lunes, 29 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 17




Por la luz que entraba en el dormitorio, Pedro supo que eran más de las seis de la mañana, su hora habitual para levantarse. Giró la cabeza para inhalar el afrutado aroma de Paula sobre la almohada vacía y sonrió. No se estiró. Ni siquiera se movió, se limitó a quedarse tumbado entre las suaves sábanas y a deleitarse en la extraña sensación de saciedad y relajación.


Satisfacción. Así se llamaba.


Y tenía la intención de conservarla.


Cerró los ojos y vio el rostro sonriente y travieso de Anibal. Gracias. Sin la última voluntad de su amigo, nunca habría estado en esa casa.


Con esa mujer.


Pensar en Lauren le hizo saltar de la cama y entrar en la ducha. Tras vestirse, bajó las escaleras mientras silbaba.


¿Silbaba?


Mientras reía, sorprendido de sí mismo, se sirvió un café en la cocina desierta y miró por la ventana el bosque que rodeaba la casa. No podía silbar y beber café al mismo tiempo, pero su buen humor no se apagó.


Algo lógico tras una noche genial de sexo sin remordimientos con una gran mujer.


Paula lo había liberado del tema del compromiso, lo que a su vez lo había liberado del problema de la identidad. «Me gustaría que fuésemos como una pareja normal que disfruta de la compañía del otro. ¿Podemos hacerlo?».


Desde luego que sí. Podían hacerlo.


Pedro llenó la taza con café y empezó a buscar a la mujer con la que tanto había disfrutado. No la encontró en ninguna de las estancias de la planta baja, y sabía que no estaba en ninguno de los dormitorios de la planta superior. Se dirigió hacia el sótano, pero tampoco la encontró en la bodega ni en el gimnasio.


La preocupación empezó a hacer mella en su buen humor mientras volvía a subir por las escaleras. Abrió la puerta principal y vio que su coche aún seguía allí.


Eso era bueno.


Ella no lo había descubierto, de eso estaba seguro. De haber sabido quién era, lo habría abandonado… o matado.


Pero Paula seguía allí, y él seguía vivo.


No le cabía ninguna duda de eso cuando al fin la encontró en el despacho, de espaldas hacia él. Su corazón dio un extraño vuelco mientras recorría el cuerpo de Paula, desde los tupidos rizos rubios hasta los talones de las bolas de ante, con la mirada. Sólo necesitó cuatro silenciosas zancadas para estar junto a ella y un suspiro para dejar la taza sobre el escritorio y retirar los rubios cabellos antes de depositar un beso sobre su nuca.


Ella dio un respingo, pero se relajó al sentir el abrazo de Pedro.


—Buenos días —ella giró la cabeza por encima del hombro y sonrió.


—Me he despertado solo —dijo él mientras le devolvía la sonrisa y fingía una expresión ofendida—. Debería haberte atado a la cama.


—Entonces, ¿quién habría preparado el café? —preguntó ella mientras señalaba la taza humeante sobre el escritorio.


—Eso es cierto —él alargó la mano hacia la taza y la sujetó contra los labios de ella—. ¿Te apetece un poco?


—Mmm —sujetó las manos de él mientras sorbía el café.


Pedro contempló los bonitos labios que se abrían para beber, y la húmeda y rosada lengua que atisbó durante un instante. Sus miradas se fundieron por encima de la taza y ella sintió de nuevo el tirón de la tensión sexual que siempre circulaba entre ellos.


—Paula, cariño —él sonrió maliciosamente, espoleado por esa tensión que se sumaba a la cálida satisfacción que aún corría por sus venas. Había llegado el momento de volver a la cama.


Las pupilas de ella brillaban mientras se echaba hacia atrás y tiraba algo al suelo. Él se agachó para recogerlo y se quedó helado al contemplar lo que había tenido entre las manos.


Se trataba de una de esas fotografías de la universidad. Matias y Pedro con una mirada de felicidad… igual que la que había tenido él instantes antes. Sus dedos se agarrotaron y arrugó la foto.


—¿Por qué demonios has subido esto aquí? —preguntó con voz ronca.


—Mira lo que has hecho —Paula le arrancó la foto de las manos y la alisó contra la pernera de los vaqueros que llevaba puestos.


—No me has contestado.


—Pensé en hacerte un collage con algunas fotos de la universidad —ella señaló hacia el tablón de corcho que había colgado en la pared—. Hay unas cuantas en el pasillo, pero también me gustan éstas.


