sábado, 3 de diciembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: EPILOGO




Tres años más tarde…


Pedro entró en la cocina. Paula parecía enfadada y Juliana estaba sentada en una silla lloriqueando.


Él dejó el maletín en el suelo y dijo:
—Eh, ¿qué ha pasado?


Paula se acercó a él y lo besó.


—Hola, papá —dijo Juliana.


—Hola, princesa.


—Hemos tenido una pequeña diferencia de opinión. Yo consideraba que no debía estar jugando con las tijeras, y ella pensaba que podía cortarse el pelo.


Pedro se fijó en que Juliana tenía el pelo mucho más corto. Se agachó junto a su hija.


—Oh, cielos —le acarició los mechones cortados.


—Lo siento —balbuceó la pequeña, y Pedro pensó que se iba a derretir.


Paula se aclaró la garganta, y él la miró. Sabía que no debía ser un blando con su hija, aunque lo mirara con aquellos bonitos ojos azules.


—Quiero que pienses qué has conseguido con desobedecerme, cariño —Paula odiaba castigar a Juliana—. Ve a tu habitación.


Juliana se bajó de la silla y se marchó a su dormitorio.


En cuanto salió de la cocina, Paula puso una amplia sonrisa.


—Tenías que haber visto el corte de pelo que se hizo. Menos mal que Dara, la vecina, es peluquera. Estaba tan enfadada que he estado a punto de castigar a esa mocosa con la normativa de los marines.


Riéndose, Pedro se acercó a ella.


—¿Hay algo que pueda hacer para calmarte?


—Sí — dejó que la abrazara—. Quiero chocolate y un baño con espuma.


—Eso es fácil.


La besó y se preguntó si su hija se quedaría en la habitación tal y como le habían ordenado, porque deseaba algo más. Había regresado hacía dos semanas de una pequeña misión y todavía no habían recuperado el tiempo perdido.


Se separaron y Paula se acercó a los fogones para retirar una olla de sopa. Pedro la miró de arriba abajo.


—¿Podrías ir mañana, sobre las nueve, a las oficinas? —le preguntó él.


—Claro, ¿por qué?


—Me gustaría que me colocaras las hojas de roble.


—¡Te han ascendido! ¡Oh, Pedro! —Paula dejó la cuchara, saltó sobre él y le rodeó la cintura con las piernas—. ¡Estoy muy orgullosa de ti!


Pedro se rió y dijo:
—¿Es así como se comporta la esposa de un capitán?


—¿Alguna vez he sido políticamente correcta? —lo besó y lo miró a los ojos—. Es maravilloso. Además, necesitaremos el dinero.


—¿Tienes algo pensado? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Ahorrar para pagar la universidad de dos personas —él la miró sin más—. ¿Sabes?, para ser un capitán, eres un poco lento de reflejos.


—Estás embarazada —dijo él.


Ella sonrió.


—Si quieres tener el bebé, veré si puedo hacer algo.


—Oh, cielos —dijo él, la volteó y se sentó en una silla.


—¿Estás contento?


—¡Sí! —le llenó la cara de besos.


Iba a tener la oportunidad de verla embarazada. Aunque había visto el vídeo y las fotos del parto, no era lo mismo que estar allí con ella. La idea de hacerse instructor de los cuerpos de élite durante una temporada rondó por su cabeza.


—Quizá tengamos un niño esta vez.


Pedro levantó la vista para mirar a Paula.


—No me importa.


Pedro nunca dejaría de sorprenderla.


—Te quiero, Pedro.


—Yo también te quiero, preciosa —murmuró él.


Se puso en pie con ella en brazos y la llevó hasta el salón, donde se sentaron en el sofá.


—¿Cómo te sientes?


—Pregúntame por la mañana —dijo con una sonrisa—. Lo de la promoción significa traslado ¿verdad?


—Sí, me temo que sí.


—¿Adónde?


—A California, quizá.


En realidad, a Paula no le importaba dónde los destinaran, siempre y cuando estuvieran juntos.


—¿Cuándo?


—Dentro de unas semanas o de unos meses.


Ella miró a su alrededor y pensó en todo el trabajo que había invertido para decorar la casa. Suspiró y se acomodó entre los brazos de Pedro. Él le acarició el vientre y metió la mano bajo la cinturilla de los vaqueros. Ella lo miró y se alegró de que esa vez pudiera pasar el embarazo cerca de Pedro.


—Quiero enterarme de todo —le dijo él.


