sábado, 5 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 5




Paula se estiraba y levantaba pesas en la sala de aparatos del Instituto Hera, y lo hacía consciente de su deber, pero la mente la tenía en Safetek, en la preparación de la lista de personas que Alfonso había seleccionado para la conferencia de París.


—Revísala —le había pedido— y comprueba que no me he olvidado de nadie importante.


Su nombre estaba entre los demás, y pensó que se trataba de un gesto de reconciliación. Porque aunque podría aprender mucho, la verdad era que ella podía contribuir en bien poco.


¿Había sido esa la razón de que la incluyera en la lista?


No había sido esa la única razón. Se había asegurado que el personal lo supiera y conociera a su nuevo ayudante, a su autorizado y debidamente cualificado suplente, la Auxiliar Administrativo, que también sería Jefe de Personal.


Apreciaba mucho su apoyo, pero no estaba preparada para ir a París. ¿Cómo podía hacerle entender sin dañar su posición o la de él?


—¿Qué es esto? —parecía irritado—. ¿Has tachado tu nombre? Hicimos un trato, ¿no?


—No me vale a no ser que obtenga mi parte del trato —le contestó.


—Pero ya lo hiciste; obtuviste cinco mil dólares.


—Pero no se trata del dinero —discutió—, sino de lo que he pagado con ese dinero.


—Muy bien; ya has pagado. ¿Qué te retiene aquí?


—El envoltorio —dijo, incapaz de ahogar una sonrisa—. Ya me entiende, lleva tiempo eso de… —dejó de hablar al ver que se ponía muy serio—. Estoy de broma —añadió rápidamente; ¡maldita sea! ¿Es que no había aprendido de Mary Wells que para conseguir algo de un hombre había que hacerle creer que eso era exactamente lo que necesitaba él?—. Lo que en realidad me preocupa es su parte del trato.


—¿Sí? —parecía sospechar.


—Es un salto muy grande, pasar de recadera a administración —dijo, intentando parecer más inútil de lo que en realidad se sentía—. Usted confió en mí para dar ese salto, señor Alfonso, y se lo agradezco. Quiero ser un buen auxiliar para usted.


—Oh, lo serás, confío en ello. Y puedes empezar por llamarme Pedro.


—Gracias, señor… Pedro —dijo con timidez—. Pero en serio, señor, ¿no cree que para que todo sea verdaderamente efectivo es importante que también me gane la confianza de sus empleados?


—Por supuesto.


—Usted sabe que eso llevará tiempo. Incluso puede haber un par de ellos que se sientan… bueno, ligeramente desairados.


Al ver su reacción pensó que seguramente Reba Morris sería una de esas personas.


—A lo mejor —dijo él frunciendo el ceño—. Pero los negocios son así.


—Y, como dice usted, un negocio que marche bien depende de que los empleados estén contentos y cooperen —concluyó—. Desde que me nombró, señor Alfonso, quiero decir, Pedro, me han llegado rumores de que hay personas que están descontentas… sobre todo la Señorita Morris.


—¿Reba? —aquello pareció molestarlo.


¿Acaso opinaban los empleados que se la había dado de lado… quizá injustamente? ¡Maldita sea!, pensaba él, Reba podía ser muy competente, pero tenía su propio trabajo. Paula era perfecta para el puesto y sería una estupenda asistente… con alguna mejora técnica que llegaría con el tiempo.


Oh, no, pensaba Paula. Quizá hubiera ido demasiado lejos. Intentó interpretar la expresión de su rostro. ¿Culpabilidad? ¿Estaría de verdad acostándose con Reba y había… ?


No era asunto suyo.


—Lo de París es muy importante para la empresa —dijo, tanteándolo— y la señorita Morris conoce la cartera de acciones extranjeras mejor que nadie. Y lo que es más, su presencia desvanecerá los rumores de que se ha pasado por encima de ella en la promoción del puesto.


Pedro suspiró largamente y asintió.


—Muy bien, creo que tienes razón.


