domingo, 16 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 23




El poseyó su boca con un cálido y ansioso beso que manifestaba todo su deseo. Paula se aferró a su cuerpo mientras Pedro la envolvía en la seguridad de su poderoso abrazo.


De repente, oyeron que alguien llamaba a la puerta trasera. Pedro giró la cabeza a tiempo de ver cómo alguien se asomaba por el panel de vidrio de la puerta de la cocina. 


¡Dios todopoderoso! Era Benjamin. Y Sofia estaba a su lado.


—Es mi maldita familia —dijo—. Debí imaginar que vendrían para ver cómo estás.


Paula era muy consciente de que tenía el cabello revuelto, las mejillas sonrojadas y los labios hinchados cuando Benjamin, Sofia, Teresa y Peyton entraron en la cocina.


—Menos mal que hemos sido los primeros en llegar —dijo Teresa—. Hubierais tenido dificultades para explicar la situación, de haber llegado antes los demás.


Pedro se paseó incómodo. Paula se sonrojó todavía más.


—La mitad de Crooked Oak viene hacia aquí —explicó Benjamin—. La gente quiere celebrar esta victoria con la viuda de Leonel.


—Traen comida y piensan montar una fiesta —añadió Sofia.
—Oh —Paula miró a Pedro—. No lo sabía. La puerta se abrió de repente. La señora Dobson y la señora Brown entraron con toda la frescura del mundo, como si su presencia no constituyera una intrusión. Cada una llevaba una bandeja cubierta con un paño.


—Veo que habéis empezado sin nosotras —comentó la señora Brown—.Paula, querida, ve a la puerta principal a recibir a tus invitados. Teenie y yo nos ocuparemos de la comida y pondremos la mesa.


—Sí, gracias —Paula siguió mirando a Pedro, deseando que
reaccionara, que dijera algo.


Teresa la tomó del brazo la sacó de la cocina. Cuando llegaron al salón, el timbre empezó a sonar.


— ¿Quieres que abra yo? —preguntó Sofia.


—Si eres tan amable... —respondió Paula.


Al cabo de quince minutos, la casa estaba llena a rebosar de la misma gente que, cinco meses antes, habían compartido con ella el dolor por la muerte de Leonel. Ahora deseaban compartir su satisfacción por que el asesino de Leonel hubiese sido juzgado y condenado.


Pedro se quedó una hora más, alternando con los vecinos. 


Luego se acercó a Paula. Ella supo que se marchaba antes de que él se lo dijera.


—Me voy. Tengo que pasarme por la oficina —no la tocó. Ni siquiera le tomó la mano. Pero Paula sabía, por su mirada, que deseaba tocarla, llevarla al cuarto y hacerle el amor—. Te llamaré por la mañana.


—Sí, por favor. Llama.


—Si me necesitas...


—No vas a volver, ¿verdad? —dijo ella en un susurro.


El no respondió. No era necesario. Ella sabía la respuesta.


Pedro la abandonaba de nuevo. Otra vez huía asustado. Y Paula no sabía qué hacer o qué decir para que cambiase de opinión. No podía obligarlo a que la amase. No podía obligarlo a dejar de lado sus miedos e inseguridades. El tiempo se les estaba acabando.


Perder a Leonel había sido difícil, pero Paula había sobrevivido.


Pero si perdía a Pedro...


Susan se excusó y se retiró al cuarto de baño. Una vez dentro, se sentó en el banquillo acolchado y descansó la cabeza en el tocador.


Donna abrió la puerta, entró y se acercó a ella.


— ¿Te encuentras bien? —le preguntó.


Paula levantó la cabeza y miró a su amiga.


—No, no me encuentro bien. Y si pierdo a Pedro, no creo que vuelva a encontrarme bien nunca más.







MI MAYOR REGALO: CAPITULO 22




El juicio de Carl Bates duró doce días. Paula asistía diariamente al proceso, y no sólo tenía que soportar la tortura de oír los detalles del asesinato de su marido, sino también la silenciosa mirada de desaprobación de Pedro. 


