viernes, 4 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 3




Paula dejó la bolsa en el vestíbulo de mármol y evitó quedarse boquiabierta. Situada en un cabo y con impresionantes vistas al mar, Villa Harmonia representaba el lujo máximo. Siguió caminando hasta la terraza, preguntándose dónde estaría el resto del equipo. Entre los jardines se adivinaban estrechas sendas hacia una cala privada, con un muelle donde una plataforma daba acceso directo para bañarse en el mar.


–He muerto y estoy en el cielo.


La insistente vibración de su teléfono la interrumpió y lo sacó del bolsillo. El uniforme le quedaba estrecho, gracias a todos los yogures griegos con miel que no había parado de tomar desde que llegara a Creta. La llamada era de la propietaria de la empresa de limpieza para decirle que el resto del equipo había tenido un accidente y no podrían ir.


–Vaya, ¿están heridos?


Al enterarse de que nadie había acabado en el hospital, pero que el coche había quedado destrozado, cayó en la cuenta de que estaba sola para hacer aquel trabajo.


–Así que si hacen falta cinco personas durante cuatro horas, ¿cómo lo voy a hacer yo sola?


–Concéntrate en el salón y en el dormitorio principal. Pon especial atención en el cuarto de baño.


Resignada y dispuesta a hacerlo lo mejor posible, Paula se puso a trabajar. Eligió música de Mozart, se puso los auriculares, y tatareó La flauta mágica mientras limpiaba el suelo del amplio salón. Quien fuera que viviese allí no tenía hijos, pensó mientras ahuecaba los cojines de los sofás blancos y limpiaba el polvo de las mesas de cristal. Todo era
sofisticado y discreto.


Paula subió canturreando por la escalera en curva hasta el dormitorio principal y se quedó de piedra. El diminuto apartamento que compartía con Belen tenía una cama tan estrecha que se había caído de ella dos veces mientras dormía. Aquella cama, por el contrario, era tan grande que una familia de seis podía dormir allí cómodamente. Estaba colocada mirando hacia la increíble vista sobre la bahía y Paula se quedó embobada, imaginando cómo debía ser dormir en una cama de aquel tamaño. ¿Cuántas veces podía rodar sobre sí misma sin llegar a caerse al suelo? Si fuera suya, se estiraría como una estrella de mar.


Miró a su espalda para asegurarse de que no había nadie del equipo de seguridad, sacó el teléfono del bolsillo e hizo una foto de la cama y del entorno.


Algún día, voy a practicar sexo en una cama como esta, le escribió a Belen en un mensaje de texto.


Belen enseguida le contestó: Me da igual la cama, me interesa más su dueño.


Echó un último vistazo a la habitación antes de dirigirse al cuarto de baño. Había una gran bañera junto a una pared de cristal que permitía contemplar el mar. La única manera de limpiar algo tan grande era metiéndose dentro, así que lo hizo con cuidado de no resbalarse.


Cuando la hubo dejado resplandeciente, se fue a la ducha. 


Había un sofisticado panel de control en la pared y se quedó mirándolo pensativa. Teniendo en cuenta su desastrosa experiencia con la fotocopiadora y la máquina de hacer café, era reacia a tocar nada, pero ¿qué otra opción tenía?


Alzó la mano, apretó cuidadosamente un botón y jadeó cuando un potente chorro de agua fría la alcanzó desde la pared del otro lado. Sin aliento, apretó con la mano otro botón para parar el agua, pero otro chorro se activó y acabó con el pelo y la ropa empapados. Sin poder ver, palpó la pared, quemándose y congelándose alternativamente hasta que consiguió apagar los chorros. Jadeando, con el pelo y la ropa pegados al cuerpo, se tiró al suelo tratando de recuperar el aliento, temblando como un animalillo bajo la lluvia.


–Odio la tecnología.


Se apartó el pelo de la cara y lo retorció para quitar el exceso de agua. Luego volvió a levantarse, pero el uniforme seguía goteando, adherido a su piel. Si recorría la mansión de aquella manera, dejaría un rastro de agua por todas partes y no tenía tiempo para volver a limpiar.


Después de quitarse el uniforme, estando en ropa interior, escuchó un ruido en el dormitorio. Pensando que sería alguien de seguridad, se sobresaltó.


–¿Hola? Si hay alguien ahí, espere un momento antes de entrar porque acabo de…


Se quedó de piedra al ver a una mujer aparecer en la puerta. 


Estaba impecablemente arreglada, con un vestido de seda en color coral envolviendo su esbelto cuerpo y los labios perfectamente pintados.


Paula nunca se había sentido más fuera de lugar en toda su vida.