—Gracias, señor… Pedro—dijo Paula, más aliviada—. Entonces, podré quedarme y ocuparme mejor de lo que pase aquí… sustituirlo de verdad cuando no esté. 


Pedro se echó a reír.


—Caso cerrado —dijo—. Compruebe la lista con cuidado, ¿vale?


Sabía que en anteriores ocasiones, Pedro se había apoyado en su predecesor para emitir aquel tipo de selecciones. Se empeñó en asegurarse de que había elegido correctamente al grupo más fiable, aquel con el que él pudiera sentirse más a gusto.


Sabía que Pedro siempre deseaba que su auxiliar lo acompañara en tales misiones, y era su intención hacerlo, pero lo haría más adelante, cuando fuera valiosa tanto para sí misma como para él. Se daba cuenta de que una de las ventajas de su nuevo trabajo era la oportunidad de viajar al extranjero, a los lugares más idóneos para encontrar un marido rico y jubilado. Pero aún no era el momento, primero tendría que prepararse y convertirse en el envoltorio perfecto para atraer a ese tipo de hombre. No esperaba conseguir un milagro, pero esperaba poder paliar de lo que carecía con su encanto personal.


Tenía suerte de que el instituto de belleza se hallara cerca del trabajo. Se dio cuenta de que tanto los ejercicios como los suplementos dietéticos recomendados estaban resultando de lo más efectivos. Ya había perdido casi tres kilos y no pasaba hambre.


—¿Has terminado con esas pesas? —le preguntó Eva.


Eva era la rubia gorda que vio sentada frente a ella el primer día. Parecía que ella también había perdido algo de peso.


—Claro, aquí las tienes —Paula le pasó las pesas y se abrió camino entre las mujeres sudorosas hacia las duchas.


Después de darse una rápida, Paula se metió en un baño de barro y se puso a pensar en el trato que había hecho con Alfonso. Un préstamo libre de intereses concedido por la empresa, presumiblemente por aceptar el puesto de Auxiliar Administrativo, no había resultado tan mal. Con el aumento en el sueldo podría pagar el préstamo en unos cuantos meses. Además, se había dado cuenta de que dar órdenes era mucho más fácil que recibirlas, corriendo como una loca de acá para allá para poder llevarlas a cabo puntualmente.


Había dejado de escribir a la máquina, de mandar o recibir faxes con urgencia o de hacer interminables llamadas telefónicas para poder localizar a alguien importante. Ya tenía su propio despacho, el que dejara Sam, y una secretaria a sus órdenes. Tomaba decisiones y discutía posturas con Pedro, o bien conversaba al teléfono con alguien importante al que otra persona había localizado. Había pasado horas al teléfono con su colega en París, comentando los detalles del paquete de ofertas y los programas. 


Todo estaría listo para la conferencia en cuanto ella se lo notificara y consultara a los participantes de la empresa, tarea que Pedro le había asignado a ella.


Una vez en la reunión, se sintió extremadamente nerviosa mientras observaba las caras de la gente sentada alrededor de la mesa, todos más experimentados que ella, todos con dudas acerca de su valía. Pero lo cierto era que no era tan inexperta, ¿o acaso no había sacado a Sam de algún atolladero más de una vez? Respiró profundamente y abrió la reunión, adoptando un aire de confianza natural.


—Todos sabéis quizá mejor que yo —empezó— la importancia que esta conferencia en particular tiene para nuestros contactos europeos. Por eso es por lo que el jefe me dijo que había limitado la asistencia a sus profesionales de siempre. Todos tenéis muchas tablas y no estáis verdes como otras —se señaló a sí misma y sonrió—. Por lo que yo dirigiré las maniobras desde la central y, si necesitáis algo, no tenéis más que darme una voz.


El hecho de quitarle importancia a su puesto funcionó a las mil maravillas. Todos sonrieron agradablemente y se dispusieron a ahondar en el orden del día con ganas, buen humor, y un nuevo sentimiento de respeto hacia la nueva Auxiliar de Administración.


Paula respiró aliviada.

