domingo, 20 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 20



TRES DÍAS después, Pedro la llevó a la Gran Barrera de Coral. Eso era lo único que le había contado a Paula. El resto, sería una sorpresa.


Volaron a la isla de Hamilton en un vuelo comercial. Ella estaba muy callada.


–Los niños van a estar bien –le dijo él, tomándole una mano.


–¿Cómo sabías que estaba pensando en eso?


–No era difícil de adivinar. ¿Te arrepientes de haber aceptado venir conmigo?


–No…


Pedro afiló la mirada ante su titubeo, pero no comentó nada al respecto.


Paula observó maravillada por la ventanilla las aguas relucientes, los arrecifes, las islas de Whitsunday y el puerto. Luego, descubrió que no iban a quedarse en Hamilton, aunque pararon allí para dar un paseo por el puerto, sus tiendas y sus cafés. Alguien se había ocupado de su equipaje.


–¿Has traído sombrero? –preguntó él, al parar delante de una tienda con una estupenda selección de sombreros–. Necesitarás uno cuando estemos en el agua.


–¿En el agua? No, no tengo sombrero. ¿Cómo que en el agua?


–Ya lo verás. Vamos, elijamos uno –propuso él. Paula se pasó media hora probándose sombreros, mientras las dos jóvenes dependientas eran todo risitas y sonrojos ante la imponente presencia de Pedro Alfonso.


Poco a poco, Paula se dejó contagiar por el ambiente relajado y divertido. Era como si toda la presión de las decisiones difíciles se hubiera disipado bajo el espíritu vacacional de la isla.


Eligió un sombrero de paja de ala ancha y se lo llevó puesto. Se detuvieron en una terraza para tomar un par de cafés helados y compartieron un delicioso pastelito. Luego, tomándola de la mano, Pedro la condujo por el embarcadero hasta un catamarán.


Se llamaba Leilani y era de lo más lujoso. El interior estaba
tapizado por gruesas alfombras y preciosos tejidos. Era de madera, con acabados en bronce, y estaba pintado de un blanco reluciente. El salón principal era enorme, con una cocina americana. Y los tres dormitorios eran también de madera, con suntuosa ropa de cama.


Había dos cubiertas, una salía del salón y la superior estaba
detrás de la cabina de control.


Un hombre vestido de blanco llamado Rob les dio la bienvenida a bordo y le mostró a Paula su dormitorio.


Luego, Bob regresó arriba y ella lo escuchó hablar con Pedro, pero no entendió lo que decían. Cuando subió a cubierta, habían dejado de hablar y, para su sorpresa, comprobó que el joven que había pensado que conduciría el barco saltaba a tierra, mientras Pedro soltaba amarras.


–¿No viene? –preguntó ella.


Pedro la miró, encendiendo el motor.


–No.


Ella parpadeó.


–¿Tú sabes manejar un barco de este tamañazo?


–Paula, crecí entre barcos –repuso él con una sonrisa–. Claro que sé.


Ella se mordió el labio.


–Cada vez te pareces más a Armando –comentó él, riendo, y sacó a Leilani del embarcadero–. Te mostraré cómo llevar el timón si quieres, pero no hoy.


–¿El barco es tuyo… o lo has pedido prestado?


–Es mío.


–¡Me sorprende que no tenga un nombre shakespeariano!


–Ya estaba bautizado cuando lo compré –contestó él–. Se supone que da mala suerte cambiarle el nombre a un barco. Pero da la casualidad de que Leilani era un famoso caballo de carreras –explicó–. Bueno, ahora voy a concentrarme unos minutos –añadió, dirigiéndose a la salida del puerto.


–¿Adónde vamos?


–A Whiteheaven –respondió él–. Estaremos allí a tiempo para ver la puesta de sol. Es maravilloso.


Pedro tenía razón.


Cuando el sol comenzó a ponerse en el horizonte, habían anclado en la playa de Whiteheaven. Paula ya había sacado la ropa de su bolsa de viaje y comenzaba a sentirse como en casa. Sobre todo, porque después de apagar los motores, Pedro había bajado con ella y la había tomado entre sus brazos.


–Han sido unos días difíciles –comentó él.


Ella asintió. Habían decidido comportarse de manera
estrictamente profesional delante de los niños y los empleados en Yewarra… incluso delante de la madre de Paula, cuando había llegado.


–Esto sólo nos incumbe a nosotros –había señalado él–. Les
diremos que vamos a hacer un viaje de negocios.


