martes, 31 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 17




—¿Qué es esto? —preguntó a Pedro en la mañana del sábado siguiente.


Sintió un nudo en su estómago al recordar el contenido del último sobre que le había llegado.


—Tranquila —dijo tomándola de las manos.


Con curiosidad, tomó el sobre y sacó una carpeta con el membrete de un banco. Dentro había un puñado de billetes, una chequera, una tarjeta de crédito y algunos folletos publicitarios. Se quedó mirando el contenido como si se tratara de un nido de serpientes.


Se obligó a introducir la mano y sacó la tarjeta de crédito.


—Paula Alfonso —leyó y acarició el trozo de plástico, sintiendo que el corazón se le encogía al ver su nombre junto al apellido de Pedro—. No necesito todo esto —dijo levantando la mirada.


—¿Por qué no? Eres mi esposa —dijo él arqueando las cejas.


¿Acaso era dolor lo que reflejaban sus ojos? No, eso era imposible, se dijo Paula. Nada de lo que hiciera o dijera podría nunca molestar a Pedro Alfonso.


—Soy una esposa temporal, no una esposa de veras.


—Estamos casados.


—Pero no por las razones por las que deberíamos estarlo.


Le había dejado bien claro cuáles eran sus sentimientos hacia ella. Siempre se metía en la cama cuando ya dormía y se levantaba antes de que se despertara.


Paula se quedó pensativa.


—Y aunque lo estuviéramos, no creo que aceptara todo esto —concluyó.


—No te entiendo —dijo él.


—Pues deberías.


Él echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido una bofetada.


—¿Qué demonios significa eso?


—Me dijiste que no quisiste el dinero de tu esposa cuando estaba viva, que quisiste conseguirlo por tus propios medios. Tenías tu orgullo —dijo poniéndose de pie—. Bien, pues yo también tengo mi orgullo. Necesito tener mi independencia. Mi padre siempre me ha dado lo que he querido, pero siempre he tenido que pagar un alto precio por ello.


Rápidamente, guardó la tarjeta, el dinero y los folletos en la carpeta y se la entregó.


—¿Y crees que yo haría lo mismo? ¿Que usaría el dinero para retenerte?


—¿Acaso no lo harías? —dijo ella arqueando una ceja.


—¡Nunca!


—Digamos que ya me has puesto suficientes ataduras.


Él se quedó en silencio mirando la carpeta. Tras unos segundos, levantó la mirada.


—Considéralo desde mi perspectiva. Estoy viviendo en tu casa. Te ocupas de comprar la comida y has hecho que Parsons se ocupara de encargar los muebles. No pago gasto alguno. Básicamente, soy un hombre mantenido. Y esto —dijo agitando la carpeta—, me hace sentir mejor.


¿Un hombre mantenido? A su orgullo, eso no debía de gustarle nada. Una sonrisa se dibujó en su rostro.


—Comprendo tu dilema. Te propongo una cosa. Tú te quedas con la chequera y el dinero y yo me quedo con la tarjeta. Cada mes la usaré hasta un límite determinado, como si fuera una renta, ¿de acuerdo? —propuso y dio una cifra.


Al ver que estaba a punto de rebatirle, Paula subió la cantidad a fin de satisfacer su orgullo masculino.


—Eres toda una cabezota, bajo esa apariencia tan dulce —dijo con tono amable, mientras sacaba la tarjeta de crédito y se la entregaba—. Pero yo también he tomado una decisión y voy a llevarla a cabo. Voy a comprar algo para la casa.


Paula asintió. Si él podía transigir, algo que siempre había dudado que pudiera hacer, ella también podría.



****


El sábado pasó en un suspiro.


De vuelta de Newmarket, el centro de compras de Auckland, Pedro tenía que admitir que se lo había pasado bien eligiendo junto a Paula una alfombra para el salón, unos floreros con brillantes estampados y comprando una gran mesa de roble, similar a la que tenían sus padres en la cocina. En aquella mesa había aprendido recetas de su madre, había hecho los deberes junto a sus hermanas y había visto a su padre leer el periódico por las noches.