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 4




Paula no era una persona envidiosa por naturaleza, pero sintió algo cuando por cuarta vez en tres días vio a Reba Morris entrar en la oficina del jefe, alta y esbelta. Se preguntó cómo la exótica señorita Morris lograba mantener aquella apariencia elegante, de perfección absoluta, eso es, excepto por un rizo que se le escapaba de la abundante y sedosa cabellera negra. Poseía una pulcritud ejecutiva combinada con una dosis de algo… ¿sexy? ¿Sensual? 


Fuera lo que fuera, un poco de eso le iría bien, pensaba Paula.


Suspiró largamente. A lo mejor se había equivocado en su vida. Había leído muchos libros y se había interesado por la ópera, había estudiado varias lenguas extranjeras y aprendido a cocinar. Todo lo que le convertiría en la esposa ideal para el tipo de marido que ella buscaba. Su lema era que si querías tenerlo todo, tenías que saber hacer de todo.


El problema era que la mayoría de los hombres se fijaban en el envoltorio y desdeñaban el contenido. Ahí estaba el ejemplo de George Wells, que se había casado con una rubia despampanante que no tenía ni idea de cuidar niños y que no estaba dispuesta a despeinarse por jugar un partido de béisbol con él, dos de los requisitos básicos de George.


Y si ella tenía que competir por un buen partido en un mundo donde el número de mujeres superaba al de hombres, entonces tenía que estar bien preparada: ¡tenía que ser bella!


Pero era más fácil decirlo que hacerlo, pensaba suspirando. Por un momento, deseó que su tía Ruth no estuviera haciendo uno de sus interminables cruceros. Pero no; Ruth le aconsejaría que aceptara la oferta de Alfonso.



Fue aquella noche mientras cenaba en su pequeño apartamento cuando vio el anuncio en el último número de la revista Woman. Ocupaba una página doble en el centro de la revista: 


Consigue un cambio de imagen en el Instituto de Belleza Hera. La diosa de la belleza, que es lo que a nosotras las mujeres nos interesa. Podrás encontrar de todo: mantenimiento, moda, además de los más sofisticados
tratamientos de belleza. ¿Por qué ir de un lado a otro cuando aquí tienes todo lo que necesitas?


Paula sintió una oleada de emoción en su interior. Al día siguiente, y siguiendo el consejo del anuncio, Paula concertó una cita con una de las asesoras de belleza. Le sorprendió que le dieran una cita aquella misma tarde y que las instalaciones estuvieran tan cerca de la oficina.


El salón estaba situado en el primer piso de un modesto edificio y el discreto rótulo en bronce de la puerta no hacía sospechar de la opulencia que encontró en el interior. Paula se sintió azorada nada más pisar el vestíbulo, pues todo en él, la lujosa alfombra, las preciosas macetas de palmeras y el elegante mobiliario, olía a dinero. Y lo malo era que ella no contaba con demasiado.


—Oh, sí, señorita Chaves —la elegante joven ataviada con un ceñido vestido negro y collar y pulsera de perlas levantó la vista y le sonrió—. Loraine estará con usted en un momento; siéntese, por favor.


Paula se hundió en uno de los mullidos sofás, sintiéndose decididamente fuera de lugar, e intercambió una sonrisa con una mujer de unos cuarenta años sentada frente a ella. «¿Tú y yo?», pensó. «Tendría que producirse un milagro».


Después se dio cuenta, cuando le enseñaron lo que había tras la silenciosa elegancia de la entrada, de que había que trabajarse aquel milagro. Mujeres de todas las edades y tamaños levantaban pesas en la sala de ejercicios, se empapaban en los baños de barro o recibían intensos masajes sobre una camilla. Había una sala de belleza con los últimos avances de la técnica en aparatos y especialistas en nutrición y moda para dar consejo personalizado. Cuando le enseñaron las fotos de antes y después del tratamiento, el corazón empezó a latirle con el ansia de empezar.


Pero aquel milagro había que pagarlo, según le informó finalmente Loraine en su despacho, y su precio era de cinco mil dólares por adelantado. 


Paula se atragantó, ya que ella había pensado pagar cantidades razonables en cómodas mensualidades.