Pero, ¿quién era él para censurar sus actos?


Quizá estaba verdaderamente preocupado por ella y por el niño. Pero, por lo que a Paula respectaba, Pedro no tenía derechos de ninguna clase. Había dejado perfectamente claro que su futuro no los incluía ni a ella ni a su hijo.


Aunque Paula les había asegurado que no necesitaba su compañía, Sofia y Donna se turnaban para acompañarla al juzgado a diario.


Aquel día habían ido ambas, además de Benjamin. Teresa y Peyton habían viajado desde Nashville aquella misma mañana para estar presentes cuando el jurado emitiese el veredicto.


Pedro, por su parte, permanecía de pie junto a la pared del fondo de la sala, acompañado de sus agentes.


Paula notó que el corazón se le aceleraba cuando los miembros del jurado regresaron con caras solemnes y los ojos clavados en el suelo.


Un leve murmullo se extendió por la sala.


Finalmente, el juez tomó asiento, dio un golpe con el martillo y llamó al orden. Paula sintió un fuerte ramalazo de náuseas. Se dijo que debió haber desayunado algo. Pero estaba tan nerviosa que ni había pensado en comer.


«Por favor, Dios mío, que no me ponga mala precisamente ahora.»


Donna se inclinó hacia ella y le susurró:


— ¿Estás bien? Te has puesto blanca corno un fantasma.


—Tengo un poco de náuseas, eso es todo —le aseguró Paula.


Cuando por fin se emitió el veredicto y Bates fue declarado culpable, Paula dejó escapar un sonoro jadeo. Los ojos se le inundaron de lágrimas mientras agarraba el brazo de Donna.


«Gracias, Dios mío. Gracias. »


Una explosión de júbilo se apoderó de los presentes. El juez llamó al orden. Los ciudadanos del condado de Marshall guardaron silencio hasta que el juez dio por concluido el juicio con un golpe de martillo.


En ese momento, los presentes se acercaron en tropel a la viuda de Leonel, al que tanto habían querido, conforme ésta se levantaba de su asiento. Benjamin rodeó a su esposa y agarró a Paula del brazo.


Donna se apartó ante la estruendosa avalancha de gente.


—Para que vean cómo nos encargamos de los asesinos en el condado de Marshall —comentó el alcalde.


—Ahora Leonel puede descansar en paz —dijo alguien.


—Debemos agradecer a Pedro Alfonso la captura de Bates —vociferó un tercero.


—Supongo que se sentirá satisfecha con el resultado, ¿verdad, señora Chaves? —preguntó Sammy White, un periodista del Marshallton Chron irle.


— ¿Algún comentario, señora Chaves? —un reportero de la televisión local acercó un micrófono a la cara de Paula—. ¿Cómo se ha sentido al oír el veredicto?


El ruido de centenares de voces resonó en la cabeza de Paula, uniéndose a los desenfrenados latidos de su corazón. Las rodillas se le aflojaron. La habitación empezó a darle vueltas y más vueltas.


«Oh, Dios mío, Dios mío »


Pedro vio desde lejos la expresión aterrada de su semblante, similar a la de un animal atrapado que no tuviera a donde huir. A empujones, fue abriéndose paso por entre el gentío. Al verla tambalearse, supo que se iba a desmayar. Benjamin se apartó momentáneamente de Paula, tratando de alejar a la gente.


«Sujétala, Benjamin! ¡Maldición, sujétala!», gritó Pedro mentalmente.


Paula empezó a derrumbarse poco a poco. Benjamin se volvió, alargó los brazos y la agarró, impidiendo que cayera al suelo. La multitud se apartó conforme Pedro corría hacia ella. Todos retrocedieron y observaron cómo la tomaba de los brazos de su hermano y, acurrucándola contra su pecho, la llevaba al exterior.