—Oh, tobillos hinchados, insomnio al amanecer… todo muy sexy.


—Para mí sí, Paula. Todo sobre ti lo es.


—Papá —su hija lo llamó desde el pasillo.


Paula arqueó las cejas.


—Sí, Juliana —dijo él, con un tono de voz que recordaba que seguía un poco enfadado.


—¿Puedo salir?


Pedro miró a Paula.


Ella asintió.


—Claro, cariño.


Juliana apareció en el salón. Tenía los ojos enrojecidos.


—Ven aquí, preciosa —dijo Paula, y su hija se subió al sofá y se acurrucó entre sus padres.


Paula no le contó que iba a tener un hermanito o hermanita. 


Quería saborear la noticia con Pedro durante algún tiempo más. Lo miró y le acarició el rostro. Él la besó, le susurró que la amaba y miró a Juliana.


Mientras Pedro le explicaba a Juliana una lección sobre desobediencia, Paula se fijó en que la pequeña miraba a su padre con confianza y adoración.


Paula sonrió y pensó en la nueva vida que llevaba en su interior. Todo lo que amaba estaba cerca. Todo lo que le importaba. Viajarían juntos por el mundo, se enfrentarían a todo lo que la Marina interpusiera en su camino. Pedro los llamaba su «puerto base», sus «anclas», pero en realidad, ellos lo eran para Paula.


Mucho tiempo atrás Paula había admitido que se había dejado vencer por el dolor de su corazón y la desconfianza. 


Después, había aparecido Pedro y el futuro de Paula había comenzado con un hombre vestido de uniforme y de mirada enternecedora.


Sin duda, el caballero Galahad había acudido a su rescate aquella noche y le había robado el corazón.




Fin








CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 28




Paula cocinó como si pensara que Pedro no volvería a comer jamás. El se quedó asombrado, pero no tuvo el valor de decir que no tenía hambre… al menos, no hambre de comida. Pero la cena hizo que se disipara la tensión que se había creado entre ellos, y él odiaba pensar que ella se sentía dolida. Ella no estaba sola en su dolor y, cuando acostó a Juliana, Pedro tuvo que enfrentarse al adiós que no quería decir, aunque sabía que la niña no lo echaría tanto de menos porque era muy pequeña. Recogió su uniforme y miró el reloj. Se sentía como si estuvieran a punto de ejecutarlo si no confesaba. Y su salvación estaba en Paula.


Entró en el dormitorio y, al verlo, Paula se acercó a él, lo abrazó y lo besó de manera apasionada.


En muy pocos segundos, sus ropas estaban desperdigadas por el suelo y sus cuerpos desnudos, deseosos de sentir el calor del otro.


Paula no quería que se marchara. Sabía que podía ser la última vez que lo tocara.


Pedro lo sabía. Sentía un nudo en la garganta. Tenían un par de horas, no más. Y ambos se preguntaban si sería la última vez que estarían juntos.


Paula se entregó a él con cada beso. El respondió como si estuviera prisionero. Lo sentía así. Estar alejado de Paula sería una tortura. Incapaz de controlarse, ni de pensar en otra cosa que no fuera demostrarle sus sentimientos, la atrajo hacia sí y se colocó encima para poseerla. Con cada movimiento observaba la expresión del rostro de Paula, veía el amor en su mirada, pero le hubiera gustado que ella hablara de ello. El la amaba tanto que cuando pensaba en la posibilidad de perderla se le rompía el corazón. Y más aún cuando pensaba que ella no era capaz de entregarle el corazón. Tenía miedo de que le hicieran daño. Igual que él. 


Pero Pedro había corrido el riesgo y se había fiado del amor a primera vista. No había vuelta atrás.


Se acariciaron despacio y con ternura, aunque sabían que el tiempo era su enemigo. Pedro la deseaba tanto que estaba decidido a no parar hasta que llegara al clímax. 


Permanecieron unidos con los cuerpos entrelazados durante largo rato.


Pedro levantó la cabeza, besó a Paula y le susurró al oído:
—Voy a echarte mucho de menos, cariño.


Paula sintió que se le rompía el corazón.


—Oh, Pedro. Odio que tengas que marcharte. Sé que no te queda más remedio, y lo acepto, pero apenas puedo soportarlo.


—Yo tampoco —la miró y le retiró el pelo mojado de la cara—. No pensaba que fuera a ser tan duro —«porque te quiero», pensó él.


—Volverás pronto. Yo me mantendré ocupada. Buscaré una casa en Virginia.


