viernes, 25 de junio de 2021

IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 18

 


Paula nunca había imaginado que existiera tal éxtasis y, mientras las olas de placer se retiraban y recuperaba el aliento, una sonrisa iluminaba su rostro. Le gustaba sentir el peso de Pedro sobre su cuerpo, los fuertes latidos de su corazón sobre el suyo.


—Peso demasiado…


—No, está bien.


Paula intentó sujetarlo, pero él se levantó para ir al cuarto de baño y volvió unos segundos después, su alta figura cubierta de sudor.


—Vuelve a la cama.


Pedro obedeció, apoyándose en un codo para mirarla, y Paula levantó una mano para apartar el pelo de su frente.


—Yo no sabía que pudiera ser tan… —no encontraba palabras—. Te quiero.


Era tan magnífico, tan perfecto, tan increíble.


—¿Por qué no me habías dicho que eras virgen?


—¿Eso importa? Ahora estamos casados.


—Pero estuviste prometida hace algún tiempo, ¿no?


Paula lo miró, sorprendida. Ella no se lo había contado…


—¿Cómo lo sabes?


—Debió contármelo alguien —contestó él, evasivo—. Pero eso da igual. Deberías habérmelo dicho tú.


—¿Por qué? ¿Te habrías negado a hacer el amor conmigo de haberlo sabido? —bromeó Paula, pasando un dedo por su torso.


—Sí... no… pero habría tenido más cuidado.


—Bueno, tendrás cuidado la próxima vez —sonrió ella, acariciando su espalda.


Riendo, Pedro la tumbó sobre la cama.


—Para ser tan inocente, tengo la impresión de que vas a aprender muy rápido.


—Eso espero —murmuró Paula, tomando su cara entre las manos—. ¿Cuándo empieza la segunda clase?


La sensual sonrisa masculina hizo que se estremeciese de nuevo.


—Creo que he despertado a una tigresa dormida. Pero lo primero que debes saber es que el macho tarda más tiempo en recuperarse que la hembra. Aunque, con un poco de aliento, el tiempo de espera puede ser reducido…


—¿Así? —sonrió ella, inclinando la cabeza para besar sus labios, su garganta y, por fin, una de sus tetillas.


No se cansaba de tocarlo, de besarlo. Pasó luego una mano por su firme torso, los dedos siguiendo la línea de vello oscuro hasta su ombligo y más abajo, para explorar su masculinidad… y pronto la espera había terminado.


El tiempo no existía mientras exploraban el ansia, la profundidad y la exquisita ternura de su amor. Se bañaron y volvieron a hacer el amor, durmieron y volvieron a hacer el amor...


Cuando abrió los ojos, Pedro estaba de pie al lado de la cama, con una taza de café en la mano. Medio dormida, Paula sonrió.


—Estás despierto. ¿Qué hora es?


—La una —contestó él, dejando la taza sobre la mesilla para darle un beso.


—¿La una de la mañana? Vuelve a la cama…


—La una de la tarde.


—¡No! —Exclamó Paula—. Tengo que levantarme.


Iba a hacerlo, pero se dio cuenta de que estaba desnuda y, riendo, se cubrió con el edredón.


Pedro hizo una mueca. Estaba tan bonita, el pelo rubio sobre la almohada, los labios hinchados por sus besos…


Él se había acostado con algunas de las mujeres más bellas del mundo, pero ninguna podía compararse con Paula Chaves. Ella era la perfección hecha mujer. Y sabía que la pasión que habían compartido esa noche quedaría grabada para siempre en su memoria. Era virgen y debería haberse controlado un poco más. Lo había intentado, pero…


Después de la segunda vez, se dejó llevar. Paula era, como había imaginado, una mujer apasionada. Se encendía en cuanto la tocaba y eso le encendía a él.


Y lo más asombroso era que, en un momento, había aprendido qué botones pulsar para hacer que también el perdiese la cabeza. Era una mujer de gran sensualidad…


Lo único que no había esperado era que fuese virgen. El hombre con el que había estado prometida debía ser un eunuco o un santo.


Le parecía increíble ser su primer amante porque él nunca se había acostado con una virgen. La inocencia no lo había atraído nunca; prefería a las mujeres experimentadas y, sin embargo, estaba asombrado por aquella experiencia erótica. Si era sincero, debía admitir que sentía cierta masculina satisfacción, cierto orgullo de que Paula se hubiera entregado sólo a él.


Él no creía en el amor, pero había algo increíblemente seductor en que su mujer creyera en ese sentimiento. Había pensado revelarle la verdadera razón de su matrimonio después de acostarse con ella, pero ya había descartado la idea en el avión. Y ahora, después de descubrir lo inocente que era, tendría que ser tonto para desilusionarla. Él no era tonto y daba las gracias al cielo por haber mantenido la boca cerrada.


Se ponía duro sólo con mirarla y tenía que luchar contra la tentación de volver a meterse en la cama con ella, cautivado por cada uno de sus gestos, cada una de sus sonrisas.


— Tómate el café, anda. Te espero en el salón cuando te hayas vestido. Después de comer te enseñaré el barco y te presentaré a la tripulación.


Pedro se dio la vuelta y salió del camarote porque si se quedaba… si se quedaba no respondía de sí mismo.





IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 17

 


Salvaje y abandonada, estaba jadeando, con un increíble deseo de sentir su cuerpo sobre ella, dentro de ella. La sensual presión de sus labios, el roce de su lengua imitando los movimientos del acto sexual hacían que estuviese a punto de explotar. Cuando Pedro se colocó entre sus piernas, murmuró su nombre mientras se arqueaba para recibirlo.