Paula volvió en sí justo cuando Pedro la acomodaba en el asiento trasero del Lexus. Abrió los ojos y lo miró.


— ¿Qué ha pasado? —preguntó.


—Te desmayaste, cariño —él le acarició la mejilla con ternura—. Y no me extraña. La mitad de los habitantes de Crooked Oak te tenía rodeada, y esos malditos periodistas no dejaban de hacerte preguntas.


—No... no desayuné nada esta mañana. Empecé a sentir náuseas, y...


—Creo que debería llevarte al doctor Farr para que te eche un vistazo.


—No. De veras, Pedro. Me encuentro bien. ¿Puedes pedirle a alguien que me lleve a casa?


—Yo te llevaré.


—Pero no deberías...


—Podrán manejar la situación sin mí —Pedro cerró la portezuela, rodeó el capó y se sentó tras el volante. Quiso decir que ya le había advertido que no acudiera todos los días al juzgado. ¿Le había hecho caso? No, por supuesto que no. Paula era terca como una mula—. ¿Quieres que pare y te compre algo de comer o de beber? —inquirió mientras se alejaban del juzgado.


—No me apetece comer nada aún. Pero una tónica me sentaría bien.


—Tú no te muevas de ahí, cariño. Yo me ocupo de todo.


Veinte minutos más tarde, Pedro detuvo el Lexus en el patio delantero de la casa. Paula sostenía en la mano la botella de tónica casi vacía.


Ninguno de los dos había hablado mucho en el trayecto. 


Pedro no sabía por qué Paula estaba tan callada, pero sí por qué él había mantenido la boca cerrada. Si decía lo que pensaba, ella se enfadaría.


Y no deseaba disgustarla, dadas las circunstancias.


Exhaló un suspiro de alivio al comprobar que no había ninguna de las habituales vecinas merodeando cerca. Paula no necesitaba que la agobiaran con más comentarios o preguntas.


Pedro abrió la portezuela del pasajero y cuando ella empezó a relajarse la tomó en brazos.


—Puedo caminar —dijo Paula.


—Cállate, ¿quieres?


Maldición, no se daba cuenta de cómo se sentía? ¿De cómo se había sentido mientras duró el juicio, viéndola en la sala, contemplando el dolor que se reflejaba en sus ojos, sabiendo el alcance de su sufrimiento? Le preocupaba que el estrés mental y emocional acabara haciéndoles daño a ella y al bebé. Y no se había equivocado.


Pero Paula había estado en su derecho al decirle que aquello no era asunto suyo. O todo o nada. Eso era lo que Paula quería. Lo que esperaba. Pero él no podía dárselo todo... ni el matrimonio, ni la vida de felicidad que hubiese tenido con Leonel.


Pedro se detuvo al llegar a la puerta.


—Dame la llave para que pueda abrir.


—Si me soltaras, podría abrir yo misma —Paula se retorció entre sus brazos.


—Estate quieta —le ordenó él con voz suave pero firme. Si no dejaba de discutir, no sería responsable de sus actos—. Dame la maldita llave.


Paula se acercó el bolso al pecho. A desgana, rebuscó dentro y extrajo la llave.


—Aquí la tienes.


Cuando hubieron entrado, los perros corrieron a su encuentro, olfateándolos y dirigiéndoles ladridos de bienvenida. Las dos gatas los miraron atentamente desde el rellano de la escalera. Paula siguió abrazada al cuello de Pedro mientras él cruzaba la cocina y la llevaba al salón. Finalmente, la soltó en el enorme y cómodo sofá. Cuando trató de quitarle la chaqueta, ella le apartó las manos, se quitó la prenda y se la entregó.


Fred y Ricky se echaron en la alfombra próxima al sofá.


— ¿Y ahora qué? —preguntó Paula—. Ya estoy en casa, sana y salva. No hace falta que te quedes.


—Me quedo.


— ¿Por qué?