Él la besó otra vez y miró el reloj.


—Tengo que ir a darme una ducha.


Ella asintió y, cuando se separó de ella para bajar de la cama, le dio la espalda para que no la viera llorar.



****


Lisa había ido para quedarse con Juliana mientras Pedro y Paula iban hasta la pista de aterrizaje. Paula observó cómo Pedro saludaba al centinela y metía el coche en el campo de aviación. Pedro vestía un uniforme de color caqui, y de su chaqueta colgaban varios lazos y medallas doradas. 


«Demasiados para alguien tan joven», pensó ella. «¿Qué habrá hecho para ganarlas? ¿Cuántas más ganará sin que yo sepa por qué?».


Pedro aparcó el coche y sacó su maleta. Paula lo acompañó hasta el hangar. Pedro no dijo nada, excepto el saludo que les dedicó a los marines antes de atravesar las grandes puertas.


En la pista, unos marines estaban cargando un avión gris.


Uno joven se acercó a Pedro, se detuvo frente a él y lo saludó formalmente con la mano. Pedro hizo lo mismo.


—Señora —le dijo a Paula, y llevó la mano hasta la gorra de camuflaje que llevaba puesta.


Paula asintió y trató de sonreír.


El marine miró a Pedro y se fijó en el emblema que llevaba en la chaqueta y que indicaba que pertenecía a un cuerpo de élite.


—Es un honor tenerlo con nosotros, señor —señaló la maleta—. Puedo cargarla yo si desea pasar mas tiempo con su esposa, señor.


Pedro asintió y le dio la bolsa. El marine se volvió y regresó hacia el avión.


Pedro miró a Paula.


—Tengo que embarcar. No me gustaría que me arrestaran por haber retrasado el vuelo.


Paula se mordió el labio para no llorar.


Él esbozó una sonrisa.


—Este es el único momento en el que me permiten besarte en público, ¿sabes?


—Lo sé, nada de muestras de afecto en público.


Pedro la miró a los ojos. La besó en los labios y le dijo:
—Te quiero, Paula —entonces, se volvió y se alejó.


—No se puede decir algo así y marcharse sin más, Alfonso —él se detuvo pero no se volvió—. ¿Me quieres de verdad?


Pedro se volvió y caminó hasta ella. La tomó entre sus brazos y la besó de manera apasionada.


—Sí, te quiero —le retiró el pelo de la cara y la sujetó por la barbilla—. Has ocupado mi corazón desde el primer día, Paula. Por supuesto que quiero a nuestra hija, pero a ti te amé primero. A ti. Porque sigues siendo la mujer que me volvió loco el día de la boda de mi hermana. Esa es la mujer de la que me enamoré.


Paula miró la expresión de sus ojos azules y solo vio un mar en calma. La desconfianza y el miedo que sentía se desvanecieron sin más, y las palabras se escaparon de sus labios:
—Oh, Pedro —susurró—. Yo también te quiero.


—Ya era hora de que me lo dijeras —dijo él con una amplia sonrisa.


—¿Perdona? —lo miró con desafío y él se rió.


—Sabía que me querías. Y que estabas demasiado asustada para decírmelo.


—Tienes razón. Tenía miedo. He sido tan feliz durante las últimas semanas que me atemorizaba el hecho de que no fuera verdad. Lo deseaba tanto que no podía confiar en algo que ya sabía. Pero no importa. El miedo te mantiene alerta —le dijo lo que él le había dicho una vez—. Nada, ni siquiera el miedo o el hecho de que estemos separados cambiará el amor que siento por ti, Pedro Alfonso —le sujetó la cara con las manos—. Tampoco la fecha que figure en un certificado. No importa cómo empezáramos este matrimonio, lo único que importa es cómo lo vivamos —el motor del avión se puso en marcha—. Oh, Pedro.


—Te quiero, Paula. Era hombre muerto desde el momento en que me llamaste «caballero Galahad».


—Mi héroe —dijo ella, y él la besó de nuevo.


—Tengo que irme.


—Vete. Te esperaré aquí. Me quedaré de guardia, esperando que regreses a casa —Pedro le acarició los labios con el dedo y le robó un beso—. Esta vez es para siempre, Pedro.


Pedro sintió que su corazón se desbordaba de felicidad y, desafiando las órdenes del piloto para que embarcara, agarró a Paula y la besó de nuevo. Después la soltó y se subió al avión. Una vez dentro, la miró y la vio sonreír. Con una sonrisa que iluminaba su cuerpo y gritaba: «¡te quiero!».


