domingo, 3 de febrero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO FINAL




En el silencio de la mañana, sentado en el salón, Pedro, en trance, no soltaba el auricular. 


Había hablado con Thompson y apenas podía creer su buena fortuna. Mientras los visitantes de Nueva York estudiaban los planes de sindicación también lo habían estudiado a él. 


Pedro no tenía ni idea de que llevaban un año observándolo, analizando sus reportajes e historias.


Ante él se abría un nuevo mundo. Vendería la vieja casa, se despediría de su ciudad natal e iría a la Gran Manzana, la ciudad de la que su hermana llevaba años enamorada. Había oído a Marina quejarse del tráfico y del aparcamiento, pero para una hombre al que le gustaba estar en el meollo de las cosas, Nueva York era el sitio ideal.


El lunes volaría al estudio, revisaría la oferta económica que le habían hecho por teléfono y tomaría una decisión. Pero, en realidad, la decisión estaba tomada cuando decidió llamar a Donald Thompson.


Se lo debía a Paula. Ella lo había hecho dudar, preguntándole si de verdad quería ser presentador, o si prefería seguir en el trabajo que adoraba. Paula, la mujer a la que amaba.


Pero ¿qué ocurriría ahora? Paula había decidido volver a Royal Oak, donde él había estado hasta ahora, pero él... Oyó pasos en la escalera y Pedro giró la silla y esperó. Paula apareció en el vestíbulo, con vaqueros y una camiseta, el pelo largo y oscuro cayendo sobre sus hombros. 


Era la mujer más bella que había visto nunca.


—¿Has llamado? —preguntó desde la puerta, adormilada. Él asintió.


—Es una oferta fantástica, Paula. Muchos beneficios y buen salario; sería reportero especial de un nuevo programa llamado Salvavidas. Realizarán reportajes especiales sobre gente interesante y situaciones dramáticas. Justo lo que me gusta.


Ella se apoyó en el dintel con una sonrisa en el rostro. Pero Pedro la conocía demasiado bien. 


La sonrisa ocultaba algo más profundo... algo triste.


—Sé que es un shock, Paula.


—No, Pedro—ella se acercó y puso la mano en el borde de la mesa—. Es maravilloso. Perfecto. Estoy encantada por ti.


—Pero ¿y nosotros? —Pedro se puso en pie y agarró su mano.


—¿Nosotros? —una sonrisa triste apareció en su rostro—. Hemos tenido un romance de otoño. Ha sido maravilloso, pero... como decíamos la otra noche, ambos empezamos algo nuevo. Tú en Nueva York y yo, en Royal Oak


—No, Paula, por favor. Sé que esta relación ha sido como un vendaval. Hace tres semanas eras la Francesita, la raquítica amiga de mi hermana, y yo era Pedro, el chico gordo que siempre metía la pata. Pero ahora, hoy, nos queremos. Una oferta de trabajo no puede cambiar eso. Ni nuestros sentimientos.


—El amor es curioso. Viene y se va. Un día me gusta el queso derretido. Al día siguiente me cansa. Un día...


—Estás comparando nuestros sentimientos con un sándwich de queso —Pedro sintió que la ira explotaba en su pecho. Apartó la mano y se puso rígido.


—No quería decir...


—Significas más para mí que los diamantes; olvida el queso, por muy bien que sepa en tus canapés. Nuestra relación significa más que el queso y que las cámaras de televisión... o la profesión.


Pedro, por favor —los ojos de Paula se llenaron de lágrimas y Pedro la apretó contra sí.


—No nos precipitemos —Pedro acarició su sedoso cabello—: Pensémoslo con calma. Tenemos opciones. Posibilidades de elegir.


Ella asintió con la cabeza, lenta y pensativamente.


El sábado por la tarde, Paula, Marina y Pedro entraron al instituto. El edificio estaba decorado con camisetas de años atrás, banderines, pósteres sacados de antiguos anuarios y otros recuerdos. La gente se reunía ante los tablones de anuncios y exposiciones, charlando de los viejos tiempos. Además, Royal Oak había ganado el primer partido de fútbol del año y los alumnos, estudiantes y residentes se unían para celebrar la victoria y el centenario del instituto.


A pesar de su confusión, Paula decidió asistir al baile como si nada hubiera ocurrido. La convenció la expresión triste de Pedro y su determinación de ser una verdadera amiga. 


Aunque le dolía el corazón, su cerebro aplaudía la nueva oportunidad de Pedro.


