viernes, 1 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 18





Ahora más que nunca le parecía imperativo insistir en el asunto del matrimonio. La idea de que estuviera con otro hombre le resultaba por completo insoportable. Además, por mucho que ella quisiera creerlo, no iba a encontrar a nadie allí.


Paula era una chica con mucha personalidad y se comería vivo a cualquiera.


Afortunadamente para ella, él no era cualquiera.


Pero no iba a escuchar la voz de la razón, de modo que tendría que adoptar otra táctica.


—Estoy dispuesto a aceptar eso de que seamos amigos. Nos guste o no, vamos a ser padres y no creo que sea sensato que estemos enfadados. Y ahora, creo que me voy a dormir.


Paula lo miró, perpleja, pero no dijo nada.


Pedro sonrió, satisfecho consigo mismo porque creía estar haciendo lo correcto. Nunca había tenido interés en la institución del matrimonio, pero era lo ideal para todos. Para el niño, por supuesto. Pero también para su familia, que recibiría la noticia con entusiasmo.


Además, la tendría a ella. Esto último le parecía de vital importancia y supuso que era porque Paula lo había rechazado, despertando su instinto de cazador. Después de un largo historial de mujeres que harían cualquier cosa por él, por fin había encontrado la horma de su zapato: una mujer que recurriría a cualquier cosa para no hacer lo que él quería. Salvo en la cama, donde perdía el control. Y sólo pensar en esa falta de control amenazó con excitarlo de nuevo.


Tomando todo eso en consideración, Pedro estaba encantado consigo mismo cuando por fin se quedó dormido.


Cuando despertó, una luz grisácea se colaba por las cortinas, pero el otro lado de la cama estaba vacío. Pero había dormido como un tronco y se encontraba mucho mejor que por la noche. Acostumbrado a no ir a ningún sitio sin su ordenador, su Blackberry y su teléfono móvil se sentía alejado de la civilización, al menos hasta que volviese al hotel. Y, curiosamente, no tenía ninguna prisa por hacerlo.


Cuando iba a levantarse vio a Paula en la puerta, con una falda larga y otro jersey ancho, esta vez de diferente color. Y se preguntó cómo conseguía hacer que un atuendo tan aburrido pareciese tan seductor.


—Veo que ya estás despierto —le dijo, cerrando la puerta porque, por experiencia personal, sabía que las paredes en casa de sus padres oían perfectamente bien.


Había pospuesto volver al dormitorio hasta el último momento. De hecho, hasta que su madre prácticamente había exigido que despertase a Pedro para ofrecerle el desayuno irlandés que había preparado en su honor.


Pedro le dijo que hacía tiempo que no dormía tan bien y Paula, que estaba agotada porque no había pegado ojo en toda la noche, murmuró algo ininteligible.


—No tienes ropa limpia —comentó luego, mirando el torso desnudo que no se molestaba en esconder—. ¿Qué vas a ponerte?


—Puedo volver al hotel a buscar mi maleta.


—¿Has mirado por la ventana?


Pedro se levantó de la cama y apartó la cortina... estaba nevando y el paisaje era espectacular. Los campos estaban cubiertos de nieve hasta donde llegaba la vista, el cielo de un gris plomizo.


—Bueno —le dijo, volviéndose para mirarla— dime qué tengo que hacer. Estoy a tus órdenes.






HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 17




Estaba claro que debían ser prácticos, pero tenía que hacer uso de todo su disciplina para controlar su temperamento. 


Desde que supo cuál era la situación había sabido lo que debía hacer y lo dejaba atónito que su oferta de matrimonio hubiera sido rechazada. Pero, evidentemente, Paula no pensaba lo mismo. Tal vez debido a las hormonas. O tal vez porque no razonaba como la mayoría de los seres humanos, al menos en el caso de las mujeres. Tenía razón al decir que la mayoría de ellas hubieran aceptado de inmediato.