Al llegar a casa, comprobó los alrededores antes de que Paula se bajara del coche y entrara. Se dirigió al salón, donde se quitó los zapatos y se sentó en el sofá con las manos llenas de paquetes.


—Los pies me están matando —dijo riendo, al ver que Pedro hacía aspavientos, exagerando el peso de las bolsas que llevaba.


—Las mujeres no sabéis parar de comprar —dijo él haciendo una mueca—. ¿Quieres que te traiga algo para beber?


—Sí, algo frío, por favor.


—Tus deseos son mis órdenes.


Ella echó la cabeza hacia atrás y rió.


—Así me gusta.



***

Por un momento, se quedó sin habla llevado por su energía y vitalidad. Le gustaba oírla reír. Tras unos instantes, salió de su ensimismamiento y se dirigió a la cocina.


Al volver, le entregó un vaso grande lleno de un líquido color verdoso.


—Prueba esto.


Se sentó junto a ella, con su muslo rozando el de ella y una agradable y reconfortante sensación lo invadió al sentir la calidez de su cuerpo. Sin reparar en sus actos, tomó su mano y la rodeó con la suya.


—Está muy bueno —dijo ella después de dar un largo trago a la bebida—. Háblame de Lucia. ¿Cómo os conocisteis?


Estaba tan relajado, que se estremeció ante aquella inesperada pregunta.


—En una fiesta de la embajada. Yo me encargaba de la seguridad y ella estaba allí con una amiga. Era italiana y eso nos unió. Le pedí una cita y ella aceptó. Cuando descubrí quién era, ya fue demasiado tarde.


Se detuvo recordando la discusión que tuvo con Lucia cuando descubrió que era miembro de la poderosa familia de los Ravaldi. Herido en su orgullo, había intentado cortar la relación, pero ella se resistió, diciendo que estaban enamorados y que debían casarse. La preciosa y temperamental Lucia, a la que había amado con locura.


—Nos casamos a las seis semanas de conocernos. Su familia vino hasta aquí para la boda. Pero... —se detuvo y dirigió una extraña mirada a Paula—, ya sabes que soy un hombre muy orgulloso. Estaba decidido a seguir viviendo en Nueva Zelanda y continuar trabajando. Mi esposa no iba a mantenerme. A veces mi carácter sacaba de quicio a Lucia.


Al final, se comprometieron. Ella usó su dinero para comprar ropa y otros caprichos femeninos, pero vivieron en un apartamento que él alquiló y que pagaba con su sueldo.


—Así que ya estabas casado cuando empezaste a trabajar con mi padre. Debíais de ser muy jóvenes los dos.


—Tenía veintiún años cuando conocí a Lucia. Ella tenía ocho años más. Yo estaba encantado de que aquella mujer tan sofisticada me encontrara atractivo —dijo sonriendo con tristeza al recordar lo halagado que se había sentido.


La expresión del rostro de Paula era indescifrable.


—No me sorprende que llamaras su atención —dijo ella con un brillo pícaro en los ojos y de repente, sus facciones se transformaron—. Aunque tan sólo fueras un chiquillo.


—¿Un chiquillo? —dijo Pedro tratando de mostrarse molesto, aunque le fue imposible al ver su mirada—. ¿Quién es el chiquillo? Era tan sólo uno o dos años más joven de lo que tú eres ahora —añadió sonriéndola.


Al ver que le devolvía la sonrisa, se sintió el hombre más feliz del mundo. Aquella muestra de afecto lo agradaba. 


Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie de Lucia. Era como si una enorme barrera se hubiera venido abajo.


Con su mano libre, Paula tomó la copa. Pedro observó cómo se movía su garganta al tragar el zumo y continuó bajando la vista por el escote hasta el primer botón de su vestido. Al sentir la tensión en aumento, se obligó a no apretar con tanta fuerza la fina mano de Paula.