Como había pensado, Paula se puso la túnica de seda color ámbar que Marina tanto había admirado cuando la compró. Marina estaba radiante, como siempre. A su lado, guapísimo, con traje y chaleco azul marino de raya fina, Pedro destilaba encanto mientras charlaba con nuevos y viejos amigos. Había estado bastante callado y pensativo todo el día.


Paula captó con placer el aroma de su loción para después del afeitado. Había tantas cosas que le gustaban de él que no podía evitar que sus pensamientos estuvieran velados de tristeza. No veía solución posible a su dilema.


Los amigos fueron y vinieron, charlando, riendo, comentando el partido y compartiendo noticias sobre los últimos diez años. Según fue pasando la tarde, Pedro volvió a quedarse callado. Paula lo observó, preguntándose qué estaría pensando. Sin embargo, la mirada de él le aseguraba que todo iría bien.


—Tenemos que hablar, Paula —dijo él, por fin.


—¿Aquí? —Paula miró a la gente que los rodeaba.


—Paseemos —tomó su brazo y la condujo hacia la puerta.


En la cafetería, todas las mesas estaban ocupadas. Pedro se encogió de hombros y la llevó a un pasillo vacío. Se detuvieron junto a una verja de metal que impedía el acceso al resto del edificio. Paula se apoyó en la verja, temiendo mirarlo a los ojos. Pedro capturó su mano y se la llevó a los labios. Ella se quedó sin aliento.


—He tomado una decisión —dijo Pedro—. Como mencioné ayer, tenemos opciones y posibilidades de elegir. He elegido —afirmó con tono confiado.


—¿Qué quieres decir? Aún no te has reunido con ellos. No vas a Nueva York hasta el lunes.


—No necesito encontrarme con ellos. Me quedo aquí... para estar contigo.


—Oh, no, de eso nada. Este trabajo es la oportunidad de tu vida —se apartó un poco de él—. Vas ir a Nueva York y tendrás mucho éxito.


—No iré sin ti.


Paula se quedó clavada en el sitio. De repente, se le ocurrió una idea.


—Los dos tenemos demasiadas decisiones que tomar. Yo tengo que vender un negocio y alquilar un apartamento. Estaré en Cincinnati semanas, mientras tú te asientas en Nueva York. Estarás con Marina y...


La boca de Pedro capturó la suya y acabó con la letanía. Sin poder resistirse a su anhelo, ella la aceptó y el beso hizo que se le disparara el pulso. Su mente seguía cavilando. Pedro debía estar en Nueva York, pero ¿y ella?


—Me quedaré aquí, Paula —insistió él, mirándola con cariño.


—No, no lo harás —replicó ella rápidamente—. No puedes. ¿Con quién pasaré las noches cuando esté en Nueva York si tú estás aquí?


—¿Cuándo estés en Nueva York? —Pedro parecía atónito. Sus ojos se aclararon poco a poco y esbozó una sonrisa.


—En realidad, ¿qué importa dónde instale el negocio? Es un inicio nuevo. Y en Nueva York conozco a una autora de éxito y a un reportero que me darán todo tipo de referencias —recontó la respuesta que Pedro le había dado días antes y añadió—: Él me dará más que referencias, estoy segura.


—¿Puedes volver a decirlo? —la miró fijamente a los ojos—. ¿Estás segura, Paula?


—Por completo —replicó ella. Para su deleite, Pedro se arrodilló en el suelo y tomó su mano.


—Si estás segura, señorita Chaves, me gustaría hacerte la señora Alfonso. ¿Me harás el hombre más feliz del mundo, casándote conmigo?


—Me casaré contigo cuando quieras, donde quieras —aceptó Paula.


Empezó a oírse una canción de amor en el pasillo. Pedro abrazó a Paula y, con la mejilla apoyada en su cabello, hizo que siguiera el ritmo de la música.


—Te quiero, Paula Chaves.


—Te quiero Pedro Alfonso, con todo mi corazón —Paula se acurrucó contra su pecho.


Pedro alzó su rostro. Sus bocas se encontraron, suaves y deseosas... en el beso más bello del mundo. Sus cuerpos se amoldaron en uno, cálido, suave y nuevo.




FINJAMOS: CAPITULO 32




Paula y Marina se abrieron camino entre la gente que se apelotonaba en la calle Mayor. Los restaurantes estaban llenos de gente que observaba la calle desde las mesas, esperando a que llegara la primera carroza para salir.


El aire otoñal era muy frío y Paula sintió un escalofrío. Miró el cielo nublado, anhelando un poco de sol. Dando saltitos para calentarse los pies, Paula oyó un repique de tambor. Toda la gente se echó hacía delante, estirando el cuello.


