontrar otro local. Y si no encontramos nada, trabajaremos en mi casa —contestó Paula, intentando parecer positiva—. Cuéntaselo a Helena y a Luisa cuando lleguen, pero diles que no tienen nada de que preocuparse.


Paula se encerró en la minúscula oficina, marcó un número de la City, el distrito financiero de Londres y, por primera vez en tres años, pidió que le pusieran con la extensión de Patricio Morrell.


—Morrell —oyó su voz, con un tono muy diferente al que había usado unos días antes.


—Soy Paula Chaves.


—¿Paula? —repitió él, incrédulo—. Cuánto me alegro de que llames. Esta es una coincidencia extraordinaria. Iba a llamarte yo para pedir disculpas por haber ido a tu casa en ese estado...


—No deberías haber ido en ningún estado, pero da igual. Supongo que fuiste para decirme que tu padre me echa del local.


—Si quieres decirlo así... Aunque no va a echarte, en realidad. Los términos del contrato estuvieron claros desde el principio.


—Sí, muy claros —replicó Paula, irónica.


—Por eso quería hablar contigo. Te vi frente al hotel y decidí contártelo antes de que te llegase la carta. Fui a toda velocidad porque sabía que si tú llegabas antes no me abrirías la puerta...


—Posiblemente. Pero tuviste suerte de que no te parase la policía.


—Dímelo a mí. Mira, he intentado convencer a mi padre para que te renueve el contrato, pero va a vender los terrenos… y eso incluye tu local.


Paula esperó un momento y luego hizo la pregunta que era la única razón para que hubiese vuelto a hablar con Patricio Morrell:
—¿Quién es el comprador?


—El grupo Alcom. Nadie sabe mucho sobre ellos, pero es un grupo muy sólido. Llevan en el negocio desde antes de la guerra. Almacenamiento, transporte y cosas así... ¿sigues ahí, Paula?


—Sí, sigo aquí —contestó ella. Entonces oyó voces al fondo.


—Oye, tengo que colgar. He de irme a una reunión. Me alegro mucho de que hayas llamado, cariño. ¿Esto significa...?


—Absolutamente nada —lo interrumpió ella—. Sólo quería información.


Patricio dejó escapar un suspiro.


—Ojalá pudiera dar marcha atrás en el tiempo. Me porté como un idiota —dijo, con amargura.


—No, Patricio. Yo fui la idiota.


Paula colgó y se quedó mirando al vacío, enfadada consigo misma por volver a meter la pata con un hombre. Pedro Alfonso era el primero que la interesaba en mucho tiempo. 


Desgraciadamente, también era el hombre que dirigía la empresa que, seguramente, iba a dejarla en la calle.


Pero ése no era el asunto. Lo que la ponía furiosa era descubrir que Pedro sabía desde el principio cómo afectaría la compra a su negocio y, ladinamente, no se lo había contado.


Cuando volvió a la tienda, Luisa se acercó corriendo.


—¿Qué te parece? Ninguna de las otras tiendas ha recibido una carta diciendo que no van a renovarles el contrato de alquiler.


—¿Ah, no? —exclamó Paula, atónita—. Qué interesante.


Angela intercambió una mirada con las otras dos antes de pedirle ayuda a su jefa con el vestido de Pansy. Los clientes entraban y salían y, durante el resto del día, estuvieron tan ocupadas que Angela le aconsejó que se fuera a casa directamente después de tomar medidas a las damas de honor.


—No te preocupes, yo cerraré la tienda.


Paula sonrió valientemente, intentando animar a su equipo.


—Tranquilas, chicas. Encontraré otro local.


La sesión de medidas con seis niñas emocionadas y sus madres, más emocionadas todavía, le robó tanto tiempo y energía que llegó a casa después de las ocho. Había estado a punto de llamar a Pedro a lo largo de la tarde, pero al final decidió darse la satisfacción de decirle a la cara lo que pensaba de él. Cuando bajó del coche, Pedro estaba esperándola en el porche.