Aquella tela resaltaba sus pechos...


Apartó la mirada. Era atractiva, agradable, considerada y divertida.


Dejó de reparar en sus virtudes y sencillamente admitió que le gustaba, que había pasado un buen día y que se había divertido como hacía años que no lo hacía.


Y eso le preocupó.


Porque todo aquello no tenía nada que ver con pasarlo bien. 


Se había puesto una meta que nunca conseguiría si continuaba sintiéndose culpable cada vez que Paula mostrara una sonrisa. Lo que tenía que hacer era vengarse.


Su padre se estaba muriendo. Pedro era el último Alfonso. 


Le había prometido a su padre junto a la cama del hospital que temía fuera su lecho de muerte, que viviría para verlo.


Paula Chaves iba a darle un bebé, un heredero del nombre Alfonso. No podía dejar que un sentimiento de traición hacia Lucia se interpusiera en su camino. La había amado y nunca se enamoraría de Paula Chaves. No había ninguna posibilidad de traicionar a Lucia. Aquello tenía que ver con la vida, con una nueva vida y no con un nuevo amor.


Si así era, ¿en qué momento se había vuelto todo tan complicado? ¿En el altar junto a Paula en aquella falsa ceremonia? ¿Al tomar su mano entre la suya y jurarle amor, respeto y fidelidad?


Estrechó su mano entre las suyas y ella entrelazó sus dedos.


Algo se agitó en su interior y pensó que debía de ser atracción sexual. No había por qué sentirse culpable por ello.


Era la vieja respuesta primitiva de un hombre hacia una atractiva mujer con la que sabía que iba a acostarse. Aquella fuerza provenía del hecho de que hiciera mucho tiempo desde que no tenía relaciones sexuales y no tenía nada que ver con sus sentimientos.


Nadie esperaba que viviera como un monje.


Podía hacerlo, debía hacerlo. A menos que estuviera dispuesto a defraudar a su padre



LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 16




Paula no rompió el silencio en todo el camino de vuelta a casa. Cansada, se concentró en la carretera, comprobando una y otra vez el retrovisor, aminorando la velocidad en ocasiones y pasando de un carril a otro, tal y como Pedro le había enseñado. Mirándolo por el rabillo del ojo, vio que Pedro comprobaba a través del espejo del pasajero, si les estaban siguiendo. Giró en una calle estrecha de Newmarket, después de mirar a un lado y a otro, tomó el camino de entrada a la estrecha y esbelta casa de dos plantas. Tras apagar el motor, sólo se oyó el sonido de la puerta del garaje mientras se cerraba.


Un completo silencio se hizo entre ellos. Paula se quedó a la espera de que Pedro dijera algo. Pero al ver que no lo hacía, contuvo un suspiro y salió.


El garaje tenía un acceso directo a un vestíbulo que daba a la cocina. Pedro la siguió al interior de la casa. Paula sabía que Pedro había estado allí la semana anterior para echar un vistazo al lugar. Había ordenado incrementar las medidas de seguridad antes de mostrarse satisfecho. Su ropa estaba colgada en el dormitorio principal. Parsons, el hombre de confianza de su padre, se había encargado personalmente de hacer el traspaso de sus propiedades y de entregar un maletín a Pedro.


Parsons había comentado que el mobiliario era muy escaso y Paula había accedido a elegir los muebles del dormitorio y del salón de estar de un catálogo. Como Pedro había insistido en que el suyo fuera un matrimonio real, había elegido una cama de matrimonio enorme, con el propósito de que hubiera mucho espacio entre Pedro y ella.


Había sido entretenido tomar tantas decisiones y eso la había ayudado a contener el inesperado sentimiento de culpabilidad. Era su casa y no la de Pedro. No había tenido que consultarle nada puesto que su estancia allí sería temporal. Aun así, había decidido dejar de comprar por catálogo y salir a gastar dinero durante el fin de semana.


