sábado, 16 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO FINAL




El sudor cubría sus sienes y se acumulaba entre sus pechos.


—Vas muy bien, Paula la elogió la enfermera—. Relájate y respira.


Paula apoyó la cabeza en la almohada y miró la estancia esterilizada. Veía a la enfermera, el carrito con el medidor de la presión arterial, el aparato que vigilaba el ritmo cardiaco de Ana…


Era demasiado pronto. Su hijita se había adelantado.


La doctora que la había examinado le había dicho que había dilatado ya siete centímetros y que el parto progresaba con normalidad, aunque la niña se hubiera adelantado tres semanas y media.



Pero ahora estaba a solas con la enfermera y el dolor intenso que invadía su abdomen y la obligaba a sentarse recta:
—¡Ay! —respiró con rapidez.


Cuando pasó la contracción, volvió a recostarse. Tenía mucha sed. Estaba muy cansada y muy sola.


Pedro y a ella los habían sacado de la universidad en ambulancias separadas y no había vuelto a verlo desde entonces.


Cerró los ojos y rezó porque él estuviera bien. Necesitaba su fuerza, necesitaba saber que estaba bien.


Lo necesitaba a él, punto.


—Hola, Paula —otra enfermera, la esposa de Marcos, había sustituido a la primera.


—Hola, Juliana —un hombre alto y rubio entró detrás de ella. Paula intentó ocultar su decepción—. Hola, Marcos.


—¿Cómo estás? —preguntó él.


—De parto. ¿Cómo está Pedro?


Juliana sonrió, mojó una gasa y se la acercó a los labios resecos.


—Acaban de darle los puntos. La herida es limpia y superficial, aunque le han dado antibióticos por si acaso.


Paula succionó la gasa antes de que Juliana la retirara.


—Gracias. He visto que tenía sangre y… ¡Ay? —llegó otra contracción.


Cuando volvió a respirar con normalidad, notó que Marcos había salido discretamente.


—¿Dónde está Pedro? —preguntó.


—Iré a ver —dijo Juliana.


Salió y entró la doctora Conway con la enfermera que había acompañado a Paula desde su llegada al hospital.


La doctora la examinó.


—Diez centímetros —declaró.


Paula ardía por dentro. Pero estaba agotada. Sola. Y tenía miedo de que la niña llegara demasiado pronto.


—¿Preparada para empujar? —preguntó la doctora.


Paula asintió con la cabeza.


—No pensarás tener a la niña sin mí, ¿verdad, doctora?


—¡Pedro!


Tendió las manos y él se acercó. Se inclinó y la besó en la boca. Ella le introdujo los dedos en el pelo y lo besó a su vez.


Sólo apartó la boca cuando llegó la contracción siguiente.


Pedro, que llevaba un brazo vendado y en cabestrillo, se sentó a su lado y le sujetó la espalda mientras ella empujaba. Le dio trocitos de hielo, le secó la frente y le susurró al oído palabras de amor y de aliento.


Y juntos oyeron el primer grito de la niña.



—¿Pedro? —Paula apenas podía respirar. Casi no podía ver a través de sus lágrimas—. ¿Cómo es?


Él la besó con fuerza.


—Es guapísima.


—¿Quiere cortar el cordón, señor Alfonso?


Pedro abrió la boca sorprendido. Miró a Paula con sus ojos azules llenos de duda. Ella le secó una lágrima de la mejilla y sonrió.


—Adelante.


Minutos después, la enfermera colocaba a la niña en el estómago de Paula y Pedro Alfonso besaba a sus dos chicas.


—Ana y tú sois mi familia. Ella es la hija de mi corazón y tú eres la mujer de mis sueños. ¿Queréis casaros conmigo?


Paula, segura del amor de aquel hombre fuerte, ya no veía su diferencia de edad, sino su fuerza, su humor, su instinto protector. Sabía que era el hombre del que quería que su hija aprendiera y al que amara. Tal vez su ADN procediera de otro, pero Pedro Alfonso le daría el corazón y eso lo convertiría en el auténtico padre de su hija. Sabía que Pedro era mucho mejor hombre que su ex. Fiel y constante, con ojos sólo para ella. Sabía que Pedro la amaba. Y ella a él.


—Sí —contestó, con ojos brillantes de amor—. Nos casaremos contigo.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 37





Pedro contó en silencio hasta veinte, para dar tiempo a A.J. a colocarse en posición en la entrada principal del aula. Él entraría por detrás. Calculaba que, una vez dentro, tendría medio segundo para divisar a Paula y a Norwood.