En vez de mirar hacia la banda, Paula miró por encima del hombro, preguntándose dónde estaría Pedro. Su entrevista debía de haber acabado una hora antes, y le había dicho en qué zona podría encontrarlas.


Quizá la entrevista había ido mal. Si Holmes le había dicho que había elegido a otro reportero para el puesto, ¿qué haría Pedro? ¿Se encontraría con ella o se iría a casa deprimido?


Marina estaba junto a la acera, sonriente, y Jess se guardó sus preocupaciones y se concentró en el desfile. Bandas locales, carrozas, bicicletas y payasos avanzaban por la calle, deteniéndose de vez en cuando. Se oían gritos cuando la gente veía a algún amigo o una carroza especial. Cuando la carroza con Superman desfiló antes ellas, Marina y ella rieron y gritaron como adolescentes.


—No está mal, para unos aficionados —comentó Paula, intentando unirse al espíritu festivo. Saludó con la mano a la gente disfrazada de Superman que seguía a la carroza.


—Me pregunto dónde estará Pedro —dijo Marina cuando la carroza pasó—. Creía que llegaría antes.


—Yo también —dijo Paula, ocultando su preocupación.


—¿A qué hora era su entrevista?


—A la una, creo —aunque hacía unos minutos que había consultado el reloj, Paula volvió a mirarlo—. Ahora son más de las tres.


Sin el calor del sol, la tarde era húmeda y fría. 


Cuando la multitud se dispersó, una brisa helada azotó la chaqueta de Paula y ella se estremeció.


—Quizá esté con el equipo que rueda el desfile —sugirió Paula, buscando una explicación lógica.


—No lo sé —replicó Marina, arrebujándose en el abrigo—. Pero hace frío. Vayamos hacia allí y comprobémoslo.


El desfile ya había pasado cuando llegaron a los cámaras. Paula se detuvo un momento, observando cómo enrollaban los cables y guardaban el equipo. No vio ninguna cara conocida.


—¿Ha estado Pedro Alfonso por aquí? —preguntó, acercándose a ellos.


—Por aquí no replicó un hombre, concentrado en su trabajo.


—Gracias —dijo ella, volviéndose hacia Marina—. ¿Qué opinas?


—Vamos a buscar el coche. Paula asintió y la siguió. Marina abrió las puertas y Paula entró al coche, agradeciendo el refugio contra el viento.


—¿Vas a ir al partido de fútbol? —preguntó Marina después de arrancar.


—No. No me gusta el fútbol. Prefiero irme a casa, si no te importa.


—¿Estás segura? Puede que Pedro vaya. —No, me dijo que nos encontraríamos en el desfile —Paula movió la cabeza y se acurrucó en el asiento—. Además, tengo frío. Esta chaqueta no da suficiente calor.


—Tengo equipo en el maletero. Mantas de franela y cojines para sentarnos en los bancos.


—No. Prefiero ir a casa.


—De acuerdo. He quedado con algunos amigos en el estadio, así que no estaré sola.


Mientras Marina charlaba sobre sus amigos y sobre la fiesta que celebrarían después en casa de uno de ellos, Paula se enfrentó con sus preocupaciones. En tres semanas, su mundo había cambiado, y no volvería a ser como antes.


Marina la dejó ante la casa y Paula salió del coche.


La despidió con la mano y fue hacia la puerta, decepcionada al no ver el coche de Pedro aparcado allí.


Estaba segura de que algo iba mal. Entró dentro de la casa y se enfrentó al silencio. Fue a la cocina y puso agua al fuego para hacerse un té. 


Necesitaba algo caliente. Mientras el agua se calentaba, fue al despacho y miró el contestador. 


La luz roja parpadeaba, indicando que había un mensaje.


Aunque la incomodaba escuchar mensajes para otra persona, Paula pulsó el botón, esperando oír la voz de Pedro con una explicación. Se sentó a escuchar:
—Tiene un mensaje nuevo. Recibido el viernes a las cinco y cuatro minutos: «Hola, Pedro. Habla Donald Thompson, de la NBN de Nueva York. Nos gustaría hablar contigo lo antes posible. Creo que tenemos una oferta de trabajo para ti que no podrás rechazar. Llama a la cadena mañana. Si no estoy, mi secretaria de dará mi número privado. Me urge hablar contigo». Fin de los mensajes —anunció una voz metálica.