Paula sabía que Pedro sólo le había propuesto matrimonio para aliviar su conciencia. Siendo una persona decente había cumplido con su obligación, pero la oferta había sido rechazada de modo que era hora de seguir adelante.


Prácticamente podía oír su suspiro de satisfacción.


—Bueno, tendrás que quedarte un par de días, me imagino. Si no, a mis padres les parecería un poco raro...


Pedro se cruzó de brazos y ella se pasó la lengua por los labios, intentando animarse a sí misma.


—Luego tendrás que volver a Londres. No puedes quedarte aquí para siempre porque tienes mucho trabajo. Mis padres saben que eres un hombre de negocios y...


—¿Y qué harás tú?


—Quedarme aquí, por supuesto.


—¿Cómo que por supuesto? ¿A tus padres no les parecería raro que me fuera y te dejase aquí?


Aquella historia tenía más agujeros que un colador y Pedro tuvo que contenerse para no decírselo con toda claridad.


—Siempre podría decirles que vamos a reunirnos más adelante, que por el momento y en mi estado prefiero quedarme con ellos porque tú tienes que viajar...


—¿No habíamos dejado claro que no iba a volver a África?


—Pero viajas mucho, ¿no? ¿Por qué no me ayudas un poco? ¿No te das cuenta de que estoy intentando encontrar una solución que nos convenga a los dos?


—Creo que lo que deberíamos hacer es dormir un poco —suspiró él, tumbándose en la cama.


—Pero no hemos aclarado nada.


—Estoy cansado, quiero dormir un rato. Pero tú puedes dejar que esa fértil imaginación tuya te diga cuál debe ser el siguiente paso —Pedro se puso de lado, dándole la espalda.


Cinco minutos después Paula notó que se había quedado dormido, pero ella tardó una hora en conciliar el sueño. Una hora durante la cual se le durmieron la pierna y el brazo derechos por tenerlos inmóviles durante tanto rato.


Cuando abrió los ojos se encontró cara a cara con Pedro, casi rozando su nariz. Mientras dormían, ella había metido una pierna entre sus muslos y él tenía un brazo sobre su cintura.


Como una ladrona, aprovechó la oportunidad para mirarlo a placer, para expresar sus sentimientos. Le gustaría alargar la mano para trazar el contorno de su boca y su nariz. Solía hacer eso cuando eran amantes y a él le parecía divertido entonces que lo mirase como si fuera el hombre más atractivo de la tierra.


Estaba haciendo una lista de todo lo que le parecía atractivo cuando él abrió los ojos. Paula intentó apartarse, pero Pedro la sujetó.


—Estás despierto —murmuró, sin saber qué decir. Y él se limitó a sonreír mientras enredaba los dedos en su pelo. 


Paula ya no fingía querer apartarse, notó. Y el silencio era tan espeso que podía oír su agitada respiración. No se había dado cuenta de lo silencioso que era aquel pueblo, pero él estaba acostumbrado al estruendo de las grandes ciudades...


Estaba excitado y supo que Paula se había dado cuenta cuando la oyó suspirar. Aunque sólo estuvieron juntos quince días, había sido una experiencia tan intensa que parecía capaz de leer hasta sus más pequeñas reacciones. 


Como por ejemplo que se hubiera movido un milímetro para estar más cerca. Y se dio cuenta de que él mismo estaba conteniendo el aliento.


—Te he echado de menos —le confesó—. Te fuiste y no podía dejar de pensar en ti.


Paula sintió como si un golpe de aire la hubiera llevado al cielo. Suspirando, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás cuando Pedro empezó a acariciarla.


—He pensado en tocarte mil veces —murmuró—. Tus pechos son más grandes ahora.


—Sí —asintió ella, casi sin voz.


—Y tus pezones también, ¿verdad?


—Espera... —Paula sentía como si tuviera fiebre. No, como si se hubiera declarado un incendio en su interior, que era lo que había sentido en cuanto entró por la puerta.