Él siguió su gesto con la mirada hasta el corcho repleto de chinchetas para sujetar calendarios, notas… o un montaje hecho con fotografías que tenían, al menos, diez años, y que en su mayoría pertenecían a Pedro y a su hermano.


Mientras las contemplaba, sintió surgir una ira que barrió la felicidad que había sentido minutos antes.


—No pongas esa cara —Paula le acarició una mejilla—. Lo siento si te ha molestado, pero pensé…


—¿Pensaste qué?


—Pensé que a lo mejor podrías hablarme sobre… sobre… —ella entrelazó los dedos con los de él.


Pedro era incapaz de quitar los ojos de otra de las fotos en las que aparecía con su gemelo. En esa ocasión, Maty estaba apoyado sobre el hombro de Pedro y se reían a mandíbula batiente… y juntos.


—¿Matias? —Lauren le apretó la mano.


Pedro se sobresaltó al escuchar el nombre de su hermano en boca de ella. Quería alejarse de esas fotos y sus malditos recuerdos. Quería tenerla en sus brazos y alejar de él toda la ira y la frustración. La atrajo hacia sí y frotó la mejilla contra la de ella.


—¿Qué te parece si dejamos el pasado aquí arriba y pensamos en un modo más agradable de disfrutar del presente?


Él la besó detrás de la oreja y sintió cómo ella temblaba. A medida que Paula se apoyaba contra él, volvió a sentirse de buen humor y cuando ella alzó su boca para besarlo, la temperatura subió de inmediato.


—¿Qué pasó entre vosotros dos? —preguntó ella con la boca pegada a la suya.


—No lo hagas —cerró los ojos y se separó de ella.


—Matias —dijo Paula con desilusión—, Matias.


—Paula.


—Por favor, Matias.


—De acuerdo, de acuerdo —él se mesó los cabellos con las dos manos—. No vas a dejarlo, ¿verdad? No me dejarás en paz.


Cruzó al otro extremo de la habitación y se dejó caer sobre un sofá. A lo mejor si le contaba lo sucedido podrían volver a esa cama y olvidarse de todo excepto de ellos dos.


Volvió a mesarse los cabellos.


—El testamento de mi padre decía…


Empezó a hablarle sobre la última voluntad de Samuel Sullivan Alfonso. Le contó que el primero en ganar un millón de dólares heredaría todo el patrimonio familiar. Le contó cómo Matias se había quedado con todo y Pedro sin nada.


—Te refieres a ti —dijo Paula mientras le acariciaba una pierna. Durante el relato se había sentado junto a él en el sofá.


—¿Cómo dices? —él sacudió la cabeza y la miró perplejo.


—Dijiste que te quedaste sin nada, pero fue Pedro quien perdió esa última competición y tú, Matias, el que ganó.


—Eso es —asintió él—. Así sucedió. Maty ganó. Pedro perdió —desvió la mirada y volvió a posarla sobre las malditas fotos. Baloncesto, peleas… Hubo un tiempo en que los hermanos Alfonso habían formado un equipo imparable—. Salgamos de aquí —dijo él mientras se ponía en pie y tiraba de ella—. Haremos lo que tú quieras. La dama elige, siempre que tenga algo que ver con la bañera o la cama.


Ella lo miraba, pero no de un modo sexy ni excitada. Tenía el ceño fruncido y más preguntas en la punta de la lengua. 


Para acallarlas, él se agachó y la besó, introduciendo la lengua profundamente en su boca hasta que Paula gimió y se agarró a sus hombros.


Sí. La satisfacción estaba a punto de llegar.


—Matias —ella se soltó y dio un paso atrás.


—¿Qué? —otra vez el maldito Maty.


—Hay algo que no logro entender. Si tú recibiste toda la herencia familiar gracias a los términos del testamento de vuestro padre, ¿por qué seguís enfadados tu hermano y tú?


—¿Qué quieres decir?


—En cuanto tomaste posesión de los bienes Alfonso, ¿no le ofreciste la mitad a tu hermano?


—Ese no era el deseo de mi padre —él la miró fijamente.


—¿Y? —Paula se cruzó de brazos—. ¿Me estás diciendo que no le propusiste compartirlo todo con él?


—Sí, sí —maldita sea, ¿por qué se empeñaba en insistir en ese punto?—. Le ofrecí la mitad de todo. Le ofrecí compartir la propiedad y… y él lo rechazó.


Pedro no olvidaría jamás lo enfadado que había estado con Matias aquel día. No podía creerse el generoso comportamiento de su gemelo después de habérselo robado todo.


