sábado, 7 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 8



El sonido de metal contra metal la despertó. De un impulso, Paula salió de la cama.


—¿Pedro?


—Siento haberte despertado.


—¿Puedo hacer algo por ti?


—No, voy a poner más leña en la estufa y volveré a la cama.


A la luz de la luna, podía verlo sentado en la butaca. 


Lentamente, se acercó hasta el sofá.


—La tormenta ha parado —dijo ella.


—Sí. Creo que ha sido el silencio después de dos días de intenso viento lo que me ha despertado.


Ella se sentó en un extremo del sofá, lo suficientemente cerca de él como para tocarlo.


—¿Te duele algo?


—Me siento mejor. Me imagino que las medicinas han hecho su efecto —dijo y después de unos segundos, añadió—: Siento si antes he hablado demasiado.


—No tienes por qué disculparte. Lo he disfrutado.


—He hablado más en estos dos días que en los últimos meses.


—Eso es bueno —dijo tocándolo en el brazo.


Él se estremeció. Cuando ella hizo amago de retirar la mano, él puso la suya encima, entrelazando sus dedos.


—Me has sobrecogido. Hacía mucho tiempo que nadie me tocaba.


—No es de extrañar, teniendo en cuenta tu vida de ermitaño.


—Ermitaño, ¿eh?


—Creo que eso suena mejor que huraño.


—¿No estarás insultando a tu anfitrión después de que te salvara de la tormenta, no?


El continuó entrelazando sus dedos.


—Es muy descortés por mi parte, lo sé.


—¿Cuándo fue la última vez que alguien te tocó? —preguntó él.


Ella trató de apartar la mano, pero él se la retuvo.


—Hace mucho tiempo.


Paula perdió la noción del tiempo mientras continuaban allí sentados en silencio, con las manos entrelazadas. 


Finalmente, Pedro suspiró y la soltó.


—Tengo que echar leña en la estufa antes de que haga más frío aquí.


—Yo lo haré —dijo ella rápidamente y se puso de pie.


Se acercó al perchero y tomó su abrigo. Una vez se lo puso, abrió la puerta y salió fuera.


La nieve caída, brillaba bajo la luz de la luna. Aquel bonito paisaje la impresionó.


Recogió la leña y regresó dentro, a la vez que Pedro salía del baño.


—Deja que yo me ocupe —dijo él.


—Puedo hacerlo, ya metí algunos troncos hace un rato, cuando dormías.


Dejó la leña en el suelo, se quitó el abrigo y lo volvió a colgar. Cuando se dio la vuelta, la estufa ya estaba llena.


—¿Dónde te hirieron?


—Me hirieron en el hombro, costado y muslo. Los médicos me dijeron que tuve suerte de que las balas no tocaran ningún órgano vital. Los músculos y los tendones del muslo están tardando en curar. Todavía no puedo soportar el peso en esta pierna. Me dijeron que con el tiempo, podría volver a caminar sin ayuda —dijo y se giró hacia ella—. Excepto cuando cambia el tiempo, el hombro y el costado no me duelen demasiado. No sé por qué demonios te estoy contando esto.


Se quedaron mirándose unos segundos antes de que él se diera media vuelta y se fuera a su cama. Se sentó y se quitó las botas, los calcetines y los vaqueros. Después, se quitó el jersey, quedándose en calzoncillos y camiseta.


—¿No vuelves a la cama? —preguntó él, en tono impaciente.


—Sí.


Levantó el borde de la manta y dio un paso, cuando de repente le oyó hablar.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Me tienes miedo?


—En absoluto.


—Entonces, quita esa manta. Impide que te llegue el calor.


Sintiéndose una estúpida, tiró de la manta hasta que cayó.


—Nunca me aprovecharía de ti —añadió él—. Por favor, créeme.


Ella se giró y miró su figura en la penumbra.


—Te creo.


—¿Paula?