—Calla —Pedro se inclinó hacia delante y Paula abrió los labios para recibir la invasión de su lengua. El beso era apasionado, urgente, y cuando lo sintió palpitar sobre ella deseó librarse del pijama que se había puesto para evitar el encuentro—. Quiero verte —dijo él con voz ronca.


No le dio tiempo a contestar. En aquel momento estaba rendida y no quería que se pusiera a la defensiva otra vez. 


De modo que levantó la chaqueta del pijama para besar sus pechos, preguntándose cómo había podido engañarse al pensar que su vida volvería a la normalidad en cuanto regresara a Londres. ¿Qué tenía aquella mujer que lo volvía loco y le hacía perder el control de esa manera?, se preguntó.


Jadeando, pasó la lengua por sus aureolas, más grandes y oscuras que antes. Su cuerpo estaba preparándose para dar a luz y, no sabía por qué, pensar eso lo excitaba. Envolvió uno de sus pezones con los labios y empezó a tirar de él suavemente, disfrutando al notar que temblaba. Con una mano acariciaba sus pechos mientras bajaba la otra hasta la curva de su abdomen que había estado escondida bajo el jersey. Siguió bajando hasta tocar el elástico del pijama y tiró hacia abajo.


Mareada de sensaciones, Paula arqueó la espalda y, al notar el roce de su barba mientras chupaba el pezón, enredó apasionadamente los dedos en su pelo. Y, sin pensar, se encontró diciéndole que no parase.


Pedro murmuraba palabras dulces sobre los cambios en su cuerpo y esas palabras eran tan eróticas como sus caricias. 


Tan eróticas como los besos que depositaba en su abdomen, en su vientre, en el interior de sus muslos... hasta darle el más íntimo de todos. Paula levantó las caderas ante el exquisito tormento que la llevaba al borde del precipicio. Lo había hecho otras veces, llevarla hasta el borde para esperar luego, pero en esta ocasión, antes de que pudiera echarse atrás, Paula cayó por el precipicio, las olas de placer sacudiendo su cuerpo. Y cuando por fin se calmó, Pedro la miraba, sonriendo.


—¿Estás bien?


Paula murmuró algo ininteligible que lo hizo sonreír aún más.


—No deberíamos haberlo hecho —consiguió decir después.


—¿Por qué utilizas el pasado? Yo te encuentro muy sexy.


—No, no es verdad.


—Para mí sí —Pedro abrió sus piernas con una mano, acariciando la húmeda entrada de su cueva—. Los hombres somos criaturas muy sencillas — dijo luego, rozándola con su miembro—. Y una demostración de virilidad siempre es satisfactoria. Es muy machista, ya lo sé.


Nunca antes se había sentido tan liberado cuando entró ella, con cuidado al principio, más rápido después, más fuerte cuando ella lo animó. Desde la primera vez que hicieron el amor sus cuerpos parecían llevar el mismo ritmo; un ritmo no se había perdido en esos meses de separación. Se movían como si fueran uno solo. Tal vez por eso hacer el amor con ella siempre había sido una experiencia tan asombrosa.


Agotado después de un orgasmo que había sido uno de los mejores de su vida, Pedro se tumbó de espaldas, contento porque las cosas se habían solucionado entre ellos.


—Ha sido un error.


Tardó un momento en registrar las palabras de Paula y se volvió hacia ella pensando que no había oído bien.


—¿De qué estás hablando?


—No deberíamos haber hecho el amor. Ahora voy a tener que darme una ducha y me voy a congelar porque se ha apagado la calefacción —Paula iba a levantarse de la cama, pero él la sujetó.


—No tan rápido. ¿Por qué no deberíamos haber hecho el amor? No te he oído quejarte hace cinco minutos.


‐No estoy diciendo que no me sienta atraída por ti, pero eso no significa nada.


—No sabes lo que dices.


‐¿Ah no? ¿Crees que me conoces mejor que yo misma?


—Sí —contestó él—. Sé, por ejemplo, que no tienes ni idea de cómo llevar esta situación.