—Hola, llegas tarde. He reservado mesa para las ocho...


—Cancela la reserva. No tengo hambre.


—¿Qué ocurre?


—Te lo contaré dentro —murmuró ella, abriendo la puerta—. Pasa, por favor.


Paula lo llevó a un salón muy formal, con cuadros y muebles que habían pertenecido a sus abuelos. El único detalle moderno era los radiadores que no solía encender y, por tanto, la temperatura del cuarto rivalizaba con su expresión.


—Siéntate —le pidió, amablemente.


Pero Pedro rechazó la invitación, estirándose todo lo que pudo... y apartándose para no darse en la cabeza con el candelabro que sus abuelos habían comprado en Venecia.


—Prefiero seguir de pie.


—Entonces, iré directamente al grano —dijo Paula, con frialdad—. Creo que tu «negocio familiar» ha comprado los terrenos en los que está mi local.


El apretó los labios.


—Ah, es eso. ¿Quién te lo ha dicho? Aún no se ha hecho público...


—He recibido una carta de la inmobiliaria Morrell esta mañana informándome de que no renovarían mi contrato de alquiler y he hecho averiguaciones. ¿Por qué no me lo habías dicho?


—Pensaba hacerlo en cuanto la venta estuviera confirmada —contestó él—. Y no lo ha estado hasta esta tarde.


—Ah, ya veo.


—Tendré que hablar con Jorge Morrell. Le dije que quería informar a los arrendatarios de los locales personalmente. No entiendo lo de la carta...


—Los demás no han recibido ninguna carta —lo interrumpió ella—. Sólo yo.


Pedro arrugó el ceño.


—¿Estás diciendo que esto es algo personal?


—Desde luego que sí.


—¿Por qué?


—Patricio Morrell convenció a su padre para que me alquilase el local… como un favor, aunque Jorge Morrell no lo aprobaba —contestó Paula—. Por lo visto, no soy suficientemente buena para el heredero de la inmobiliaria. De hecho, esperaba esa carta en cualquier momento, así que no me ha pillado tan desprevenida. Pero me ha dolido que no me lo hubieses contado tú.


—Paula... —en ese momento sonó su móvil y Pedro masculló una maldición. Habló un momento con alguien y colgó enseguida—. Lo siento, tengo que irme. Ha habido un accidente con uno de nuestros camiones.


—Lo siento. ¿Hay alguien herido?


—Sí... me voy directamente al hospital —contestó él, sacando un sobre del bolsillo—. Pensaba darte esto como regalo de despedida. Léelo cuando me haya ido.


Vaciló antes de salir y Paula esperó, deseó, que la besara. 


Pero él sólo la miró un momento antes de darse la vuelta.


—Adiós, Paula.


Después de cerrar la puerta y conectar la alarma, se quedó estupefacta mientras leía la carta que le habían pasado a Pedro por fax. Era una declaración de la empresa Alcom de no demoler las tiendas de la calle Stow. Se les ofrecía a los arrendatarios de los locales la posibilidad de comprarlos o firmar un contrato de alquiler con el nuevo propietario. 


Había planes para construir en los terrenos que estaban situados detrás, pero los trabajos de construcción no afectarían al comercio. La confirmación oficial sería enviada a la señorita Chaves en su debido momento...


Paula paseó por la cocina como una tigresa, maldiciendo a Jorge Morrell. Su indecente prisa por finiquitar el contrato había destrozado lo que podría haber sido una bonita amistad con Pedro Alfonso... Paula soltó una risita amarga. 


¿A quién quería engañar? Le habría gustado tener algo más que una amistad con él. Pero Pedro se dirigía en aquel momento a... ¿dónde? Paula miró el encabezamiento del fax y comprobó que Alcom estaba en Kew, en Londres, pero no sabía cuál era su dirección particular.


Si quería ponerse en contacto con él podría llamarlo al móvil… pero no pensaba hacerlo por el momento.


—No hay ningún problema, chicas —anunció a la mañana siguiente—. Sencillamente, le pagaré el alquiler a otro propietario.


