sábado, 9 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 14





—¿Paula?


La mujer parpadeó y rompió de mala gana el contacto visual con Pedro.


¿Y qué si alguien la observaba? Seguramente sería un estudiante, sorprendido de verla fuera del aula.


O tal vez Papá.


Se estremeció y miró de nuevo a Pedro, quien seguía observándola como si hubiera captado su miedo. Pero cuando dio un paso hacia ella, Paula negó con la cabeza. 


Fue un movimiento casi imperceptible, pero él lo vio y lo comprendió.


Estaban en un lugar público y ella tenía que preservar su reputación. No podía dejar que un alumno guapo se acercara a consolarla hasta que remitiera su paranoia. Aun así, la decepcionó que él apartara la vista y siguiera a lo suyo.


—Paula —dijo Horacio por segunda vez—. Tú no sigues albergando sentimientos por Simon, ¿verdad?


—No, claro que no —su negativa apresurada le sonaba falsa incluso a ella. Miró su taza de té porque no quería que Pedro, Horacio, ni ninguna otra persona captaran la aprensión que tensaba su rostro.


Lo que quería ocultar no era ningún rastro de amor por Simon, sino su miedo a un perseguidor sin rostro ni nombre. 


Y le hubiera costado mucho explicar el vínculo inexplicable que compartía con Pedro Alfonso. Porque no lo comprendía ni ella.


—Nunca me has hablado del padre del niño —dijo Horacio—. Y pensé que quizá Simon y tú… bueno, a veces las parejas divorciadas reanudan de nuevo el contacto.


—Simon no es el padre.


Horacio le sostuvo la mirada.


—¿Y quién es?


El número 93579. Papá.


Paula se encogió como si la niña acabara de darle una patada.


—¿Por qué no cambiamos de tema aprovechando que aún eres mi amigo?


—Simplemente no quiero que sufras. Me preocupo por ti. Una mujer sola que trae a un niño al mundo —Horacio empezaba a adoptar un tono casi íntimo, más de pretendiente que de compañero de trabajo—. Si hay algo que yo pueda hacer, me gustaría ayudarte.


¡Oh, no! No necesitaba esa preocupación en ese momento. 


Se inclinó hacia delante y consiguió estirar la mano hasta tocar la de él, que descansaba sobre el mantel.


Se la apretó y sonrió.


—Vale. Te perdonaré que vuelvas a meter a Simon en mi vida, pero la paternidad de mi niña sólo me incumbe a mí. Y las dos estaremos bien solas.


Horacio asintió, se recostó en su silla y apartó la mano lentamente.


Al decano le gustaría verte casada.


—El decano tiene que ponerse al día. Hay muchas madres solteras.


—Sí, pero si sabes quién es el padre, él debería participar en la vida de la niña. Y en la tuya.


¿La estaba acusando de promiscuidad?


—¿Si sé quién es el padre? —repitió.


—Sólo te comento la preocupación del decano. No parece…


—Doctor Norwood.


Un joven que llevaba un delantal blanco y una bandeja vacía se acercó a ellos. Retiró la taza de Horacio y limpió su lado de la mesa con eficiencia casi maniática. Tendió la mano hacia la taza de Paula y ésta se adelantó y la levantó en el aire. El chico enderezó la cestita que contenía los sobres de azúcar y paquetitos de mermelada y centró el plato de las tostadas justo en la mitad de la mesa.


—Tenemos que hablar —dijo—. ¿Cuándo le viene bien? —sus ojos grises se posaron en Paula—. Usted es la doctora Chaves, ¿verdad? Yo la conozco.


En un día frío de invierno, aquel joven sudaba de tal modo que el flequillo se le pegaba a la frente y tenía la piel muy pálida. A Paula le resultaba familiar, pero no lo reconocía de sus clases. Quizá lo había visto por la universidad o allí en el café.


—Sí, soy la doctora Chaves —repuso—. ¿Y usted es…?