‐¿Cómo te atreves?


—Me atrevo porque voy a tener que pensar por los dos —dijo Pedro entonces—. Y no vuelvas a enfadarte, yo te he escuchado y ahora te toca escuchar a ti la voz de la razón.


—No me lo puedo creer. ¿La voz de la razón?


—Pues empieza a creerlo porque es muy sencillo. Estás embarazada y, te guste o no, yo no tengo intención de desaparecer de tu vida. No pienso irme a Afganistán a abrir un centro médico ni a África para ver cómo van los ambulatorios. Y tampoco pienso convertirme en el frío ex amante que te deja tirada al saber que estás embarazada. Enfréntate a eso y puede que lleguemos a algún sitio.


—Muy bien, tal vez no tengas que desaparecer. Estoy dispuesta a aceptar que veas al niño...


—Ah, qué generoso por tu parte —la interrumpió Pedro, irónico—. ¿Qué sugieres, que venga a verte una vez al mes para ver cómo van las cosas?


‐No sería tan difícil. No se tarda nada.


‐Yo vivo en Londres y en Londres es donde vivirás tú —Pedro se pasó una mano por el pelo, frustrado. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? ¿Por qué estaba en desacuerdo con él cuando había aceptado la paternidad del niño de manera tan generosa?


—¿Crees que puedes ganarte mi afecto forzándome a hacer algo que no quiero?


—¿Forzándote a hacer...? Te he ofrecido matrimonio y me has rechazado, aunque sería la solución más razonable. Además, no es que no nos sintamos atraídos el uno por el otro. Puedes decir que ha sido un error, pero sólo estábamos haciendo lo que hacen dos personas que se gustan.


—Y, en tu opinión, el sexo y el sentido del deber son suficientes para un matrimonio, ¿no? ¿Si hubieras dejado embarazada a otra mujer lo habrías solucionado de la misma forma, con un matrimonio de conveniencia?


—Esa es una situación hipotética, de modo que no tengo por qué contestar. La cuestión es que no hay otra mujer —dijo él.


Pero, aunque no estaba acostumbrado a darle vueltas a las cosas, debía reconocer que tenía dudas sobre si habría querido casarse con otra mujer en la misma situación. Tal vez porque ninguna de las chicas con las que había salido lo atraía como Paula. Tal vez porque su relación se había roto abruptamente.


Pero no ganaba nada pensando en ello.


—Me atacas por querer casarme contigo, pero no te has parado a pensar que sería beneficioso para el niño tener un padre y una madre. Yo vengo de una familia muy convencional y tú también. No sé por qué crees que ser madre soltera es lo mejor.


—No he dicho que fuera lo mejor. Estás poniendo palabras en mi boca.


—Estoy poniendo ideas sensatas en tu cabeza.


—No digas tonterías —replicó Paula


Pero empezó a pensar cómo habría sido crecer sin tener a su padre y a su madre... No, se dijo a sí misma, Pedro estaba intentando hacer que se sintiera egoísta. Egoísta por no querer casarse con un hombre que ni la quería ni la respetaba. Pedro aceptaba que el sexo estaba bien y tal vez lo veía como una especie de extra. Y si no estuviera enamorada de él, tal vez también ella pensaría lo mismo. Pero estaba enamorada y aceptar un matrimonio de conveniencia sería como echar sal sobre una herida abierta.


‐No es sensato hipotecar tu vida por algo tan convencional. Dos personas que no son felices no pueden educar a un niño. Sí, un padre y una madre es la situación ideal, pero sólo si son felices.


‐Pues hace unos minutos éramos muy felices —le recordó Pedro—. Y si me das la oportunidad, podríamos volver a serlo...


‐¡No vamos a hacerlo otra vez! Ha sido un momento de locura.


—Tuvimos muchos de ésos cuando estábamos en Barbados. Pero todo tiene su precio.


