jueves, 17 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 49





Paula aparcó el coche en el garaje, agarró su maletín y salió. Lo peor del invierno era llegar a casa cuando había anochecido. A ella le gustaba estar al aire libre, trabajando en el jardín o dando largos paseos por el barrio.


Las casas antiguas avivaban su curiosidad. 


Tenían mucha más personalidad que aquellas que parecían brotar cada noche en los barrios nuevos. Todas ellas tenían historia, y raíces. 


Mientras que sus únicas raíces estaban en un contenedor de basura y en Meyers Bickham.


Una vieja iglesia. Un sótano oscuro. Ratas grises. Parecía un escenario más propio de una película de terror que un lugar para niños abandonados.


Cuando todo aquello terminara, viajaría hasta allí, para ver si de esa forma podía poner fin a sus pesadillas. Seguramente vería ese lugar de forma diferente a cuando tenía siete años.


Pero de momento, tendría que seguir viviendo con sus miedos.


Comenzó a dirigirse hacia la puerta de atrás de su casa y de pronto se detuvo.


Había vuelto a caerse la tapa del cubo de basura. Afortunadamente, contaba con las luces exteriores que Pedro había insistido en instalar en aquella zona. Levantó la tapa y volvió a colocarla sobre el cubo de plástico. Y justo en aquel momento algo se movió entre los arbustos.


El corazón pareció subírsele a la garganta para desplazarse de nuevo hasta un pecho que parecía demasiado tenso para sostenerlo.


Pero sólo era el viento.


Una vez dentro, Paula se preparó una ensalada que comenzó a comer sentada a la mesa de la cocina. En la misma mesa en la que Pedro y ella habían desayunado esa misma mañana.


Se llevó el plato al pequeño estudio que tenía en la cocina y encendió el ordenador. No iba a perder toda la noche pensando en si Pedro iba a llamarla o no.


Se sentó con su plato de ensalada a medio comer y bajó el correo electrónico. Tenía veinticinco mensajes. Pero no iba a leerlos todos.


Casi sin pensar, tecleó Meyers Bickham e inició una búsqueda por Internet. Dudaba que pudiera encontrar algo, pero después de haberse enterado de que había vivido allí durante algún tiempo, le interesaba saber algo más sobre aquel lugar.


Revisó la lista de entradas y pronto encontró lo que estaba buscando: Hogar Infantil Meyers Bickham. Era un artículo escrito en mil novecientos noventa y cuatro. Lo marcó y comenzó a leer: A La Sombra Del Chapitel.


Era un título extraño para un artículo sobre un orfanato. Paula lo leyó rápidamente y volvió a leerlo otra vez, mientras los miedos familiares comenzaban a invadirla.


El orfanato estaba situado en una iglesia, en una colina de Georgia. Para una persona de fuera, era un lugar en el que los niños jugaban y corrían bajo el sol, pero para los niños que vivían en él, era un infierno regido por infinitas normas y durísimos castigos para aquél que se atrevía a quebrantarlas. Un lugar en el que eran pocas las risas, y muchas las noches de invierno largas y oscuras.


El artículo había sido escrito poco después de que el orfanato hubiera cerrado sus puertas. El autor decía que estaba basado en los recuerdos de los dos años que había pasado allí, pero todo escritor tendía a permitirse ciertas licencias. 


Seguramente el orfanato no era tan siniestro como lo describía.


Aun así, el amigo de Ron había dicho algo parecido. Y si de verdad era tan horrible, eso podía explicar las pesadillas que la habían perseguido durante veinte años. Una vieja iglesia. Escalones oscuros. Un bebé llorando…
Paula estaba cada vez más triste. Se arrepentía de haber leído aquel artículo. Se acercó a la cocina, tiró el resto de la ensalada a la basura y subió al segundo piso, donde Frederick Lee evocaba un pasado mucho más hospitalario.


Abrió el armario y sacó la caja en la que había encontrado el vestido de satén. El vestido lo había colgado en su armario, pero estaba segura de que había otros muchos tesoros esperando a ser descubiertos y ayudarla a cambiar de ánimo en una noche que debería ser de celebración.


Había conseguido conservar su trabajo, Tamara estaba recuperándose, y le había proporcionado a Pedro una información vital para arrestar al asesino de los parques de Prentice. Y había disfrutado de una maravillosa noche de amor. 


Ocurriera lo que ocurriera entre Pedro y ella, siempre conservaría aquel recuerdo.