Loraine le sonrió.


—¿No le es posible? Quizá pueda pedir un préstamo al banco.



*****

Celestine Rodgers se quedó mirando a su jefe con expresión atónita.


—¿Que va a casarse? Paula no me ha dicho nada.


—Bueno, pues me lo ha dicho a mí —dijo Pedro—. Averigua quién es el tipo; quiero un informe sobre él.


Celes meneó la cabeza, todavía con expresión sorprendida.


—No tenía ni idea de que fuera a casarse. Quizá sea por eso por lo que ha pedido un préstamo.


—¿Un préstamo? —aquello le llamó la atención.


—Sí. El Departamento de Personal me ha enviado este formulario. Parece ser que el banco necesita asegurarse de que tiene un empleo antes de…


—¿Cuánto?


—Cinco mil —sacudió de nuevo la cabeza—. Estos jóvenes de hoy en día. Todo eso para tirarlo en un sólo día cuando podrían entregarlo como entrada para una casa. Es lo que le dije a mi sobrina…


—¿Has devuelto ya la solicitud? —preguntó Pedro.


—¿Solicitud?


—Sí, para el préstamo.


—No, pero la he firmado y…


—Tráemela —Pedro se dio cuenta de que su secretaria parecía tener mucha curiosidad—. Es por los intereses; a menudo los bancos se aprovechan —y añadió rápidamente—. Me gustaría echarle un vistazo.


—Por supuesto —dijo—. Y me voy a enterar de lo de su prometido inmediatamente.


—Déjalo —contestó él—. Lo cierto es que prefiero que no se lo digas. Me resulta extraño que no te haya comentado nada.


Quizá no tendría ni que molestarse con lo del novio, pensaba; si Paula necesitaba dinero… podría persuadirla.


Esperó hasta el final de la jornada laboral para llamarla, pues prefería que nadie le interrumpiera. Cuando tuvo a Paula delante fue directamente al grano, poniéndole el formulario del préstamo delante de las narices.


—¿Te das cuenta de lo mucho que quieres pedir?


Paula se preguntó cómo había llegado a enterarse de aquello, pero contestó con seguridad.


—Cinco mil dólares.


—No, querida, vas a pedir prestado el doble de eso.


—No, solamente cinco mil.


—Cinco mil al catorce por ciento de interés durante un periodo de… —bajó la vista para comprobar lo que decía la solicitud y volvió a mirarla—. Sí, desde luego, distribuido así vas a pagar mucho más de lo que te van a dar.


—Oh —ni siquiera había pensado en eso; aun así, lo necesitaba… —. Puedo pagar doscientos al mes —dijo con un tono de voz seco; aquello no era asunto suyo.


—Ya veo —la miró reflexivo—. Quizá se podría arreglar algo; me imagino que quieres esto para tu boda.


—¿Boda?


¿De qué demonios estaba hablando?


El la miró atento.


—Te vas a casar, ¿no es así?


—¿A casar.. ? —se quedó cortada, recordando de pronto lo que le había dicho—. Sí… No —no le resultaba fácil mentir—. Es decir, no exactamente.


—¿Qué quieres decir con que no exactamente? O te casas o no te casas.


—Bueno, pues no me caso —lo miró echa una furia. ¿A él qué le importaba?


—Entonces, ¿por qué mentiste?


—Yo no mentí.


—Dijiste que estabas demasiado ocupada para aceptar el puesto porque ibas a casarte.


—Lo hice porque me estaba presionando.


—¿Presionándote?


—Empujándome a aceptar un puesto que no deseo.


—¡De eso nada! Si no querías el maldito puesto, no tenías más que decirlo.


—Y así lo hice, pero quería un motivo, señor —le espetó Paula—. Además, no mentí. No dije que estuviera ocupada porque fuera a casarme, sino que estaba ocupada intentando casarme.


La miró perplejo.


—¿Es que hay alguna diferencia?


—Por supuesto que sí. Una persona puede estar a punto de casarse o estar preparándose para ello. Yo me estoy preparando.