–Pero se morirán de curiosidad… –había respondido ella–. No digo los niños, sino…


–¿Prefieres que te bese cada vez que me apetezca?


Paula se había sonrojado y había negado con la cabeza.


–Eso pensé –había respondido él con un brillo de malicia en los ojos.


Durante los tres días siguientes, Pedro había estado en Sídney, atando algunos cabos sueltos antes del viaje. Y Paula se había pasado el tiempo preguntándose por qué habría aceptado, diciéndose que era una locura.


Por una parte, se había justificado a sí misma pensando que le debía a Pedro Alfonso, al menos, el intento de comprenderlo. Era, en cierta forma, una muestra de gratitud, aunque no pensaba confesárselo a él.


Volviendo al presente, anclados ante la playa de Whiteheaven en aquel hermoso barco, Pedro se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.


–Necesitaba esto como respirar –comentó él con voz ronca.


Paula lo miró, sonriendo, y se relajó apoyada en él.


–Yo, también.


Pedro la apretó entre sus brazos, haciéndola sentir en el paraíso.


–¿Ya no quieres luchar contra mí? ¿No me consideras una
amenaza?


Paula no pudo reprimir la risa.


–No sé qué ha pasado con eso.


–¿Con toda la hostilidad? –adivinó él, acariciándole las caderas.


–Mmm… Podría tener que ver con… ¡La verdad es que es muy difícil resistirse a un hombre con un barco así!


Cuando Pedro rió, Paula contuvo el aliento. Era el hombre más atractivo que había conocido jamás y, al verlo tan feliz, el corazón se le aceleró a toda velocidad.


–Te propongo algo –dijo él–. ¿Por qué no te pones algo más
cómodo mientras preparo unos cócteles?


Paula se miró las ropas que llevaba puestas: la camiseta y los vaqueros con los que había viajado.


–Me parece bien. Hace calor. ¿Y tú?


–Yo voy a ponerme unos pantalones cortos, pero no tardaré. Una vez que se acerca al horizonte, el sol desaparece rápido.


–¡Voy como el rayo! –dijo ella, chasqueando los dedos y corrió a su dormitorio.


–¡Un vestido largo! ¡Debes llevar un vestido largo! –le había dicho su madre a Paula al enterarse de que iba a ir a la isla de Hamilton, aunque fuera en viaje de trabajo–. ¡Te traeré uno!


Y, a pesar de haber tenido poco tiempo para prepararse para el viaje, Paula llevaba un precioso modelo largo y vaporoso de color blanco.


No tenía tirantes, llevaba un sujetador incluido y un pañuelo a juego para el cuello, blanco y naranja.


Paula se lo puso y descubrió que el precioso vestido la hacía
sentirse ligera como una pluma, joven, bella y deseable.


Con los brazos extendidos, bailó delante del espejo. Luego,
temiendo perderse la puesta de sol, se cepilló el pelo, se puso un poco de brillo de labios y, descalza, subió a cubierta.


Pedro ya estaba allí. Se había puesto pantalones cortos azul marino y una camiseta blanca. Estaba sentado en el borde de cubierta, con las piernas colgando hacia fuera del barco. En la mesa, a su lado, había dos cócteles blancos y cremosos. También, había una bandeja con canapés de salmón ahumado, queso y alcaparras.


–¡Eres único, señor Alfonso! –exclamó ella, riendo con las manos en las caderas–. ¡No tenía ni idea de que supieras preparar comida!


Él se giró para mirarla y se quedó sin aliento.


Pedro pensó que nunca la había visto tan hermosa, tan llena de vitalidad, tan apetecible…


Se puso en pie.


–No voy a mentirte. Yo he hecho los cócteles, pero Bob preparó los canapés y otras cosas. Estás… –añadió, tendiéndole la mano– impresionante.


Ella se rió, dejando que la abrazara.


–No voy a mentirte yo tampoco. Me siento estupenda. No es que me crea estupenda, es…


–Sé a qué te refieres –dijo él y la besó–. De acuerdo.
Siéntate. ¡Salud! –brindó–. Por el atardecer.


–¡Por el atardecer! –repitió ella y se quedó mirando las bellas
vistas que los rodeaban.


El cielo se fue pintando de todos los colores mientras el sol
desaparecía en el horizonte. El mar se bañó de tonos dorados, naranjas y violetas.