–¿Pedro? –dijo la mujer volviendo la cabeza con tono gélido–. Tu apetito sexual es algo legendario, pero, para que lo sepas, es una buena idea despedir a la última novia antes de que llegue una nueva.


–¿De qué estás hablando?


La voz masculina provenía del dormitorio, profunda, aburrida y, al instante, reconocible.


Todavía temblando por el impacto del agua gélida, Paula cerró los ojos y se preguntó si alguno de los botones del panel de control activaba un asiento proyectable. Ahora ya sabía de quién era la mansión.


Unos instantes después, apareció en la puerta y Paula vio por segunda vez en su vida a Pedro Alfonso. Frente a un hombre tan atractivo sintió que el estómago le daba un vuelco.


De pie, con las piernas separadas, su rostro resultaba inexpresivo, como si el hecho de encontrarse a una mujer semidesnuda en su ducha no fuera un hecho del que sorprenderse.


–¿Y bien?


¿Era eso todo lo que iba a decir?


Preparada para una explosión de proporciones volcánicas, Paula tragó saliva.


–Puedo explicarme…


–Eso espero –dijo la mujer, golpeando rítmicamente el suelo con la punta del pie–. Estoy deseando escucharlo.


–Soy la limpiadora…


–Por supuesto, porque las limpiadoras siempre acaban desnudas en las duchas de los clientes –comentó enfurecida, mirando al hombre que tenía al lado–. ¿Pedro?


–¿Sí?


–¿Quién es? –preguntó apretando los labios.


–Ya la has oído. Es la limpiadora.


–Es evidente que miente. No hay ninguna duda de que lleva aquí todo el día, durmiendo la mona.


La única respuesta de aquel hombre fue entornar sus espectaculares ojos negros. Al recordar que, en el primer día en su empresa, alguien le había advertido que Pedro Alfonso era peligroso cuando estaba callado, el nerviosismo de Paula se disparó. Al parecer, su inquietud no era compartida por su cita de aquella noche, que continuaba riñéndole.


–¿Sabes lo peor de esto? No que se te vayan los ojos, sino que te fijes en una mujer tan gorda como ella.


–¿Cómo? No estoy gorda –dijo Paula tratando de cubrirse con el uniforme mojado–. Déjeme que le diga que mi índice de masa corporal es normal.


Pero la mujer no la escuchaba.


–¿Es por ella que se te ha hecho tarde para recogerme? Te lo advertí, Pedro, y si no te molestas en darme una explicación, yo no voy a molestarme en pedirte una.


Sin darle la posibilidad de responder, la mujer salió de la habitación.


Paula se quedó en silencio, con el ánimo encogido por el agua fría y la sensación de culpabilidad.


–Está muy enfadada.


–Sí.


–¿Volverá?


–Sinceramente, espero que no.


Paula pensó decirle que estaría mejor sin ella, pero decidió que salvar su empleo era más importante que la sinceridad.


–Lo siento mucho…


–No lo sienta, no ha sido culpa suya.


–Si no hubiera tenido el accidente, habría estado vestida cuando entró en la habitación.


–¿Accidente? Nunca había considerado mi ducha como un lugar peligroso, pero al parecer estaba equivocado –dijo mirando el agua del suelo–. ¿Qué ha pasado?


–Su ducha parece el cuadro de mandos de un avión, eso es lo que ha pasado –contestó Paula sin poder dejar de castañear los dientes–. No hay instrucciones.


–No necesito instrucciones –dijo mirándola de arriba abajo con detenimiento–. Sé cómo funciona mi ducha.


–¡Yo no! No tenía ni idea de qué botón apretar.


–¿Así que decidió apretar todos? Si alguna vez se encuentra ante el cuadro de mandos de un avión, le sugiero que se siente sobre sus manos.


–No es gracioso. Estoy empapada y no sabía que iba a llegar a su casa tan pronto.


–Lo siento –dijo, y su mirada oscura brilló con ironía–. No tengo costumbre de informar de mis movimientos. ¿Ha terminado de limpiar o quiere que le enseñe qué botones apretar?


Paula trató de mantener toda la dignidad que pudo en aquellas circunstancias.


–Su ducha está limpia –respondió con la mirada fija en la puerta–. ¿Está seguro de que no va a volver?


–No.


Paula se quedó en silencio, sintiéndose aliviada a la vez que culpable.


–He estropeado otra relación.


–¿Otra? –preguntó él arqueando las cejas–. ¿Es algo habitual?


–No lo sabe bien. Escuche, si quiere, puedo llamar a mi jefa y pedirle que responda por mí.