Dejó las llaves del coche, dejó su maletín y se dirigió a la nevera. La había dejado llena el viernes antes de la falsa boda, aunque lo cierto es que le había parecido una ceremonia real. Estaba hecha un lío. Ya no sabía distinguir entre la realidad y la fantasía.


Sacó una bandeja de lasaña congelada, retiró el envoltorio y la metió en el horno. Pedro estaba comprobando los cierres de las ventanas y oyó sus pasos mientras recorría el salón.


Rápidamente, puso la mesa. Cinco minutos más tarde, Pedro regresó a la cocina y Paula le dio una botella de vino y un sacacorchos.


—¿Necesitas ayuda, princesa?


Ella sintió alivio al oír su voz calmada. Por una vez, el que se dirigiera a ella como princesa no le molestaba. Al menos, volvía a hablarle después de aquel beso.


—Puedo abrir la botella. Es sólo que pensé que te gustaría hacer algo útil.


—Ah.


¿Se habría dado cuenta de que todo aquel asunto de la seguridad la estaba poniendo nerviosa? Por no mencionar la espiral de tensión que su cercanía le provocaba. Una copa de vino la ayudaría a relajarse y crearía una agradable atmósfera entre ellos. La noche anterior la habían pasado en una suite del hotel San Lorenzo y habían pasado el día trabajando como siempre. Aquella noche sería la primera que pasaran juntos en casa, como cualquier matrimonio normal y eso la incomodaba.


Pedro le entregó una copa y rápidamente dio un sorbo, sintiendo la calidez del vino. Le sonrió y al ver que le devolvía la sonrisa, Paula comenzó a relajarse. Todo iba a salir bien.


Cuando la alarma del horno sonó, sacó la lasaña, la sirvió en dos platos y colocó uno de ellos frente a Pedro.


—¿Qué es esto? —preguntó él frunciendo el ceño.


—Lasaña.


—No —dijo él escarbando en la comida con el tenedor, mientras sacudía la cabeza en sentido negativo—. Lo llames como lo llames, te aseguro que esto no es una lasaña. Ya te prepararé una para que veas la diferencia.


—¿Sabes cocinar? —dijo Paula mirándolo como si fuera un extraterrestre recién llegado de otro planeta.


Su padre ni siquiera sabía freír un huevo.


—Claro.


Sonrió. Debería de haber adivinado que Pedro Alfonso sabría cocinar. Se le daba bien hacer cualquier cosa. 

Su orgullo así se lo exigía.


—Bueno, ahora mismo no hay otra opción. He cocinado yo. Puedes comértelo o morirte de hambre.


—Yo no llamaría cocinar a meter un trozo de cartón en el horno.


—Ya me enseñarás lo que es cocinar —dijo ella amablemente—. Siempre me ha gustado ver los programas de cocina y ahora tengo un chef para mí sola en mi propia casa.


Él le dirigió una mirada que podía haberla fulminado en el acto. A continuación, partió con el tenedor un trozo de lasaña y se lo metió en la boca. Una expresión de sorpresa apareció en su rostro.


—¿Qué tal está?


Él asintió.


—No tan mal como esperaba. Pero si mi madre se entera de que estoy comiendo esto, me deshereda.


—Tu madre vive en Italia, ¿verdad?


Él afirmó con la cabeza.


—¿Cómo es que acabaste en Nueva Zelanda?


Pedro se encogió de hombros.


—Fui miembro del ejército y mientras estuve destinado en Afganistán, hice algunos amigos de Nueva Zelanda, que me hablaron muy bien de su país. Vine a hacer una visita y conocí a Lucia. Cuando llegó el momento de regresar, decidí quedarme. Lo siguiente que supe es que me había casado y alguien me presentó a tu padre y conseguí un trabajo. Ésa es la historia de mi vida.


—Sí, claro —dijo ella sin dar crédito a sus palabras.


Pedro era un fascinante y misterioso puzzle, cuyas piezas tenía que encajar.


Después de cenar, él bostezó.


—Hora de meterse en la cama.


Paula se puso de pie, nerviosa.


