lunes, 22 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO FINAL




Diez meses después…


—En cuanto firme aquí, señora Alfonso, habrá tomado plena posesión del rancho de su abuelo.


Paula firmó y le devolvió la pluma al abogado. Por fin era propietaria de Chaves, junto a su marido, claro.


—Gracias, Aaron —Pedro le estrechó la mano al abogado y los tres se levantaron—. Me alegro de que por fin esté todo arreglado.


—Y yo os agradezco que hayáis acatado los términos en los que fue redactado el testamento. No creo que Beau pretendiera que su nieta y su marido tuvieran que vivir en el rancho, pero tampoco creo que se imaginara que al final os ibais a casar.


—Yo no estaría tan segura —repuso Paula, sonriente—. Sus cartas están llenas de alabanzas a su vecino. Pero tardé algún tiempo en darme cuenta de que ese vecino del que tanto hablaba era Pedro.


Se acercaron riendo hacia la puerta.


—Las copias de los documentos, ¿las mando a Chaves o a Alfonso Rose?


—A Rose —contestó Pedro mientras rodeaba la cintura de su esposa con el brazo—. Volveremos allí después de pasar unos días en París.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas de felicidad. Pedro se había mostrado implacable en ese punto. 


Había decidido llevarla a París, quisiera ella o no. Por
supuesto, Paula estaba deseándolo.


—Sí, y mi mujer ha comprado vestidos suficientes como para financiaros el viaje —gruñó Aaron.


—La señora Hawthorne tiene un gusto exquisito —y, afortunadamente para Paula, sus amigas tenían un gusto similar.


—En realidad —le contestó Pedro—, vamos a pagar el viaje con los dos avestruces que te vendí.


Aaron parecía desazonado.


—Sí, debería haber invertido desde el principio. ¿Pero quién iba a pensar que se obtendrían beneficios tan rápidamente?


Pedro lo pensaba —Paula miró con orgullo a su marido.


—Pero no podría haberlo conseguido solo —contestó él y la besó.


—¡Fuera de aquí! —Gruñó el abogado—. Y que os divirtáis en París.


Ya en el ascensor, Pedro le comentó a su esposa.


—Has tenido que esperar mucho tiempo para hacer este viaje.


—Eso es cierto, y todo para que pudieras ir conmigo. Así que será mejor que te asegures de que haya merecido la pena esperar.


—¿Tienes alguna duda?


—Ninguna, Pedro, ninguna.






ANIVERSARIO: CAPITULO 24





Pero, por supuesto, no lo hizo.


Paula intentó no prestar demasiada atención al jeep que seguía apareciendo cada vez que un polluelo estaba a punto de salir del cascarón. E intentó no sentirse culpable por haber abandonado aquellas tareas, pero no lo consiguió. 


Quería estar con Pedro y cada vez le resultaba más difícil concentrarse en la costura.


—La tormenta tropical Daphne se ha convertido en un huracán —anunció la emisora de radio—. Manténganse conectados con esta emisora por si es necesario tomar precauciones.


¿Qué precauciones iba a tomar ella?, se preguntó Paula despreocupadamente.


Aquella noche estaba sentada en el sofá, terminando un dobladillo y dispuesta a terminar de coser los botones de los vestidos. Puso la televisión. Estaban dando otro parte meteorológico. Esos texanos parecían estar obsesionados con el tiempo.


Y pronto pudo comprobar por qué.


La película que estuvo viendo aquella noche fue interrumpida cada media hora para dar datos de la tormenta. 


Al parecer, se esperaba que el huracán llegara a tierra
durante los dos próximos días.


Paula tenía que enviar el paquete con los diseños a finales de semana para que llegaran dentro del plazo impuesto por la Academia. Esperaba que no hubiera ningún problema con el servicio de correos.


Aquella noche se acostó un poco preocupada y, cuando se despertó al día siguiente, descubrió que el cielo estaba completamente gris.


Llamó inmediatamente a Pedro.


—Los huracanes rara vez afectan a esta zona, pero al parecer Daphne tiene mucha intensidad —parecía tan cansado como ella—. Si continúa mucho tiempo en el mar y no pierde fuerzas, a veces el ojo del huracán puede desplazarse al interior antes de disolverse y entonces vienen la lluvia y los tornados. Eso es lo verdaderamente peligroso. Sobre todo, los tornados.


Paula lo escuchaba con atención, intentando detectar alguna nota de preocupación en su voz, pero Pedro parecía más resignado que preocupado.


—¿Y los avestruces?