Ella sonrió para sí misma. Las medicinas debían de seguir haciendo efecto, porque seguía muy locuaz.


—¿Sí?


Hubo una larga pausa.


—Nada, no importa.


—¿Necesitas algo?


—No —contestó—. Olvídalo.


Ella se acercó a su cama y se agachó junto a él.


—Dime, Pedro.


—Estaba pensando que quizá estaríamos más calientes si compartiéramos cama. Pero ya te he dicho que era una tontería —dijo y se estiró bajo las sábanas—. Buenas noches.


—¿Pedro?


—¿Qué?


—¿Quieres que duerma contigo?


Sentía alivio de que no pudiera darse cuenta de su vergüenza ni de cómo su corazón había comenzado a latir con más fuerza.


—No estoy en condiciones de hacer nada más que abrazarte.


Paula se puso de pie.


—Está bien.


Se sentó en la cama, junto a él. Aquello era una novedad para ella. Nunca antes había dormido con nadie.


La conversación que habían tenido antes, debía de haberle traído dolorosos recuerdos. Si no, estaba segura de que no le habría pedido aquello.


Lo miró y se dio cuenta de que había cambiado de postura y ahora daba la espalda a la pared.


¿Debería colocarse mirándolo? La cama era demasiado estrecha para tumbarse de espaldas. Él puso fin a su indecisión, pasándole un brazo por la cintura y atrayéndola hacia él.


—¿Estás bien?


A su lado, sintió calor. Fue entonces cuando reparó en el frío que tenía.


—Sí —susurró.


—Bien —dijo manteniendo su brazo alrededor de ella.


Se quedaron tumbados en silencio. Paula sentía todos los músculos en tensión.


—Me da la impresión de que no estás acostumbrada a esto.


Ella tragó saliva.


—Tienes razón. Al ser hija única, siempre he tenido mi propia habitación y mi propia cama.


—¿Nunca has pasado la noche en casa de amigas?


—Sí, pero no en la misma cama.


—¿Te sientes incómoda?


—Un poco —dijo tratando de mostrarse relajada—. No exactamente incómoda, pero sí algo rara.


Él bostezó.



—Buenas noches —dijo él.


Paula sintió su aliento en la nuca. Cerró los ojos, sintió su calor de la cabeza a los pies y dejando escapar un suspiro, fue quedándose dormida.


PELIGRO: CAPITULO 7





Paula no podía creer lo que estaba oyendo. Estaba sorprendida de aquella actitud tan amable. Se puso de pie y lo miró detenidamente. Tenía las pestañas largas, algo en lo que no había reparado probablemente porque sólo se había fijado en sus ojos.


Le caía el pelo sobre la frente y deseaba apartárselo hacia atrás, pero se contuvo. De pronto se dio cuenta de que se había dormido por su respiración profunda.


Se dio la vuelta y vio su maleta, entre las camas, con los libros y las revistas esparcidos a su alrededor. Los apiló, sacó su pijama más cálido y los dejó al pie de la cama. 


También sacó un par de calcetines para evitar que se le enfriaran los pies como la noche anterior.


Mientras habían estado hablando, la luz del exterior había desaparecido. Miró el reloj y se sorprendió al ver que eran casi las ocho de la noche. Había sido un día extraño. Se preguntó si Pedro se acordaría de todo lo que le había contado.


Miró por encima de su hombro. Parecía cómodo como estaba. De pronto reparó en que la estufa necesitaba más leña. Había un montón en el porche, así que se puso el abrigo, salió fuera y tomó unos troncos que metió en la estufa, tal y como le había visto hacer.


Después, Paula fue hasta la mesa y apagó la lámpara, antes de ocultarse tras la manta que había puesto alrededor de su cama. Una vez se cambió de ropa, fue al baño y se cepilló los dientes.


Cuando salió, dirigió la mirada hacia él. No se había movido. 