Cuando el sol al fin desapareció, los demás barcos que había allí anclados encendieron las luces. Pedro hizo lo mismo y fue a servir dos cócteles más.


Paula se quedó en cubierta, disfrutando de la serenidad y de la cálida brisa tropical. La mar estaba en calma esa noche.


–Esto podría ser adictivo –comentó ella con una sonrisa cuando él salió con dos vasos en la mano y una suave música de baile comenzó a sonar en cubierta–. ¿Cómo lo sabías?


–¿Saber qué?


–Que, de niña, quería ser bailarina de discoteca. Llevo años sin bailar. Sólo lo hago con Sol. A ella le encanta, también –explicó ella y sonrió–. De pronto, me siento joven.


–Eres joven –afirmó él y acercó una silla para sentarse a su lado. Jugueteó con el borde del pañuelo de cuello de ella–. La verdad es que a tu lado yo también me siento joven.


Paula lo miró sorprendida.


–No eres viejo. ¿Cuántos años tienes?


Él sonrió.


–Hoy he cumplido treinta y tres.


–¿Por qué no me lo habías dicho? –preguntó ella, incorporándose.


Pedro se encogió de hombros.


–Los cumpleaños van y vienen. No significan mucho para mí. ¿Pero qué habrías hecho si lo hubieras sabido?


Paula lo pensó un momento.


–Parece que lo tienes todo, así que habría sido un poco difícil elegirte un regalo. Al menos, te habría escrito una tarjeta de felicitación.


–¿Para ponerla sobre la mesa?


–De acuerdo, no –se corrigió ella–. Ya lo sé –añadió, se inclinó hacia delante y lo besó con suavidad–. Feliz cumpleaños, señor Alfonso.


–Muchas gracias, señorita Chaves. Pero espero que eso haya sido sólo el aperitivo.


Paula se estremeció al notar cómo el deseo hacía presa en él. Ella se puso un poco tensa. También lo deseaba, por supuesto… ¿Pero estaba preparada para lo inevitable?


Pedro no dijo nada más al respecto, tal vez porque notó su
nerviosismo, caviló ella. Se limitó a besarla con suavidad y le tendió el vaso con el cóctel.


–Termínatelo. Nos está esperando un festín para cenar.


Y era cierto. Había una bandeja de marisco con gambas,
cangrejo, calamares y dos langostas. También, había una ensalada y vino blanco. Era la clase de comida pensada para ser saboreada y para utilizar los dedos, sin tener demasiados reparos en manchar la copa, a pesar de las servilletas de lino y del bol con agua para las manos. Era la cena perfecta para comer en la cubierta de un barco bajo el cielo nocturno, rodeados de mar…


Era la clase de cena que invitaba a hablar sobre nada en especial y a no sentirse incómodos cuando se hacía el silencio. Entonces, Paula se dio cuenta de que su conexión era cada vez más.


–Estaba delicioso –comentó ella cuando Pedro se levantó para recoger los platos.


Paula se levantó para ayudarle a llevarlos a la cocina, luego se lavaron las manos.


–¿Café? –ofreció él.


–Sí, por favor. ¡No me lo creo!


Pedro arqueó una ceja.


–Son las once en punto.


–Casi la hora de Cenicienta –bromeó él, sonriendo–. Siéntate. Hace un poco de fresco fuera. Haré el café.


Paula se acomodó en una silla alrededor de la mesa ovalada de la cocina. Observó desde allí cómo hacía café su jefe… ¿O debería decir su futuro amante?


–Podría haberlo hecho yo –comentó ella.


–A mí se me da bien hacer café –contestó él, sacando la cafetera del armario–. Lo he convertido en una especie de arte. Lo importante es poner siempre la misma cantidad de café y usar para medir una cuchara del mismo tamaño –añadió, sirviendo las cucharadas y el agua hirviendo sobre la cafetera.


Paula no pudo contenerse y se rió.


–¿Así que tienes juegos de cafetera y cuchara idénticos en todas tus casas?


–Sí. Pero sólo tengo dos casas.


–Y un barco.


–Y un barco –repitió él, tomando el azúcar, la leche y dos cucharillas–. En realidad, no es mentira lo que les dije a todos sobre hacer una nueva adquisición en Hamilton. Estoy pensando en comprarme una casa allí.


–Ah. ¿Vas a combinar el placer con un poco de negocios? –replicó ella con tono de broma–. ¿O, más bien, combinarás los negocios con un poco de placer?


–Eso depende de ti.


Paula se puso seria.