—No les pasará nada. Los adultos esconderán la cabeza, y los polluelos, mientras permanezcan protegidos en los criaderos, no tendrán tampoco ningún problema.


«¿Y yo?», estuvo a punto de preguntar, pero Pedro ya tenía demasiados problemas, no necesitaba más preocupaciones.


—¿Sabes dónde está el refugio del rancho, por si la tormenta es muy fuerte? — le preguntó Pedro. Parecía haberle leído el pensamiento.


—Claro —mintió la joven.


—Entonces, ya está todo arreglado.


En cuanto colgó el teléfono, Paula fue a buscar la compuerta que daba al sótano en el que se suponía que debía de guarecerse. No tardó en encontrarla, pero en cuanto la abrió, decidió que preferiría dejar que la arrastrara la tormenta a bajar allí.


Durante el resto del día, se dedicó a coser y a ver la televisión mientras observaba cómo en el exterior de la casa iba levantándose un viento cada vez más fuerte.


Por una parte, era una situación emocionante. Pero también era una fuente de distracción, y sólo le quedaban dos días para entregar su trabajo. Odiaba tener que terminar a toda prisa los detalles de última hora. Un mal acabado podía suponer el rechazo de sus diseños. Y todavía tenía que terminar de coser los botones a uno de los trajes, rematar una chaqueta y acabar el dobladillo del traje de noche.


Los informes sobre el huracán comenzaban a resultarle inquietantes, de modo que apagó la televisión y continuó trabajando en silencio. Estuvo cosiendo el dobladillo hasta que empezó a dar cabezadas, entonces se puso a pegar los cristales austriacos en el corpiño. Pero cuantas más estrellas ponía, más parecía necesitar el vestido. Paula suspiró exasperada. Parecía que no iba a terminar nunca.


El sonido de la lluvia la despertó. Se había quedado dormida encima del vestido. Sacudió la cabeza intentando despejarse y encendió la televisión. La tormenta cubría ya todo Texas. 


Pero Paula ya se lo imaginaba. La lluvia chocaba contra las ventanas como si estuvieran cayendo piedras del cielo. Con aquel ruido le iba a resultar imposible dormir, de modo que decidió continuar trabajando.


Pasaban las horas y la joven empezó a ponerse nerviosa al darse cuenta de que era posible que no pudiera terminara los trajes a tiempo. Desde luego, no iba a dejar de trabajar hasta que hubiera cosido el último botón, pero, una vez acabado no sabía si la tormenta le iba a permitir llevar el paquete a correos.


El huracán Daphne continuaba soplando con todas sus fuerza, y la tormenta se extendía ya desde Texas a Louisiana.


Era tal la oscuridad de fuera de la casa que Paula tenía que mantener la luz encendida para poder ver algo. Esperaba que la lluvia cesara y le permitiera ir a Royerville. Eso si realmente podría confiar en la pequeña oficina postal de Royerville.


Porque quizá fuera mejor que fuera a Austin.


Tal vez debería tomar un vuelo charter a París y llevar personalmente el paquete…


A medida que fueron pasando las horas, Paula comenzó a preocuparse por los avestruces. Pedro la habría llamado si necesitara algún tipo de ayuda, ¿no? Si no iba a poder nadie acercarse a dar de comer a los pájaros, seguramente la habría avisado.


Se sorprendió a sí misma intentando distinguir entre el ruido de la lluvia el sonido del motor de una camioneta. Y pensó en Pedro. Y se lo imaginó yendo a controlar los avestruces. Al final, no pudo seguir sentada donde estaba. 


Además, necesitaba descansar un poco. La lluvia había amainado, así que aprovechó para ir corriendo a los criaderos.


En cuanto entró, comprendió que algo andaba mal.


Y no tardó en averiguar lo que era. El viento había arrancado una sección de madera de una de las paredes, dejando a los polluelos expuestos a la lluvia y el viento.


Sólo permanecía una media docena en los criaderos y Paula no tenía idea de a dónde podían haber escapado. Los que quedaban dentro estaban empapados y dos de ellos sobrecogedoramente quietos.


Tenía que hacer algo. Pero si se ocupaba de ellos no iba a poder enviar a tiempo el paquete. Y todavía tenía que coser algunos botones y…


Uno de los polluelos se cayó y no se molestó en levantarse. 


Paula comprendió alarmada que necesitaba ayuda y que la necesitaba en ese mismo momento. No podía abandonarlo.