—Kevin —dijo Horacio, y la sonrisa que esbozó no llegó a sus ojos—. Esta es una conversación privada. No es un buen momento.


El joven parecía alterado por la regañina.


—Pero tenemos que hablar. Lo de anoche no salió como usted dijo. Necesito dinero…


Horacio lo interrumpió con voz firme.


—Llama a mi secretaria y pídele una cita para esta tarde o mañana por la mañana. Si puedo, te haré un hueco.


—Pero el dinero…


—Aguanta, Kevin. Tú puedes hacerlo.


El joven abrió de nuevo la boca, pero la cerró al ver la expresión firme de Horacio. Parpadeó varias veces y asintió.


—Llamaré.


Se alejó de la mesa tan deprisa como había llegado. Horacio sonrió con aire de disculpa.


—Lo siento.


Paula devolvió la taza de té a la mesa.


—¿Es uno de tus alumnos? —la curiosidad empezaba a dar paso a la preocupación. Estaba claro que Kevin tenía problemas—. ¿Eres su consejero?


—Tiene algunos problemas, pero es hora de que siga adelante.


—¿No es el paciente el que tiene que decidir cuándo seguir adelante?


—Yo soy su consejero, no su psiquiatra.


Paula apoyó la espalda en el respaldo de su silla.


—No tiene buen aspecto.


Horacio se encogió de hombros.


—Está con gripe, ha perdido más de una semana de clases. Le está costando ponerse al día y le preocupa perder su beca.


Paula observó el modo frenético de trabajar de Kevin. Lo normal era que una persona con gripe tuviera que combatir la fatiga, no seguir aquel ritmo.


Vio que se sobresaltaba cuando alguien pronunció su nombre y Paula miró al cliente que había hablado. 


Era Pedro. Aunque no podía distinguir sus palabras, sí captaba el zumbido bajo de su voz. El sonido calmó su preocupación casi como una nana y pareció tener un efecto similar en Kevin. Paula sonrió.


—Ya que estamos con el tema de alumnos con problemas, quiero hablarte de Daniel Brown —dijo Horacio.


Paula lanzó un respingo al oír el nombre y Pedro la miró al instante. Sus ojos se encontraron. En los de él no había ya interrogantes, sino un brillo protector.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella. Apartó la mirada. Tal vez tenía demasiada imaginación y veía cosas que no existían—. ¿Tú eres el consejero de Daniel? —preguntó.


—Eso me temo —repuso Horacio—. Dice que lo vas a denunciar por copiar.


—Sí.


—Daniel no es un mal chico —dijo Horacio—, pero en casa no tiene nada que lo apoye —le dio una versión lacrimógena del pasado de Daniel y de cómo intentaba él «salvarlo» encaminándolo hacia el trabajo policial—. Con sus antecedentes, creo que sería un buen policía.


Paula sintió el calor detrás de ella antes de ver la sombra que caía sobre la mesa.


—No sabía que esto fuera una oficina de reclutamiento de policías —dijo Pedro Alfonso, auto invitándose a la conversación—. Doctora. Profesor Norwood.


—Perdona, hijo. Esta es una conversación privada.


—No tardaré mucho —dio él. Miró a Paula—. Sólo quería decirle que su coche está arreglado.


—Pero yo tengo las llaves. ¿Cómo…?


—He llamado a un amigo que tiene grúa y hemos cambiado la rueda en su taller.


—¿Ha llamado a una grúa? Pero eso no era necesario —Paula se movió en la silla para intentar alcanzar su bolso—. ¿Cuánto le debo?


Pedro la tocó en el codo para detenerla.


—Nada.


—Eso es demasiado.


Apoyó las manos en la mesa y se incorporó. Pedro le tomó el brazo para ayudarla.


—Paula —Horacio se levantó a su vez—. Tenemos que terminar esta conversación.


Paula apartó el brazo de la mano de Pedro y tomó su abrigo, pero él se adelantó y se lo sostuvo abierto y ella no tuvo más remedio que dejarse ayudar.