Les contó que los terrenos habían sido comprados por Alcom y luego, durante el almuerzo, le desveló a Angela la identidad del nuevo propietario.


—Me tiré a su yugular porque pensaba que me había engañado —le contó, desconsolada— y entonces él me dio esto.


Paula le pasó la carta y Angela la leyó, con una sonrisa de satisfacción en los labios.


—Bueno, entonces no estamos en la calle. Supongo que luego le pedirías disculpas.


—No tuve oportunidad. Se marchó porque recibió una llamada urgente... no creo que vuelva a verlo —suspiró Paula.


Bordar era una actividad que, normalmente, encontraba relajante, pero ese día no podía dejar de pensar en Pedro. Y, frustrada, descubrió, además, que su trabajo era innecesario. Angela era una modista tan hábil que no había que disfrazar las piezas de satén nuevo y, después de un par de horas, deseó haber tenido la boquita cerrada y no haberle mencionado el bordado a la señora Keith—Davidson. Una mañana entera cosiendo diminutas flores de seda en una pieza de delicado satén antiguo era más de lo que podía soportar cualquiera.


Afortunadamente, Luisa y Helena habían trabajado como abejitas durante toda la mañana para terminar un pedido de cortinas y ya estaban cortando los vestidos de las damas de honor. Angela estaba terminando los arreglos de un traje de chaqueta y Paula, alegrándose de tener compañía mientras trabajaba, empezó a reparar un vestido negro de noche que había prometido tener listo para el fin de semana.


Cualquier esperanza que hubiese podido tener de que Pedro la llamase se esfumó a medida que pasaban los días.


El fin de semana siguiente terminaron el encargo para la boda, incluyendo un arreglo de última hora en el vestido de la madre, que había adelgazado una talla desde que lo compró.


Paula recibió un generoso cheque cuando fue a llevar el pedido personalmente, aceptó un té en lugar de la copa de champán que le ofrecían y luego se dirigió al banco.


El sábado por la tarde, se reunió con sus amigas en el parque, donde disfrutaron de los típicos fuegos artificiales del cinco de noviembre, y luego, cuando Luisa y Helena se despidieron de sus maridos y sus hijos, las cuatro se fueron a cenar. Paula invitaba, para agradecerles el buen trabajo que habían hecho esos días.


—Me sorprende que tengas un sábado por la noche libre, Angela.


—Le he dicho a Felipe que tendrá que esperar hasta mañana —sonrió su amiga—. Me ha invitado a comer en su casa.


—¿No me digas que también cocina? —exclamó Helena—. ¿Puedo enviar a Tomas para que aprenda?


Paula rió con las demás, pero mientras volvía a casa no pudo evitar sentirse un poco triste. Angela pasaría el domingo con su Felipe y ella... Paula Chaves pasaría el domingo como siempre, haciendo la colada y las tareas de la casa.


Mientas observaba los últimos fuegos artificiales que seguían iluminando el cielo, pensó con nostalgia en otros domingos, algunos pasados en casa con su madre, otros en Londres, de copas con sus amigos o en el campo, comiendo en algún restaurante típico que hubiesen elogiado en la sección de gastronomía del lunes.


Pero cuando conoció a Patricio, pasaba con él todo su tiempo libre. Cuando la relación terminó, el grupo de amigos se había dispersado y a ella la necesitaban en casa para atender a su madre.


No tuvo tiempo para hacer vida social durante todo un año. 


Dirigir el negocio y cuidar de su madre, enferma del corazón, se había llevado toda su energía. Un año después, Marta Chaves había muerto y, desconsolada, el primer instinto de Paula había sido volver a Londres. Pero, por lealtad a su madre, se quedó y amplió el negocio. Y ahora, dos años después, la tienda era un éxito.


Pero sentía que a su vida le faltaba algo.


