viernes, 3 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 3





Paula se alegró de salir de casa a la mañana siguiente antes de que sus padres se levantaran. Su madre había empezado a decir la noche anterior que corría un riesgo al llevar en coche a un desconocido hasta Mudgee.


–Tal vez sea un asesino en serie. No sabes nada de él –había llegado a decirle.


No paró de describir escenarios aterradores hasta que Paula le dijo todo lo que sabía sobre Pedro Alfonso, incluido el hecho de que era hijo de un hombre de negocios americano multimillonario, cuya empresa se había adueñado de varias firmas australianas, entre ellas Fab Fashions.


–No es un asesino en serie, mamá –aseguró con firmeza–. Solo es un hombre con más dinero que sentido común.


Para sorpresa de Paula, su padre, que a veces era muy pesimista, se había puesto de su lado.


–Pau sabe cuidar de sí misma, Rosario –afirmó–. No le pasará nada. Tú llámanos cuando llegues, cariño, para que tu madre se quede tranquila, ¿de acuerdo?


Paula accedió encantada, pero temía que su madre se levantara temprano aquella mañana, así que hizo la bolsa de viaje la noche anterior y se levantó pronto para arreglarse. 


Dadas las circunstancias, no quería tener un aspecto desaliñado. Ni tampoco quería parecer una chófer. Desechó la idea de llevar el uniforme habitual de pantalón negro y camisa blanca con el emblema de la empresa en el bolsillo del pecho.


Sí se puso pantalones negros, unos ajustados que le destacaban las largas piernas, y los combinó con una camiseta blanca de cuello de pico y una chaqueta de flores que ella misma había hecho. Era una modista excelente, su abuela le había enseñado a coser. Tuvo dudas respecto al maquillaje, y, finalmente, optó por ser discreta. Se puso un poco de brillo de labios y algo de rímel. Su piel clara y algo aceitunada no necesitaba base alguna. Luego se recogió la abundante melena negra en una coleta sujeta con una goma roja a juego con las flores del mismo tono de la chaqueta. 


Por último, se calzó unos cómodos mocasines negros antes de salir de su casa a las seis y media, veinte minutos antes de tiempo.


El trayecto de Glenning Valley a Blue Bay le llevaría quince minutos como mucho. Seguramente menos a aquellas horas del día. Desayunó algo en una cafetería y luego se dirigió con calma hacia la dirección que le habían dado. Paula conocía bien la zona. Aunque todavía quedaban turistas de fin de semana normales, las propiedades de primera línea de playa costaban un riñón. La mayoría de los edificios antiguos que en el pasado cubrían la costa habían sido derribados, sustituidos por casas de una planta que costaban millones de dólares. Durante la última década, Blue Bay se había convertido en uno de los lugares más lujosos de la costa.


Cuando giró hacia la entrada de la larga calle que llevaba hasta Blue Bay, Paula empezó a ponerse nerviosa. Aunque normalmente era una chica segura de sí misma y franca, de pronto se dio cuenta de que no iba a resultarle fácil sacar el tema de Fab Fashions con el hombre que se había apoderado de la compañía. Seguramente le diría que se ocupara de sus propios asuntos. Tampoco le gustaría que hubiera buscado información sobre él en Internet.


Tal vez debería olvidar la idea de intentar salvar Fab Fashions y limitarse a hacer lo que el señor Alfonso le había pedido: llevarle a Mudgee y luego de regreso. También podía esperar a ver qué clase de hombre era, si era de los que escuchaban o no. No le había sonado demasiado mal al teléfono. Tal vez un poco frustrado, algo comprensible teniendo en cuenta que acababa de sufrir un accidente de coche y todos sus planes le habían salido mal. Y le había pedido que le llamara Pedro, un gesto amable por su parte. 


Casi se sentía culpable de no haberle dicho que podía llamarla Pau.


Se preguntó cuántos años tendría. Supuso que unos cuarenta. Si se parecía a su padre, cuya foto había visto en Internet, sería bajo, con entradas y un cuerpo rechoncho debido a la vida sedentaria y a las largas comidas de negocios.


–Oh, Dios mío –suspiró.


No le apetecía nada el día que tenía por delante.


Tras dejar escapar el aire que inconscientemente tenía retenido, comenzó a escudriñar los números de los buzones de correos. Enseguida se dio cuenta de que el número que buscaba estaría a la izquierda y al final de la calle. La verdad, ¿qué esperaba? El hijo de un multimillonario solo se quedaría en el mejor sitio.


El sol acababa de salir cuando se acercó al bloque de apartamentos que buscaba, y que, por supuesto, daban a la playa. Había un hombre sentado en la acera justo en la puerta del edificio. Tenía al lado una maleta negra de ruedas y encima una bolsa de viaje para traje.