—Ve tú primero. Hay algo que quiero ver en el ordenador. Enseguida subiré.


—¿Vas a comprobar tu correo electrónico?


—¡No! —dijo Paula convencida de que Pedro esperaría a que leyera sus mensajes—. Tan sólo quiero echar un último vistazo al informe.


No tenía por qué hacerlo, pero necesitaba una razón para retrasar su marcha a la cama. Si podía, no se acostaría hasta que él estuviera dormido.


—Está bien, te haré compañía.


No quería que Pedro se quedara con ella, pero no podía hacer nada por impedirlo.


—Subiré el ordenador portátil.


Eso le daría una razón para estar ocupada, antes de que la habitación quedara a oscuras.


Pedro la siguió escaleras arriba y, de repente, volvió a hacerse un incómodo silencio entre ellos.


Paula dejó el ordenador en la cama y tomó su camisón. 


Luego, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. 


Respiró hondo y trató de calmar los nervios. Más calmada, se quitó la ropa y se metió en la ducha.


Después de secarse, se puso el camisón de seda y volvió al dormitorio. Pedro estaba de pie junto a la ventana, a oscuras y no se giró al oír la puerta.


—Hace una noche preciosa. Hay luna llena.


—A ver deja que me asome —dijo ella atravesando la habitación.


—Ten cuidado. Recuerda lo que te dije. Nunca te pares en medio de la ventana. Quédate a un lado y ocúltate tras las cortinas. Eso difuminará el contorno de tu cuerpo y hará más difícil que puedan hacer diana.


Paula se colocó junto a él. Fuera, la luna brillaba sobre el mar. Era tan grande que parecía poder rozarla con tan sólo alargar la mano. Además, se adivinaba el perfil del volcán de la isla Rangitoto.


—Por eso me gusta este sitio. La naturaleza, el espacio, parece parte del paraíso. Lo he echado mucho de menos.


Su voz era apenas un susurro. Paula era consciente del romanticismo de aquella cálida y oscura noche. Percibió el olor de Pedro y su corazón se detuvo.


Lentamente, lo tomó por el brazo. Su piel era firme y cálida y sintió un cosquilleo al rozarla.


—Me alegro de que hayas vuelto.


Pedro se quedó quieto. Después de unos segundos, dejó escapar el aire.


—Ha sido un día muy largo. Necesito darme una ducha. Trata de dormir, ¿de acuerdo?


Paula se sintió rechazada. Habría preferido que le hubiera dicho a las claras que se durmiera antes de que volviera, para que así no le molestara.





LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 15




Cuando Paula salió del cuarto de baño, Pedro estudió su rostro, divertido.


—Te acompañaré a tu despacho —dijo con ironía.


Mientras caminaba detrás de ella por el pasillo, se percató de lo bien que le sentaba el traje marfil que llevaba, cómo resaltaba su trasero y sus caderas, reparando en sus largas y esbeltas piernas. Deseaba alargar la mano y acariciar su trasero. Sonrió. Aquélla no era una buena idea, teniendo en cuenta que estaba molesta con él.


En lugar de ello, hundió las manos en los bolsillos y reparó en los zapatos de tacón de Paula, que alargaban sus piernas.


Frustrado, sacudió la cabeza. Ni siquiera sus pies podían distraerle de la sensualidad que toda ella rezumaba.


—¿Me estás siguiendo?


Su elegante forma de caminar se había detenido. Se había dado la vuelta y lo miraba enfadada.


—He de tenerte vigilada, ¿recuerdas? —dijo tratando de controlar el creciente deseo que sentía en su interior.


Su reacción era exagerada. Aquel comportamiento se debía a años de forzada abstinencia, puesto que Paula Chaves no era la clase de mujer por la que se sintiera atraído.


Su fría mirada lo dejó paralizado.


Aunque no era precisamente frío lo que transmitían sus ojos. 


Pedro sintió un irrefrenable deseo de tomarla entre sus brazos.


—Estás invadiendo mi espacio —dijo ella con su voz sensual.