Rápidamente, lo levantó y lo llevó corriendo a la cocina del rancho. Allí lo soltó y fue a buscar a otro. Llevaría a todos a la cocina y después ya pensaría en lo que tenía que hacer con ellos.


La lluvia arreciaba de nuevo y el cielo estaba cubierto de amenazantes nubes.


Jamás había visto Paula un cielo tan inquietante.


Al pasar por la parte trasera de corral de Phineas y Phoebe pudo ver a algunos de los polluelos vagando por allí. 


Suponía que debería ir a buscarlos. Miró hacia el cielo, corrió hacia la casa y agarró algunas de las cajas que había utilizado para la mudanza. Intentó montarlas, pero necesitaba cinta de embalar.


La encontró en uno de los cajones de la cocina. Abrió con cuidado la puerta que conectaba con el cuarto de estar y procurando que no saliera de allí ninguno de los polluelos, agarró la cinta e intentó salir. Desgraciadamente, uno de los polluelos se escapó. Paula lo atrapó y le hizo volver con sus amigos, pero para entonces el polluelo ya había tenido tiempo de dejar sus huellas en la alfombra nueva.


La lluvia continuaba cayendo mientras Paula llevaba dos enormes cajas al establo. Pensaba meter en ellas a los avestruces.


Estaba entrando a través del agujero de la pared de los criaderos cuando un golpe de viento la empujó contra las tablas que el viento había arrancado y encontró detrás de ellas al primero de los polluelos fugados.


—Ven aquí, bonito —le susurró mientras lo metía en la caja.


Paula no sabía hasta dónde habrían llegado los aterrorizados polluelos bajo la mirada indiferente de Phineas y Phoebe, ni siquiera sabía cuántos tenía que buscar.


El único dato que tenía era que debía de haber más de quince.


Había encontrado ya a once cuando vio una nube en forma de embudo. Al principio, no reconoció de qué se trataba. Era como una enorme serpiente que aparecía y desaparecía. Y aquello no era una película.


—Bueno, a partir de ahora que cada uno se ocupe de sí mismo —les gritó a los polluelos y abandonó su búsqueda.


Arrastró las dos cajas hasta la casa del rancho, pero no se molestó en llevarlas hasta la cocina. A pesar de la suciedad y el barro de las cajas, las dejó en el cuarto de estar.


Toallas. Necesitaba toallas. Para ella y para los pájaros.


Las luces parpadearon y de pronto se apagaron. Paula, aterrorizada, corrió hacia el baño, esperando encontrarse a la bruja del oeste en cualquier momento.


Se sentó en el suelo y esperó.


¿No debería ser mucho más ruidoso el tornado?, se preguntó. Ella había oído que sonaba como un tren.


Pero, aunque no oyó nada que pudiera parecerse a un tren, si escuchó que alguien estaba arañando la puerta. Con cuidado, alcanzó el picaporte y lo giró. Inmediatamente asomó el pico uno de los polluelos de avestruz.


—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estás asustado? —Paula le tendió los brazos, sintiendo la necesidad de abrazarse a algo.


Estaba aferrada a aquel polluelo lleno de barro cuando se le ocurrió algo.


—¿Y tú de dónde has salido? —le preguntó al animalito. En respuesta, el pájaro picoteó uno de sus botones.


La luz todavía no había vuelto. Paula dejó al avestruz en el suelo y salió al pasillo.


Sintió algo velludo corriendo sobre sus pies y gritó.


Justo en ese momento, vio una amenazante sombra humana asomándose por la puerta y gritó entonces a pleno pulmón.


—¡Paula! —Pedro llamó con fuerza a la puerta—. ¡Paula, contéstame!


—¡Pedro! —Paula reconoció inmediatamente su voz y suspiró aliviada.


—¿Paula estás bien?


—Sí estoy bien, ¡oh, no! —a pesar de la escasa luz, Paula pudo ver que las cajas en las que había dejado a los polluelo estaban deshechas y que los avestruces habían escapado.


—Paula, ¿qué te pasa?


La joven corrió hacia la puerta esquivando a los polluelos y abrió. Al sentirse a salvo en los brazos de Pedro, el miedo y la tensión de las últimas horas desaparecieron, dando paso a una abrumadora debilidad.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro, mientras llenaba su rostro de besos.


Paula asintió.


—Sí, ¡pero se van a escapar los avestruces! —consiguió cerrar la puerta justo en el momento en el que algunos polluelos se dirigían hacia ella.


—¿Qué…?


—He ido a ver cómo estaban y me he encontrado con que el viento había arrancado algunas tablas de los criaderos. Los polluelos estaban empapados, Pedro.