Paula trató de no quedarse mirando cuando se detuvo en el bordillo a su lado. Pero le resultó difícil.


No era bajo, ni tenía entradas ni estaba fofo. Diablos, no. 


Todo lo contrario. Era muy alto y delgado, de hombros anchos y un rostro cincelado como el de los modelos masculinos de anuncios de yates o de loción para después del afeitado. Los pómulos marcados, la nariz recta y fuerte y las mandíbulas cuadradas. Tenía el pelo corto y de un tono rubio claro, la piel ligeramente bronceada y los ojos azules y bonitos. Iba vestido con pantalones gris oscuro, camisa azul de manga larga con el cuello desabrochado y unas gafas de sol en el bolsillo del pecho.


Paula apartó los ojos de él, apagó el motor y salió del coche algo confusa. ¿Quién hubiera imaginado que sería tan guapo? ¿Y tan joven? No debía de tener más de treinta años.


–¿El señor Alfonso, supongo? –preguntó deteniéndose en la acera a menos de un metro de él. De cerca era todavía más atractivo.


–Usted no puede ser la señorita Chaves –respondió él con una media sonrisa.


Ella se molestó por el comentario.


–No entiendo por qué no.


Pedro sacudió la cabeza y la miró de arriba abajo.


–No es usted lo que esperaba.


–¿Ah, no? –respondió Paula tirante–. ¿Y qué esperaba?


–Alguien de mayor edad y un poco menos… atractiva.


Paula agradeció no ser de las que se sonrojaban. En caso contrario, se habría vuelto roja bajo la mirada admirativa de aquellos preciosos ojos azules.


–Es muy amable por su parte, señor Alfonso. Supongo –añadió preguntándose si habría sonado fea y vieja por teléfono.


–Te dije que me llamaras Pedro –le recordó él sonriendo y mostrando una dentadura blanca y deslumbrante.


«Dios mío», pensó Paula tratando de no resultar deslumbrada.


Pero no lo consiguió. Se quedó allí mirándole mientras el corazón le latía con fuerza.


–Tal vez deberíamos ponernos en marcha –sugirió él finalmente.


Paula se sacudió mentalmente la cabeza. No era propio de ella quedarse embobada por un hombre, aunque fuera tan impresionante como aquel.


–Sí. Sí, por supuesto –dijo jadeando un poco para su gusto–. ¿Necesitas ayuda con el equipaje? –le pregunto, recordando que le había dicho que tenía el hombro lesionado.


–Me las puedo arreglar –contestó él–. Tú solo ábreme el maletero.


Se las arreglaba muy bien. Abrió la puerta del copiloto sin ninguna ayuda tampoco.


Cuando se subió y se puso el cinturón, Paula ya había recuperado el control de su acelerado corazón. Tenía que dejar de actuar como una adolescente. ¡Tenía veinticinco años, por el amor de Dios!


Sacó las gafas de sol y se las puso.


–¿Te importa que te llame Paula en lugar de señorita Chaves? –preguntó él antes de que pudiera arrancar siquiera el motor.


Pau dio un respingo. Odiaba que la llamaran Paula.


–Preferiría que me llamaras Pau –respondió con una sonrisa que le salió sin querer.


–Solo si tú prometes llamarme Pedro –insistió él abrochándose el cinturón de seguridad.


Pau tenía la impresión de que la gente no solía decirle que no a Pedro Alfonso. Su combinación de belleza y encanto resultaba seductora y bastante pecaminosa. Quería complacerle, y eso que ella no era complaciente por naturaleza. Siempre había tenido sus propias opiniones, y las expresaba. Y, sin embargo, de pronto lo único que quería era sonreír, asentir y estar de acuerdo con todo lo que Pedro dijera.


–De acuerdo. ¿Preparado, Pedro? –preguntó girando la llave para arrancar mientras le miraba de reojo.


Cielos, era guapísimo. Y olía de maravilla.


–En cuanto me ponga esto –respondió él sacando sus propias gafas del bolsillo.


Parecían muy caras. Vaya, ahora tenía aspecto de estrella de cine, una estrella muy sexy. Su modo de reaccionar ante aquel hombre empezaba a molestarla. Lo siguiente que haría sería ponerse a coquetear con él. ¡Ella no era así! 


Apretó los dientes, miró por el espejo retrovisor, giró para salir y aceleró una vez en la calle. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos, y luego fue Pedro quien rompió el silencio.


–Quiero darte las gracias otra vez por hacer esto por mí, Pau.


–No tienes que agradecérmelo. Estás pagando por el privilegio.