En aquella ocasión, sacó una de las cajas de la parte de atrás del armario. La abrió y encontró en su interior un álbum de recortes. El tiempo había amarilleado sus páginas, pero estaban llenas de antiguos recortes de periódico. Y de una fotografía de boda. La novia estaba guapísima, vestida con un sencillo pero exquisito traje blanco salpicado de diminutas perlas.


Margie Billingham se casó con el reverendo Thomas Cleary el 18 de febrero de 1904. Y la boda se había celebrado en esa misma casa. 


Paula podía imaginarse a la novia bajando las escaleras bajo la atenta mirada de su familia y amigos, mientras se dirigía a casarse con el hombre de sus sueños.


—Engendraste una gran familia, Frederick Lee.


Se sentó en el sofá y hojeó el álbum, cuidando de no dañar las ajadas páginas. Bajo el álbum había un paquete de cartas, atadas con un cordel.


Sacó la primera. Era una carta de amor de Thomas. Cautivada por la dulzura de sus palabras y la intensidad de sus sentimientos, Paula las leyó todas.


Pero en la caja había algo más, envuelto en capas y capas de papel de seda. Paula apartó el papel y fue tirando y tirando hasta sacar el mismísimo vestido que aparecía en la fotografía. 


El tiempo lo había amarilleado, pero continuaba siendo maravilloso.


Se desnudó en un tiempo récord y se puso el vestido por encima de la cabeza. Le estaba un poco estrecho en las caderas y demasiado suelto en la cintura, pero se sentía como si hubiera retrocedido hacía el pasado.


Permaneció frente al espejo. Como siempre, el cristal ondulado distorsionaba su imagen, haciéndola parecer un fantasma de otros tiempos.


Dio media vuelta y bajó con el vestido puesto las escaleras. Aquella maravilla estaba pidiendo a gritos una copa de vino. Se sirvió una copa y regresó al estudio.


Volvió a conectarse a Internet y revisó el correo. 


Tenía tres mensajes más. El último era de alguien a quien no conocía, pero el asunto del mensaje le llamó la atención: Para mi dulce Daphne.


Aquellas palabras la aterrorizaron. Podrían ser de cualquiera que hubiera leído el periódico en el que hablaban de su cambio de nombre. 


Debería borrar el mensaje, pero no se atrevía. 


Porque también podía ser del asesino. De un asesino al que de una u otra forma, tendrían que detener.


De modo que leyó el mensaje.


«Hola, Daphne:
Estoy pensando en ti, aunque no me gustó que ayer pasaras la noche con Pedro Alfonso. Esperaba que fueras sólo para mí. Pero en realidad no me conoces todavía. Pronto lo harás. Y descubrirás lo mucho que tenemos en común. Mucho más de lo que tienes con Pedro. Él no ha sufrido tanto como nosotros. Pero lo hará. Confía en mí, lo hará.
Cuídate, Daphne. El destino nos unirá.»


¡Estaba loco! Aquel tipo era un auténtico depravado. ¿Qué demonios le hacía pensar que ella se podía parecer a él?


Paula quería gritar, arrojar algo contra la pared. 


Pero ni siquiera podía borrar aquel repugnante mensaje. Pedro querría leerlo.


Marcó inmediatamente el número de Pedro


Estaba comunicando. Se apartó del ordenador, intentando alejarse todo lo posible de aquel mensaje. Salió del estudio y se dirigió a la cocina, para volver a llenar la copa de vino. 


Pasó a toda velocidad por la puerta del sótano, como siempre. Pero aquella vez sintió algo más que una ráfaga de aire glacial. Se oía un llanto.


Se quedó muy quieta, completamente paralizada, mientras el corazón le latía violentamente. Estaba perdida. Había dejado que un asesino peligroso la volviera completamente loca.


Pero volvió a oír el llanto. Era el llanto de un bebé. Suave, pero inconfundible. Era el llanto de sus pesadillas. Pero sus pesadillas no eran reales. Las pesadillas no podían hacerle daño, a menos que perdiera la cordura.


Y ella no iba a perderla. Rodeó el pomo de la puerta del sótano con la mano y la abrió. Intentó encender la luz, pero la bombilla parecía haberse fundido. Aun así, la luz del pasillo era suficiente para poder ver los estrechos escalones que conducían al sótano.


No vio a ningún bebé, pero algo se movió entre las sombras y volvió a gritar. La oleada de miedo que la sacudió fue más fuerte y profunda y la empujó violentamente hacia el pasado. A la oscuridad de aquel lugar sombrío en el que los niños lloraban.


