lunes, 30 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 20





Seis horas después, cuando el sol se acababa de ocultar en el horizonte y las farolas de la ciudad se empezaban a encender, terminaron la búsqueda. Y para alivio de Paula, no había tantos objetos robados como habían supuesto.


Encontraron una carta del presidente Lincoln al general Grant, varios mapas de la expedición de Lewis y Clark, y un documento bastante más valioso, una copia manuscrita del discurso de Franklin Delano Roosevelt a los ciudadanos de Estados Unidos después del ataque japonés a Pearl Harbour.


Sumándolos a los objetos que habían localizado por la mañana, sólo había una docena de documentos robados en los Archivos Nacionales.


—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Paula.


Pedro le pasó un dedo por la nariz y se lo enseñó para que viera el polvo que le acababa de quitar.


—¿Tú qué crees?


Lejos de sentirse avergonzada, Paula sonrió.


—Creo que necesitas un buen baño. ¿Cómo te has ensuciado tanto?


—¿Yo? Quien tiene polvo en la cara eres tú.


—¿Ah, sí?


Ella estiró un brazo, pasó un dedo por la nariz de Pedro y se lo enseñó.


—Tú estás más sucio que yo —sentenció.


—¿Y qué propones?


—Que nos duchemos los dos.


—Excelente. Yo te frotaré la espalda y tú me frotarás la mía.


Pedro la tomó de la mano y la llevó hacia la escalera.


—¿Es que te has vuelto loco? —dijo ella, riendo—. ¡No nos podemos duchar juntos!


—¿Por qué no? Así ahorraríamos agua. Dos por el precio de uno… La empresa que se encarga del suministro te dará un premio.


—No, no, no. No me vas a convencer —insistió entre risitas.


—¿Y si prometo que no te miraré?


Pedro la miró con humor, sin poder sospechar que Paula ardía en deseos de ducharse con él. Habría sido muy fácil para ella, increíblemente fácil. Y eso era lo que le daba miedo. Con un solo beso, Pedro le había llegado al corazón; si se dejaba llevar y hacía el amor con él, empezaría a sentir cosas que no se podía permitir.


—No es posible —dijo al final.


La mayoría de los hombres la habrían presionado en esas
circunstancias; por su tono de voz, Pedro supo que Paula también lo deseaba. Sin embargo, no quiso insistir. No quería ponerla en una situación comprometida.


—Está bien, dejaremos la ducha para otra ocasión. Pero tendrás que darme un beso.


Pedro


Ella no pudo decir nada más. Él se acercó, la tomó entre sus brazos y la besó.


Paula se dijo que debía apartarlo, que no era una buena idea, que no debía permitir que la besara; pero al sentir la pasión de sus labios, sintió un deseo tan intenso que supo que quería más, mucho más.


Gimió y se entregó a él con una intensidad que desconcertó a Pedro.


Él intentó recordarse que sólo pretendía darle un beso de buenas noches y marcharse después. No podía ser tan complicado. Sólo un beso inocente, casi juvenil; un beso como muchos otros.


Pero Paula no era como las demás.


Paula lo besaba con una dulzura ardiente que lo tentaba, lo
incitaba y lo volvía loco. De repente, sintió la necesidad de perderse en ella; de llevarla a la cama y besar todo su cuerpo, hasta olvidar el dolor que Carla le había infligido.


El recuerdo de su ex mujer bastó para que recobrara el aplomo, aunque no la soltó de inmediato. Concluyó el beso con una lentitud agónica y declaró:
—Será mejor que me marche mientras pueda.


—Lo sé —dijo ella con voz ronca.


—Llámame si me necesitas. Estaré aquí en diez minutos.


—No te preocupes por mí; no me pasará nada. Además, Silvina y yo vamos a salir juntas esta noche. Será una cena de chicas, ya sabes…


—Entonces, te recomiendo que te duches antes.


Pedro le dio un último beso, se apartó de ella y se alejó escalera abajo, dejándola excitada y temblorosa.




NO TE ENAMORES: CAPITULO 19





Cinco minutos después, cuando entraron en el ático de la librería, Pedro comprendió el alcance de su afirmación. Era un lugar enorme y abarrotado de tesoros históricos y de todo tipo de objetos sin importancia que el padre de Paula había acumulado a lo largo de toda una vida de trabajo.


—¿De dónde ha salido todo esto?