–Pero supongo que habrás tenido que cambiar tus planes para hacer esto. Seguro que una chica tan atractiva como tú tiene mejores cosas que hacer el fin de semana que trabajar.


–No, la verdad es que no.


–¿No has tenido que cancelar ninguna cita?


–Este fin de semana no.


–Me sorprende. Daba por hecho que tendrías novio.


–Lo tenía –confesó Pau–. Hasta hace poco.


–¿Qué ocurrió?


Ella se encogió de hombros.


–Íbamos a recorrer Australia en coche, por eso me compré este cuatro por cuatro. Pero, en el último momento, él decidió que no quería hacerlo y se fue a recorrer el mundo con un amigo y una mochila.


Pau observó de reojo la expresión asombrada de Pedro.


–¿No te pidió que fueras con él? –preguntó.


–No. Pero me pidió que lo esperara.


–Espero que le dijeras que no.


Pau se rio al recordar su airada reacción.


–Le dije algo más que no.


–Bien por ti.


–Tal vez. Guillermo dijo que era muy mal hablada.


–¿En serio? Me resulta difícil de creer.


¿Se estaba burlando de ella? Pero, entonces, pensó que solo estaba tratando de sacar conversación, y eso era mejor que estar allí sentados sin decir nada hasta llegar a Mudgee.


–También me dijo que soy mandona y controladora.


–¡No!


Sí se estaba burlando de ella. Pero de un modo cariñoso. 


Pau suspiró.


–Supongo que soy un poco controladora. Pero es que me gustan las cosas bien hechas y organizadas.


–Yo también soy bastante perfeccionista –reconoció Pedro–. Ah, ahí está Westfield. Ya no estamos lejos de la autopista.


Pau frunció el ceño.


–¿Por qué conoces Westfield? Pensé que esta era tu primera visita a Australia.


–En absoluto –afirmó él–. He pasado mucho tiempo aquí. Bueno, en Nueva Gales del Sur. Verás, mis padres están divorciados. Ya sabes que mi padre es americano, pero mi madre es australiana. Es la dueña del apartamento de Blue Bay. Estuve interno en Sídney, y allí conocí a Andy… el que se va a casar.


–¡Vaya! –exclamó Pau–. No tenía ni idea.


–Bueno, ¿por qué ibas a tenerla? –Pedro parecía desconcertado.


Pau contuvo un gemido. Iba contra sus principios no ser sincera con la gente. Pero su intención había sido buena. 


Con suerte, Pedro no se enfadaría demasiado si le contaba la verdad. No quería pasarse todo el camino hasta Mudgee cuidando lo que decía y lo que dejaba de decir. Y sí, seguramente todavía mantenía la esperanza de hablar del futuro de Fab Fashions con él. Parecía muy cercano y mucho más inteligente de lo que pensaba. Pero eso no facilitaba su confesión.


–Bueno, esto es muy incómodo. Supongo que tengo que decírtelo y ya. Solo… solo espero que no te enfades demasiado.




CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 2




Pedro suspiró cuando colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo de los vaqueros. Lo que menos le apetecía era que la señorita Paula Chaves, mecánica cualificada, le llevara al día siguiente hasta Mudgee, pensó malhumorado mientras se dirigía al mueble bar. Había dicho que tenía más de veintiún años. Seguramente tendría más de cuarenta y sería una sosa.


Pero ¿qué opción tenía? El médico del hospital de Gosford le había declarado incapacitado para conducir durante al menos una semana. No por la excusa que acababa de dar por teléfono. Tenía el hombro magullado y rígido, pero podía usarlo. El problema era la conmoción que había sufrido. El doctor le dijo que ninguna compañía de seguros le cubriría si no le firmaban una autorización médica.


Una estupidez, porque él se sentía bien. Un poco cansado y frustrado, pero bien.


Pedro torció el gesto y apuró dos dedos del mejor bourbon de su madre en uno de sus vasos de cristal. Supuso que debería sentirse agradecido y no irritado por haber encontrado un coche de alquiler. Pero la señorita Paula Chaves le había puesto muy nervioso. La línea que separaba la eficiencia de la intromisión era muy fina, y ella la había traspasado. Casi se arrepentía de haberle dicho que le llamara Pedro, pero tenía que hacer algo para estar a buenas con aquella vieja estirada. En caso contrario, el viaje del día siguiente iba a ser de lo más tedioso.


Ojalá su madre estuviera allí, pensó mientras se dirigía a la cocina a por hielo. Ella podría haberle llevado. Pero estaba en un crucero por el Pacífico Sur con su último amante.


Al menos era mayor de lo habitual en ella. Lionel tenía cincuenta y pico años, y solo era un poco más joven que Eva. Y además tenía trabajo, algo relacionado con la producción de una película, lo que también era una gran mejoría respecto a los jóvenes cazafortunas que habían pasado por la cama de su madre durante años, desde que se divorció de su padre.