—¿Y has salido en medio de la tormenta? —La agarró con fuerza del hombro—. Oh, Paula, ¡podías haber muerto! —exclamó angustiado.


—¡Pero no podía dejar que les pasara nada a los avestruces! —protestó—. Y después, he visto el tornado.


Pedro la estrechó con tanta fuerza contra él que Paula podía sentir los latidos de su corazón.


—Estaba loco de preocupación —musitó—. Pero parece que el tornado no ha podido contigo.


Con un suspiro de alivio, se separó de ella para observarla atentamente. Paula aprovechó también en ese momento para mirarlo; y vio que tenía el pelo empapado, que había perdido su sombrero y que tenía un corte encima del ojo.


—¡Estás herido! —exclamó tocándole suavemente la frente.


—No es nada. Al final no ha pasado nada.


—El tornado ha afectado seriamente a Alfonso Rose, ¿no?


Pedro asintió.


—¿Ha causado muchos daños?


—La casa está perfectamente, pero el tornado ha volado la oficina


Paula sospechaba que las cosas estaban mucho peor de lo que Pedro quería confesar.


—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?


—Estabas sola en casa, te he llamado por teléfono y no has contestado así que….


—No lo he oído. Probablemente me has llamado cuando estaba buscando a los polluelos.


—He pensado que te había ocurrido algo, y ya no podía quedarme en casa. Paula, si alguna vez te ocurriera algo —no terminó la frase porque en ese momento volvió la luz y ambos se quedaron completamente helados ante lo que vieron.


Había polluelos y barro por todas partes. La alfombra estaba hecha un desastre.


Y el sofá y las sillas…


—¡Mis trajes! —Se lamentó Paula y corrió hacia el vestido de noche—. ¡Fuera de aquí! —Tuvo que gritarles a dos avestruces que estaban picoteando los cristales austriacos—. No. Oh no —susurró al ver lo que habían hecho —no puede ser. Cerró los ojos esperando despertar de un momento a otro de una pesadilla, pero cuando los abrió volvió a encontrarse con el vestido hecho jirones.


El chifón de la falda estaba lleno de barro y completamente desgarrado y más de la mitad de los cristales del corpiño habían sido arrancados.


—El vestido está destrozado —le mostró a Pedro los restos del vestido y señaló con él a los avestruces, que revolotearon asustados, mostrando al hacerlo un traje de
lana, que habían terminado de decorar con barro. Un vestido de tela vaquera había sufrido similar destino. La única que se había salvado había sido una chaqueta guateada, que todavía colgaba impoluta de una percha.


—Lo han destrozado todo —repitió.


Pedro se acercó a ella e intentó abrazarla, pero la joven empezó a darle puñetazos en el pecho.


—¡Acabo de perder la oportunidad de ir a París! ¡Y mi casa está destrozada! — Se interrumpió asaltada por el llanto y enterró la cabeza en el pecho de Pedro—. Mi vida está destrozada. Y todo por culpa de estos estúpidos avestruces. ¡Jamás voy a poder marcharme de este horrible rancho!


Pedro la sostenía en sus brazos mientras lloraba.


—Lo siento, Paula —dijo por fin—. Si quieres, te enviaré a París mañana mismo.


—No —contestó ella entre sollozos—. Yo no quiero ir de visita, quiero ir allí a vivir y a estudiar.


—Eso es lo que te estoy ofreciendo.


París. Le estaba ofreciendo ir a París.


Paula se quedó boquiabierta. Su sueño todavía estaba vivo. 


Lo único que tenía que hacer era decir que sí, y estaría en París en cuestión de días. Podría llevar los trajes destrozados y explicar lo que había ocurrido. No tendría una beca para estudiar, pero…


No podía aceptar. Si aceptaba, los rancheros y Pedro lo perderían todo.


—Te olvidas del testamento de mi abuelo —le dijo con tristeza.


—No, no lo he olvidado.


—Pero el rancho… si no me quedo, no lo heredaré. ¿Y qué pasará con los avestruces?


Pedro suspiró y le acarició suavemente la mejilla.


—Los avestruces no son importantes. Lo importante eres tú.


¿Que los avestruces no eran importantes? Pedro era un mentiroso irreductible.


—Si no son importantes, ¿por qué demonios me he pasado horas persiguiéndolos?


—Yo no lo sé, Paula, ¿por qué los has salvado? —preguntó Pedro con una sonrisa.


—Buena pregunta.