«Estrechémonos las manos. Si permanecemos juntas, no nos harán daño. Y no os mováis».


Paula permanecía quieta. Pero el bebé continuaba llorando. Y fuera lo que fuera lo que se había movido entre las sombras, cada vez estaba más cerca de ella




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 48





Georgia parecía desbordada de hombres llamados Billy Smith. De todas las edades. Y colores. Y religiones. De todos los grupos sociales. Pero no había ningún Billy Smith que viviera en La Grange o en Grantville. Así que aquel hombre no sólo era un violador y un presunto asesino, sino que también era un mentiroso.


—¡Dios! Es frustrante —dijo Mateo, frotándose el cuello—. Cuando por fin conseguimos una pista decente, nos quedamos empantanados con una montaña de números de teléfono.


—Necesitamos algo más. Alguna muestra de ADN, una huella dactilar. O una fotografía de ese hombre.


—¿No dijiste que conocías a una especialista en retratos robot de San Francisco?


—Sí, y voy a ponerme en contacto con ella esta misma noche. Me gustaría que viniera para hablar con Tamara mañana mismo. Si hay alguien capaz de crear una imagen a partir de la descripción de Tamara, ésa es Josephine.


—Por lo menos esta noche no hay luna llena —dijo Mateo.


—No ha vuelto a haber luna llena desde la noche que mataron a Sally.


—Tienes razón, y con luna llena o sin ella, tengo el horrible presentimiento de que ese tipo quiere volver a actuar.


—A eso se le llama intuición.


—¿Tú también lo crees?


—Sí. A ese tipo le encanta todo el circo de los medios de comunicación y poco a poco está perdiendo audiencia.


Mateo dejó escapar un suspiro.


—Y por supuesto, es muy probable que haya mentido sobre su nombre. Podría ser cualquiera.


—Cualquiera con una navaja afilada y la costumbre de acercarla al cuello de las mujeres.


Pedro estaba pensando en voz alta, más que conversando.


Y sobretodo, estaba pensando en Paula y en la tendencia del asesino a hacerle saber que la estaba vigilando. Si los periódicos lo hubieran sabido, habrían hecho el agosto. Y hubieran puesto a ese tipo al borde del delirio.


—¿Piensas quedarte a trabajar hasta tarde? —le preguntó Mateo.


—Me quedaré un rato más. Supongo que tú tendrás una tórrida cita.


—Digamos que una cita prometedora, ¿y tú? ¿Sigues saliendo con tu periodista?


—Yo no tengo a ninguna periodista.


Pero a pesar de sus palabras, estaba imaginándose a Paula en ese mismo instante, alzando sus enormes ojos castaños hacia él.


Aquello no iba a funcionar. Debería apartarse de su lado. Él no era bueno para Paula.


Esperó a que Mateo se marchara para sacar la fotografía de Natalia del cajón.


—Te abandoné. Te prometí que encontraría al asesino y no lo he conseguido. Y era lo menos que podía hacer por ti…


La había querido mucho, pero se había ido. Y lo único que deseaba ya Pedro, era que también lo abandonara la culpa.



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 47




Pasó la tarde en el despacho del alcalde, y regresó después al periódico, para escribir un artículo sobre su propuesta de aumentar el turismo, promocionando las peregrinaciones de la primavera. Las peregrinaciones eran uno de los acontecimientos favoritos de Paula, pero aquella tarde no era capaz de dejar de pensar en Barbara… Y en Pedro.


El amor. Era extraño que Barbara confiara tanto en algo que Paula encontraba tan sobrecogedor e indefinible. Sabía que había algo muy especial entre Pedro y ella. Desde que lo había conocido, no había sido capaz de dejar de pensar en él. 


Incluso cuando estaba enfadada con él, la química que había entre ellos era tan fuerte, que no era capaz de pensar correctamente.


Pero después de haber hecho el amor, no sabía en qué estado estaba su relación. Pedro no había dicho una sola palabra sobre sus sentimientos hacia ella. Y no había comentado que quisiera verla otra vez. Si por ella fuera, volvería a verlo esa misma noche, y al día siguiente, y al otro… Quería volver a sentir sus labios sobre los suyos. Quería estar entre sus brazos. Quería sentirlo dentro de ella.


Terminó el artículo y apagó el ordenador. Lo demás podría esperar hasta el día siguiente.


Comenzó a llamar a Pedro, pero cambió de opinión. No quería parecer desesperada por verlo.


Si la echaba de menos, si quería verla aquella noche, la llamaría. Y si no…