Pero la vida amorosa de su madre no le importaba demasiado últimamente. Pedro había crecido ya lo suficiente como para saber que la vida personal de su madre no era asunto suyo. Lástima que ella no le devolviera el favor, pensó echándose en el vaso unos cubos de hielo del dispensador automático. Siempre le estaba preguntando cuándo iba a casarse y a darle nietos.


Así que tal vez fuera mejor que no estuviera allí ahora. Lo último que deseaba era presión exterior en su relación con Anabela. Ya tenía bastantes problemas tratando de decidir si debía renunciar a la noción romántica del amor y el matrimonio y aceptar lo que Anabela le ofrecía. Si se casaba con ella, al menos no tendría que preocuparse de que fuera una cazafortunas, algo que siempre suponía un problema para un hombre que iba a heredar miles de millones. Anabela era la única hija de un promotor inmobiliario muy rico, así que no necesitaba un marido que la mantuviera.


Lo cierto era que a Pedro no le dio la impresión de que Anabela necesitara marido. Solo tenía veinticuatro años y disfrutaba claramente de la vida de soltera, de su glamuroso aunque vacío trabajo en una galería de arte, una activa vida social y un novio que la mantenía sexualmente satisfecha. 


Pero, justo antes de que Pedro viajara a Australia, Anabela le había preguntado si tenía pensado declararse en algún momento. Dijo que le amaba, pero que no quería perder más tiempo si él no quería casarse y tener hijos.


Por supuesto, Pedro no fue capaz de decirle que también la amaba porque no era cierto. Le dijo que le gustaba mucho, pero no estaba enamorado. Le sorprendió que Anabela respondiera que le bastaba con eso. Había dado por supuesto que a una mujer enamorada le partiría el corazón no ser correspondida. Pero, al parecer, estaba equivocado. 


Le había dado hasta Navidad para cambiar de opinión. 


Después de eso, buscaría marido en otro lugar.


Pedro se llevó el bourbon a los labios mientras volvía al salón y se acercaba a la cristalera que daba a la playa. Pero no estaba mirando el mar. Estaba recordando que le había dicho a Anabela que pensaría en su oferta mientras estuviera en Australia y le daría una respuesta a la vuelta.


Y lo había estado pensando. Mucho. Sí quería casarse y tener hijos. Algún día. Pero, qué diablos, solo tenía treinta y un años. Y, además, quería sentir algo más por su futura mujer que lo que sentía por Anabela. Quería estar completamente enamorado y ser correspondido, que fuera un amor duradero. El divorcio no entraba en sus planes. Pedro sabía de primera mano el daño que los divorcios causaban en los niños aunque los padres fueran civilizados, como lo fueron los suyos. Su padre, adicto al trabajo, le había dado sensatamente la custodia completa a la madre de Pedro, permitiéndole que se lo llevara a Australia con la promesa de que pasara las vacaciones escolares con él en América.


Pero eso no impidió que Pedro se sintiera devastado al saber que sus padres ya no se querían. Por aquel entonces, solo tenía once años y era completamente ajeno a las circunstancias que provocaban un divorcio. Sus padres nunca se criticaron el uno al otro delante de él. Nunca se culparon del fin de su matrimonio. Los dos se limitaron a decir que a veces la gente se desenamoraba y era mejor separarse.


En un principio, Pedro odió irse a vivir a Australia, pero, finalmente, llegó a amar aquel maravilloso y lejano país y la vida que tenía allí. Le encantaba la escuela a la que iba, en la que tenía muchos amigos. Lo que más le gustaron fueron sus años universitarios en Sídney, donde estudiaba Derecho y compartía piso con su mejor amigo, Andy. Su padre no le contó la terrible verdad hasta que se graduó: su madre le había atrapado quedándose embarazada. Nunca le había amado. Solo quería un marido rico. Sí, también admitió que él le había sido infiel, pero solo después de que ella le hubiera confesado la verdad una noche.


Su padre le aseguró a Pedro que odiaba hacerle daño con aquellas revelaciones, pero pensaba que era mejor para él saberlo.


–Vas a heredar una gran riqueza, hijo –le había dicho Mariano Alfonso en aquel momento–. Necesitas entender el poder corrupto que tiene el dinero. Siempre tienes que estar alerta, especialmente con las mujeres.


Cuando Pedro, angustiado, le pidió explicaciones a su madre, ella se puso furiosa con Mariano, pero no negó que se hubiera casado con él por su dinero. Sin embargo, intentó explicarle la razón. Había nacido muy pobre, pero guapa. 


