martes, 18 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: EPILOGO





El pequeño Leonel Chaves Alfonso fue dado de alta a las cinco semanas y cuatro días de edad. Todos estuvieron de acuerdo en que era el vivo retrato de Pedro. Tenía el pelo negro, los ojos oscuros y la barbilla terca de su padre.


Paula lo vistió con un trajecito blanco de encaje y un gorrito a juego.


A continuación lo envolvió en la toca blanca que la señora Dobson había tejido a mano, y lo dejó en brazos de su «tía> Donna mientras durase la ceremonia de la boda, a la que asistían los parientes y los amigos más cercanos.


El día era perfecto.


Con Benjamin a su lado, Pedro se volvió hacia Paula, transmitiéndole su felicidad con una sonrisa. Mientras Sofia y Teresa ocupaban sus respectivos lugares junto a Paula, Donna se acercó con el pequeño Leonel en brazos.


—Yo os declaro mando y mujer —dijo por fin el reverendo Swan, concluyendo la ceremonia—. Pedro, puedes besar a la novia.


Fue un beso íntimo, apasionado, que selló eternamente su amor.


Benjamin carraspeó. Teresa se echó a reír. Pedro soltó finalmente a Paula, y ambos se giraron hacia sus amigos.


De repente, Teresa gritó desde la puerta, y luego rompió en carcajadas.


—Dios mío, Leonardo, no puedo creer que hayas venido! Llegas demasiado tarde para la ceremonia, pero el banquete está a punto de empezar.


—No me digas que nuestro hermano mayor ha regresado a casa para asistir a la boda —dijo Benjamin a Pedro—. Vaya milagro. No fue a la boda de Teresa, ni a la mía.


—Que me aspen —exclamó Pedro—. ¡Es Leonardo!


—Bueno, es lo que faltaba para hacer el día perfecto, ¿verdad? —dijo Paula—. Los tres hermanos Alfonso reunidos por primera vez en... ¿cuánto tiempo?


—Diecisiete años —respondió Pedro, pasándole el brazo por la cintura para acompañarla a saludar al recién llegado.


—Viejo canalla —dijo Leonardo, dándole a Pedro una fuerte palmada en la espalda—. Dijiste que nunca te casarías ni tendrías hijos, pero parece que has hecho ambas cosas. Esa chica debe de ser muy especial, si ha atrapado a mi hermano.


—Cariño, quiero presentarte a la oveja negra de la familia. Mi hermano mayor, Leonardo.


Paula se acercó a Leonardo y lo abrazó. El sonrió de oreja a oreja, y luego besó a la novia en la mejilla.


—Eres un hombre afortunado —dijo Leonardo—. ¿Qué tal si me presentáis a mis sobrinos? Ya tengo otro más, ¿verdad? Al menos, eso me dijo Benjamin cuando lo llamé ayer.


Paula se giró para pedirle a Donna que acercara al pequeño Leonel, pero su amiga se había retirado a otra habitación. Dany el hijo de Benjamin, acudió con su primito en brazos.
Leonardo se agachó para contemplarlo.


—Sí, es un Alfonso, de eso no hay duda —revolvió el cabello de Dany—. Y tú también lo eres, hijo —se echó a reír—. Una segunda generación de Alfonso´s. Que Dios nos ayude.


—Amén. Bueno, dame al bebé antes de que se te caiga —Teresa tomó en brazos al pequeño Leonel—. Venid todos. Va a empezar el banquete. Con música, comida y champán.


Pedro se llevó a Paula a un rincón apartado y la recostó en la pared.


—La quiero, señora Alfonso.


—Y yo a usted, señor Alfonso—Paula le acarició la mejilla-.. Lamento que tengamos que posponer nuestra luna de miel, pero hasta que Leonel crezca un poco más y yo me haya recuperado del todo...


Pedro le cubrió los labios con los suyos.


—El doctor Hall dijo que sí podíamos tener noche de bodas, ¿verdad? —la asió por las caderas y la atrajo hacia sí.


Ella le rodeó el cuello con los brazos.


—Oh, sí, desde luego. Eso dijo.


—Pues vamos, cariño. Acabemos con el banquete cuanto antes e iniciemos la parte divertida del matrimonio.


—Adelante —convino Paula.


El señor y la señora Alfonso se unieron a sus familiares y amigos, e iniciaron su feliz vida de casados.




FIN






MI MAYOR REGALO: CAPITULO 28




Al regresar a la UCI Pedro encontró a Paula aún dormida. 


Preguntó a las enfermeras por qué no se había despertado, y ellas le explicaron que Paula estaba en coma.


Permaneció en el hospital durante todo el día y toda la noche.