Lo estaba provocando a propósito.


—Confía en mí. Me estoy manteniendo alejado de tu espacio personal —dijo él tratando de sonar divertido.


—¿A esto llamas mantener las distancias? —preguntó ella arqueando las cejas y midiendo con la mirada el espacio que los separaba.


Tenía razón. Desde donde estaba podía advertir la suavidad de su piel y reparar en cada una de sus largas pestañas. 


Pero en lugar de admitirlo y separarse, un impulso primitivo lo hizo aceptar el reto de su mirada y acercarse a ella hasta que sus caderas se rozaron.


La expresión de sus ojos se volvió confusa.


—Princesa, ahora, sí que diría que estoy invadiendo tu espacio.


—Alfonso—dijo con un tono de advertencia en su voz—. Estás en mi cara.


—¿En tu cara? No, todavía no, princesa. Pero eso puede cambiar.


Sin esperar una respuesta, inclinó la cabeza y la besó en los labios.


Pedro ahogó su grito y aprovechó que separaba los labios para introducirle la lengua en la boca. La adrenalina se apoderó de él. Apoyó las manos en el escritorio y estrechó sus caderas contra las de ella.


Ella gimió y lo agarró por los hombros. Pedro dejó de pensar y se dejó llevar por las sensaciones, haciéndola tumbarse sobre la mesa. Enseguida se colocó sobre ella, con el muslo separando sus piernas. Apoyó su peso sobre los codos para no aplastarla y continuó besándola con urgencia.


Ella le devolvía el beso con una pasión que nunca hubiera imaginado tras la fría actitud que mostraba al mundo.


Sin poder detener el creciente deseo que ardía en él, cerró los ojos y se dejó llevar mordiéndole los labios con desesperación. Su cabeza empezaba a darle vueltas. 


Obligándose a calmarse, continuó besándola por la mejilla, bajando hacia la delicada piel de su cuello.


Separándose un poco, comenzó a desabrocharle los botones de la chaqueta, dejando al descubierto la camisola de seda que llevaba.


Era preciosa y muy femenina, con aquella delicada piel y sus finos huesos. Apoyó la mano sobre su palidez. Hacía mucho tiempo que no tocaba la piel de una mujer.


La tensión se acumuló en él, mientras contenía la ansiedad y se concentraba en la mujer que tenía al lado. Acarició el suave material de su ropa imaginando qué se sentiría al rozar su piel.


Apartó la camisola y abrió el sujetador, observando con ansia sus pechos. Se inclinó y lamió uno de aquellos provocativos pezones. Ella dejó escapar un gemido y arqueó su cuerpo contra el de él.


Pedro deslizó una mano hacia la parte inferior de sus cuerpos y la metió bajo su falda, comenzando a juguetear con el valle que había entre sus muslos. Deseaba tocarla allí donde estaba más caliente y sentir su humedad.


Paula se retorció y la falda se abrió. Él se apartó liberándola de su peso e incapaz de resistirse, se quedó observándola.


El encaje blanco cubriendo sus partes más íntimas fue como un jarro de agua fría. De pronto tuvo recuerdos de una ropa interior y sus pensamientos se convirtieron en torbellinos.


¿Qué demonios estaba haciendo?


Se enderezó, se pasó una mano por el pelo y evitó mirarla a los ojos.


—¿Por qué te detienes? —preguntó con voz entrecortada—. Creí que querías...


Incapaz de responder, respiró hondo varias veces antes de hablar.


—¿No tienes protección?


Pedro dejó escapar un extraño sonido. ¿Para que necesitaba protección? Hacía años que no deseaba a una mujer. Un estremecimiento lo sacudió mientras observaba la mujer que estaba sobre la mesa.


Cuando por fin levantó la mirada y se encontró con sus ojos, la tristeza que vio en ellos le hizo sentir un nudo en la garganta. Tragó saliva.