El teniente Pedro Alfonso, agente secreto de la Marina, recordaría ese momento como él día más feliz de su vida.


Una hija inesperada le había proporcionado el amor de su vida. Lo supo desde el primer día que vio a Paula y nada le impediría demostrárselo el resto de su vida.







CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 27






Era oficial. Tenía una carné acreditativo, pegatinas en el coche, e incluso podía hablar utilizando acrónimos y abreviaturas como IPAC, Cencom, SecNav, y conocía sus significados. En el fondo de su corazón creía que estaba hecha para aquello. Pedro le había enseñado la base de la zona, aunque eran las instalaciones de los marines, pero quería que fuera sintiendo el ambiente y se acostumbrara a pasar junto a guardas armados, controles de seguridad y conociera la zona restringida. El contestó pacientemente a sus preguntas, y ella se sentía cada vez más emocionada por el cambio. La vida con Pedro iba a ser una aventura.


—Tenéis que dejar de sonreíros —dijo Lisa—. La gente va a empezar a rumorear.


Paula miró a Lisa y sonrió, Juliana estaba en la cama, Pedro se había marchado a ayudar al marido de Sara a colocar una valla para perros, y ella y Lisa habían pasado una hora hablando mientras tomaban un café.


—Te paras en mitad de una conversación para sonreír —dijo Lisa.


—Sí, ¿Y?


—Cielos, hablas como Pedro —dijo Lisa entre risas.


Paula frunció el ceño.


—No deja de hablar de vuestra relación, del futuro, y pone la misma cara que tú.


—¿Y qué quieres decir con eso?


—Estás enamorada de mi hermano, ¿verdad? A pesar del motivo que te ha hecho llegar hasta aquí, te has enamorado de él.


—Sí —admitió Paula.


—¿Se lo has dicho?


—No.


—¿Por qué no?


—Porque otras veces pensé que estaba enamorada y me salió mal.


Pedro te ama.


Paula miró a otro lado y pensó que no debía haber dicho nada. Lisa era igual de cabezota que Pedro.


—Estás condicionada por él.


—No, en serio. Sé que está enamorado de ti.


—¿Lo ha dicho él?


—No, pero se le ve en la cara. Las hermanas también notamos cuando son culpables


—Ah, sí ¿y cómo?


—No intentes cambiar de tema. Tienes miedo.


—Claro que sí. Estamos casados… y es para toda la vida.


—Así que ¿crees que vas a pasar unos treinta años de matrimonio y no le vas a decir esas palabras?


—No —Paula miró la taza de café—. No se casó conmigo porque quería, Lisa, y me cuesta creer lo que dices que siente. Ha hecho lo que le parecía que debía hacer.


—Oh, Paula. Te amaría aunque Juliana no estuviera.


—Se cansó conmigo por ella.


—¿Y cómo crees que se siente él, casándose con una mujer que hizo todo lo posible para no decir: sí quiero? Podía haberse casado y haber regresado al trabajo. O no volver a aparecer nunca.


—Lo sé.


—No confías en él.


—Confío en Pedro. Pero los sentimientos son otro tema. Era muy insistente con lo del matrimonio, como si fuera la única solución.


—Para Pedro lo era.


Paula se fijó en que la expresión de Lisa era de tristeza.


Pedro es honrado, y para él significa mucho que su hija lleve su nombre.


—Era algo más que eso.


—Eso es por lo de su padre —dijo Lisa al cabo de un minuto.


Paula frunció el ceño.


—Quería a su padre. Habla de David todo el tiempo.


—David era mi padre, no el de Pedro.


—No lo entiendo.


—Es porque yo era ilegítimo —contestaron desde la puerta, y Paula se volvió para mirar a Pedro que, en esos momentos, entraba a la cocina desde el garaje.


Él dejó la caja de herramientas nueva en el suelo.


Lisa se levantó a preparar una taza de café. Pedro le guiñó el ojo, para decirle que no había dicho nada que no debiera.


—Lisa y yo tenemos la misma madre, pero no el mismo padre —le dijo a Paula—. Mi padre abandonó a mi madre cuando se quedó embarazada. Así que me crió sola hasta que conoció a David.


Lisa agarró su bolso, dijo que el café estaba en el fuego, y salió de la cocina en silencio. Paula asintió. No podía dejar de mirar a su marido.


—¿Ves, Paula?, yo sé lo que es que te llamen bastardo a la cara.


—¿Por qué no me lo contaste?