Y rezaba para no equivocarse de figura a la hora de disparar.


Dieciocho… diecinueve. Respiró hondo. Veinte.


A.J. fue el primero en gritar.


—¡Ríndete, Norwood!


—¡Paula!


Pedro empujó la puerta con el hombro, se dejó caer al suelo y rodó por él.


Del extremo más alejado de los asientos salió una ráfaga de balas. A.J. devolvió el fuego desde su posición. Hubo gritos. 


Maldiciones. Más disparos.


—¡Pedro! ¡No! ¡Vete de aquí!


—¡Paula!


Él se puso en pie y se lanzó hacia la voz de ella. Disparó a la derecha, consciente de que no podría acertar, pero con intención de mantener a Norwood quieto en su sitio, de impedir que alcanzara a Paula con alguna bala perdida.



—¡Maldita sea, Pedro! Quiere matarte —sollozó ella.


Pedro llegó hasta ella y lanzó un juramento. Estaba atada, obligada a permanecer erguida en el centro del aula, en la línea de fuego de casi todas las direcciones.


—¡No hables! —dijo. Sacó la navaja de la bota y cortó sus ligaduras mientras A.J. seguía disparando para tener ocupado a Norwood. La liberó de la silla y la abrazó—. Por cierto —susurró—. Te quiero.


—¡Apártate de ella!


Un fogonazo más y sintió una quemadura en el hombro.


—¡Maldita sea!


—¡Pedro!


—¡Ahora, Alfonso!


Rodó por el suelo, arrastrando a Paula consigo.


Se abrieron las puertas y la estancia se inundó de luz. El teniente Cutler y Ethan Cross entraron en la sala, seguidos de un montón de policías.


Pocos segundos después todo había terminado.


Pedro no se movió ni soltó a Paula. Seguía protegiéndola con su cuerpo después del último disparo, después de la orden de rendición, después de que anunciaran que el sospechoso estaba muerto.


Siguió sosteniendo a Paula y a su hijita hasta que A.J. Rodríguez le dio una palmada en el hombro.


—¿Sabes que estás sangrando?


Pedro? —Paula le tocó la cara, el cuello, el pecho, el brazo.


—¡Ay!


Pedro, te han dispa…


Él la silenció con un beso y cuando se apartó para buscar aire, ella sonreía.


—Te quiero, Pedro.


Él sonrió a su vez.


—Me alegro de que al fin te des cuenta. Y…



—¿Sí?


—He roto aguas.



PRINCIPIANTE: CAPITULO 36




En otras circunstancias, Pedro habría admirado la precisión y la destreza al volante de A.J. Rodríguez, que recorría las calles de Kansas City a más de ciento veinte kilómetros por hora.


Pero ese día no.


—Paula me necesita.


—Los refuerzos vienen cinco minutos detrás, amigo. No nos interesa llegar demasiado pronto.


—Nos interesa llegar antes de que le haga algo.


Si no se lo había hecho ya.


Cuando Daniel Brown le dijo, en la sala de interrogatorios, que trabajaba para Horacio Norwood, todas las piezas encajaron en su sitio. Un profesor de estudios criminales que conocía los entresijos del trabajo policial, que tenía acceso a cientos de estudiantes necesitados de dinero o que querían drogas. Había montado un imperio construido con la sangre y la muerte de inocentes como Billy Matthews y Kevin Washburn.


Norwood quería que Daniel contratara a Pedro, contratara al policía, para meterlo en el juego y poder vigilarlo.


Su hermano Marcos había sido el primero en llegar a casa de Washburn. A él no le parecía un suicidio, a juzgar por la posición del arma. Y Marcos le había hablado de la carpeta.


De 93579.


De Papá.


Horacio Norwood estaba utilizando a Paula para acabar con él.


Y estaría dispuesto a hacerles daño a ella o a su hija con tal de acabar con él.


—Ya casi estamos —A.J. miró las pistolas que llevaba a ambos lados de la cintura.



Pedro revisó la suya. Llevaba más municiones en el bolsillo y una navaja en la bota. Además, se había puesto un chaleco antibalas.


A.J. lo miró al entrar en el aparcamiento.


—¿Estás seguro de que la ha traído aquí?