Y era culpa de Pedro Alfonso. Paula se olvidó de volver a Londres. Esa parte de su vida había terminado y, hasta que conoció a Pedro, estaba encantada con lo que hacía. Pero él era el primer hombre que había despertado su interés en mucho tiempo. Aunque no había ninguna esperanza de volver a verlo. El heredero de la empresa Alcom enviaría a partir de entonces a sus ayudantes, sin duda.


Paula despertó de su ensueño al percatarse de que el olor a humo era cada vez más fuerte. Y el rojo del cielo no parecía propio de los fuegos artificiales...


Asustada, empezó a correr. Un grupo de jóvenes corría en dirección contraria. Uno de ellos tropezó, su rostro, angustiado, claramente visible por un momento bajo la luz de la farola. El ruido de las sirenas era ensordecedor mientras Paula corría hacía el resplandor rojo... y cuando llegó a la calle Stow lanzó un grito de angustia. La administración de lotería colindante con su tienda estaba en llamas.


—No te preocupes, Paula —le dijo el sargento Griffiths— el incendio está controlado. La administración de lotería ha quedado destrozada, pero tu tienda está intacta. Aunque habrá algunos daños por el humo...


—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó ella, sin aliento.


—Parece que unos chicos estaban tirando petardos y alguno ha debido caer en el tejado —contestó el sargento—. Afortunadamente, uno de ellos ha tenido consideración y ha llamado a los bomberos.


Paula se volvió al ver a Harry Daniels, el dueño de la administración de lotería, que acababa de llegar.


—¿Cómo estás, Harry?


—¡Furioso! ¡Como le ponga las manos encima al canalla que ha hecho esto...!


—Tranquilo, Harry. Deja esto en manos de los profesionales —le aconsejó el sargento.


Por fin, el jefe de bomberos le dijo a Paula que podía entrar en su tienda para inspeccionar los daños y, escoltada por dos bomberos, examinó los daños en la pared que daba a la administración de lotería.


—No se preocupe, no hay daños estructurales ni cristales rotos —le dijo uno de sus escoltas—. Sólo tendrá que darle una mano de pintura.


—Será mejor echarle un vistazo a las máquinas de coser —le advirtió su colega.


—Me las llevaré a casa. Y las telas más caras también —suspiró Paula.


La gente que se había acercado para ver el incendio la ayudó a meter los rollos de tela en el coche y, para ahorrarle un segundo viaje, el jefe de policía ordenó a uno de sus hombres que transportase las máquinas de coser en un coche patrulla.


Eran casi las cuatro de la mañana cuando se despidió del amable policía, que había insistido en hacerle un té antes de irse. Paula le dio las gracias y por fin, se metió en la cama, maldiciendo a Guy Fawkes por dejar aquel legado de fuegos artificiales cada cinco de noviembre desde 1605.


Después de lo que le parecieron cinco minutos de sueño, el sonido del teléfono la despertó.


—¿Dígame? —contestó, medio dormida.


—¿Paula?


—¿Sí?


—Soy Pedro Alfonso. ¿Te encuentras bien?


—Oh, sí, sí... estoy bien —contestó ella, aclarándose la garganta—. Al contrario que mi tienda, claro.


—No te preocupes por la maldita tienda. ¿Estabas allí cuando empezó el fuego?


—No, volvía a casa andando desde el centro. Vi un resplandor a lo lejos y salí corriendo… pero la que ha quedado destrozada es la administración de lotería que
está al lado de mi tienda. Harry Daniels, el dueño, estaba destrozado, el pobre, cuando me vine a casa con las máquinas de coser... bueno, yo sólo me traje dos, el resto lo trajo Tony.


—¿Quién es Tony?


—Un policía muy amable que me hizo un té antes de irse.


—Ah, ya —murmuró Pedro. Luego se quedó un momento en silencio—. Iré a inspeccionar los daños mañana. Supongo que tendrás un seguro.


—Sí, claro.


—Estupendo. Te llamaré mañana para ver a qué hora podemos vemos.


Pedro... —Gracias.


Paula colgó sin decirle por qué le daba las gracias y entró en el cuarto de baño, donde la pálida y ojerosa imagen que vio en el espejo la envió de cabeza a la ducha.