Su voz se fue apagando al darse cuenta de que eso supondría confesar que la habían pillado medio desnuda en una ducha.


–A menos que tenga una jefa muy liberal, creo que será mejor que reconsidere esa idea.


–Tiene que haber una manera para que pueda arreglarlo. Le he estropeado su cita, aunque no me ha parecido una persona muy agradable. Creo que, a la larga, no hubiera sido buena para usted y era tan delgada que no hubiera podido acunar a sus hijos en brazos –dijo y se encontró con su mirada–. ¿Se está riendo de mí?


–No, pero la destreza para acunar niños en brazos no está en mi lista de prioridades de atributos femeninos.


Dejó la chaqueta sobre el respaldo de un sofá más grande que su cama, mientras ella lo miraba fascinada, preguntándose si le importaba algo que su cita se hubiera marchado.


–Por curiosidad: ¿por qué no se ha defendido?


–¿Por qué iba a defenderme?


–Podía haberse explicado y entonces lo hubiera perdonado.


–No me gusta dar explicaciones. Además… –dijo él encogiéndose de hombros–, ya le había dado usted una explicación.


Estaba de pie, con las piernas separadas, bloqueando la puerta con sus anchos hombros.


–No creo que me haya tomado por una testigo de fiar. 
Hubiera sonado mejor viniendo de usted.


–No hubiera podido añadir nada más a la historia.


En su lugar, ella se habría sentido humillada, pero él parecía indiferente ante el hecho de que lo hubiera plantado en público.


–No parece triste.


–¿Por qué iba a estarlo?


–Porque la mayoría de las personas se entristecen cuando una relación termina.


–No soy uno de esos –replicó él sonriendo.


Paula sintió envidia.


–¿No está ni siquiera un poco triste?


–Para estar triste hay que sentir algo, y yo no siento nada.


Paula pensó que aquellas palabras eran geniales. ¿Por qué no le había dicho algo así al profesor Ashurst? Tenía que memorizarlas para la próxima vez.


–Discúlpeme un momento.


Dejando un rastro de gotas de agua tras ella, paso junto a él, buscó en su bolso y sacó un cuaderno.


–¿Qué está haciendo?


–Estoy escribiendo lo que acaba de decir. Cada vez que me dejan plantada, no sé qué decir. Pero la próxima vez voy a pronunciar esas palabras con ese tono en vez de entre lágrimas como si fuera un surtidor –dijo mientras las gotas de agua caían en su cuaderno y corrían la tinta.


–Eso de dejarla plantada, ¿es algo que le ocurre con frecuencia?


–Bastante a menudo. Me enamoro y me rompen el corazón, es un ciclo que me estoy esforzando en romper.


Deseó no haber dicho nada. Aunque era muy abierta con la gente, no le gustaba reconocer en público que no tenía suerte en el amor.


–¿Cuántas veces se ha enamorado?


–¿Hasta ahora? –dijo sacudiendo el bolígrafo, después de que la tinta dejara de pintar en la hoja mojada–. Tres veces. Apuesto a que usted nunca ha sido desafortunado en el amor, ¿verdad?


–Nunca he estado enamorado.


–Eso es que nunca ha conocido a la persona adecuada.


–No creo en el amor.


–Usted… –dijo Paula interesada, volviendo sobre sus pasos–. Entonces, ¿en qué cree?


–En dinero, influencias y poder –respondió él encogiéndose de hombros–. Metas tangibles y cuantificables.


–¿Cómo se mide el poder y la influencia? No, no me lo diga. Pone el pie en el suelo y la escala Richter lo mide.


–Se sorprendería –comentó soltándose la corbata.


–Ya estoy sorprendida. Dios mío, usted es genial. A partir de ahora será mi modelo –dijo, consiguiendo que por fin el bolígrafo pintara–. Nunca es demasiado tarde para cambiar. De ahora en adelante, me pondré metas tangibles y cuantificables también. Por curiosidad, ¿qué busca en las relaciones?


–Orgasmos –respondió sonriendo lentamente.


Paula se sonrojó.


–Eso me pasa por hacer preguntas tontas. Desde luego que ese es un objetivo cuantificable. Es evidente que es capaz de mantener la frialdad y la distancia en sus relaciones. Eso es lo que yo quiero. Le he mojado el suelo, tenga cuidado de no resbalar.


Estaba apoyado en la pared, observándola divertido.


–¿Se comporta así cuando quiere ser fría y distante?