Aguardando. Rezando. Esperando contra toda esperanza que Paula despertara. Subió varias veces a ver su hijo. El niño era todo un luchador, le dijeron. Saldría adelante.


La gente entraba y salía. Todos estaban preocupados. Pedro habló con los médicos varias veces. Y siempre le decían lo mismo. Que ya se había hecho lo posible por el niño, y por Paula.


Benjamin le llevó una muda de ropa el segundo día. Tenía el rostro cubierto de barba y el cuerpo dolorido de dormir en el sofá de la sala de espera.


Setenta y dos horas después de que hubieran ingresado a Paula en la UCI, la enfermera salió a la sala y despertó a Pedro.


— ¿Sheriff Alfonso?


El abrió los ojos y la miró.


— ¿Qué sucede? ¿Algo va mal?


—No, nada va mal —le aseguró la enfermera—. El doctor Hall está con la señora Chaves. Ha vuelto en sí.


Pedro corrió hacia la UCI.


—Aquí lo tienes —dijo el doctor Hall a Paula, y luego se giró hacia Pedro—. Ha preguntado por ti.


Pedro se acercó a ella, sintiendo una felicidad tan grande que temió que el pecho le estallara. Paula alzó la mano. El la tomó, la besó y la sostuvo con ternura.


— ¿Nuestro hijo? —preguntó ella.


—Está arriba, en la incubadora. Es pequeño. Pesa apenas un kilo y medio. Pero está formado del todo. Creen que podrá respirar por sí solo dentro de un día o dos. Tiene diez dedos en las manos y diez en los pies. Con uñitas y todo. Y una buena mata de pelo negro en la cabeza.


—Quiero verlo —pidió Paula.


—Aún no estás preparada para levantarte, y mucho menos para subir a la planta de arriba —dijo el doctor Hall—. Tendrás que dejar que Pedro te siga informando durante unos días.


— ¿Pero me encuentro bien, verdad? Quiero ver a mi hijito —los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


Pedro se acercó su mano a los labios y le besó los nudillos una y otra vez.


—En cuanto puedas levantarte, te llevaré a verlo. Te lo prometo.


—Lo mejor que puedes hacer por vuestro hijo, Paula, es recuperarte del todo —dijo el doctor Hall—. Pedro puede quedarse contigo todo el tiempo que quieras. Y te trasladaremos a una habitación individual por la mañana.


Pedro acercó una silla y se sentó junto a la cama. Paula volvió la cabeza para mirarlo.


—Tienes un aspecto horrible —dijo—. ¿Cuánto hace que no duermes?


—He echado algún que otro sueñecito en estos tres días.


— ¿Llevas aquí tres días?


—Tres y medio.


—Oh, Pedro, debiste ir a casa a dormir un poco —Paula le pasó los dedos por la barba de varios días—. Y debiste afeitarte.


— ¿Qué pasa con mi barba? .No te gusta?


— ¿Por qué no has ido a casa?


— ¿Córno puedes preguntarme eso? —Pedro se inclinó para besarla—. No podía dejaros solos a ti y a mi hijo. De haber estado yo inconsciente, ¿me habrías dejado?


—No, pero yo te...


—Y yo te quiero a ti, Paula —le enmarcó el rostro tiernamente con las manos—. Te amo.


— ¿Me amas?


—Sí. Y quiero que te cases conmigo. ¿Sabes lo que estaba haciendo cuando recibí la noticia del accidente?


—No. ¿Qué estabas haciendo?


—Me disponía a reservar mesa para cenar en un restaurante, a comprarte flores y un anillo de compromiso.


—Oh, Pedro, pensé que... Cuando hablaste del deber y la
responsabilidad.., bueno, no dijiste que me amabas.


—Sí, soy un idiota. No soy tan buen hombre como Leonel, cariño. El era amable, atento, y...


Paula le cubrió los labios con los dedos.


—Chist. Quería a Leonel. Sé lo maravilloso que era. Y creo que deberíamos ponerle su nombre a nuestro hijo. Pero tú eres el hombre al que he amado desde que era una adolescente. El hombre al que siempre he querido.


—Creo que es una buena idea ponerle al niño el nombre de Leonel. A él le hubiera gustado, ¿verdad?


—Y hubiera entendido nuestro amor —dijo Paula—. Hubiera querido que estemos juntos. Tú, yo y el pequeño Leonel Chaves Alfonso.


—Saldrá adelante —dijo Pedro—. No vamos a perder a nuestro hijo.



****


Al día siguiente, Paula fue trasladada a una habitación individual, y dos días más tarde Pedro la llevó en una silla de ruedas a la unidad de incubadoras para que viera a su hijo por primera vez.