Se separó de Pedro y recogió los restos de su vestido. Era un diseño maravilloso, pero también un proyecto muy ambicioso, sobre todo con el poco tiempo del que disponía para terminarlo. Y ni siquiera en el caso de que le hubiera llegado antes la noticia de que había sido elegida como finalista habría tenido tiempo para realizar el diseño que al principio había elegido para la chaqueta.


Era como si inconscientemente hubiera estado preparando el fracaso.


Y, cuando parecía que estaba a punto de conseguir lo imposible, había perdido unas horas preciosas dedicándose a proteger a los polluelos, en vez de llamar a Pedro para que la ayudara.


Se había comportado como si no tuviera ninguna gana de ir a París. De hecho, Pedro acaba de ofrecerle le posibilidad de cumplir su sueños y la había rechazado.


Bajó la mirada hacia el vestido que tenía entre las manos.


—No sé por qué me he molestado. Probablemente, esos estúpidos pájaros morirán después de haberse comido los cristales.


Pedro sofocó una carcajada.


—No, los cristales son demasiado pequeños para hacerles ningún daño. Y, bueno, podríamos recuperar la mayoría si vigilamos bien los corrales…


—No, gracias.


—Entonces, ¿qué va a pasar con París?


Paula miró a Pedro a los ojos y en ese momento comprendió lo que su corazón había estado intentando decirle durante mucho tiempo.


—No voy a irme sin ti —arrugó el vestido y lo tiró.


—¿Por qué, Paula?


—Porque te quiero —contestó—. Y no quiero ir a París, ni a ningún otro lugar en el que tenga que vivir sin ti.


—Pero Paula —la esperanza y el dolor se mezclaron en el rostro de Pedro—, yo no puedo ir a París contigo.


—Lo sé. Y también sé que no quiero irme de aquí —se acercó a Pedro y le rodeó el cuello con los brazos—. Quiero quedarme aquí contigo.


—No digas nada de lo que puedas arrepentirte —le pidió Pedro, mirándola intensamente a los ojos—. Ahora la situación puede parecer terrible, pero cuando se cumpla un año… —se interrumpió, había palidecido notablemente.


—Cuando se cumpla el año previsto por mi abuelo, ni tú ni los demás rancheros podréis afrontar la compra de mi rancho, ¿no es cierto?


—Pero acordamos…


Pedro, después de los daños que ha causado el huracán y de la inversión que habéis hecho en los avestruces, no os va a sobrar el dinero.


—Lo sacaré de donde haga falta.


—No tendrás que hacerlo.


—Sí, lo haré —la contradijo con determinación—. Te di mi palabra.


Paula sacudió la cabeza y le explicó:
—Quiero ser una diseñadora de éxito, y pensaba que ir a París podría ayudarme a conseguirlo. Pero estaba tan obsesionada con marcharme, que terminé olvidando la razón por la que quería hacerlo. Estaba buscando algo que no había conseguido encontrar en Nueva York, Pero, ¿sabes?, en medio de la tranquilidad del rancho por fin he conseguido encontrar mi propio estilo. En Chaves he realizado mis mejores trabajos, y…


—Pero tú no quieres vivir aquí —la interrumpió Pedro.


—Sola no —lo miró abiertamente—, pero mi abuelo no dijo nada de que tuviera que vivir sola, ¿no?


—Paula —le dijo Pedro acariciándole la mejilla—, yo sé lo importante que es tu trabajo para ti. Jamás me atrevería a pedirte que renunciaras a él.


—Y no tengo intención de renunciar a mi trabajo —contestó con firmeza—. Francamente, las tareas del rancho no me resultan nada atractivas.


—Esa es mi Paula —exclamó Pedro, sonriente—. Estaba empezando a pensar que la tormenta te había afectado el cerebro.


—No, en realidad creo que me ha ayudado a ver las cosas claras.


—Ya era hora —repuso Pedro, y la besó—. Me enamoré de ti en el momento en el que te vi caminando sobre la grava con esas estúpidas botas —susurró después contra su boca—. Pero pensaba que no teníamos ninguna oportunidad.


—Yo también.


Pedro la tomó de la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos.


—No quiero que tengas que arrepentirte jamás, pero si de verdad estás de acuerdo en quedarte aquí, no voy a dejar que te marches nunca.


—No habrá arrepentimientos. No necesito ir a París, pero sí te necesito a ti — sonrió—. Así que voy a quedarme en el rancho —se acurrucó contra él—, pero no quiero quedarme sola.


—Paula Te amo.