–Todavía no he empezado a hacerlo, pero en cuanto mi radar me avise de que puedo estar en peligro de enamorarme de la persona equivocada, pum –dijo lanzando un puñetazo al aire–, sacaré de paseo mi lado más gélido. De ahora en adelante, voy a proteger mi corazón con una armadura –añadió sonriendo–. ¿Piensa que estoy loca, verdad? Todo esto es normal para usted, pero no para mí. Estoy en la primera fase de un trasplante de personalidad.


El sonido de una vibración llamó la atención de Paula y miró hacia la chaqueta del hombre, al otro lado de la habitación. 


Al ver que no se movía, lo miró.


–Es su teléfono.


–Sí –dijo sin dejar de mirarla fijamente.


–¿No va a contestar? –preguntó poniéndose de pie rápidamente, sin soltar la toalla–. Puede ser ella, para pedirle perdón.


–Estoy seguro de que es ella, por eso no tengo intención de contestar.


Paula escuchó admirada.


–Este es un ejemplo de por qué tengo que ser como usted. Si hubiera sido mi teléfono, habría contestado y después de escuchar las disculpas de quien fuera que estuviera al otro lado de la línea, habría dicho que no importaba. Le hubiera perdonado.


–Tiene razón, necesita ayuda. ¿Cómo se llama?


–Paula.


–Su cara me suena. ¿Nos hemos visto antes?


Paula sintió que se sonrojaba.


–Llevo un par de meses trabajando como becaria para su compañía dos días a la semana. Soy la segunda secretaria de su asistente.


«Soy la que estropeó la fotocopiadora y la máquina del café».


–¿Así que trabaja para mí dos días a la semana y los otros tres como limpiadora?


–No, este trabajo solo lo hago por las tardes. Los otros tres días hago trabajo de campo en Aptera durante el verano. Pero ya casi ha acabado. He llegado a un cruce de caminos en mi vida y no sé qué dirección tomar.


–¿Trabajo de campo? ¿Es arqueóloga?


–Sí, formo parte de un proyecto financiado por la universidad, pero no me da para pagar el préstamo estudiantil, así que tengo otros trabajos.


–¿Cuánto sabe de antigüedades minoicas?


Paula parpadeó.


–Probablemente más de lo que sería saludable para una mujer de veinticuatro años.


–Estupendo. Vuelva al cuarto de baño y séquese mientras le busco un vestido. Esta noche tengo que asistir a la inauguración del nuevo ala del museo. Va a venir conmigo.


–¿Yo? ¿No tiene una cita?


–La tenía –contestó–. Y como en parte es culpable de que se haya ido, va a venir en su lugar.


–Pero… –comenzó y se humedeció los labios–. Se supone que tengo que limpiar su casa.


Su mirada viajó desde su rostro hasta el charco de agua que cubría el suelo del cuarto de baño.


–Diré que ha hecho un buen trabajo. Para cuando volvamos, la inundación habrá llegado abajo al salón y lo habrá limpiado todo.


Paula rio y se preguntó si sus empleados conocían su sentido del humor.


–¿No va a echarme?


–Debería tener más seguridad en sí misma. Si conoce la cultura minoica, todavía me sirve para algo, y nunca despido a la gente que me es útil.


Él le quitó la toalla y la dejó a un lado, dejándola con tan solo la ropa interior mojada.


–¿Qué hace? –dijo ella, tratando sin éxito de recuperar la toalla.


–Deje de retorcerse. No creo que sea el primer hombre que la ve medio desnuda.


–Normalmente, los hombres que me ven desnuda son hombres con los que mantengo una relación. Y me incomoda que me miren, sobre todo después de que me haya llamado gorda una mujer que parece un alambre y que…


Paula se calló al ver que se daba la vuelta y se alejaba de ella. 


No sabía si sentirse aliviada o molesta.


–Si quiere saber mi talla, pregúnteme.


Vio cómo sacaba el teléfono y marcaba. Mientras esperaba a que la persona del otro lado contestara, contempló su cuerpo y sonrió con picardía.


–No necesito preguntar, theé mou, ya sé su talla.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 2




Pedro estaba de pie, de espaldas a la oficina, mirando el azul del mar mientras su asistente le ponía al día.


–¿Ha llamado?


–Sí, tal y como vaticinaste. ¿Cómo es posible que aciertes siempre? Yo habría perdido los nervios hace días ante tal cantidad de dinero y tú ni siquiera te inmutas.


Para Pedro, no era una cuestión de dinero, sino de poder.


–¿Has llamado a los abogados?


–Mañana a primera hora se van a reunir con el equipo de Lexos. Así que está hecho. Enhorabuena, jefe. La prensa estadounidense no para de llamar pidiendo entrevistas.