—Ya veo —pero quedaba claro que no era así y que estaba intentando averiguarlo—. A ver si me entero. De momento no vas a casarte, sólo te estás preparando para hacerlo.


Paula asintió.


—Entonces, supongo que tendrás a alguien en mente.


—No… exactamente.


Pedro arqueó las cejas en señal más de orden que de pregunta.


—Tiene que ser un cierto tipo de persona… —dijo entrecortadamente.


—¿Un cierto tipo? —parecía tan confundido que Paula estuvo a punto de echarse a reír; pero entonces frunció el ceño y se inclinó hacia delante—. Me gustaría que me aclararas todo esto. Te vas a casar… mejor dicho, te estás preparando para casarte, y no con cualquiera sino con un cierto tipo de persona.


—¿Y qué hay de malo en eso? —tenía ganas de abofetearlo y borrarle aquella sonrisita de la cara.


—Nada, no hay nada de malo —concedió aún con expresión divertida—. Un cierto tipo… ¿Quizá rubio y con ojos azules? ¿O alto, moreno y atractivo?


—Señor, está usted siendo grosero conmigo. Si eso es todo, señor Alfonso… —se levantó para marcharse.


—Venga, espera, no te enfades —cambió de tono y la instó a sentarse de nuevo—. Estoy intentando entender todo esto… No te interesa la apariencia, sino más bien que sea un hombre rico, uno pobre…


Se levantó de nuevo muy molesta y se dirigió hacia la puerta.


—Señor, ya he tenido bastante por hoy. ¿Puedo marcharme?


El la alcanzó antes de que llegara a la puerta.


—Espera, lo siento; tranquilízate, de verdad que me interesa. ¿Qué tipo de hombre estás buscando?


—Uno que no se parezca a usted —dijo tragando saliva y sonriendo con timidez—. Sin intención de ofenderle, señor. Le prometo que no estará tan enfrascado con el trabajo como para no tener tiempo de disfrutar de su matrimonio. Y ganará lo suficiente como para que yo pueda quedarme en casa y disfrutar también; tendremos hijos, viajaremos y lo pasaremos bien.


Aquella expresión confundida no le abandonó el rostro ni por un instante.


—Parece que tendrás que encontrar a un rico jubilado para poder hacer todo eso —dijo en tono jovial.


—Quizá —dijo—si es que vamos a viajar mucho.


Por Dios, aquella mujer hablaba en serio. ¿Y qué había de nuevo en todo ello? La mayoría de las mujeres deseaban el matrimonio, ¿no? Y preferiblemente con un hombre adinerado.


Pero la mayor parte no lo admitirían tan abiertamente, y menos rechazarían una propuesta de trabajo de aquel calibre… al menos no mientras la presa esperada no estuviera aún a su alcance.


—Venga, Paula, sentémonos y comentemos todo esto —la condujo de nuevo a la silla—. Ahora estás trabajando, ¿no?


Asintió.


—Entonces, ¿por qué no puedes aceptar un empleo en el mismo lugar pero por el que recibirás más sueldo y… ?


Sacudió la cabeza.


—Es un empleo que exige mucha dedicación y no quiero verme envuelta en la vorágine de los negocios como otros…


—Muy bien —intentaría otra táctica—. Cuando conozcas a ese dechado de virtudes, y de momento no vamos a entrar en cómo o dónde será, ¿se te ha ocurrido pensar que quizá él no tenga los mismos… gustos?


Lo miró sorprendida.


—¿Por qué cree que quiero ese préstamo?


—¿Para motivarlo?


—¡Claro!


—Quien quiera que sea o donde quiera que esté.


—Hace que suene como algo…


—Como algo inútil. ¿Qué te hizo pensar en semejante cosa cuando podrías estar forjándote una profesión gratificante y bien remunerada?


—Me estoy forjando una profesión, y es el matrimonio.


—Si me permites recordártelo, el matrimonio es una unión entre dos personas.


—Bueno, normalmente es la mujer la que hace el matrimonio, por lo que yo lo considero su profesión. La más antigua profesión de las mujeres, aparte de la prostitución.