Un gozo indescriptible inundó a Paula. Miró a su hijo, al hijo de Pedroy el corazón se le llenó de gratitud.


—Hola, Leonel, soy tu madre. Tú y yo tenemos que ponernos mutuamente al día en muchas cosas.


Permanecieron junto a su hijo durante una hora, hasta que Paula empezó a sentirse cansada.


—Te quiero, cariño —le dijo al pequeño—. Mamá está aquí, junto a ti. Para siempre.


—Te quiero, hijo —dijo Pedro—. Y yo también voy a estar a tu lado. Iremos a cazar y a pescar, y jugaremos juntos al béisbol. Y me ayudarás a cuidar de tu madre y a hacerla feliz —se inclinó y besó a Paula.


Cuando regresaron a la habitación, la encontraron llena de amigos parientes, que les expresaron su alegría y les transmitieron su cariño.


—Tengo algo que anunciaros —dijo Paula mientras Pedro le tomaba la mano—. Pedro y vamos a casarnos en cuanto el pequeño Leonel pueda abandonar el hospital —tras la explosión de felicitaciones y buenos deseos, Paula se aclaró la garganta, y todos volvieron a guardar silencio—. Creo que es hora de que todos lo sepáis. La familia de Pedro ya lo sabe, pero... bueno, quiero que todos nuestros amigos conozcan la verdad —respiró hondo—. Leonel era estéril, pero deseaba darme un hijo. Así que pidió a su mejor amigo que donara su esperma. Pedro es el padre biológico de mi hijo.


Pedro sabía cuánto coraje había necesitado para hacer frente a sus amigos y comunicarles la verdad. No creyó que pudiera amarla más de lo que la amó en ese momento. 


Sabía que probablemente no se merecía a Paula, pero eso no iba a impedir que se casara con ella y pasara el resto de su vida intentando ser digno de su amor.






MI MAYOR REGALO: CAPITULO 27





Los minutos fueron pasando, y Pedro siguió rezando con toda su fuerza de voluntad. Media hora más tarde. Donna Fields entró en la sala, hinchada como un globo, y lo abrazó sin decir nada. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.


La sala de espera estuvo llena a rebosar al cabo de tres horas.


—Todo el pueblo está rezando por Paula, hijo mío —dijo el reverendo Swan—. Ahora todo está en las manos de Dios.


De pronto, la abarrotada sala se quedó en silencio. Pedro percibió de inmediato el cambio en el ambiente. Se volvió y vio al doctor Farr, que acaba de cruzar la puerta.


—Hemos practicado la cesárea y hemos extraído al bebé —comunicó el doctor Farr—. Es muy pequeño... Apenas pesa kilo y medio —le colocó a Pedro la mano en el hombro—. Está arriba, en la unidad de incubadoras.


— ¿Cómo está? —inquirió Pedro—. ¿Qué... posibilidades tiene?


—Ha habido suerte. Es muy probable que el niño sobreviva, aunque aún es pronto para hacer predicciones. Si quieres, puedes subir a verlo.


Pedro agarró el brazo del médico.


— ¿Y Paula?


—El doctor Hall saldrá a hablar contigo muy pronto.


Benjamin se colocó al lado de Pedro.


—Paula se recuperará. Tienes que tener fe.


—Estaba tan disgustada conmigo esta mañana —dijo Pedro—. Le pedí que se casara conmigo, pero metí la pata. Ni siquiera le dije que la amaba —se pasó los dedos por el cabello—. He sido un imbécil. La he hecho sufrir con mi maldito temor al matrimonio y a la paternidad.


—Paula lo comprende —dijo Benjamin—. Te perdonará. Fíjate en lo que yo le hice pasar a Sofia. Y me perdonó.


—Dios, espero tener la oportunidad de pedirle perdón.


«Y de decirle que la amo. Que ella es mi vida.» Al cabo de unos minutos, el doctor Hall encontró a Pedro y a Benjamin paseándose por el pasillo de la segunda planta. Por un terrible instante, Pedro pensó que Paula había muerto.


—Paula está en la UCI —les comunicó el doctor Hall—. El doctor Farr ya les habrá dicho que la cesárea salió perfectamente. Hemos hecho lo que hemos podido por ella. Detuvimos la hemorragia, y...


— ¿Va a vivir? —preguntó Pedro.


—No lo sé —contestó el doctor Hall—. Las próximas veinticuatro horas serán decisivas. Si consigue llegar a la noche, diría que tendrá muchas posibilidades.


— ¿Puedo verla?


El doctor Hall asintió.


—Les diré a las enfermeras que le permitan entrar unos minutos.