Tras una infancia difícil, consiguió convertirse en modelo, primero en Australia y luego en el extranjero, hasta que entró a formar parte de una prestigiosa agencia de Nueva York. Ganó bastante dinero durante algunos años, pero, cuando acababa de cumplir los treinta, descubrió que su agente no había invertido sus ahorros como ella creía, sino que se los había gastado en el juego.
De pronto, se vio otra vez al borde de la pobreza, y aunque seguía siendo muy guapa, su carrera ya no era lo que fue. 


Así que, cuando el multimillonario Mariano Alfonso apareció en escena, impresionado por la belleza de aquella rubia australiana, ella se dejó seducir en más de un sentido. Se sentía atraída por él, insistió, pero admitió que no amaba a su padre, y dijo que dudaba también de que su padre la hubiera amado a ella. Solo la deseaba.


–Tu padre solo ama el dinero –le dijo su madre a Pedro con cierta amargura.


Pedro argumentó entonces que no era cierto. Su padre le quería a él. Y por eso se mudó a América poco después de graduarse en la universidad.


Eso no significó que cortara de raíz con su madre. Había sido una madre maravillosa y la quería a pesar de sus fallos. Hablaban cada semana por teléfono, pero no solía visitarla con frecuencia, fundamentalmente, por falta de tiempo.


Desde que llegó a Estados Unidos vivía a tope. Hizo un curso de posgrado en Económicas en Harvard y luego siguieron unas intensas prácticas en el negocio de las inversiones. Cuando ascendió puestos rápidamente en Alfonso y Asociados, hubo algunos comentarios, pero Pedro creía que se había ganado el ascenso a un puesto ejecutivo en la empresa de su padre, junto con el sueldo de siete cifras, el coche de lujo y el apartamento también de lujo de Nueva York. También se había ganado una reputación de playboy, tal vez porque las novias no le duraban demasiado. Tras unas semanas, se cansaba irremediablemente. Nunca se había enamorado, y se preguntaba si alguna vez lo haría.


Para Pedro era una sorpresa que su relación con Anabel durara tanto, ocho meses ya. Seguramente porque la veía poco debido al trabajo. No estaba enamorado de ella, pero era atractiva, divertida y despreocupada, nunca se enfadaba cuando llegaba tarde o cuando tenía que cancelar su cita en el último momento. Nunca se comportaba de forma posesiva, algo que él odiaba.


Tampoco le había dicho ni una sola vez en todos aquellos meses que le amaba, por eso su reciente declaración le había pillado por sorpresa.


Al principio se sintió desconcertado, luego halagado y después tentado por su proposición de matrimonio, seguramente debido a la influencia de su padre.


–Los hombres ricos deberían casarse siempre con chicas ricas –le había dicho en más de una ocasión–. Y los hombres ricos deben casarse con la cabeza, no con el corazón.


Un consejo sensato. Pero inútil. Pedro sabía, en el fondo de su corazón, que casarse con una chica a la que no amaba sería conformarse con menos de lo que siempre había querido. Con mucho menos.


Así que su respuesta tenía que ser que no.


Pensó en llamar a Anabel y decírselo al instante, pero había algo de cobarde en romper por teléfono. Y peor aún con un mensaje. Anabela le había pedido que no la llamara ni le pusiera mensajes mientras estuviera fuera, tal vez con la esperanza de que así la echara de menos.


Sinceramente, había sucedido todo lo contrario. Sin las llamadas y los mensajes, la conexión entre ellos se había roto. Ahora que había tomado finalmente una decisión, Pedro no sintió ni un ápice de remordimiento. Solo alivio.


De pronto, le vibró el teléfono en el bolsillo y Pedro confió en que no fuera Anabela. No lo era, se trataba de su padre. Pedro frunció el ceño y se llevó el teléfono al oído. No era propio de Mariano llamarle a menos que se tratara de un asunto de negocios.


–Hola, papá –lo saludó–. ¿Qué ocurre?


–Siento molestarte, hijo, pero esta noche estaba pensando en ti y he decidido llamarte.


Pedro no podía estar más sorprendido.


–Qué bien, papá, pero ¿no deberías estar dormido? Allí ya es de noche.


–No es tan tarde. Además, ya sabes que nunca duermo mucho. ¿Qué hora es allí?


–Media tarde.


–¿De qué día?


–Jueves.


–Ah, de acuerdo. Así que dentro de un par de días te pondrás en marcha para asistir a la boda de Andy.


–Lo cierto es que salgo mañana –Pedro consideró durante una décima de segundo la posibilidad de contarle a su padre lo del accidente y lo del coche de alquiler, pero decidió no hacerlo. ¿Para qué preocuparle sin necesidad?