Encontró otra manta y se la echó por encima, volvió a su cama y se metió entre las sábanas.


A pesar de lo cansada que estaba, le costó trabajo dormirse. 


Nunca había conocido a un hombre como Pedro. Estaba preocupado, pero ¿quién no lo estaría en su situación?


Se recordó, que era exactamente el tipo de hombre con el que se había jurado no relacionarse: un militar. Aunque su trabajo no debería importarle. Una vez se fuera, no habría razón para volver a verlo. Al menos, ahora tenía otra opinión de él. El dolor explicaba su amargo e irascible comportamiento.


Si estuviera en su casa, estaría al otro lado del pasillo de su apartamento, visitando a Tamara y comentando con ella las confusas emociones que aquel hombre le había causado.


Confiaba en que Tamara estuviera bien.



PELIGRO: CAPITULO 6




Ayudándose de sus entumecidos brazos, Pedro fue hasta la cocina. Aquélla iba a ser una de las pocas veces en que iba a tomarse la medicina para el dolor que le habían recetado.


Estaba entrenado para ignorar el dolor y había preferido no tomar aquellas pastillas que le hacían sentirse extraño, como si flotara o estuviera medio dormido. Pero en aquel momento, tan sólo necesitaba alivio.


Después de tomárselas, Pedro preparó café. Hacía varios minutos que había dejado de escuchar la ducha. Si se hubiera mareado y caído al suelo, lo habría escuchado.


Antes de que estuviera preparado, las pastillas habían comenzado a hacer efecto. Había servido dos tazas de café y al oír abrirse la puerta del baño, habló sin mirar.


—Tome un poco de café. La ayudará a entrar en calor.


Paula no contestó. Pedro dio un sorbo de café, manteniendo la vista en la nieve, hasta que ella se acercó a la mesa y se sentó. Entonces, la miró. Sus mejillas tenían un poco de color y sus labios volvían a estar rosados.


—Gracias por salir a ayudarme. Tenía razón. No debería haber salido hasta que hubiera dejado de nevar. Ha sido una tontería y tiene derecho a estar enfadado conmigo.


Él levantó la cabeza y la miró.


—No estoy enfadado con usted.


—Pues lo parece.


—Estaba preocupado. Hacía mucho tiempo que se había ido.


—No podía conseguir abrir el maletero. La cerradura se había congelado.


—Entonces, ¿cómo sacó la maleta?


—Soplé todo lo que pude con la esperanza de que se derritiera un poco —dijo y antes de que él hiciera algún comentario, añadió—: Sé que ha sido una estupidez.


—No si ha funcionado —dijo él reclinándose en su silla.


Aparte de una ligera sensación de embriaguez, se sentía bien. Volvió a mirarla. Cuando ella volvió a levantar la taza, vio que la estaba observando. Se quedó quieta, con la taza a medio camino de la boca.


—¿Cuántos años tiene? —preguntó él.


—Veinticinco.


—Pensé que era una adolescente.


—Y usted, ¿cuántos años tiene?


—Acabo de cumplir treinta —dijo y al ver su cara de sorpresa, añadió—: ¿Cuántos pensaba que tenía?


—No lo sé. No se me da bien calcular la edad de los demás.


Al ver que ella no decía nada más, continuó hablando.


—Y, ¿a qué se dedica?


—¿Qué más da? —respondió ella dejando la taza sobre la mesa.


—Sólo pretendía charlar.


—Eso es todo un cambio —murmuró ella y dio un sorbo de café.


—Sé que no he sido muy amable desde que llegó.


—¿De veras?


—Está bien, sé que he sido un grosero —contestó encogiéndose de hombros—. Lo siento. ¿Por qué no empezamos de nuevo? —dijo alargando la mano hacia ella—. Paula Chaves, me alegro de conocerte. Soy Pedro Alfonso, de Texas, miembro del ejército de los Estados Unidos.