—¡De todas partes! Cuando yo era pequeña, mi padre se dedicaba a coleccionar cualquier cosa relacionada con la guerra civil estadounidense. Recuerdo que una vez viajamos a Georgia para adquirir una silla de montar que supuestamente había pertenecido al general Lee.


—¿Bromeas?


—No. Creo que por alguna parte hay unas cuantas balas de cañón… E incluso un par de catalejos de la época —respondió Paula con un brillo de malicia en los ojos—. Pero los catalejos me resultaron muy útiles. A veces me servían para espiar a los vecinos.


Pedro rió.


—Ah, yo nunca habría espiado a los vecinos. ¿Para qué? ¿Para saber lo que hacen y cotillear al respecto? Mis hermanos y yo preferíamos hacerles la guerra.


—Tu madre lo debió de pasar muy mal con vosotros. Lograríais que le salieran canas antes de cumplir los treinta.


Pedro sonrió, pero no lo negó.


—Bueno, sólo hicimos que su vida fuera más interesante.


—Más terrorífica, querrás decir.


—¿Nosotros? ¿Los hermanos Alfonso? No sé de qué estás hablando — ironizó—. Fuimos adolescentes modélicos.


—Sí, claro —dijo entre risas—. Pero bueno, ya eres un hombre hecho y derecho; supongo que no harás nada malo con mis balas de cañón, ¿verdad?


Pedro echó un vistazo a su alrededor y suspiró.


—Yo no me preocuparía por eso. Aquí hay tantas cosas que dudo que las encuentre antes de que me haga viejo.





NO TE ENAMORES: CAPITULO 18





Cuando dejó al niño en el colegio, se sintió inmensamente vacío.


Quería pensar que Carla no era tan cruel como para expulsarlo de su vida, pedirle un favor puntual, y volver a expulsarlo de nuevo.


Sin embargo, la creía capaz de cualquier cosa. Si había podido dejar a Tomy sin padre, tampoco tendría escrúpulos para jugar con sus emociones.


No debía subestimarla. La conocía muy bien. Las cicatrices de su corazón, lo demostraban.


Sabía que Carla lo estaba manipulando y tuvo la necesidad de hablar con alguien, pero no quería acudir a su madre o a sus hermanos. Le dirían que desconfiara de ella y no le diera ocasión de hacerle daño otra vez. Y tendrían razón. Pero por otra parte, no podía renunciar a la posibilidad de que su ex mujer hubiera cambiado de actitud; aunque fuera una posibilidad verdaderamente remota, se trataba de su hijo.


Atrapado entre la razón y las emociones, condujo durante un buen rato sin prestar atención al camino. Y cuando se volvió a fijar, se encontró delante de la librería de Paula.


Sorprendido, permaneció unos minutos en el coche y se preguntó por qué habría terminado precisamente allí. Tras divorciarse de Carla, se había prometido que jamás volvería a confiar en una mujer. Pero eso había cambiado. Paula lo había cambiado.


Y quería hablar con ella.


Paula se estaba preparando un café cuando oyó la marcha de John Philip Sousa, anunciando la llegada de algún cliente. Su corazón pegó un respingo, y durante un momento, deseó que fuera Pedro; pero habían pasado tres horas desde que se marchó y supuso que ya no volvería.


—¡Espere un momento! —gritó—. ¡Salgo enseguida!


—No hay prisa —dijo Pedro desde la entrada de la cocina—. Tengo todo el tiempo del mundo.


Paula dio media vuelta y lo miró. Pedro estaba sonriendo, pero la expresión sombría de sus ojos verdes le dijo que su mañana no había sido fácil. Parecía dolido, cansado, incluso más viejo.


Se preocupó tanto que quiso preguntar, pero se contuvo y dijo:
—Por tu aspecto, cualquiera diría que no has desayunado.


Sorprendentemente, él rió.


—No, te equivocas; desayuné hace un rato. Me tomé una de esas cosas con agujeros —explicó—. ¿Y tú?


—¡Oh, yo no tenía hambre…! Pero siéntate, por favor. Te prepararé algo.


—No, no me prepares nada. Todavía te debo ese desayuno.


Ella se encogió de hombros.


—Bueno, ya quedaremos otro día. Además, es un poco tarde para desayunos; si te apetece, te puedo dar algo de comer. Tengo pollo asado, sopa, chile…


Pedro supo que Paula no iba a aceptar un no por respuesta, de modo que arqueó una ceja y preguntó:
—¿La sopa es casera?


Ella sonrió y asintió.


—Sí, es una receta de mi abuela.


—¿En serio? ¿Y te sale tan bien como a ella?