—No querías casarte conmigo, y suponía que pensarías que mi ilegitimidad no era motivo suficiente para casarte conmigo.


—Tu linaje no me importa, Pedro.


—Cuando mi madre se enamoró de David, yo era un niño feliz. Me trataba como si fuera suyo y me adoptó, así que me dio su apellido. Era el mejor padre del mundo. Después me dieron una hermana para que jugara con ella.


Paula sabía que aquello significaba mucho para Pedro.


—Durante unos años viví con el estigma, y no fue agradable. Hasta que David lo cambió todo. Recuerdo que me insultaban con todo tipo de nombres, pero lo que más me molestaba eran las miradas de los adultos —se acercó a ella, la agarró por los hombros y la miró a los ojos—. Juliana no tendrá a nadie más que a nosotros, y no podría soportar que todo el mundo pensara que su padre no tuvo agallas para casarse con su madre. O que no se preocupaba por ella.


—Ya veo —dijo Paula con voz temblorosa.


Él le sujetó la barbilla, y al ver lágrimas en sus ojos dijo:
—Oh, cariño, no quería ocultarte esto tanto tiempo.


—Pero lo has hecho, cuando yo siempre he sido sincera contigo.


—¿Lo has sido?


—Por supuesto que sí. Te he dicho cómo me sentía.


—Sí, me has contado todo menos lo que siente tu corazón.


Paula se volvió y dijo:
—¿Y qué has dicho tú, Pedro, aparte de lo mismo una y otra vez… «quiero casarme por el bien de la niña»? He llegado a sentir celos de mi hija porque ha ganado primero tu corazón.


—Paula…


Sonó el teléfono. Pedro contestó y escuchó un instante. 


Paula se fijó en que cada vez se ponía más serio. Se despidió y colgó.


—Era Sergio—le dijo—. Tengo que regresar dentro de dos días.


—¿Dos? Pero todavía te quedan algunos días de permiso.


—Ya no. Mañana por la mañana tengo que marcharme a Virginia —«Maldita sea», pensó Paula, y el pánico se apoderó de ella. Lo miró, estaba enfadada con él, y consigo misma por desconfiar de su corazón—. Tengo que hacer la maleta —dijo él al ver que seguía en silencio, y se dirigió hacia su habitación.


—Deja que te eche una mano.


—No. No tardaré mucho. Viajo con poca cosa.


Paula oyó que daba un portazo y no estaba dispuesta a permitirlo.


Pedro —lo llamó, y lo siguió hasta el dormitorio—. Para —él se quedó quieto, con la ropa en la mano, y la miró con frialdad. Estaba enfadado—. No puedes marcharte así.


—Tengo que hacerlo. Esto es lo que significa estar en el ejército.


—Maldita sea, sabes a lo que me refiero. ¿Por qué me siento culpable de repente?


—Tú sabrás.


—Tú eres el que mentiste.


—No, lo único que no te dije fue que era bastardo. Estaba muy avergonzado por ello.


—Oh, cariño, no deberías estarlo. No es tu culpa.


—Ya, pero no iba a cometer el mismo error con mi hija.


—Ya, claro. Cásate con la madre y te sentirás mejor —nada más decirlo deseó no haberlo hecho.


Él la miró, y sus ojos azules expresaban dolor.


—Sabes que no es cierto.


—Lo siento, lo sé, pero…


Juliana comenzó a llorar y cuando Paula se disponía a ir por ella, Pedro la adelantó y dijo que iría él. Minutos más tarde sonó el teléfono otra vez. Ella contestó y después fue a la habitación de la niña, donde estaba Pedro con Juliana en brazos.


—Es Sergio otra vez.


Pedro agarró el inalámbrico.


—Sí, de acuerdo, vale —dijo, y miró el reloj—. No, estaré allí —colgó el teléfono y se lo devolvió a Paula—. Un avión de los marines sale con destino a Virginia, y tienen sitio para mí.


—¿Qué significa eso?


—Me voy hoy. A medianoche.


Paula suspiró y asintió. Los dos días se habían convertido en unas pocas horas.


Ya se lo habían advertido. ¿Qué le había dicho María? Que su trabajo era ser fuerte para que él no se preocupara. Tragó saliva y, cuando él susurró su nombre, lo miró.


—Ven aquí —dijo él, y ella corrió a sus brazos.


Juliana se acurrucó contra el pecho de su padre y agarró un mechón de la melena de su madre.


Pedro besó a Paula en la sien. No quería marcharse. No en esos momentos.