–¿De veras necesitas otra casa?


–¿La verdad? –dijo él y sirvió dos tazas de café, acercándole a Paula el azúcar y la leche–. Sírvete tú misma. No, no necesito otra casa. Pero, al menos, no es otra empresa.


Ella lo observó con el ceño fruncido.


–¿Y eres feliz así?


Con la vista gacha, Pedro removió su café.


–Hay algunas cosas que no me gustan. Aparte de Narelle y
Armando, no tengo ningún pariente vivo, nadie más que pueda beneficiarse del fruto de mi trabajo, por decirlo de algún modo –señaló él y se encogió de hombros–. Nadie que me desee feliz cumpleaños – añadió y, con una sonrisa, levantó la mano–. Eso no me importa, de verdad. Pero sí me importa que mis padres no hayan vivido para ver esto –confesó y miró a su alrededor–. Ni Amelia, mi hermana.


–Entonces… –balbuceó Paula–. ¿Lo que quieres decir…?


–¿Quieres saber si, en ocasiones, me dan ganas de pedir que pare el mundo porque quiero bajarme? ¿Si cambiaría Corporación Alfonso por un poco más de vida? La respuesta es sí –admitió él, encogiéndose de hombros.


–¿Y por qué no lo haces?


–Paula –dijo él y la miró a los ojos–. No es tan fácil. Tengo muchos empleados. Y, de todos modos, no sabría qué hacer con mi tiempo libre.


De pronto, en ese momento, Paula percibió algo distinto a él, un sello de tensión interior en las líneas de su rostro.


–Tal vez, una parte de mí sea incapaz de sentarse a descansar sin más –observó él, encogiéndose de hombros–. Quizá sea inquieto por naturaleza.


–O, igual, no –repuso ella con voz ronca–. Puede ser por las circunstancias que te han tocado vivir –opinó con una mueca–. Como me ha pasado a mí.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero algo como una alarma sonó en la sala de mandos.


Paula lo miró con gesto interrogativo.


–Es el fax con el informe meteorológico –indicó él, frunciendo el ceño–. Me lo mandan de manera automática si hay cualquier cambio en el tiempo.


Paula sonrió.


–Ve a mirar. Sé que no vas a descansar hasta que lo hagas.


Pasándose una mano por el pelo, Pedro se levantó.


–De acuerdo. A diferencia de lo que piensas de mí al volante de un coche, en el mar soy muy cauteloso. Enseguida vuelvo.


Sin embargo, Pedro tardaba. Paula se acurrucó en la silla y apoyó la cabeza en la mesa. Se quedó dormida sin darse cuenta.





LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 19




Cinco minutos después, con el pelo cepillado pero sin haberle respondido aún a su jefe, Paula fue presentada a los invitados como encargada de la finca.


Media hora más tarde, estaba sentada a la derecha de Pedro, lista para sumergir la cuchara en la crema de puerro de la señora Preston.


La fiesta que había organizado con apenas tiempo estaba
saliendo a la perfección.


Los invitados eran dos parejas de mediana edad, una vivaracha mujer de unos treinta años y el consejero legal de Pedro. La conversación fluyó sin dificultades mientras se servía el pato y, poco a poco, Paula fue relajándose.


Luego, comenzaron a hablar de caballos, de cría, de carrera, de compra y de venta de animales.


Gracias al programa de ordenador que Paula le había instalado a Bob y su ayuda en los establos, la conversación no le resultaba del todo ajena. Incluso fue capaz de describir algunos de los potrillos que habían nacido en las últimas semanas.


Notó que la mujer vivaracha, cuyo nombre era Vanesa y tenía el pelo corto rubio, labios y uñas pintados de escarlata, figura esbelta y ojos color café, tenía cierto interés en ella. 


En un par de ocasiones, la había sorprendido observándola con expresión especulativa.


Paula había sospechado que lo que despertaba la curiosidad de Vanesa era su relación con Pedro Alfonso, aunque ese tema era un misterio hasta para ella misma. Por otra parte, se preguntó qué estaría haciendo allí aquella rubia. ¿Sería otra de sus novias? No, eso no tenía sentido…


Al final, la velada terminó y los invitados se fueron a la cama.


Paula se retiró a la cocina, que se encontró vacía y reluciente.


Suspirando con alivio, se sirvió un vaso de agua. Sin duda, Daisy había sido de gran ayuda esa noche para el ama de llaves.