—Mejor todavía. Yo preparo mis propios fideos.


—Entonces, trato hecho. Sopa… Y un sándwich. ¿En qué te puedo ayudar?


—Pon la mesa y corta el pan mientras yo caliento la sopa. ¿Qué quieres que te ponga en el sándwich?


—Cualquier cosa menos el fregadero.


Ella rió y abrió el frigorífico.


—Eso está hecho.


Diez minutos después, cuando ya estaban sentados a la mesa, Paula pensó que se podía acostumbrar a tener un hombre en casa.


Sobretodo, un hombre como él.


Era evidente que Pedro sabía valerse por sí mismo en una cocina. No tuvo que preguntar ni una vez por las cosas; sabía dónde estaba todo y encontró todo lo que necesitaba. Y cuando terminaron con los preparativos, los sándwiches y la sopa les parecieron un festín.


—Estoy impresionada —le confesó—. Sabes moverte en una cocina.


—¿Bromeas? La cocinera eres tú; yo me he limitado a vaciarte el frigorífico —comentó—. Si esto sabe tan bien como huele…


—Sabe mejor —aseguró ella, sonriendo—. Es un hecho.


—Sí, bueno, eso es lo que dicen todas… —bromeó—. Tendría que ser una sopa verdaderamente buena para que me guste más que la de mi madre.


Pedro metió la cuchara en el plato y probó la sopa. Cinco segundos después, la miró como si le hubiera caído un rayo.


—¿Quieres casarte conmigo?


Paula soltó una carcajada.


—¿Lo ves? Sabía que te gustaría.


—¿Seguro que no te quieres casar conmigo? Si comercializamos tu sopa, nos haremos ricos.


—¿Nos haremos?


—Bueno, es verdad… La sopa es tuya y la receta es de tu abuela. Entonces, tú te quedarás todo el dinero y pagarás las facturas.


Paula volvió a reír.


—Y entonces, ¿para qué te necesito a ti?


Pedro no dijo nada, pero la miró con picardía.


—Eres un diablo —continuó ella—. Deja de mirarme así.


—Si no quieres que te mire así, no hagas preguntas tan peligrosas. Te creía más inteligente, Paula…


Ella alcanzó un trozó de pan y le tiró una miga. Él respondió del mismo modo y se enfrascaron en una batalla que terminó entre carcajadas.


Cuando se tranquilizaron, Paula pensó que volvía a ser el mismo de siempre. Su tensión había desaparecido y sus ojos brillaban con humor.


—Tienes mucho mejor aspecto —declaró—. ¿Qué te pasó esta mañana?


Él parpadeó, sorprendido.


—¿Cómo sabes que me ha pasado algo?


—Lo supe por tus ojos. Tenías una mirada taciturna y cansada, como si te hubieran pegado una paliza. Pero si no te apetece hablar de ello, lo entenderé. No es asunto mío. Es que me preocupó un poco.


—Bueno, yo…


—Oí que hablabas con un niño y que lo ibas a llevar al colegio, pero no es…


—Asunto tuyo —la interrumpió, sonriendo—. Sí, ya lo habías dicho.


—¡Oh, discúlpame! —dijo, nerviosa—. En realidad no es…


—Asunto tuyo —la volvió a interrumpir—. Creo que eso ya ha quedado claro. Pero me temo que te lo voy a contar de todas formas.


—¿Sí?


—Sí. He estado tres horas dando vueltas por Washington D.C., intentando dilucidar ciertas cuestiones. Y de repente, me he encontrado delante de tu casa —respondió—. Necesito hablar con alguien y tú eres la persona más adecuada. Si te parece bien, por supuesto…


—Por supuesto. Puedes contarme lo que quieras.


Paula se recostó en la silla y escuchó. Pero Pedro no empezó por la llamada telefónica de aquella mañana, sino por el pasado y por un antiguo amor.


—Conocí a Carla cuando ella tenía catorce años y yo, dieciséis. Nos conocimos en la cola de un cine —le explicó—. Fue amor a primera vista… Era tan hermosa y tan inteligente, que me enamoré al instante, sin conocerla siquiera.


—Erais muy jóvenes —dijo ella.


—Y tanto… Carla se escapaba de casa de sus padres para verme o nos encontrábamos en el supermercado cuando iba a comprar. Todo era muy inocente; de hecho, sólo duró un mes. Su familia se marchó a Nueva York y perdimos el contacto.