–Buen chico, ese Andy.


Su padre había conocido a Andy cuando Pedro se lo llevó a América unas vacaciones. Habían ido a esquiar con Mariano y se lo pasaron de maravilla.


–Entonces, ¿cuándo crees que volverás a Nueva York? –preguntó su padre.


–Seguramente, a finales de la semana que viene. Mamá está de crucero y no vuelve hasta el próximo lunes. Me gustaría pasar un día o dos con ella antes de volver a casa.


–Por supuesto. ¿Por qué no te quedas un poco más? Te mereces unas vacaciones. Has estado trabajando mucho.


Pedro se quedó mirando la playa y el mar. Lo cierto era que llevaba un par de años sin tomarse más de un fin de semana de descanso. Su madre le había acusado recientemente de haberse convertido en un adicto al trabajo, igual que su padre.


–Tal vez lo haga –dijo–. Gracias, papá.


–Es un placer. Eres un buen chico. Dale recuerdos a tu madre –dijo su padre bruscamente. Luego colgó.


Pedro se quedó mirando el teléfono, preguntándose a qué diablos había venido todo aquello.





CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 1




La ley de Murphy dice que, si algo puede salir mal, entonces acabará saliendo mal.  Paula no estaba de acuerdo con aquella teoría. Su padre era un firme creyente. Armando tenía una empresa de alquiler de coches, y cuando ocurría algo frustrante o molesto, como que se le pinchara una rueda cuando iba a llevar a una novia a su boda, entonces le echaba la culpa a la ley de Murphy. 


Era un hombre supersticioso por naturaleza.


A diferencia de su padre, Paula tenía una visión más racional de los sucesos desafortunados. Las cosas no sucedían por algún perverso giro del destino, sino por algo que alguien hubiera hecho o dejado de hacer. Siempre había una razón lógica.


Paula no culpaba a la ley de Murphy del hecho de que su novio hubiera decidido el mes anterior que ya no quería recorrer Australia en coche con ella, y hubiera optado por viajar por el mundo con una mochila durante todo el año con un amigo. No le importó que ella se hubiera endeudado para comprar un cuatro por cuatro nuevo para su romántico viaje juntos. Ni que hubiera empezado a pensar que era el hombre de su vida. Cuando se calmó lo suficiente para enfrentarse a ello, se dio cuenta de que a Guillermo le había picado el gusanillo de los viajes y no estaba preparado para sentar la cabeza todavía. Pero le había dicho que la amaba y le había pedido que le esperara.


Por supuesto, Paula le dijo dónde podía meterse aquella idea.


Tampoco podía culpar a la ley de Murphy por haber perdido recientemente su trabajo a tiempo parcial en una tienda de moda. Sabía perfectamente por qué la habían despedido. 


Una empresa americana había comprado la cadena Fab Fashions por un precio irrisorio y había amenazado a todos los directores de las tiendas con cerrarlas si no obtenían beneficios a finales de año. Y, por consiguiente, también tenían que reducir personal.


Lo cierto era que Helena no quería que se marchara. Paula era una vendedora excelente. Pero era ella o Lily, una madre soltera que necesitaba de verdad el trabajo, no como Paula. Ella tenía un trabajo a tiempo completo durante la semana en la empresa de alquiler de coches Chaves. Solo había aceptado aquel trabajo de fin de semana en Fab Fashions porque le encantaba la moda y quería aprender todo lo posible sobre el negocio con la idea de abrir algún día su propia tienda. Así que, dadas las circunstancias, no podía permitir que Helena echara a la pobre Lily.


Pero eso no había evitado que se lamentara durante días por la codicia de la empresa americana. Por no mencionar su estupidez. ¿Por qué no había averiguado el idiota que habían enviado la razón por la que Fab Fashions no obtenía beneficios? Ella podría habérselo dicho. Pero para eso hacía falta inteligencia. Y tiempo.


Antes de marcharse el fin de semana anterior, le había preguntado a Helena si conocía el nombre de aquel idiota, y le dijo que se llamaba Pedro Alfonso. Buscó un poco en Internet aquella mañana y encontró un artículo en el que se decía que Alfonso y Asociados, una empresa con sede en Nueva York, se había apoderado de varias empresas australianas, incluida Fab Fashions. Al meterse en su página, Paula descubrió que el mayor accionista de la empresa era Mariano Alfonso, un hombre de sesenta y cinco años que había estado muchas veces en la lista Forbes de los hombres más ricos del mundo. Lo que significaba que era multimillonario. Estaba divorciado y tenía un hijo, Pedro Alfonso, el idiota al que había enviado. Un caso claro de nepotismo en el trabajo, teniendo en cuenta su falta de inteligencia.