Los ojos de Horacio seguían todos sus movimientos. Ella tomó el bolso y dio las gracias a Pedro con una sonrisa.


—Llámame y pídeme cita —dijo a Horacio—. Tengo asuntos que atender y luego una hora de terapia.


—Paula…


—Y aunque seas un viejo amigo, no me harás cambiar de idea —declaró ella—. Adiós, Horacio. Hablaremos pronto.


—Adiós, doctor Norwood —añadió Pedro. Y la siguió hasta la puerta.


Paula sintió la mano de él en la espalda cuando le abría la puerta. Encogió los hombros contra el golpe de aire frío y Pedro le pasó automáticamente el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Aquel hombre era un horno humano y ella se permitió saborear un momento sus olores y su calor.


Pero luego vio que había más gente en la acera y se apartó.


—Creo que es mejor que no hagas eso. Alguien podría interpretarlo mal.


—¿Alguien? —preguntó él—. ¿Se refiere al doctor Norwood?


Paula reconoció el coche rojo de él, aparcado a poca distancia.


—Me refiero a todo el mundo —agradecía su galantería, pero él tenía que comprender la situación—. Mira, estoy en un momento complicado en el trabajo. Al decano le interesa más sustituirme durante mi permiso de maternidad que designar al nuevo vicedecano.


—¿La van a sustituir?


—Temporalmente —aunque no dejaba de repetir aquella palabra, empezaba a tener la sensación de que querían librarse de ella permanentemente—. Pero no puedo permitirme ni rastro de escándalo en este momento.


—¿Es escandaloso que le pase un brazo por los hombros? —habían llegado al coche de él, pero ella no podía verle la cara, así que no sabía si estaba ofendido o simplemente bromeaba.


—El hecho de que esté embarazada y no le haya dicho a nadie quién es el padre suscita recelos. Todo el mundo especula sobre su identidad. Si nos ven juntos, pueden pensar que tú y yo… que un alumno y una profesora…


Pedro la miró con intensidad.


—¿Que nos hemos acostado juntos?


Paula se sonrojó. Tragó saliva con fuerza.


—Sí —susurró. Se llevó la mano a los labios y tosió—. Sí —dijo con voz más fuerte—. Alguien podría pensar que nuestra relación no es de alumno-profesora.


Pedro le abrió la puerta y la ayudó a subir al coche.


—Escandaloso o no, no voy a permitir que se caiga en la acera —le pasó el cinturón.


—Gracias.


—¿Por qué no le dice al decano quién es el padre y termina con las especulaciones? —preguntó él.


Paula lo miró a los ojos, deseando hacerle comprender.


—No es tan sencillo.


Él le devolvió la mirada un momento y después cerró la puerta y dio la vuelta al coche. Se sentó al volante y puso el motor en marcha y la calefacción.


—Usted sabe quién es el padre, ¿verdad?


—Más o menos.


Pedro apretó el volante con fuerza y la miró con escepticismo.


—No me creo ni por un segundo que sea de esas mujeres que tienen tantos amantes que no pueden llevar la cuenta.


Paula echó los hombros hacia atrás, dolida por la acusación.


—No lo soy.


—Entonces es que está protegiendo a alguien. ¿Un hombre casado?


—No.


—¿Alguien del profesorado?


—No.


—¿Otro alumno?


—¡Un banco de esperma! —se llevó una mano a la boca, con la sensación de haber traicionado a su niña al compartir su secreto. Abrazó su vientre y susurró—: Me inseminé artificialmente en un banco de semen.


Pedro respiró hondo.


—¿Y por qué no se lo dice?


—Porque no es asunto de nadie. Y tuyo tampoco. Pero necesito que entiendas por qué no puedes seguir acudiendo a rescatarme ni tocarme todo el rato, aunque sea de un modo impersonal. Alguien podría pensar que tú eres el padre.


Pedro asintió con la cabeza, pero no dijo nada.