Era evidente que la historia no terminaba así, pero cuando Paula contempló el dolor de los ojos de Pedro, supo que no quería oír nada más. De algún modo, Carla le había partido el corazón. Y le causó una angustia inmensa.


—Yo ya había terminado los estudios en la universidad cuando volvió a Washington —continuó Pedro.


—Y os volvisteis a encontrar.


Él asintió.


—Sí, supongo que fue una estupidez por mi parte. No la había olvidado. Me volví a enamorar de ella y tres meses más tarde me dijo que estaba embarazada de mí, así que nos casamos.


—Entonces, el niño con el que has hablado esta mañana es tu hijo…


—Se llama Tomy. Pero no es hijo mío.


Ella lo miró con extrañeza.


—Pero, ¿no acabas de decir que se había quedado embarazada de ti?


—Me mintió. Estaba embarazada, pero de otro hombre.


Paula se estremeció.


—¡Oh, Dios mío…! Debió de ser terrible.


—Lo fue.


—¿Seguro que no dijo eso para herirte? La gente es capaz de decir cosas terribles cuando se divorcia.


—No, me temo que fue sincera. Cuando nos divorciamos, el juez ordenó que se hiciera un análisis de ADN al niño. No soy el padre de Tomy.


—Genéticamente —puntualizó ella—. Porque, ¿cuántos años tenía cuando lo supiste?


—Tres.


—¿Tres? —preguntó, indignada—. ¿Carla esperó tres años para decirte la verdad?


Pedro asintió.


—Se encontró por casualidad con el padre de Tomy y se dio cuenta de que era el hombre al que amaba, así que se libró de mí.


—¿Y qué pasó con Tomy?


—Que me prohibió verlo —contestó—. Lo tenía muy fácil; a fin de cuentas, no soy su verdadero padre.


Pedro se mantuvo en silencio durante unos segundos y siguió hablando.


—Si alguien me hubiera dicho cuando me enamoré de Carla que era una mujer fría y vengativa, habría pensado que era un mentiroso; pero me expulsó de su vida y de la vida de Tomy como si yo nunca hubiera existido. Hasta esta mañana. Más de dos años después de que me prohibiera verlo.


Paula no salía de su asombro.


—¿Cómo es posible? ¿Cómo le pudo hacer eso a un niño de tres años? Pobre… No quiero ni pensar lo que debió de sufrir. De la noche a la mañana, se quedó sin padre.


—Hasta hoy… —Pedro estaba tan tenso que se levantó de la silla, caminó un poco y se apoyó en la encimera—. No sé lo que Carla está tramando. ¿Me llama dos años después para pedirme que lleve a Tomy al colegio porque se le ha estropeado el coche? Podría haber acudido a cualquiera de sus amigos. O haber pedido un taxi.


—Es evidente que ha cambiado de opinión sobre ti. Pero, ¿por qué? ¿No se te ocurre ningún motivo?


—No, ninguno —dijo, pasándose una mano por el pelo—. Y no tiene ni pies ni cabeza. Además, me parece una canallada… Ahora que Tomy se había acostumbrado a vivir sin mí, Carla me vuelve a llamar y me vuelve a meter en su vida.


—Tiene que saber que eso no es bueno para su hijo. O eres su padre o no lo eres. O estás en su vida o no lo estás —afirmó.


—¡Oh! Carla lo sabe de sobra… No es estúpida. Me echó de la vida de Tomy porque no quería que me creyera su padre.


—¿Y qué pasa con su padre biológico? ¿Está con ellos?


Él se encogió de hombros.


—No tengo ni idea.


Paula lo miró durante unos momentos y preguntó:
—¿Qué harás si te concede la oportunidad de volver a verlo?


Pedro dudó. Por una parte, adoraba a Tomy y se sentía su padre, aunque la genética afirmara lo contrario; pero por otra, no estaba seguro de que su presencia fuera lo más conveniente para el pequeño.


—No lo sé —respondió con sinceridad—. Yo no estaba preparado para casarme cuando Carla me dijo que se había quedado embarazada, pero la idea de tener un hijo me atraía tanto que cedí a sus deseos y me casé con ella. Durante tres años, fui el mejor padre que pude ser. Luego, Carla se lo
llevó y yo no tuve más remedio que asumir que Tomy no era hijo mío y que no lo sería nunca, por mucho que lo quisiera.


—Qué fácil es para ella, ¿no? Tiene todo el poder. Cree que puede hacer lo que le venga en gana y que te puede manipular como si fueras una marioneta —afirmó Paula—. Pero tú también puedes elegir; puedes decidir si permites que juegue contigo.