Sonó el teléfono de la oficina y Paula lo descolgó.


–Alquiler de coches Chaves –contestó tratando de contener la irritación.


–Hola. Tengo un problema que espero pueda ayudarme a resolver.


Era una voz masculina con acento americano. Paula hizo un esfuerzo por dejar de lado la animadversión que sentía en aquel momento hacia todos los hombres americanos.


–Haré todo lo posible, señor –dijo con la mayor educación que pudo.


–Necesito alquilar un coche con conductor durante tres días. Empezaría mañana a primera hora.


Paula alzó las cejas. Los clientes no solían alquilar coches con conductor durante tanto tiempo. Normalmente, se trataba de eventos de un solo día: bodas, graduaciones, trayectos al aeropuerto y cosas así. Estaban situados en la Costa Central, un par de horas al norte de Sídney, y no eran una empresa muy grande. Solo tenían siete coches de alquiler, incluidas dos limusinas blancas para bodas y otro tipo de eventos, dos Mercedes blancos y una limusina negra con cristales tintados para gente con dinero que buscara intimidad. Su padre había comprado hacía poco un Cadillac azul descapotable, pero no estaría disponible para alquilar hasta la semana siguiente porque había que cambiarle la tapicería de los asientos. Paula no tuvo que mirar siquiera las reservas de aquel fin de semana para saber que no podría ayudar al americano. Tenían varias bodas.


–Lo siento, señor, pero este fin de semana lo tenemos todo lleno. Tendrá que intentarlo en otro sitio.


Su suspiro de cansancio despertó la simpatía de Paula.


–Ya lo he intentado en todas las empresas de alquiler de coches de Costa Central –aseguró–. Mire, ¿está segura de que no puede encontrar algo? No necesito una limusina ni nada elegante. Me sirve cualquier coche y cualquier conductor. Tengo que estar el sábado en Mudgee para una boda, por no mencionar la despedida de soltero de mañana por la noche. El novio es mi mejor amigo y yo soy el padrino. Pero un conductor borracho me arrolló anoche, me destrozó el coche de alquiler y me dejó incapacitado para conducir. Tengo el hombro derecho lesionado.


–Eso es terrible –Paula odiaba a los conductores que bebían–. Ojalá pudiera ayudarle, señor –y era cierto.


–Estoy dispuesto a pagar por encima de la tarifa normal –aseguró el hombre justo cuando ella estaba a punto de sugerirle que lo intentara con alguna empresa de Sídney.


–¿De cuánto estamos hablando? –preguntó pensando en las cuantiosas letras que tenía que pagar por su coche nuevo.


–Si me consigue un coche y un conductor, podrá poner el precio que quiera.


«Vaya», pensó Paula. Aquel americano debía de estar forrado. Seguramente, podría permitirse alquilar un vuelo chárter o un helicóptero, pero ella no iba a sugerírselo.


–De acuerdo, señor…


–Alfonso –contestó él.


Paula se quedó boquiabierta.


–Pedro Alfonso–especificó.


Paula siguió con la boca abierta mientras pensaba en lo increíble que resultaba aquella coincidencia.


–¿Sigue usted ahí? –preguntó finalmente él tras veinte segundos de silencio.


–Sí, sí, aquí estoy. Lo siento, yo… estaba distraída. El gato se ha subido al teclado y he perdido un archivo –lo cierto era que el gato familiar estaba dormido a diez metros del escritorio de Paula.


–¿Tiene un gato en la oficina?


Parecía escandalizado. Sin duda, no se permitirían gatos en la pomposa oficina del señor Alfonso.


–Este es un negocio familiar, señor Alfonso –aseguró con cierta tirantez.


–Entiendo. Lo siento, no era mi intención ofenderla. Entonces, ¿puede ayudarme o no?


Bueno, por supuesto que podía. Y ya no era una cuestión de dinero. ¿Cómo iba a desaprovechar la oportunidad de explicarle al todopoderoso señor Pedro Alfonso cuál era el problema de Fab Fashions?


Y, seguramente, tendría varias oportunidades de sacar a colación durante el largo trayecto que iban a hacer juntos el trabajo que había perdido. Mudgee estaba muy lejos. Paula nunca había estado allí, pero lo había visto en el mapa cuando Guillermo y ella planeaban su viaje. Era una ciudad de provincias situada en la parte central de Nueva Gales del Sur, a unas cinco o seis horas en coche de allí, tal vez más, según el estado de las carreteras y el número de veces que quisiera parar el cliente.


–Le puedo llevar yo misma si usted quiere –se ofreció–. Tengo más de veintiún años y soy mecánica cualificada –solo ayudaba en la oficina lunes y jueves–. También tengo un cuatro por cuatro nuevecito con el que podré circular sin problemas por la carretera hasta Mudgee.