No había imaginado tanta pasión. Era más de la que nunca había sentido. Hasta entonces, siempre había llevado el control, pero esta vez lo había perdido. Era ella quien controlaba la situación, parecía saber exactamente lo que quería. No había ni rastro de la fría mujer con la que trabajaba y no estaba seguro de poder asimilar aquel cambio.


¿Podría seguir adelante con su plan de venganza? Por primera vez, las dudas lo asaltaron.


Ella no era Lucia. El pánico se apoderó de él. De repente, aquello ya no tenía que ver con un asunto de procreación o de venganza. Tenía que admitir que había traicionado la memoria de su difunta esposa. Maldita fuera. Debía de estar desesperado.


Lo último que esperaba que ocurriera era que Paula Chaves lo excitara.



*****


—¿Pedro?


Paula se separó del escritorio que tenía contra su espalda y lo rodeó por el cuello. Por unos segundos, Pedro se resistió y ella pensó que todo estaba perdido. Entonces, él suspiró y acercó su cara, haciendo que su corazón latiera con fuerza. 


En el último momento, él hundió el rostro en el hombro de Paula, evitando el beso que ella quería darle.


—Claro que no necesitamos protección, ¿verdad? —suspiró Paula, tratando de mostrarse seductora—. Todo este asunto es sobre un niño, ¿no es cierto?


Al comprobar que el cuerpo de Pedro temblaba, se sintió culpable de su mentira. Ignorando aquella sensación, levantó la cabeza. Desde su posición, no podía ver sus ojos, tan sólo sus párpados, sus largas pestañas y la tensión de sus mejillas. Aun así, podía sentir su angustia. ¿Estaba teniendo dudas? Por un momento, sintió empatía hacia él, pero luego se puso tensa. Sus motivos no eran sinceros. La había usado.


Si se apartaba ahora, nunca le haría el amor, por lo que nunca sabría si...


No podía dejar que eso pasara.


Pedro era su oportunidad para recuperar los años que había perdido. Él era diferente, ¡era su marido! Una extraña sensación de orgullo se apoderó de ella.


Tenía que controlarse. No podía sentirse atraída o dependiente de Pedro. Se mordió el labio. Su matrimonio no tenía vocación de perdurar. Las semillas de la destrucción ya habían germinado y si llegaba a descubrir la verdad...


La verdad. Se quedó mirando fijamente la sombra de la barba de sus mejillas. En cuanto se enterara, su matrimonio estaría acabado. Pero al menos, algún día tendría recuerdos a los que aferrarse cuando lo único que le quedara fuera la dirección de Chaves.


Atraída por la necesidad de tocarlo, le acarició el rostro.


—Venga, no tenemos un momento que desperdiciar.


Su cuerpo se puso rígido y entonces se levantó, apartándose de ella. Paula retiró la mano y, de repente, se sintió muy sola.


—Por extraño que parezca, no puedo hacer esto —dijo él dándole la espalda—. Todavía no.


Se sintió dolida. ¿Acaso no le resultaba deseable? No, se negaba a creerlo. Le había visto ardiendo en deseos por ella. 


Tan pronto la había arrancado la ropa, besándola como si no pudiera controlar su impulso sexual, como apartándose de ella en silencio.


—¿Quieres decir que no quieres hacer el... —comenzó a preguntar, pero se detuvo, cambiando las palabras—, tener sexo conmigo?


Él se giró y curvó los labios. Paula adivinó un brillo de repugnancia en sus ojos.


—¿De veras quieres hacerlo aquí, en tu oficina? ¿Sobre el escritorio? —preguntó mirando a su alrededor—. Podemos ser interrumpidos en cualquier momento por los encargados de la limpieza.


—Podemos cerrar la puerta con llave —sugirió, dibujando una pícara sonrisa en su rostro.


La imagen de ambos retozando sobre el escritorio, la hizo sonrojarse, haciendo desaparecer la excitación y el ansia que habían florecido en su interior. Hacía que aquello parecía muy sórdido.


Pedro no le devolvió la sonrisa.


Lentamente, Paula se incorporó y se bajó la falda.