—¿Comprendes ahora mi preocupación? —preguntó ella—. Has sido un buen samaritano conmigo y te lo agradezco, pero no puede haber nada más. Cuando me dejes en mi coche y te dé un cheque, espero no volver a verte. Excepto en clase.


Pedro miró a ambos lados de la calle y salió al tráfico.


—No es nada impersonal, doctora.


—¿El qué? —preguntó ella, que creía que el asunto estaba zanjado.


—¿Me va a decir que no siente esa conexión entre nosotros?


—¿De qué conexión hablas? —preguntó ella, sin saber bien qué esperar.


La respuesta de él la sorprendió.


—Algo la ha asustado antes en el café —dijo—. Estaba temblando.


—No es cierto —sabía que mentía, pero no quería darle la razón.


—Se ha vuelto hacia mí —los ojos de él seguían fijos en la carretera y el tráfico—. Estaba sentada con otro hombre en la mesa, pero me ha buscado a mí entre la gente.


—Yo…


Pedro paró el coche en un semáforo y la miró a los ojos.


—Usted ha conectado conmigo —declaró.


¡Santo cielo! Él también lo sentía. Pero no debería ser así.


Aquello no estaba bien. No podían sentir nada el uno por el otro.


La niña eligió aquel momento para moverse y Paula aprovechó la oportunidad para apartar la vista de aquellos ojos azules y colocarse mejor en el asiento. Fingió que no comprendía lo que decía él.


—Creo que su éxito con las estudiantes se le ha subido a la cabeza, señor Tanner.


Volvía a llamarlo por su apellido para evitar la intimidad del tuteo.


La luz del semáforo cambió y él volvió su atención de nuevo al tráfico.


—¿Qué la ha asustado? —preguntó.


Paula tardó un rato en contestar. No sabía si era apropiado compartir sus miedos, pero Pedro Alfonso podía ser el único rostro amigo que comprendiera su paranoia.


—He tenido la sensación de que alguien me observaba —repuso. Miró el perfil de él para captar su reacción—. A lo mejor Daniel Brown me está siguiendo.


—He mirado y no lo he visto.


Pedro le apretó una mano y no le permitió apartarla, por lo que Paula terminó aceptando el consuelo que le ofrecía. El consuelo no iba contra las reglas. Los otros sentimientos… anhelo, lujuria, estaban prohibidos, pero el consuelo se podía aceptar. Y Pedro Alfonso sabía darlo en abundancia.


—Es duro, ¿verdad? —dijo él—. Cuando notas que observan todos tus movimientos, que te juzgan en silencio.


Su comprensión la sorprendió. Cualquier otro alumno hubiera pensado que estaba loca. Se aferró a sus dedos, agradecida de oír a alguien expresar en palabras lo que ella sentía.


—Supongo que sólo soy una tonta embarazada. Todas esas vitaminas que tomo me han vuelto paranoica.


Pedro no le rió la gracia.


—No descarte su intuición. ¿Puede haber alguien que la siga, aunque sea por un motivo legítimo? ¿Un mensajero, un alumno al que le dé vergüenza preguntarle algo?


Paula apartó la mano y se frotó el vientre con gentileza. No contestó.


Pedro siguió con la vista el movimiento de su mano.


—Es usted una mujer con muchos secretos.


—No es cierto —suspiró ella—. Simplemente tú no eres la persona con la que puedo compartirlos.


Pedro detuvo el coche en el aparcamiento de la facultad.


—Ya hemos llegado.


Aparcó al lado del Buick de ella, salió del coche y corrió a abrirle la puerta y ayudarla a salir.


Su coche estaba impecable. Pedro lo rodeó andando con ella y le explicó que su amigo Freddie había reparado también un par de arañazos.


—Supongo que uno de nosotros lo rozó con la hebilla del cinturón o con una cremallera de las cazadoras.


Paula sonrió.