–Estoy impresionado. Y extremadamente agradecido.


–¿Y dónde está ahora exactamente, señor Alfonso? 
Supongo que en algún lugar de Costa Central, ¿verdad?


–Estoy en un apartamento en Blue Bay –le dio la dirección.


Paula frunció el ceño mientras tecleaba en el ordenador, preguntándose por qué un hombre de negocios como él se quedaría allí en lugar de en Sídney. Le resultaba extraño.


–¿Y la dirección de Mudgee donde voy a llevarle? –le preguntó.


–No es en el mismo Mudgee –replicó él–. Es una finca llamada Valleyview Minery, no muy lejos de allí. No es difícil de encontrar. Está en una carretera principal que une la autopista con Mudgee. Cuando me deje, puede quedarse en un motel de la ciudad hasta que tenga que volver a traerme el domingo. Todo a mi cargo, por supuesto.


–Entonces, ¿no va a necesitar que lo lleve a ningún lado el sábado?


–No, pero le pagaré el día de todos modos.


–Esto va a resultar ridículamente caro, señor Alfonso.


–Eso no me preocupa. Ponga el precio y lo pagaré.


Paula torció el gesto. Debía de ser agradable no tener que preocuparse nunca por el dinero. Se sintió tentada a decir una cantidad exorbitante, pero, por supuesto, no lo hizo. 


Para su padre sería una gran decepción que hiciera algo así. Armando Chaves era un hombre honesto.


–¿Qué le parece mil dólares al día, gastos aparte? –sugirió el señor Alfonso antes de que ella pudiera calcular una tarifa razonable.


–Eso es demasiado –protestó Paula sin pararse a pensar.


–No estoy de acuerdo. Me parece justo, dadas las circunstancias.


–De acuerdo –dijo entonces Paula. ¿Quién era ella para discutir con don Acaudalado?–. Ahora necesito algunos datos.


–¿Como cuáles? –preguntó él con tono algo irritado.


–Su número de móvil y el número del pasaporte.


–De acuerdo. Iré a buscar el pasaporte. No tardo.


Paula sonrió mientras él iba a buscarlo. Tres mil dólares era una suma muy alta.


–Aquí está –dijo Pedro al regresar. Le dictó el número.


–También vamos a necesitar un nombre y un número de contacto –aseguró ella mientras tecleaba los datos–. En caso de emergencia.


–Dios santo, ¿es estrictamente necesario todo esto?


–Sí, señor –Paula quería asegurarse de que era quien ella creía–. Normas de la empresa.


–De acuerdo. Tendrá que ser mi padre. Mi madre está de crucero. Pero mi padre vive en Nueva York. Se llama Mariano Alfonso.


Paula sonrió. Sabía que tenía que ser él. Pedro le dijo un número y ella lo tecleó.


–¿Quiere pagar con tarjeta de crédito o en efectivo? –le preguntó.


–Con tarjeta –respondió él con tono seco–. Le digo la numeración.


–De acuerdo, ya está todo. Le cargaremos mil dólares por anticipado y el resto al finalizar. ¿A qué hora quiere que le recoja mañana por la mañana, señor Alfonso?


–¿A qué hora sugiere usted? Quisiera estar allí a media tarde. Pero primero me gustaría que dejaras de tratarme de usted. Llámame Pedro. 


–Como quieras –murmuró Paula, algo sorprendida por el comentario. Los australianos solían tutear enseguida, pero sabía que la gente de otros países no era tan suelta. Sobre todo la gente tan rica. Tal vez el señor Alfonso no fuera tan pomposo como ella creía–. En cuanto a la hora, yo sugiero recogerte a las siete y cuarto. Así evitaremos lo peor del tráfico.


Paula le escuchó suspirar.


–De acuerdo, a las siete y cuarto –dijo Pedro abruptamente–. Estaré esperándote fuera para no perder tiempo.


Paula alzó las cejas. Había tenido que recoger a algunos turistas con dinero en el pasado y no solían actuar así. 


Siempre la hacían llamar, solían retrasarse y nunca la ayudaban a cargar las maletas.


–Estupendo –afirmó–. No me retrasaré.


–Tal vez deberías darme tu número de móvil por si ocurre algo.


Paula puso los ojos en blanco. Parecía otro seguidor de la ley de Murphy. Pero estaba acostumbrada. Le dictó el número.


–¿Y cuál es tu nombre?


Paula.Paula Chaves –estaba a punto de decirle que podía llamarla Pau, como todo el mundo, pero no fue capaz de mostrarse tan amigable. Después de todo, era su enemigo.


Así que se despidió con frialdad profesional y colgó.