Se quedó mirando a Paula fijamente.


—El tuyo es un plan maquinado fríamente para cazar a algún hombre al que ni siquiera conoces.


—Pues sí.


Ante tal respuesta no pudo por menos que hacer una mueca.


—No hay derecho, toda esta preparación…


—La gente hace muchas más cosas para conseguir un ascenso en su empleo.


—Eso es distinto.


—No lo es. Como dije, el matrimonio es una profesión muy gratificante que te aporta cosas más valiosas que el dinero.


—Puede ser, si es que es un matrimonio como debe ser.


—¿Por qué cree que lo estoy planeando con tanto cuidado? Le aseguro que el mío será el correcto, señor Alfonso. Podré quedarme en casa con mis hijos, por una simple razón. ¿Sabe cuántos niños están medio abandonados por que nunca hay nadie en casa o porque a nadie le importa?


—No te vayas del tema. Te estás poniendo como cebo adrede para que caiga algún pobre despistado en tu trampa.


¿Por qué tenía que dar él con una mujer que estaba empeñada en casarse? Lo cual sería lo de menos si no estuviera tan convencido de que era la mejor candidata para…


—¿Eso es todo, señor Alfonso? —preguntó, preparada para marcharse.


—Un momento.


Podría estar loca, pero era una persona abierta, sin malicia, no como Reba. Tampoco era una belleza, pero ya que se mostraba tan exigente en cuanto a escoger al hombre adecuado… Sí, desde luego aquella boda tenía pinta de ir para largo.


—Siéntate por favor. Quizá podamos llegar a algún acuerdo.


CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 3




Alfonso estaba exasperado. ¡Mujeres! Había creído que Reba Morris sería la solución al problema y que quizá resultaría una asistente apropiada, pero se había equivocado. Adivinó aquella mirada insinuante en sus ojos en el instante en que puso los pies en su despacho y definitivamente constituía una señal de peligro. 


Los romances en la oficina podían interferir con los negocios y no se fiaba de las mujeres que pensaban poder llegar a lo más alto a base de acostarse con los directivos de una empresa.


¡Maldita sea! Sabía que al elegir a una mujer para el puesto algunos idiotas disparatados se imaginarían algún lío entre ellos; pero no esperaba que Reba Morris fuera una de esas personas. Lo malo era aquella forma de mirar, aquellos movimientos naturales, pero seductores al mismo tiempo al inclinarse hacia él, envuelta en una nube de exótico perfume, para quitarle del abrigo un poco de pelusa, seguramente imaginaria. Lo cierto era que poseía algunos atractivos, tenía que reconocer, pero no los requeridos. Además, el hecho de que considerara necesario presumir de ellos podría significar que no estaba en realidad tan interesada en los negocios como él había pensado. Quedaba bien claro que su austeridad no era sino una fachada, una de sus muchas caras.


No, definitivamente la señorita Morris estaba fuera de toda posibilidad. A lo mejor tendría que buscar fuera de la oficina; por ejemplo, aquel chico de Dallas que tanto le había impresionado durante la conferencia…


De pronto empezó a sonar el interfono y pulsó una tecla.


—Hal Stanford está aquí, señor Alfonso, le gustaría…


—Que pase —se acarició el mentón, pensativo.


—Hola jefe, ¿qué tal le va? —Hal Stanford, un hombre de raza negra, venía con un montón de papeles en la mano—. Pensé que quizá sería mejor que repasásemos juntos estas cantidades antes de hacerlas públicas.


—Claro —el jefe se levantó y fue hacia él—. Además, me alegro de que estés aquí, Stan. Me gustaría comentarte algo.


—¿Cómo?


—Sabes que estoy buscando un asistente. ¿Qué te parecería…?


Stanford sonrió, sus blancos y fuertes dientes destacaban contra su piel negra, y sacudió la cabeza.


—Por favor, señor Alfonso, yo no quiero hacerlo —dijo.


—¡Dios mío! —Pedro se lo quedó mirando—. ¿Tú tampoco?


—¿Qué quiere decir con eso?