–Todo sigue en el aire hasta que el acuerdo no esté firmado. Cuando eso ocurra, emitiré una declaración, pero nada de entrevistas –dijo Pedro, y sintió que la tensión de sus hombros disminuía–. ¿Has hecho reserva en el Athena?


–Sí, pero antes tienes la inauguración oficial de la nueva ala del museo.


–Vaya, se me había olvidado. ¿Tienes algún dato sobre eso?


Su asistente palideció.


–No, jefe, solo sé que el ala ha sido construida para exhibir todas las antigüedades minoicas en un mismo sitio. Te invitaron a la última reunión del equipo encargado del proyecto, pero estabas en San Francisco.


–¿Se supone que debo pronunciar un discurso?


–Esperan que digas unas palabras.


–Puedo decir algo, pero nada relacionado con antigüedades minoicas –dijo Pedro aflojándose la corbata–. Revisemos la agenda.


–Vassilis tendrá el coche aquí preparado a las seis y cuarto, por lo que tienes tiempo de volver a casa y cambiarte. De camino recogerás a Christina, y la reserva de la mesa es a las nueve.


–¿Por qué no la recojo después de cambiarme?


–Eso llevaría un tiempo del que no dispones.


Pedro no podía oponerse. Sus continuos cambios de horario habían hecho que tres asistentes se hubieran marchado en los últimos seis meses.


–¿Alguna otra cosa?


–Tu padre ha llamado varias veces. Dice que no contestas el teléfono y me pidió que te diera un mensaje.


–¿De qué se trata? –preguntó Pedro desabrochándose el botón de la camisa.


–Quiere que te recuerde que su boda es el próximo fin de semana. Piensa que te has olvidado.


Pedro se quedó de piedra. No se había olvidado.


–¿Algo más?


–Espera que asistas a la celebración. Quiere que te recuerde que, de todos los tesoros del mundo, la familia es el más importante.


Pedro, cuyos sentimientos en ese aspecto eran de dominio público, no hizo ningún comentario. No entendía que una cuarta boda fuera motivo de celebración. En su opinión, no era más que la prueba de que no había aprendido nada de las tres primeras veces.


–Le llamaré desde el coche.


–Hay una cosa más –dijo el hombre dirigiéndose hacia la puerta, como si buscase una salida–. Me pidió que te dejara claro que, si no ibas, le partirías el corazón.


Era un comentario típico de su padre. Precisamente era ese sentimentalismo el que había hecho de su padre la víctima de tres divorcios muy caros.


–Mensaje recibido –dijo Pedro volviendo a su mesa.


Después de que la puerta se cerrara, se dio la vuelta para mirar por la ventana, fijando la vista en los reflejos del mar a mediodía. Bajo una mezcla de desesperación y frustración, se arremolinaban otras oscuras y turbias emociones que no deseaba analizar. No era dado a la introspección y pensaba que el pasado era útil en la medida en que influía en el futuro, por lo que detenerse en revivir recuerdos no le resultaba agradable.


A pesar del aire acondicionado, la frente se le llenó de sudor y atravesó el despacho para sacar una botella de agua fría de la nevera. ¿Por qué debería preocuparle que su padre volviera a casarse? Ya no era el niño soñador de nueve años destrozado por la traición de su madre y sumido en una profunda nostalgia de estabilidad y seguridad.


Había aprendido a procurarse su propia seguridad. 


Emocionalmente, era un castillo inexpugnable. Nunca permitiría que una relación le hiciera perder el norte. No creía en el amor y veía el matrimonio como algo costoso e inútil.


Desgraciadamente, su padre, un hombre por otra parte inteligente, no compartía su opinión. Se las había arreglado para construir un negocio de la nada, pero, por alguna razón, no había aplicado la misma inteligencia a su vida amorosa. 


Tenía la impresión de que su padre no analizaba los riesgos ni las implicaciones económicas de sus caprichos amorosos y se lanzaba a cada relación con una ingenuidad inapropiada para un hombre de su experiencia.


La relación entre ellos se había vuelto más incómoda después de que, la última vez que cenaran juntos, su padre le diera una charla sobre la vida que llevaba, como si la ausencia de divorcios por parte de Pedro sugiriera una personalidad insulsa.


Pedro cerró los ojos un instante y se preguntó cómo era posible que su vida profesional marchara sobre ruedas mientras que la familiar fuera un desastre. Lo cierto era que prefería una larga jornada de trabajo a asistir a otra boda de su padre. Esta vez no había conocido a la futura esposa ni tenía ganas de hacerlo. No entendía qué podía aportar su presencia aparte de su evidente desaprobación, y no quería estropear el día. Las bodas lo deprimían.