—Segurísimo. Aquí es el rey. Es el dueño de estos chicos. Está en la lista para vicedecano —sonrió sin humor—. Quiere que me acerque a él como estudiante. Alguien inferior en edad y en posición.


A.J. cerró el coche.


—¿Sabe que quieres arrancarle el corazón?


—Si le hace algo a Paula, me arrancará él el mío.



****


—¡Horacio, no lo hagas! ¡Por favor, no lo hagas!


Paula retorcía las muñecas contra la soga que la ataba al pupitre de la segunda fila.


El aula estaba a oscuras. Horacio estaba allí en alguna parte. Ella lo oía respirar, pero él no hablaba.


Había dicho que se colocaría de modo que pudiera disparar a la puerta sin problemas. A la puerta y a ella.


Ana se movía en su vientre. Parecía estar sentada justo encima de la vejiga y Paula estaba muy incómoda.


Pero apenas notaba la presión. Pedro iba a buscarla.


Y Horacio lo estaba esperando.





PRINCIPIANTE: CAPITULO 35






—¿Adónde me llevas?


Aparte del modo indiferente con que había sacado al policía inconsciente de su camioneta o del modo en que seguía apuntándole el estómago con la pistola mientras conducía, Horacio Norwood volvía a ser el intelectual encantador que ella había conocido siempre.


—Vamos a la universidad, por supuesto. Hay un problema con un estudiante que tengo que resolver.


—¿Te refieres a Pedro?


—Es muy joven para ti, Paula. No te conviene —levantó la pistola y le acarició la barbilla con ella—. Te hará daño como te lo hizo Simon —sonrió—. Y yo no quiero que vuelvas a sufrir.


Paula tomó aire por la nariz y lo soltó por la boca en un esfuerzo por mantener la calma. Tenía que conseguir que no dejara de hablar; ésa era la estrategia que usaba con pacientes agresivos.


Pedro no me ha hecho daño.


—Te lo hará.


—¿Por qué quieres hacérmelo tú?


—Yo no quiero —metió el coche por Volver Boulevard—. Yo intento cuidar de ti. Siempre he querido cuidar de ti, pero tú no me has dejado.


—¿Y tú llamas cuidar de mí a asustarme con esos mensajes espantosos? ¿O a volver a meter a Simon en mi vida y alentarlo a ocupar mi lugar en la universidad?


—Sabía que te resultaría difícil volver a ver a Simon y trabajar con él. Y sabía que querrías proteger a toda costa a tu hijita. Yo sólo quería que te refugiaras en mí. ¡Hace tanto tiempo que te quiero! —la miró con ojos fatigados—. Sólo quería que me necesitaras.


—Has sido mi amigo desde siempre. Siempre te he necesitado.



—¡Pero nunca me has querido! —gritó él—. Te enamoraste de Simon, no de mí. Tenías que haberte enamorado de mí.


Paula se encogió en su asiento, abrazada a su vientre. 


Mantenía los ojos clavados en la pistola.


—¿Puedes apuntarla en otra dirección? También es tu hija. Y no creo que quieras hacerle daño.


Horacio llevó ambas manos al volante, pero mantuvo la pistola bien aferrada.


—Jamás habrías adivinado que yo era el padre, ¿verdad? Tú deseabas un niño y yo te lo habría dado. Me habría casado contigo y te habría dado ese niño.


—¿Cómo conseguiste que me dieran tu esperma y no ningún otro?


—Chantajeé a Washburn.


—¿Cómo?


Horacio se echó a reír.


—Esta noche tienes muchas preguntas. Como ese novio tuyo.


—¿Qué vas a hacer con Pedro?


Él volvió a reír.


—Ya lo verás. Ese niño bonito se cree que lo tiene todo para las mujeres —volvió a apuntarla con la pistola y ella se encogió—. Aquella noche tenía que haberte rescatado yo. Haber logrado tu gratitud. Pero no, tuvo que aparecer él y darles una paliza a mis chicos.


—¿Tú dijiste a Daniel y los otros que me atacaran?


—Que te atacaran no, que te amenazaran. Tu niño bonito fue el que hizo que todo se volviera violento.


—Me protegía. Siempre me ha protegido.


Horacio apretó los labios.


—Cuento con eso.


—¿Qué quieres decir?


Él la miró a los ojos.


—No tardará en seguir el rastro. El policía, Wahsburn, No ha sido difícil convencerlo de que se metiera la pistola en la boca. Alfonso verá la sangre y mi ficha. Sabrá que has estado allí.