Cuando, sin poder evitarlo, hizo una mueca de dolor, vio un brillo de sorpresa en sus ojos y notó que empezaba a apartarse, pero lo retuvo enredando las piernas en su cintura. No podía dejarlo ir ahora que estaba dentro de ella por fin.


—Te deseo… te deseo tanto… te quiero.


Notó que contenía el aliento y sintió los fuertes latidos de su corazón, la tensión en cada músculo de su cuerpo. Luego empezó a moverse, despacio primero, apartándose para volver a entrar después.


Milagrosamente, su sedosa cavidad se ensanchaba para acomodarlo.


Paula estaba perdida para todo lo que no fuera el disfrute de esa posesión.


Las indescriptibles sensaciones, la fricción de sus cuerpos, las palabras susurradas, los jadeos… la llevaron a un sitio desconocido al que, sin embargo, estaba deseando llegar.


Clavó las uñas en su espalda mientras Pedro empujaba cada vez con más fuerza y gritó al sentir algo que sólo podía ser descrito como convulsiones internas. Oyó que él dejaba escapar un gemido ronco y, obligándose a abrir los ojos, vio cómo se estremecía con la fuerza del orgasmo.


Paula dejó que se apoyase en ella. Su peso, un recordatorio del poder y la pasión, del amor que le había dado. Pedro era su marido, pensó, con una sonrisa en los labios.




IRA Y PASIÓN: CAPÍTULO 16

 


Paula saltó del helicóptero para caer en los brazos de su marido que, inclinando la cabeza para evitar las aspas del aparato, atravesó el helipuerto del yate. Y no la dejó en el suelo hasta que llegaron a un enorme salón con las paredes forradas de madera brillante.


—Bienvenida a bordo —murmuró, antes de besarla. Paula sintió que la tierra se movía bajo sus pies.


O quizá era el yate, pero en cualquier caso le echó los brazos al cuello.


—Quiero que, por lo menos, lleguemos a la cama —musitó Pedrodeslizando las manos por su espalda.


Riendo, ella miró alrededor.


—¡Esto es enorme! He hecho expediciones por alta mar en barcos mucho más pequeños que éste.


—Paula, deja de hablar —le ordenó él, su ego ligeramente desinflado.


Buscó sus labios de nuevo y ella cerró los ojos en dulce rendición mientras su lengua se abría paso entre sus labios abiertos.


Por fin, cuando estaba sin aliento, Pedro levantó la cabeza.


—He esperado mucho tiempo para esto —murmuró, mientras la llevaba caminando hacia atrás hasta lo que ella esperaba fuese el camarote.


Sintió que sus pechos se hinchaban cuando Pedro empezó a acariciarlos por encima del sujetador, el pulgar rozando la punta del pezón bajo el fino encaje… Volvió a besarla y, momentos más tarde, abrió una puerta con el hombro. Ella apenas miró el dormitorio, sólo tenía ojos para Pedro.


—Paula… —musitó, clavando en ella sus ardientes ojos negros mientras desabrochaba el sujetador. Se quedó mirándola, en silencio, y esa mirada oscura sobre sus pechos desnudos la hizo temblar.


Cuando rozó uno de los pezones con la lengua, éste se levantó, desafiante. Paula se arqueó en espontánea respuesta ante el increíble deseo que sólo Pedro podía provocar.


Sintió que su falda caía al suelo sin saber cómo y, de repente, él la tomó en brazos para llevarla a la cama.


—No sabes cuánto te deseo —murmuró, sus ojos negros como carbones encendidos mientras se quitaba la ropa.


Ella observó los anchos hombros, el torso cubierto de un fino vello oscuro, las caderas, los poderosos muslos y largas piernas. Totalmente desnudo y excitado era casi aterrador en su masculina belleza y, nerviosa, cruzó los brazos sobre su pecho.


—Deja que te mire —dijo Pedro, tirando de las braguitas—. Toda.


Acarició sus piernas desde el tobillo hasta el muslo, deteniéndose en la curva de sus caderas. Y Paula tembló de arriba abajo cuando la obligó a abrir los brazos.


—No hace falta que finjas timidez. Eres exquisita, más de lo que había imaginado.


El roce de su cuerpo desnudo despertó una descarga eléctrica, sus ojos azules brillante como zafiros mientras él la miraba descarnadamente de arriba abajo. Había pensado que sentiría vergüenza al verse desnuda con Pedro pero, en lugar de eso, se sentía salvajemente excitada.


—No puedo dejar de mirarte, esposa mía. Y pronto serás mi esposa en todos los sentidos.


Sacando un paquetito de unos de los cajones de la mesilla, Pedro se enfundó un preservativo antes de colocarse sobre ella.


Lo que siguió fue tan diferente a lo que Paula había pensado que casi resultaba irreal. Cuando se imaginaba a sí misma haciendo el amor creía que sería un encuentro mágico de cuerpo y alma, dulce, tierno. Pero las violentas emociones que la sacudían no eran nada parecido a eso.


—Puedes tocarme —le dijo él.


Paula lo buscó con una prisa desesperada; su aroma masculino, el roce de su piel, la pasión devoradora que había en sus ojos, en su boca, haciendo estallar un incendio en su interior.


Con manos temblorosas exploró la anchura de sus hombros, la fuerte columna vertebral. Tembló cuando él inclinó la oscura cabeza para buscar sus pechos de nuevo con la boca. La sensualidad de esas caricias hizo que le diese vueltas la cabeza.


Y cuando por fin sus largos dedos encontraron su húmedo centro, dejó escapar un gemido. Pero quería más, mucho más, pensó levantando las caderas. Estaba atónita por su reacción, por esa pasión masculina que parecía contagiársele.