Mientras se quitaba el olor a humo del pelo, hizo una lista mental de las cosas que tenía que hacer. Normalmente, lo primero que haría sería llamar a Angela pero, conociéndola, sabía que cancelaría su almuerzo con Felipe para ir corriendo y no quería estropearle el día. Así que llamó a Helena. Y, como esperaba, su marido, que reparaba las máquinas de coser, se ofreció a echarle una mano.


Paula dejó un mensaje en el contestador de Luisa y luego se puso unos vaqueros y un jersey y consiguió tomar un café antes de que Tomas Bennett llegase con su nerviosa mujer al lado.


—Hemos llevado a los niños a casa de los padres de Tomas. ¡Ay, Paula, qué disgusto! ¿Estás bien?


—Sí, claro pero el pobre Harry Daniels estaba hecho polvo anoche.


—¿Saben quién lo hizo?


—Por lo visto, unos chicos que estaban tirando petardos.


—Y salieron corriendo, claro —suspiró Tomas, tomando la caja de herramientas—. Bueno, dime dónde están las máquinas.


Paula lo llevó al comedor, transformado ahora en taller temporal.


—He traído lo necesario para atender los pedidos más urgentes. Menos mal que los vestidos de la boda ya habían sido enviados a casa de los Keith—Davidson...


Helena hizo una mueca.


—Imagínate esos vestiditos de tafetán rosa cubiertos de ceniza.


—No, por favor. Por cierto, he traído todos los rollos de tela que he podido. Vamos a echarles un vistazo.


Después de haber examinado cada metro de tela, Paula decidió que, quitando los bordes manchados de ceniza, el resto podía usarse para una emergencia.


—El seguro cubrirá todos los gastos, así que haré un pedido de telas mañana mismo.


Tomas confirmó que las máquinas de coser no habían sufrido daños y, después de invitarlos a comer, Paula se despidió de los Bennett. Al día siguiente le compraría a Tomas una botella de su whisky de malta favorito, pensó.


Estaba bostezando mientras leía la póliza del seguro cuando Luisa llamó por teléfono.


—¿Qué ha pasado, Paula? Acabo de llegar de casa de mis suegros.


Cuando ella le explicó lo del incendio, Luisa, horrorizada, prometió ir a su casa a primera hora de la mañana.


—¿Angela lo sabe?


—No. No he querido estropearle la comida con Felipe. La llamaré esta noche.


—Quizá deberías hacerlo antes. No le haría gracia enterarse por otra persona.


Luisa acertó. Angela se enteró de la noticia por la radio mientras estaba ayudando a Felipe a lavar los platos y la llamó antes de que lo hiciera Paula, indignada porque no la había informado.


—¿Para qué iba a estropearte el día? —se defendió Paula—. No podías hacer nada. Tomas vino a mirar las máquinas de coser y Helena vino con él...


—Y Luisa también, supongo —la interrumpió su amiga.


—No, estaba en casa de sus suegros. No te enfades, por favor.


Se le rompió la voz y Angela, inmediatamente contrita, le aseguró que estaba preocupada más que dolida.


—Llegaré en cinco minutos...


—¡De eso nada! Disfruta tu día libre con Angela. Anoche dormí fatal y estoy deseando echarme una siesta.


—¿Estás segura?


—Completamente. Te lo agradezco mucho, Angela, pero te necesitaré mucho más mañana a primera hora.


Paula estaba diciendo la verdad. Necesitaba descansar un poco, de modo que metió los platos en el lavavajillas, se hizo un té y lo tomó mientras leía el periódico. Cuando se le empezaron a cerrar los ojos, entró en su habitación y dejó escapar un suspiro de rabia. Su cama apestaba a humo.


Después de airear un poco el colchón y cambiar las sábanas, estaba sencillamente agotada. Cuando se metió en la cama, pensó que dormiría hasta el día siguiente... y al despertar, descubrió, asombrada, que así había sido.