Él sonrió con tristeza.


—Exacto. Y en este momento, no sé qué hacer.


A Paula se le encogió el corazón.


—Es una pesadilla, Pedro. Ojalá pudiera hacer algo por ayudar…


—Ya lo has hecho. Has escuchado mi historia sin protestar ni una sola vez —ironizó—. Y eso que acabamos de conocernos… La mayoría de las mujeres habría huido de inmediato.


—Pero yo no soy como la mayoría de las mujeres.


Pedro pensó que era verdad. Paula era distinta; una mujer
increíble, que lo fascinaba y lo aterrorizaba a la vez. En algún momento, tendría que decidir lo que sentía por ella; pero ahora tenía un problema más inmediato.


—No, no lo eres. Te acusé de vender documentos robados y ¿qué haces? Me ayudas a buscar los registros de tu padre.


—Bueno, ¿qué otra cosa podía hacer? Debía limpiar su buen nombre.


—Podrías haber llamado a tu abogada. No habría permitido que me acercara a tu librería sin una orden judicial.


—Pero habría sido absurdo. Habrías conseguido la orden más tarde o más temprano, y al final, habría hecho lo mismo.


—Pero cariño mío, sólo hemos registrado una parte de la librería —le recordó—. Todavía podríamos encontrar pruebas que incriminen a tu padre.


Ella agitó la mano en gesto de desdén, desestimando la idea.


—Olvídalo. Pregunta a quien quieras por mi padre y te dirá lo mismo, que era un hombre íntegro y honrado. No robó nada en toda su vida.


—Es posible, pero ¿cómo explicas que el diario de Washington acabara en sus manos? ¿Y qué me dices del cartel del teatro Ford y del resto de los objetos robados que vendiste por Internet? Esas cosas no llegaron solas a la librería. Puede que tu padre no las robara, pero estuvo haciendo tratos con el ladrón.


Paula suspiró.


—Lo sé… Y lamento no haber estado con él durante los últimos años de su vida… Cuando hablábamos, limitábamos nuestras conversaciones a los amigos, nuestros planes para el fin de semana siguiente o la conferencia a la que pensara asistir. Nunca mencionó a ningún socio o cliente que despertara mis sospechas.


Pedro frunció el ceño.


—¡Maldita sea…! Necesitamos encontrar esos recibos. Es probable que el ladrón utilizara un seudónimo, pero al menos tendríamos algo por donde empezar. Ahora no tenemos nada; nada en absoluto.


—¿Y qué podemos hacer?


—Podríamos poner el diario a la venta en Internet para tenderle una trampa; pero responderían cientos de personas y no sabríamos cuál de ellas es el ladrón.


Paula asintió.


—Además, el ladrón conoce el valor de ese diario; si lo ve en Internet, sospechará… Es una pieza demasiado importante para venderla de esa forma. ¿Qué te parece si lo anunciamos en The Patriot?


Pau se refería a un periódico de Concord, una localidad de
Massachusetts, que se leía mucho. No tenía sección de clasificados, pero de cuando en cuando anunciaban piezas históricas de forma discreta.


—¡Magnífica idea! —exclamó Pedro, satisfecho—. Tus colegas de profesión saben que estás haciendo inventario para vender el sobrante, así que no se extrañarán cuando vean un anuncio tuyo en The Patriot. Es el periódico preferido de los coleccionistas de verdad, de los que 
buscan objetos auténticos.


—Pero nosotros no estamos buscando a un coleccionista, sino a un ladrón. ¿Por qué querría comprar algo que ya ha vendido? Se arriesgaría mucho.


—Sí, pero necesita recuperarlo.


—¿Para qué?


—Para hacerlo desaparecer y que nadie encuentre una pista que lo acuse. Además, no se trata solamente del diario de Washington, se trata de todo lo que le vendió a tu padre, que es mucho. Ahora sabe que estamos investigando los robos y no se puede arriesgar a que vendas algo más por Internet.


—Entonces, tendremos que encontrar lo que buscamos antes de que ese canalla vuelva.


—Exactamente. ¿Por dónde empezamos? ¿Por tu casa? ¿Por el ático?


—Por el ático. No he estado allí desde que mi padre falleció. Abajo hay tantas cosas por ordenar que no he tenido tiempo —respondió—. Pero deberías saber que el ático ya estaba lleno hasta los topes cuando yo era una niña. Y mi padre no era de los que tiraban cosas.