—Ya me estoy cansando de tu actitud —advirtió Pedro. Al reparar en su expresión de sorpresa, hizo un esfuerzo por no sonreír—. Quédate ahí. No quiero que te muevas. ¿Entendido?


—No, no lo entien...


—Vas a descansar, a relajarte, y dejarás que yo cuide de ti. Te preparé algo de comer.


—No tengo...


—Me da igual que tengas hambre o no. Necesitas comer algo. ¿Qué tal una sopa y unas galletas de soda?


—Oh, de acuerdo. Me parece bien.


— ¿Por qué no te echas? Quizá puedas dormir un poco. Seguro que no has dormido bien últimamente, ¿verdad?


—No, no he dormido bien.


Pedro colocó dos almohadones cuadrados en un extremo del sofá, agarró a Paula por los hombros y la acostó suavemente. A continuación le quitó los zapatos y la tapó hasta la cintura con el cobertor del respaldo del sofá.


—Cierra los ojos —le susurró.


Ella obedeció, sucumbiendo al placer de estar recibiendo los cuidados de Pedro.


«Disfrútalo mientras dure» se dijo. «Todas las atenciones que está teniendo contigo no significan nada. Sólo cumple con su deber... cuidar de la viuda de Leonel.


Oyó cómo abría y cerraba la puerta del armario. Había colgado su chaqueta. Luego, los suaves acordes de un tema de Shumman llenaron la habitación. Pedro había puesto un CD.


Paula suspiró.


Al cabo de unos minutos, su cuerpo comenzó a relajarse. El dolor de cabeza que la había atormentado durante todo el día empezó a aliviarse. Oyó los ecos de los armarios de cocina al abrirse, y el ruido de los cazos y los platos. Pedro Alfonso andaba haciendo de las suyas en la cocina. ¡Dios bendito! Aunque, ¿qué daño podía hacer abriendo una lata de sopa?


Leonel siempre la había colmado de cariño y ternura. Había sido el hombre más tierno y atento del mundo. Ya menudo Paula se había sentido indigna de él. Pero jamás le había mentido acerca de sus sentimientos, ni había fingido que lo amara apasionadamente. A Leonel, sin embargo, eso no parecía importarle. La había amado y la había tratado como a una reina. El cariño, el respeto y la comprensión que compartían habían compensando la falta de pasión en su matrimonio.


«Mi pobre y querido Leonel. Si estuvieras aquí... Si no hubieras muerto y no me hubieras abandonado...»


Las lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por sus mejillas.


Permaneció allí quieta, sollozando en silencio para que Pedro no la oyera.


Casi se había adormilado cuando él regresó al salón. Paula percibió su presencia, abrió los ojos y lo miró. Estaba de pie junto a ella, con una bandeja en las manos, contemplándola atentamente.


— ¿Te sientes mejor? —le preguntó.


—Mucho mejor, gracias.


— ¿Quieres comer ya? Te he traído una sopa de verduras... —señaló con la barbilla el tazón de la bandeja—. Y un sandwich de queso y un vaso de leche.


Como en respuesta, el estómago de Paula emitió un  quejido.


Sonriendo, ella se incorporó y deslizó las piernas por el borde del sofá.


—La verdad es que tengo hambre.


Pedro le colocó la bandeja en el regazo y luego se sentó a su lado.


—Intenta no pensar más en el juicio. Carl Bates pasará en la cárcel el resto de su vida. Imagino que el juez Ware lo condenará a cadena perpetua. Así que ya terminó todo, cariño. Es hora de que sigas adelante con tu vida.


—El hecho de que Carl Bates pase el resto de su vida en la cárcel no traerá de vuelta a Leonel. Pero así se evitará que pueda asesinar a nadie más. En cuanto a eso de que va terminó todo... bueno, terminó al morir Leonel. Nunca será nada lo mismo sin él.


—Sí, lo sé —Pedro deseó estrecharla entre sus brazos y consolarla, pero sabía que si la tocaba haría algo mucho más peligroso—. Vamos, cométela antes de que se enfríe.