—Me alegro de que nadie acabara malherido. ¿Tú estás bien? ¿Te has hecho una radiografía?


Pedro asintió.


—No hay nada roto.


La mujer dejó su bolso en el capó del coche y sacó su cartera. Ignoró las protestas de Pedro y le hizo un cheque por cincuenta dólares.


—Toma.


—Doctora…


—No olvides pagar a tu amigo. Si te sobra algo, guárdalo para la matrícula.


Él se guardó el cheque en el bolsillo de atrás de mala gana.


—De acuerdo, se lo pasaré a Freddie. Procure que la acompañe alguien hasta el coche cuando se marche, sobre todo si vuelve a quedarse hasta tarde.


Paula se colgó el bolso al hombro.


—Lo haré.


—Muy bien. Supongo que nos veremos mañana en clase.


Paula le tendió la mano.


—Adiós.


Pedro miró un momento la mano y se la estrechó.


—Adiós, doctora.


Mantuvo el apretón más tiempo del necesario, el suficiente para convertirlo en algo más íntimo.


El suficiente para distraerla de los gritos que fueron creciendo en volumen hasta que la persona que gritaba llegó a su lado.


—¡Doctora Chaves! ¡Doctora Chaves! —Pedro se apartó y Lucia Holcomb se lanzó sobre Paula y la abrazó con fuerza.


El impacto hizo que se le cayera el bolso y su contenido se esparciera por el suelo.


—Lucia —Paula se apartó los rizos castaños de la cara y observó la sonrisa resplandeciente de la chica—. ¿Qué pasa?


—Estoy embarazada.


Paula abrió la boca sorprendida. El aire frío en la lengua le recordó que debía cerrarla. Aquello era lo que menos necesitaba Lucia en ese momento.


—¿Estás segura?


—Sí. Esta mañana me he hecho una de esas pruebas caseras y ha dado positivo. ¡Vamos a estar embarazadas juntas!


Lucia volvió a abrazarla. Ésa era la parte maníaca de su personalidad maníaco depresiva. Paula le dio palmaditas en la espalda, incapaz de encontrar palabras para felicitarla. 


Lucia no se había recuperado todavía de un aborto reciente y tenía problemas con su novio. Aquello no era una buena noticia y necesitaban hablar.


Se soltó y sonrió.


—¿Tienes unos minutos? Creo que deberíamos hablar más de esto.


—Desde luego. Iba a pedir apuntes de la última clase. Me la he saltado porque sabía que esta mañana no podía concentrarme, pero luego voy a su despacho, ¿de acuerdo?


—Muy bien. Te espero en diez minutos.


Mientras observaba alejarse a Paula, se dio cuenta de que Pedro había vuelto a acudir en su rescate y recogía sus cosas del suelo.


—Me parece que a usted no le ha gustado la noticia —dijo.


—No —reconoció ella. Tomó el bolso que él le tendía—. Gracias.


Pedro sostenía todavía algo en la mano. Un papel escrito. 


Paula vio que lo leía y se ponía muy serio y comprendió lo que podía ser. ¿Por qué no lo había tirado ya? Había olvidado que lo había metido en su bolso.


—¿Quién es Papá? —preguntó él. Paula le quitó la nota de la mano y la guardó en el bolso.


—Te agradecería que te ocuparas de tus asuntos.


—¿Ese tipo es real o esto es una broma perversa?


—Adiós, Pedro.


—Dice que quiere quitarle a la niña.


—Adiós.


—¿Doctora?


Paula se volvió y anduvo apresuradamente hacia el santuario de su despacho privado.


Dejar que Pedro Alfonso compartiera su carga era un lujo que no podía permitirse. Horacio Norwood albergaba ya sospechas sobre su relación con Pedro. Podía haber otros que los hubieran visto juntos y confundieran el vínculo entre ellos.


Pedro Alfonso no era una opción. Tenía que lidiar con Papá sola.


Aunque le hubiera gustado que la idea de hacerlo no la asustara tanto.