—Es que eres la segunda persona hoy que rechaza un puesto tan atractivo. ¡Maldita sea! ¿Qué pasa hoy conmigo?


—No es usted, jefe; son los viajes.


—¿Los viajes?


—Sí —asintió Stanford—. A su asistente administrativo le tiene siempre de acá para allá, viajando por todo el mundo.


—Bueno, viajar un poco no tiene nada de malo, ¿no?


—Significa estar siempre fuera de casa —dijo Stanford—. Y no lo digo sólo por mi encantadora esposa sino por los tres niños que nos mantienen siempre tan ocupados.


—Entiendo —miró a Stanford de otra manera; sabía que era un hombre rápido y eficiente, pero no se lo había imaginado como padre de familia.


—Gracias por la oferta de todas formas, de verdad que se lo agradezco, pero… bueno, el pequeño Hal va a empezar en la liga infantil de béisbol, y me gustaría estar aquí —Stan se encogió de hombros—. Quizá cuando los chicos sean algo mayores… Bueno, eche un vistazo a esto. ¿Qué le parece?


Extendió los papeles sobre la mesa al tiempo que los dos hombres se echaban hacia delante.


Más tarde, cuando Stan lo dejó solo, Pedro Alfonso se puso a pensar. Resultaba extraño que las dos personas a las que se había acercado para ofrecerles el empleo estuvieran demasiado comprometidas para estar interesadas: uno de ellos ya casado y la otra preparándose para ello. A él nunca le había dado por pensar mucho en eso del matrimonio. 


Su madre murió cuando él contaba sólo cinco años, y a su padre no le había interesado nada más que su agencia de corredores de bolsa. 


Pedro y su hermano Chuck pasaban poco tiempo en la mansión familiar y siempre estaban deseando alejarse de aquel lugar lleno de criados para volver al internado o ir a algún campamento de verano durante las vacaciones.


Aunque le atraían los negocios rechazó de plano meterse en el mundo del corretaje de bolsa. 


Este negocio dependía siempre de la subida o bajada de varios mercados. A Pedro le gustaba tener responsabilidad en los resultados y estar en primer lugar a base de ofrecer las mejores ideas o la mejor presentación: le gustaba la competencia. La verdad era que no había empezado precisamente por abajo en Safetek… 


¿Podía evitar que su padre tuviera contactos? 


Pero el hecho de ascender con tanta rapidez era el resultado de su iniciativa y pericia propias.


En cuanto al matrimonio… ¡Diantres! Los dos fracasos de Chuck eran suficientes como para evitarlo. Sonrió pensando en su hermano, que estaba a punto de intentarlo por tercera vez con cierta pelirroja… pero así era Chuck.


Pero todo ello no tenía nada que ver con el problema que tenía entre manos. Pedro lanzó el lápiz sobre la mesa y fue hacia la ventana.


 ¿Quién sería su próxima apuesta?


Durante las semanas que siguieron hizo varias entrevistas, e incluso hizo un viaje relámpago a Dallas para charlar con aquel chico de la conferencia. No les hizo ninguna oferta, simplemente tanteó a cada uno de los candidatos, pero todos le parecieron insuficientes.


Lo malo era que ya se había decidido por alguien y esa persona era Paula Chaves. Sus miedos iniciales acerca de su juventud e inexperiencia habían desaparecido completamente al rechazar ella su oferta. Se había convertido así en un reto y a Pedro Alfonso le tentaban los retos.


Quizá una cena con Paula y el futuro novio… 


Nunca había conocido a ningún hombre, machista o no, al que no le tentase el dinero. 


Sacaría el tema de la oferta y mencionaría también el sueldo. Lo cierto era que le ayudaría saber los planes del hombre, su situación financiera…Paula no había mencionado su nombre pero…


¿Que no había decidido aún? Lo más seguro era que la hubiera entendido mal. Le pediría a Celes que lo investigara. A punto de llamarla, sonó el pitido del interfono.


—La señorita Morris, señor Alfonso.


¡Maldita sea! ¡Otra vez no!