Paula se quedó mirando el aparato, con lágrimas en los ojos. Justo cuando su vida parecía despegar, se encontraba de nuevo hundiéndose en el pozo de la incertidumbre. Se preguntó si Pedro ya había oído el mensaje y no lo había borrado. Quizá había volado a Nueva York esa tarde para negociar con la NBN. Se puso en pie y volvió a la cocina, en busca de una nota.


Miró la encimera y no vio ninguna. En el salón tampoco encontró nada. Oyó el silbato del hervidor de agua y volvió a la cocina.


Preparó el té y se sentó a la mesa. Quizá, si Pedro no había vuelto, aún no había oído el mensaje. Paula quería que tomara la decisión solo, sin interferencias. Marina volvía a Nueva York, Pedro estaría allí también. Perfecto..., para ellos.


La puerta de un coche se cerró de golpe, y Paula oyó una llave en la cerradura. Decidió que, si era Pedro, no mencionaría el mensaje.


—Paula —llamó Pedro desde el vestíbulo—. Lo siento muchísimo —entró en la cocina y se detuvo—. Sé que llego tarde... ¿te ocurre algo? Tienes cara de haber perdido a tu mejor amiga


—Solo tengo frío —soltó una risa ante la irónica situación. Pedro había acertado sin proponérselo—. Nos quedamos heladas en el desfile.


—El té huele bien —dijo él sentándose a su lado—. Hace frío fuera —puso una mano helada sobre la suya.


—¿Te apetece un té? Acabo de hacerlo —se levantó sin esperar su respuesta y le sirvió una taza—. Estaba algo preocupada por ti —dijo, de espaldas a él.


—Me lo temía, Paula. Lo siento —su voz se suavizó—. Cuando volvíamos al estudio para la entrevista, nos encontramos con un reportaje. Fuimos los primeros en llegar.


Paula, al oír las palabras «entrevista» y «reportaje», se volvió hacia él confusa. Pedro tenía el rostro tenso y los ojos nublados.


—¿Qué ocurrió?


—Un incendio. Trágico. Una mujer con su hijo quedaron atrapados en el dormitorio del segundo piso. Dos niños consiguieron escapar. Horrible. Estuve entrevistando a los vecinos... y al padre cuando llegó a casa —su voz se cascó de emoción.


—Terrible —dijo ella, percibiendo su tristeza—. No sé cómo puedes entrevistar a gente cuando es algo tan real...


—Es mi trabajo. Es lo que me gusta —las palabras fueron como una revelación—. No hice la entrevista, Paula. Por suerte. Tenías razón.


Paula se perdió en sus pensamientos, enfrentándose a la paradoja de la alegría y la tristeza que la asolaban. La NBN quería a Pedro. Se preguntó si debía decirle que se alegraba de que se hubiera dado cuenta antes de que fuera demasiado tarde, pero no dijo nada.


—Te he dejado perpleja —dijo él, agarrando su mano. Dio un golpecito en su rodilla y ella se sentó encima, apoyando la cabeza en su abrigo, escondiendo sus lágrimas—. Todo irá bien, Paula. Ahora podemos concentrarnos en nosotros dos. Nada interferirá en nuestra felicidad.


Ella asintió, tragándose los sollozos que pugnaban por escapar, y la verdad del contestador. Inspiró con fuerza, se apartó y miró sus ojos.


—Te quiero, Paula. Te quiero con toda mi alma.


—¿Me quieres? —Paula había anhelado oírlo decir esas palabras, que rodearon su corazón y lo envolvieron como un lazo—. He intentado resistirme... pero no puedo negarlo más. Yo también te quiero, Pedro.


Él la besó suavemente, y Paula sintió una suave corriente eléctrica que cosquilleaba su interior. 


Se apartó y miró su rostro. Al oír su suspiro, Pedro frunció el ceño y la escrutó interrogante.


Pedro en Nueva York y ella en Royal Oak, pensó Paula. Pero sabía que, pasara lo que pasara, seguirían juntos. Si realmente quería a Pedro, tenía que informarlo de que su felicidad estaba a un solo toque de botón. Nueva York...


Pedro.


—¿Qué es lo que va mal?


—Nada va mal. Es maravilloso. Escucha el contestador—dijo ella, bajándose de su rodilla.


—¿Maravilloso? —Pedro sé levantó, curioso. 


Ella asintió y él se encaminó hacia el salón.se estremeció y se cubrió el rostro con las manos. Comprendió que, cuando se había conocido el amor, la palabra «soledad» adquiría un significado muy distinto.