—Gracias —Pedro estrechó la mano del médico, y luego se giró hacia su hermano—. ¿Quieres explicarles la situación a Sofia y a Donna... y a todo el mundo?


—Claro —respondió Benjamin—. Adelante, ve a verla. Yo me ocuparé de todo aquí abajo.


Pedro titubeó antes de entrar en la UCI.


«Paula se pondrá bien. Paula se pondrá bien.»


Repitió la frase como si fuera una letanía, un cántico sagrado que pudiera protegerla de la muerte. Finalmente, abrió la puerta, entró y miró los numerosos cubículos cerrados.


—Sheriff Alfonso, la señora Chaves ocupa el número 8 —le dijo una enfermera de mediana edad—. Sígame.


Pedro sintió un doloroso nudo en el estómago al entrar en el pequeño cuarto. Paula yacía inmóvil, con el rostro amoratado e hinchado, y el cuerpo conectado a un sinfín de cables y tubos. Parecía muy pequeña, totalmente indefensa.


—El doctor Hall ha dicho que puede quedarse diez minutos —dijo la enfermera—. Luego podrá volver en el horario regular de visita.


Pedro asintió, y luego se acercó a la cama. Se inclinó sobre Paula, deseando con todas sus fuerzas que viviera. Alzó su lánguida mano y se la llevó a los labios. Tras besarla tiernamente, la apretó contra su mejilla.


—Hay algo que quiero que sepas —dijo—. Te quiero, Paula. ¿Me oyes? Te quiero.


Ella no se movió.


—Tienes que ponerte bien, cariño. Nuestro hijo necesita a su madre. Está arriba, recibiendo los mejores cuidados del mundo. Es pequeño, pero saldrá adelante —una pequeña mentira piadosa, se dijo PedroUna media verdad.


Permaneció a su lado hablándole, animándola, diciéndole una y otra vez cuánto la amaba.


Por fin, la enfermera apareció en la puerta y carraspeó.


—Tendrá que irse ya, sheriff Alfonso. Pero podrá volver dentro de un par de horas.


Pedro se inclinó para besar la frente de Paula y luego salió de la habitación. Su familia lo esperaba en la puerta.


— ¿Cómo está? —preguntó Sofia.


—Duerme —contestó Pedro—. Podré entrar a verla otra vez dentro de dos horas.


— ¿Qué tal si almuerzas algo? —Sugirió Benjamin—. Podemos ir todos a la cafetería.


—Quiero ver a mi hijo —dijo Pedro.


A Sofia y a Teresa se les saltaron las lágrimas. Las dos le pasaron los brazos por la cintura, flanqueándolo.


—Subamos todos a ver a mi sobrino —dijo Teresa—. Tal vez no nos dejen entrar, pero podremos asomarnos por el panel de la puerta.


Tras ponerle una bata verde y unos guantes, las enfermeras dejaron pasar a Pedro. Su hijo yacía en la incubadora, con el cuerpecito conectado a una serie de tubos y de cables, igual que su madre.


El pequeño tenía unas piernas y unos brazos perfectos, y la cabecita cubierta de pelo negro.


Un sentimiento distinto de cualquiera que hubiese experimentado hasta entonces abrumó a Pedro.


Aquella cosita que yacía en la incubadora, luchando por su vida, era su hijo.


—Sigue luchando, hijo mío. ¿Me oyes? Soy tu padre. Y no creas ni por un momento que no te quiero. Porque, Dios, te quiero muchísimo. Muchísimo —las lágrimas le rodaron por las mejillas. Sus hombros se estremecieron al intentar reprimir los sollozos—. Tienes que vivir por mí y por tu madre. Ella está abajo, luchando tan duramente como tú.
Y cuando se despierte, lo primero que me preguntará será cómo estás. Quiero poder decirle que estás bien.


Dicho esto, Pedro salió de la unidad de incubadoras, pasó junto a su familia y entró en el aseo de caballeros más próximo. Apoyó la cabeza en la pared durante un par de minutos, luchando por dominar sus emociones.


Cuando Peyton y Benjamin entraron en el lavabo, Pedro se estaba lavando la cara con abundante agua fría. Se sonó la nariz, arrojó el pañuelo de papel a la basura y respiró hondo.


— ¿Pedro algo que podarnos hacer? —preguntó Peyton.


—Estoy bien —respondió Pedro—. Sólo necesitaba unos minutos para... para...


— ¿Quieres que vayamos a comer algo? —Sugirió Benjamin—. Aún falta media hora para que puedas entrar a ver a Paula otra vez.


—Sí —dijo Pedro—. Un café me sentará bien.