Ella alargó la mano y se la estrechó. Su mano seguía fría y seguramente ése era el motivo por el que sintió electricidad entre ellos. Respiró hondo y retiró la mano.


—¿Estás de baja?


—Sí, de baja médica. Me estoy planteando dejarlo y dedicarme a otra cosa. Pero ahora mismo, no sé a qué. Con el tiempo, acabaré volviendo a casa.


No esperaba ninguna visita. Su única esperanza era que su pierna recuperara la movilidad para no tener que contar a nadie que lo habían herido.


—¿A Texas?


El se quedó callado, preguntándose por qué estaba hablando de aquello con una extraña. Aunque si la estaba ayudando a sentirse más cómoda, ¿por qué no? En unos días, ella continuaría su camino y nunca más volvería a verla.


—Sí, mi familia tiene un rancho en el centro de Texas. De hecho, ha pertenecido a los Alfonso desde 1840.


—Guau, eso es mucho tiempo.


El asintió.


—Soy el pequeño de cuatro hermanos.


—Por el modo en que te comportas, hubiera pensado que eras el mayor.


Él sonrió y ella se sorprendió.


—¿Qué? —preguntó él al ver su expresión.


—Es la primera vez que te veo sonreír. Deberías hacerlo más a menudo.


—Lo siento. Me imagino que llevo demasiado tiempo aquí solo y no he tenido motivos para sonreír en los últimos meses. Tampoco he tenido mucho contacto con mis hermanos últimamente. Me alisté en el ejército nada más acabar la Universidad y rara vez voy a casa. Antes de esto —dijo señalando su pierna herida—, estaba la mayor parte del tiempo fuera del país. Permanezco en contacto con mi familia mediante el correo electrónico.


—Estoy segura de que están preocupados por ti, aquí solo y herido.


—No, no saben dónde estoy ni que me han herido. No quiero decírselo —respondió y miró a su alrededor—. No sé tú, pero yo tengo hambre. ¿Quieres un poco del estofado que hice ayer? —dijo y comenzó a levantarse.


—Por favor, no te muevas. Lo calentaré.


La miró alejarse. Aquellos vaqueros le quedaban muy bien. 


Eran de color caqui, diferentes a los que llevaba el día anterior. Sus piernas parecían infinitas.


—No has mencionado a ningún marido o alguien que pudiera estar preocupado por ti. ¿Quieres llamar a alguien con el teléfono móvil?


Ella se asomó y lo miró fijamente durante unos segundos.


—No, no estoy casada y no hay nadie preocupado por mí —dijo y desapareció de nuevo.


—Es una lástima. Eres una mujer muy agradable, Paula Chaves.


Esa vez, ella volvió a asomarse, con los brazos en jarras.


—¿Has estado bebiendo?


—No.


—Pues te comportas de un modo extraño.


—Seguramente por las pastillas.


—¿Qué pastillas?


—Las del dolor.


—Deben de ser muy fuertes —dijo ella frunciendo el ceño.


—Quién sabe. Nunca he tomado esas cosas.


—Pero hoy sí lo has hecho.


—Bueno, sí, ya sabes. Hoy me dolía más de lo habitual.


Ella sacudió la cabeza y desapareció. Unos minutos más tarde, regresó con dos platos de estofado. Volvió por dos vasos de agua y rellenó las tazas de café, antes de sentarse.


—Te sentirás mejor después de comer.


—Me siento bien —dijo tomando la cuchara.


Ella sonrió y él reparó en los hoyuelos de sus mejillas.


—Es la primera vez que te veo sonreír —continuó—. Te salen hoyuelos en las mejillas.


—Así es —respondió ella y comenzó a comer.


Comieron en silencio.


—¿Quieres más? —preguntó ella cuando terminaron.


—Gracias, pero no.


Cuando trató de levantarse, ella recogió los platos y los llevó rápidamente a la cocina. Con la ayuda de una de las muletas, Pedro se fue a la butaca y se sentó. Unos minutos más tarde, Paula salió de la cocina y se sorprendió al verlo. 