La sopa de verduras estaba deliciosa, e incluso el sandwich de queso, ligeramente quemado, sabía bien. Cuando Paula hubo apurado hasta la última gota del vaso de leche, Pedro tomó la bandeja y regresó a la cocina. Ella consiguió levantarse para seguirlo. Lo encontró delante del fregadero, fregando los platos.


—Podías haberlos metido en el lavavajillas —le dijo.


—Son muy pocos, y prefiero no molestarme con ese cacharro — respondió él—. ¿Qué haces aquí? Se supone que debes descansar.


—Ya me encuentro bien —Paula se detuvo en la puerta, esperando que él se volviera y la mirase—. ¿Pedro?


— ¿Sí? —él seguía de espaldas a ella.


—Te he echado de menos.


Sus hombros anchos y fuertes se tensaron. Soltó el tazón y el vaso y se giró lentamente.


—Yo también te he echado de menos, cariño.


— ¿No crees que podrías llegarte por aquí de vez en cuando? ¿Podríamos sentarnos a charlar, y No crees que podremos resistir la atracción mutua que sentimos, ahora que ya no estoy tan atractiva?


— ¿Cómo que ya no estás tan atractiva?


—Bueno, mírame —Paula se pasó las manos por el voluminoso vientre—. Ya estoy de seis meses y medio, y...


—Y estás bellísima —Pedro atravesó la cocina rápidamente y se detuvo justo delante de ella.


Paula respiró hondo al percibir el deseo que se reflejaba en sus ojos.


— ¿De verdad me crees bellísima?


Pedro sabía que si la tocaba, estaría perdido. Pero, que Dios lo ayudase, deseaba tocarla más que nada en el mundo.


—Creo que eres la criatura más bella que he visto nunca. Con tripa y todo —esbozó una sonrisa.


Paula notó que el estómago le daba un vuelco. ¿Por qué tenía que decirle palabras tan condenadamente hermosas?


—Cuando te marches hoy, no volverás, ¿verdad?


—No.


—Es tan injusto —ella alargó la mano para tocarlo, pero él
retrocedió—. Leonel debería estar vivo y yo debería amarlo. Y éste... —se posó la mano en el vientre—, debería ser su hijo.


—Tienes razón. Leonel se merecía un destino mejor que el que tuvo.


—El sabía que yo no estaba enamorada de él —Paula miró atentamente los ojos negros de Pedro, deseando ver
más allá de su superficie—. Pero nunca supo lo que sentía por ti. Y lo extraño es que, de habérselo dicho, creo que lo habría entendido.


—Leonel estaba loco por ti —Pedro cerró los ojos para no verla—. Recuerdo cuando fue a verme para pedirme que donara mi esperma. No dejaba de hablar de lo mucho que deseaba tener un hijo, pues tú eras de esas mujeres que no se sentirían completas sin ser madres. Hubiera caminado sobre carbones encendidos por ti.


—Sí, lo sé —Paula recorrió la distancia que los separaba, alzó las manos y enmarcó con ellas el rostro de Pedro—. Tú y yo éramos las personas más importantes en la vida de Leonel. El nos quería, y nosotros lo queríamos a él. Hubiese querido vernos felices. ¿No comprendes que, si pudiera, Leonel te diría que no debes sentirte culpable por quererme? —bajó la mano, tomó la de Pedro y se la acercó al vientre—.El hubiera deseado que amases a este hijo y fueras su padre.


Pedro la tomó entre sus brazos y la abrazó con fuerza, acariciando su cabello, susurrando su nombre una y otra vez. Paula se fundió con él, como si el calor de su cuerpo se filtrara en el suyo y los uniera.


Pedro le besó la frente, las sienes y luego las mejillas.


Ella alzó el rostro, ofreciéndole sus labios.

—No te vayas. Quédate conmigo esta noche. Te necesito tanto, Pedro...