—¿Lo rechazó?


—Sí —ésa era la maldita verdad. Pedro lo había rechazado. Le tomó la mano y empezó a tirar de ella hacia la puerta—. ¿Qué tal un baño de burbujas?


—Sigue sin tener sentido —ella se resistió—. Si tú le hiciste una oferta y él la rechazó, ¿por qué no os dirigís la palabra? No me digas que no erais los dos conscientes de que había sido vuestro padre quien os había obligado a competir…


—No nos hablamos —Pedro le soltó la mano y se acercó a la ventana. Contempló el precioso lago azul a través de los árboles, pero por preciosa que fuera la vista, no compensaba—, porque Pedro piensa que lo engañé para ganar. Él… él cree que soborné a un proveedor para que me favoreciera a mí.


—¡Pero tú no harías algo así…! —dijo ella tras un momento de silencio.


—¿Qué te hace estar tan segura de ello? —Pedro se volvió hacia ella.


—Es evidente. Vuestro padre os educó para ser ganadores, y ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes.


Durante un fugaz instante, una sensación extraña se acomodó en el estómago de Pedro. ¿Una duda? «Ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».


Pero ella no conocía a Matias tan bien como pensaba. Y ni siquiera conocía los detalles de los sucesos ocurridos siete años atrás. Pedro lo sabía. Pedro sabía lo que le había hecho su hermano. ¿No?


«Ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».


Las palabras volvieron a su mente. Una y otra vez.


Mientras contemplaba los azules ojos de Paula y su rostro acalorado, no podía olvidar cómo había acertado ella al suponer de inmediato que su hermano le había ofrecido la mitad de su herencia. Tampoco podía olvidar cómo había dado ella por supuesto que Matias no era un tramposo.


Pedro no pudo evitar pensar que la estaba engañando en ese mismo instante al pretender ser aquel hombre al que ella defendía con tanto ahínco.


Las imágenes de la noche anterior pasaron por su mente. 


Los grandes ojos de Paula y su mirada profunda mientras se acercaba a su torso para secar las gotas de leche.


La imagen de su boca inflamada por los besos y su risa cuando él la instó a que eligiera entre la cama y el mostrador de la cocina.


Su cuerpo perfecto, lleno de pálidas curvas, los rosados pezones, los rizos rubios mientras dejaba caer el camisón a los pies.





EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 16





Paula dejó a su amante dormido sobre las arrugadas sábanas de la cama y se encaminó de puntillas hasta su propio dormitorio. Allí se vistió y, otra vez de puntillas, se dirigió escaleras abajo, sin hacer ruido, para preparar café. 


Algo le decía que no era habitual que Matias se concediera el lujo de dormir hasta tarde, y quería darle esa oportunidad.


Aunque también le preocupaba el darle demasiadas cosas.


Mientras preparaba la cafetera contempló su mano izquierda, desprovista del anillo de compromiso que se había quitado al ducharse, y que no tenía intención de volverse a poner. La noche anterior, en cuanto él empezó a excusarse por haber roto su promesa, ella había sentido la necesidad de decir algo en su descargo. Pero tras proponer la anulación del compromiso, de repente había adquirido sentido para ella también, y, si bien las cosas seguían pareciendo perfectas, y el deseo tampoco había desaparecido, lo mejor era ser precavidos.


Durante el resto de la estancia en la cabaña, ella no incluiría «matrimonio» y «Matias» en la misma frase.


Mientras se servía una taza de café sonó el móvil.


—¿Qué hay, Cata? —ella sonrió al ver el número que aparecía en pantalla.


—Connie llamó desde San Francisco —su hermana fue directa al grano—. No estás en San Francisco. ¿Va todo bien?


—Ah, vaya —Paula hizo una mueca ante la mención de su antigua compañera de universidad. Tendría que haberla llamado para decirle que posponía el viaje, pero se le había olvidado totalmente—. La llamaré para decirle que me quedaré algún tiempo en Tahoe.


—¿Con Matias?


—Prométeme que no dirás nada a mamá y papá. Prométemelo, Catalina— Paula dudó un instante.


—Nooo —gruñó la señorita Mensa—. Eso suena fatal. Realmente fatal. Dijiste que ibas allí para romper con él.


—Lo sé —Paula se mordió el labio inferior—. Escucha, Cata, estabas muy ansiosa porque rompiera mi compromiso. ¿De verdad crees que es tan… tan mal tipo?