Él le hizo un gesto con la mano señalándole el sofá.


—Siéntate aquí. Necesitas descansar.


Ella se acercó y se sentó.


—Pensaba leer un rato.


—Está bien, si no quieres seguir hablando...


—Lo cierto es que prefiero escucharte.


—Está bien.


—Háblame de tu familia.


Él sonrió.


—Adoro a mi familia. Mis padres son mis héroes.


—¿Te llevas bien con tus hermanos?


—Por supuesto, aunque es duro ser el más pequeño.


—Yo soy hija única.


—¿Sigue tu padre con vida?


Ella negó con la cabeza.


—Murió en un acto militar.


—Tuvo que ser duro.


—Fue más duro para mi madre. Yo nunca lo conocí, pero ella sufrió mucho a pesar de que tratara de disimular su dolor —dijo y cambió de conversación—. ¿Están casados tus hermanos?


Él se rió sin poder evitarlo.


—Mis tres hermanos están casados, a pesar de que juraban que nunca lo harían. Los dos primeros se casaron con dos meses de diferencia.


—Eres un alma solitaria, supongo.


—Así es. Además, nunca he tenido tiempo para mantener una relación.


—¿Me estás diciendo que no te gustan las mujeres?


—No, lo que quiero decir es que nunca he tenido tiempo para mujeres. Hasta ahora.


Ella se enderezó en su asiento.


—¿Qué quieres decir con ahora?


—Bueno, hasta que mi pierna se recupere y vuelva a mi unidad, tengo todo el tiempo del mundo para hacer lo que quiera.


—¿Por eso estás escondido aquí?


Tenía parte de razón. Con todo el tiempo libre, ¿qué estaba haciendo allí? Sí, claro, no quería que su familia lo viera herido, no quería que se preocuparan por él. No quería regresar a casa con toda aquella culpabilidad y frustración.


—No quería ver ni hablar con nadie. Dirigí a mi brigada hacia una emboscada y dos hombres murieron. Debería haber muerto yo en vez de ellos.


—Al parecer, estuviste a punto de hacerlo.


—Lo sé. Creo que no estaba en las cartas que fuera yo.


—Pareces decepcionado.


—He pedido que me asignen otro destino. No más combates. Me pondrán tras una mesa o me harán entrenar a otros.


—Parece una buena manera de aprovechar tus conocimientos.


—Estoy cansado —murmuró Pedro después de unos minutos.


—¿Por qué no tratas de descansar? Iré por uno de mis libros y...


—No, no me refiero a que esté cansado ahora. Llevo nueve años en el ejército, destinado en operaciones especiales. Era muy bueno, pero aquella noche lo estropeé todo. Debería haberme asegurado de que la información que habíamos recibido era exacta. No quiero tener esa clase de responsabilidad otra vez.


—Creo que estás siendo muy duro contigo mismo.


Él se encogió de hombros.


—No importa.


—¿Vas a contarle a tu familia lo que te pasó?


—No si puedo evitarlo. Quiero estar en buena forma física la próxima vez que los vea —dijo y cerró los ojos—. Quería que estuvieran orgullosos de mí y no quiero que sepan que lo he estropeado todo.


—Estoy segura de que se alegrarán tanto de que sobrevivieras que no les preocupará nada más. Además, por lo que me has contado, no creo que pensaran que has estropeado nada.


Él abrió los ojos.


—Eres una buena persona, Paula Chaves. ¿Tienes novio?


Ella se rió.


—¿Estás interesado en mi vida privada?


—Bueno, yo te he estado hablando de mi vida.


—De vez en cuando, tengo alguna cita, pero nada serio.


—Bien.


—¿Bien? —preguntó ella enarcando las cejas.


El cerró los ojos.


—Sí —susurró él—. No quisiera estar pisando el terreno de nadie.