¿Qué podía hacer ella para arreglar eso y avisar a Pedro?


Porque no tenía duda de que acudiría en su rescate. Pero esa vez su fuerza y su empeño en hacer lo correcto no bastarían para salvarla. Ni para salvarlo a él. Esa vez las consecuencias serían mortíferas.


Horacio metió la camioneta en el aparcamiento de la facultad y apagó las luces y el motor.


—Cuando me ha llamado Washburn para decir que le remordía la conciencia por el trato que hicimos y que te iba a contar la verdad, se me ha ocurrido esto para quitarme de en medio a ese niñato.


—Si crees que me voy a enamorar de ti después de esto…


—¡Tú eres la madre de mi hijo! —chilló él. Se inclinó sobre el asiento y la empujó contra la puerta—. Si no podemos estar juntos, tú no estarás con ella —susurró—. Y como el decano Jeffers conoce tu relación ilícita, el ascenso será para mí. Yo lo tendré todo y tú nada. Nada, ni a ese niño bonito que te ha arruinado la vida.


Paula respiraba con fuerza. El corazón le latía con violencia en el pecho.


—Haré lo que quieras —dijo—, pero no le hagas daño a mi hijita.


—Nuestra hijita —corrigió él. Pero las palabras de ella parecieron apaciguarlo. Abrió la puerta y la empujó fuera del coche, pero sujetándola por el brazo para evitar que cayera.


Luego tiró de ella hacia su clase. A montar el cebo en la trampa que llevaría a Pedro allí.


La trampa que lo mataría.


—¿No puedes ir más deprisa?




PRINCIPIANTE: CAPITULO 34





—¿Doctor Washburn?


Paula abrió la puerta y llamó una vez más con los nudillos.


—¿Doctor Washburn? Soy Paula Chaves.


En el vestíbulo no había luz, pero entraba la suficiente del porche para ver que los cristales rotos y el metal seguían en el suelo.


La mujer saludó con la mano al policía que la había llevado allí y entró en la casa.


—¿Doctor Washburn?


Se guió por la luz de fuera y se deslizó por el pasillo, Cuando llegó a las escaleras, otra luz más brillante llamó su atención. 


Sonrió aliviada. Tenía que ser el estudio.


Se acercó al umbral y parpadeó para adaptar sus ojos a la luz.


Vio el cabello blanco de Andres Washburn y sonrió.


—¡Ah!, está aquí. Como no respondía, empezaba a preocuparme —se quedó paralizada a mitad de camino de la mesa—. ¡Oh, Dios mío!


Corrió al escritorio y rodeó al hombre sentado en la silla para asegurarse de que no había visto mal.


Sus ojos se llenaron de lágrimas. Andres Washburn yacía recostado en la silla como si se hubiera dormido, pero la sangre que salía de su boca y manchaba el respaldo de la silla a la altura de la cabeza indicaba que estaba muerto.


En la mano sostenía una pistola. Paula acercó dos dedos temblorosos al cuello de él y comprobó que todavía estaba caliente.


Se limpió los dedos en el abrigo y buscó automáticamente un teléfono, pero de inmediato pensó que sería mejor avisar al policía que esperaba fuera. Se volvió y golpeó algo con el pie, algo que había caído de la otra mano de Andres Washburn.


Una carpeta de la Clínica Washburn. Aunque sabía que no debería tocar nada hasta que llegara la policía, no pudo evitar agacharse para ver mejor.


En la portada de la carpeta había un número: 93579.


Aquello era lo que había prometido decirle Andres. Iba a revelarle la identidad del padre.


¿Tan horrible era el secreto que había preferido quitarse la vida a decírselo? ¿O el suicidio había sido obra de su depresión y le había dejado aquella información adrede?



Paula abrió la carpeta.


—No.


Miró al muerto, frustrada por no poder hacerle preguntas. 


Aquello no tenía sentido.


Tomó la carpeta y se incorporó. La dejó en la mesa y miró la foto a la luz para comprobar que no se había equivocado. 


93579. El padre de su hijita era…


—Horacio Norwood.


Levantó la cabeza al oír la voz en el umbral.


—¡Horacio? —vio la pistola que llevaba en la mano—. ¿Qué haces?


Él sonrió. Su rostro, en otro tiempo atractivo, la miraba ahora con una expresión de odio que Paula no había visto nunca. 


Que no hubiera querido ver nunca.


—Me llevo lo que es mío.