Cielos, sonaba como una adolescente de instituto, pero ¿con quién más podría hablar de él? Sus padres no eran objetivos, y Connie ni siquiera lo conocía. Y, para ser justos, aparte de su obsesión por Justin Timberlake, su hermana pequeña juzgaba muy bien a las personas.


—Yo nunca he dicho que sea un mal tipo —dijo Catalina con una risita—. Creo que es divertido. ¿Te has fijado en cómo intenta hacer funcionar su dispositivo BlackBerry?


—La verdad es que no me he fijado —Paula frunció el ceño. Recordó haberlo visto hablar por teléfono en el lago, y no había notado nada extraño.


—Un día que estaba en casa sonó y él no supo qué hacer —su hermana rió de nuevo—. Su expresión era de lo más aturdida y sus dedos no dejaban de apretar las teclas hasta que hizo saltar la alarma, que empezó a sonar al mismo tiempo que el timbre. Pensé que lo iba a arrojar a la piscina antes de poder quitárselo de las manos.


—Pues debes de ser una maestra estupenda, porque ya no parece tener problemas con él. Al contrario.


—¿En serio? Pues no parecía un buen alumno y me dijo que confiaba todas las cuestiones técnicas a su secretaria.


—Bueno, a pesar de eso, ¿te gusta? —lo que ella había observado no cuadraba con los comentarios que le estaba haciendo Catalina, pero Paula se encogió de hombros y volvió al tema que le preocupaba.


—¿Como marido para ti?


—No, no, no —ella recordó su intención de no incluir en la misma frase «matrimonio» y «Matias»—. Como… como persona.


—Ya te he dicho lo que pienso. Sí, me gusta, pero, un momento —Catalina bajó el tono—. Paula, ¿te estás acostando con él?


—¿Cómo? —ella alzó la voz mientras intentaba suavizar el tono y salía de la cocina para alejarse del hombre que dormía en la planta superior—. Eso no es asunto tuyo.


—¿Por qué?


—¿Por qué, qué? —Paula miró hacia la segunda planta y se dirigió escaleras abajo hacia el sótano. Entró en la bodega y cerró la puerta tras ella.


—¿Por qué no me cuentas si te acuestas con Matias?


—¿No te ha explicado mamá que esas cosas no se preguntan? —Paula se pellizcó el puente de la nariz.


—Sí, pero tras tu estancia en París, pensé que a lo mejor te habrías desprendido de parte de tu puritanismo americano.


—No es puritanismo negarse a hablar de sexo con tu hermana menor de trece años —Paula cerró los ojos.


—¿Y cómo se supone que voy a aprender sobre el tema?


—Como hemos hecho los demás —espetó Paula—. Y lo aprenderás cuando seas mayor, mucho mayor.


—Puritana —murmuró Catalina.


Paula volvió a pellizcarse la nariz. No iba a discutirlo con su hermana, pero la noche anterior había demostrado con creces que, de ninguna manera, se la podría catalogar de puritana. El sexo con Matias había sido bastante espectacular, aunque estuviera mal que lo dijera, y su corazón dio un pequeño vuelco al pensar en la posibilidad de disfrutar de esos fuegos artificiales toda la vida.


No. No debía pensar en la eternidad junto a él.


—¿Significa eso que tendré que empezar a pensar en ponerme uno de esos ridículos vestidos de dama de honor? Mamá ha encontrado uno que, a lo mejor, sería capaz de soportar. Es de color azul claro con una banda de satén azul más oscura…


Paula volvió a perderse en sus pensamientos. Catalina estaría preciosa vestida de azul. Se la imaginaba perfectamente, y a ella misma con un sencillo traje blanco, muy escotado en la espalda, que tendría un aire recatado por delante, pero que dejaría a Matias con esa cara de haber recibido un sartenazo…


Con un gruñido, se alejó de la puerta de la bodega. Caminó hasta la mesa y eligió despreocupadamente una foto para distraerse de la idea del matrimonio. Era la foto de los gemelos que había contemplado la noche anterior y, al mirar esos dos rostros idénticos, tuvo una idea.


—Tengo que irme, Cata—dijo mientras empezaba a colocar las fotos en dos montones. Tenía algo que hacer.


Lo cierto era que, con o sin anillo de compromiso, con o sin su decisión de anular la boda, no había manera de separar la idea del matrimonio del hombre que dormía en el piso superior. Pero tampoco iba a tomárselo muy en serio, al menos hasta que entendiese mejor a esos dos hombres, tan parecidos, que sonreían felices desde el montón de fotografías que tenía en la mano.











EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 15




Con la mejilla de Paula apoyada contra su pecho y los rizos dorados esparcidos sobre su hombro, Pedro decidió que era imposible lamentar una sola fracción de segundo de lo que acababa de suceder.


¿A quién quería engañar?


Era imposible lamentar el aspecto de esas curvas, acariciadas por la luz del fuego. Era imposible lamentar el ardor de sus besos, la sensación de sus pechos en las manos, los dulces gemidos que ella emitía cada vez que introducía un pezón en su boca.


Demonios, a pesar de haberse saciado, el mero recuerdo de lo sucedido hacía que su sangre se dirigiera de nuevo hacia abajo.


—Paula, ¿estás bien? —él la besó en la sien.


—Humm —se acurrucó más contra él y le hizo sonreír, sorprendido por sentirse él mismo exactamente igual que ella.


Sin embargo, el sentimiento de culpa debería estarlo matando, ¿o no?


—¿Estás bien tú, Matias?


Ahí estaba ese sentimiento de culpa. Matias. Ella se había acostado con él, pensando que él era Matias.


—No lo tenía previsto —él acarició sus sedosos rizos mientras se preguntaba si sería capaz de mirarse al espejo por la mañana—. No había previsto que acabáramos aquí esta noche.


—Lo sé.


—Intenté cumplir mi promesa —no se sintió absuelto por las dos palabras de ella.


—Y lo hiciste. Prometiste que lo que sucediera entre nosotros dependería de mí y, si haces memoria, yo entré aquí por propia voluntad.


—También te desnudaste por propia voluntad —sonrió ante la leve irritación en la voz de ella—. Esa parte me encantó.


—Tendrías que haberte visto —Paula rió tímidamente—. Parecías como esos personajes de dibujos animados después de haber recibido un sartenazo.


—¿Te estás burlando de mí? —le pellizcó el redondeado trasero.


—Sí —ella gritó y rió cuando Pedro la volvió a pellizcar—. ¡Oye! Que eso duele.


Sin sentir el menor remordimiento, él frotó la parte lastimada mientras se deleitaba con la suavidad de la piel y la intimidad de la risa de Paula. ¿Alguna vez había experimentado esa combinación de humor y sexo? Antes de Paula, ni siquiera
recordaba la última vez que había reído con alguien sobre algo.


La idea reavivó el sentimiento de culpa. Ella se le había entregado, junto con la risa y esa sensación tan poco familiar de alegría, mientras que él había fingido ser su prometido.


—Aun así, Paula, no puedo evitar pensar que esto no debería haber sucedido. Tú no estás segura sobre el compromiso y…


—Déjame decirte algo, ¿de acuerdo? —ella le tapó la boca con una mano—. Algo importante.


Pedro asintió y retiró la mano de su boca.


—De niña, una vez le pregunté a mi madre cómo sabría quién era el hombre con quien debía casarme.


—Y ella contestó…


—Ella me dijo que no me preocupara por eso. Que mi padre y ella lo sabrían y me lo dirían cuando lo encontraran.


—Tengo la sensación —Pedro de repente lo vio claro—, de que tus padres no eligieron al surfista, al mecánico, ni tampoco a Jacques Cousteau.


—Jean-Paul —lo corrigió ella mientras suspiraba—, pero sí, tienes razón. Eres mi primer novio elegido por la familia y también tienes razón si piensas que yo no me siento del todo cómoda con esa idea.


—De modo que…


Ella se incorporó y se apoyó sobre el torso de Pedro mientras lo miraba a los ojos. Sus cabellos eran una salvaje maraña alrededor del rostro y la luz de la hoguera les imprimía unos tonos de amanecer y anochecer.


—De modo que me gustaría que de momento olvidásemos lo del compromiso, ¿de acuerdo? Me gustaría que fuésemos como una pareja normal que disfruta de la compañía del otro. ¿Podemos hacerlo?


—Sí —contestó él lentamente, consciente de que no habría podido desear nada más, aunque se merecía mucho menos—. Podemos hacerlo.


—Bien.


Pedro no pudo evitar sonreír ante el sonido despreocupado de la voz de Paula.


Él mismo no podía evitar sentir esa despreocupación, de nuevo tan poco familiar, pero tan maravillosa. Con un ágil movimiento, se colocó de nuevo sobre ella.


—Entonces, déjame que empiece a disfrutar de nuevo de ti, Ricitos de Oro. Ahora mismo.