De pronto, sintió deseos de salir a dar una vuelta al aire libre.


Salió al pequeño huerto de la señora Preston y paseó hasta un promontorio en el valle, un lugar excelente para contemplar las estrellas. Incluso había un banco allí para tal propósito.


Paula se sentó y levantó la cabeza hacia el cielo, boquiabierta por su espectacular belleza.


Así fue como Pedro Alfonso la encontró.


–También es uno de mis lugares favoritos –murmuró él, sentándose a su lado–. Te estaba buscando. Deja el vaso –ordenó.


Paula abrió la boca para preguntarle por qué, pero decidió no hacerlo y obedeció. Él le entregó una copa de champán.


–Apenas has probado el vino esta noche. Una copa de esta bebida burbujeante te ayudará a relajarte. ¡Salud! –dijo él, chocando sus copas.


–Salud –repitió Paula, aunque sin mucha seguridad. Lo cierto era que se sentía cansada y no sabía cómo comportarse con Pedro Alfonso.


–¿Qué pasa?


Paula tomó un largo trago.


–No lo sé. No tengo ni idea. No podría responder a eso. Estoy sorprendida. Preocupada y confusa. Eso es lo que pasa.


Él rió con suavidad.


–De acuerdo, yo sé por qué. Nos enzarzamos en una pelea verbal la última vez que hablamos.


Ella hizo una pequeña mueca. Pero no dijo nada.


–Sí, una guerra de palabras después de un momento encantador, cuando yo hice un comentario desafortunado que te molestó y te encerraste en ti misma. Yo me fui a Sídney en medio de la noche y me quedé allí, también enfadado, varios días.


Tras una pausa, Pedro continuó, con un inesperado tono de
remordimiento.


–No estoy acostumbrado a que me digan que no… por eso me pongo furioso cuando ocurre. ¿Qué opinas?


–Yo… –balbuceó Paula y se interrumpió, sin poder contener una lágrima. Se la lamió cuando llegó a los labios.


–Lo que quiero decir es… ¿crees que estoy a tiempo de arreglar las cosas entre nosotros? –preguntó él tras un largo instante.


–No puedo… no puedo irme a vivir contigo –dijo ella con la voz empañada por la emoción–. Debes comprenderlo…


–No, no lo comprendo. ¿Por qué?


–Yo… –dijo ella y titubeó un momento–. No sería correcto. Pero da igual… –añadió con frustración.


–Paula, debes de saber que me gustas mucho.


–Pues no se nota –replicó ella, sin poder contener las palabras.


–¿A qué te refieres?


–Antes –respondió ella y se removió incómoda en su asiento, sin saber cómo explicarlo–. Incluso pensé que habías invitado a Vanesa para… provocarme.


–Me gusta pensar que estás celosa de Vanesa –admitió él–, pero está felizmente casada con un jockey que rara vez acude a las cenas, pues está muy preocupado por no ganar peso.


Paula se encogió.


–Lo siento –murmuró ella.


–Toma otro trago de champán –sugirió él–. ¿Qué dirías si supieras que, aparte de querer buscarle las cosquillas a una dama de hielo, no he sido capaz de dormir? He sido un monstruo en el trabajo. No puedo dejar de pensar en lo agradable que es tenerte entre mis brazos. No paro de desnudarte en mi imaginación. Por cierto, ¿tú cómo has pasado estos días que no nos hemos visto?


Paula tragó saliva y recordó cómo se había pasado el tiempo
dándole vueltas a la cabeza, debatiéndose entre su enfado y el pensamiento de que, tal vez, él tuviera razón. ¿Sería hora de dejar atrás el pasado e intentar volver a vivir? ¿Estaba comportándose de forma demasiado melodramática? 


Aunque aquello no había sido lo único que había ocupado su mente durante la semana.


También, había recordado el placer que Pedro le había
proporcionado. Y cómo podía ser divertido y humilde, cuando no actuaba como un arrogante multimillonario. Le había dado vueltas a la buena conexión que tenía con los niños, a pesar de que ella jamás lo habría sospechado antes de verlo con ellos. Había estado reviviendo todas las cualidades que hacían que Pedro Alfonso fuera quien era.


–Yo he estado un poco… inquieta –admitió ella al fin en voz
apenas audible.


–Bien.


–¿Bien?


–Odiaría pensar que sólo yo lo he pasado mal.


Por alguna razón, aquel comentario le hizo reír a Paula.