—No importa —dijo en un intento desesperado de recuperar la normalidad—. Sólo ha sido un beso.


Incluso mientras las decía, sabía que aquellas palabras eran una gran mentira. Había sido algo más que un beso, pero no estaba dispuesta a admitirlo ante Pedro y menos mientras la miraba como si fuera una completa desconocida y no la mujer con la que se había casado ese mismo día.


Mientras se abotonaba la chaqueta con manos temblorosas, se bajó del escritorio.


«Hey, ¿te acuerdas de mí?» —deseó decirle—. «Soy Paula Chaves, la mujer a la que intentaste dejar embarazada».


Pero se lo pensó mejor. No hacía falta recordarle a Pedro quién era ella. Todavía vestía el mismo traje que se había puesto ante el oficiante y la alianza que le había puesto en su dedo esa misma mañana, junto al anillo que le había regalado el sábado.


Pero todo había cambiado. Bajo su chaqueta, sus pezones estaban tensos y duros y su sujetador desabrochado. Y Pedro, bajo aquella máscara de desprecio, parecía afectado y tenía el cabello revuelto por donde se había pasado las manos.


Pedro —dijo poniéndole la mano sobre el hombro—. ¿Qué ocurre?


Por unos instantes, él no se movió. Luego, dejó caer la cabeza y rió con amargura, mientras todo su cuerpo se agitaba.


—Confía en mí, no lo entenderías.


Ella respiró hondo.


—Quizá debieras confiar en mí. Cuéntame qué es lo que te preocupa.


Silencio.


—No puedo confiar en ti —dijo al cabo de unos segundos, dejando caer los brazos a los lados.


Aturdida, retiró la mano de su hombro y se apartó. No le sorprendían sus palabras, aunque no esperaba sentir aquel dolor. Pero en el fondo, tenía razón en no confiar en ella.


—¿Porque soy una Chaves?


Él ignoró aquella pregunta desafiante.


—Si confiara en ti... —dijo haciendo una pausa—, sería una traición.


Paula se quedó mirando cómo apretaba sus muslos con las manos, tratando de luchar contra lo que estuviera pensando.


—¿Por qué?


—Demonios, es en mí mismo en quien no puedo confiar —dijo levantando la cabeza—. ¿En qué estoy pensando? ¿En acostarme con una Chaves?


Sus ojos transmitían una mezcla de sentimientos. Paula reconoció la ira, el recelo y algo ardiente y pasional. Sus palabras volvieron a golpearla y una segunda oleada de dolor invadió su cuerpo. Pero se negaba a mostrarse enojada ya que sospechaba que ésa era su intención.


—¿Quieres decir que quieres que lo intentemos de otra manera?


—¿De otra manera?


—Hay algunos procedimientos médicos, ya sabes. No tienes por qué tocarme.


¿Por qué estaba sugiriendo aquello? Quería hacer el amor con él, quería sentirse como una mujer de verdad. El procedimiento médico lo echaría todo a perder.


Por unos instantes, él se quedó pensativo mientras esperaba tensa su respuesta. ¿Daría por terminado todo aquel plan? 


¿O acaso le resultaba tan repugnante que prefería la opción médica para evitar tocarla?


Los segundos pasaron.


—¡No! Quiero estar seguro de que el niño sea mío, que sea un Alfonso —dijo con mirada endurecida—. Quiero que el mundo, especialmente tu padre y tu hermana sepan exactamente cómo se llevó a cabo la concepción.


Así sería una venganza pública. Nada le proporcionaría más satisfacción que eso. Aquello le produjo un dolor más intenso de lo que nunca había experimentado. Incluso más que...


No, mejor sería que no pensara en eso. Paula apartó la mirada, decidida a no mostrarse débil ante él. Pedro tenía facilidad para herirla.


Pero no estaba dispuesta a dejar que descubriera el poder que tenía sobre ella. Recuperando la compostura, decidió que no se merecía su compasión. Pasara lo que pasase, Pedro no la tendría.