–Eres incorregible –murmuró ella y, con un suspiro de
resignación, apoyó la cabeza en el hombro de él.


Sin embargo, Paula se incorporó de inmediato y lo miró a los ojos.


–¿Ahora qué? –preguntó ella con tono de preocupación–. Sigo sin poder mudarme a vivir contigo.


–Hay otra opción –repuso él, tomando su mano–. Podrías casarte conmigo.


Paula se puso tensa, sin dar crédito a lo que oía.


–¡No puedo casarme contigo!


–Parece que hay demasiadas cosas que no puedes hacer –
observó él con tono seco–. ¿Qué puedes hacer?


Paula estuvo a punto de levantarse y salir corriendo, pero él la agarró de la cintura y la sostuvo.


–No discutamos, Paula –propuso él–. En una ocasión, dijiste que éramos dos adultos. Tal vez, eso sea lo que necesitemos ahora. Algo de madurez. Así que centrémonos en lo esencial.


Ella abrió la boca para hablar, pero no salió de sus labios ningún sonido.


–Necesito una madre para Armando –prosiguió él–. Tú necesitas un padre para Sol y un hogar estable –añadió y arqueó las cejas–. No podrías encontrar ningún sitio mejor que éste.


Paula lo miró con los labios entreabiertos y los ojos como platos.


–Y mírate a ti –continuó él, sujetándola de la cintura para que no se fuera–. Te has adaptado a Yewarra como si hubieras nacido para ello. Si no te gusta, finges muy bien. ¿Acaso no adoras esto?


–Sí –admitió ella en un susurró.


–¿Y a Armando?


–Quiero a Armando –aseguró ella–. Pero…


–¿Qué pasa con nosotros? –quiso saber él, mirándola con
intensidad–. Sé honesta por una vez, Paula. Lo nuestro no sería una aventura de una noche. No sentiríamos lo que experimentamos desde hace dos meses si fuera así.


Ella se humedeció los labios.


–Y estos dos meses han sido de locos, ¿no estás de acuerdo? Han sido una especie de tortura.


–Sí –confesó ella al fin, suspirando–. Oh, sí.


Pedro la tomó entre sus brazos.


–Tal vez, lo que necesitamos es pasar un par de días solos… para acostumbrarnos a la idea. ¿Querrías escaparte conmigo un tiempo?


–¿Y qué pasa con los niños?


–Sólo sería un par de días. Armando está acostumbrado y, tal vez, tu madre podría venir para quedarse con Sol.


–Bueno…


–¿Qué?


Paula pensó que uno de los obstáculos que se interponían entre ellos era que no conocía bien a Pedro Alfonso. No sabía si podía confiar en él o no. Quizá, debiera aventurarse a descubrir qué se escondía detrás de su repentina oferta de matrimonio, caviló.


–Yo… no puedo prometerte nada. Pero has sido muy bueno
conmigo –dijo ella–. Así que…


–Paula –le increpó él con seriedad–. Hazlo o no lo hagas, pero que no sea por gratitud.


–¡Me siento agradecida! –exclamó ella.


–Entonces, retiro mi oferta.


Paula tomó aliento.


–No sólo eres incorregible, sino que eres imposible –le espetó ella.


–No, no lo soy. Sé sincera, Paula. Nos deseamos y la gratitud no tiene nada que ver en esto.


Ella abrió y cerró la boca varias veces, buscando excusas y dándole vueltas a la cabeza, intentando encontrar alguna escapatoria.


Pero, por supuesto, Pedro tenía razón. No había escapatoria.


–Es verdad –admitió ella al fin–. Tienes razón.


–Entonces, la oferta está en pie de nuevo.


–Gracias. Yo… iré.


Pedro le rodeó los hombros con el brazo.


Ella cerró los ojos y se rindió a la calidez del momento. Al mismo tiempo, era consciente de que acababa de adentrarse en terreno desconocido… Sin embargo, no tenía la fuerza de voluntad necesaria para resistirse a Pedro Alfonso.


Entonces, Paula intentó refugiarse en un tema más mundano, pues la enormidad de sus sentimientos la estaba abrumando.


–Estoy un poco preocupada por la señora Preston. Esta noche se ha agobiado mucho.


–Buscaré ayuda para ella antes de que nos vayamos. No te preocupes. Eres peor que Armando –repuso él y, sujetándole la mandíbula con los dedos, la miró a los ojos–. No debes preocuparte por nada. Yo me encargaré de todo –aseguró y comenzó a besarla.