—Mira, estoy dispuesta a que seamos amigos —dijo Paula entonces, intentando disimular una mueca. Decirle que podían ser amigos cuando estaba en la cama con él, después de haber hecho el amor... casi le daban ganas de soltar una carcajada histérica—. Estoy dispuesta a dejar que... en fin, que formes parte de la vida del niño para acallar tu conciencia.


Pedro no estaba de acuerdo. Tenían un problema y él había encontrado la manera de solucionarlo, de modo que no entendía por qué estaba siendo tan obstinada. ¿Y qué era eso de ser amigos? Que Paula se sintiera tan atraída por él como él por ella dejaba claro que eso era imposible.


—Pero no deberíamos negarnos a nosotros mismos la posibilidad de encontrar a otra persona y ser felices —estaba diciendo en ese momento.


—¿Qué significa eso?


—Que podría haber otra persona para mí, un hombre que quisiera casarse conmigo porque me quiere, no por su sentido del deber.


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no saltar de la cama. Pensar en ella con otro hombre le resultaba intolerable.


—¿Qué clase de hombre? ¿Alguien de aquí?


—No lo sé.


Conocía a muchos chicos del pueblo, pero sabía que todos saldrían corriendo ante la idea de casarse con una mujer que esperaba un hijo de otro hombre. Era un pensamiento deprimente, pero más deprimente aún era saber que ella no miraría a ningún hombre teniendo a Pedro en el corazón.


—Sólo un santo querría salir con una mujer embarazada de otro hombre —dijo Pedro—. Especialmente otro hombre que no tiene intención de dejarle el campo libre.


HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 16




-QUÉ ESTÁS haciendo? —Paula intentó apartar su mano, pero Pedro no la dejó.


—Lo escondes bien.


Era increíble que no se hubiera dado cuenta antes. Claro que antes no había estado mirando.


—No... —Paula no pudo terminar la frase, con la cara ardiendo mientras él acariciaba su estómago.


—¿No qué? Tengo todo el derecho a hacerlo, ¿no te parece? Soy el padre pródigo, recién llegado de sus viajes por lo más profundo de África.


—Eso no tiene ninguna gracia.


‐No, tienes razón. Hace veinticuatro horas yo sólo era responsable de mí mismo Pedro apartó la mano, asaltado en ese momento por la magnitud de la situación.


—Hace veinticuatro horas eras un hombre que había venido a echarme la bronca por haberlo engañado.


‐Y no sabía hasta qué punto.


‐Pero no me habrías buscado de no haber descubierto que no era quien decía ser, ¿verdad?


¿Estaba esperando que la contradijera? Paula se puso colorada al darse cuenta de que así era. Una tontería, pero le gustaría saber que había sido algo más que una aventura de un par de semanas.


—¿Esperabas que lo hiciera?


‐No, claro que no. Por eso volví aquí cuando supe que estaba embarazada. ¿No te parece normal que no te llamase para darte la noticia?


—No tengo intención de ser cómplice en tus justificaciones.


—Ah, claro, porque tú estás por encima de todo —Paula intentaba contenerse para no gritar porque no quería que sus padres fuesen corriendo a ver qué pasaba.


—Si con eso quieres decir que soy sincero con la gente, desde luego.


—¿Nunca has hecho nada que no debieras, Pedro?


‐Sí, pasé dos semanas en Barbados con una mujer a la que apenas conocía. Uno podría decir que ése ha sido uno de mis grandes errores.


—Muy bien, de acuerdo —Paula tuvo que hacer un esfuerzo para disimular cuánto le dolía ese comentario—. Pero es muy feo decirle eso a una persona.


Pedro sabía que tenía razón. Además, era mentira, pero no iba a confesarle que esas dos semanas habían sido las mejores de su vida. Y tampoco quería escuchar esa vocecita que le decía que sí, que tal vez la habría buscado en cualquier caso ¿Qué clase de hombre buscaría a una mujer que lo había dejado plantado? Se negaba a incluirse a sí mismo en esa categoría.


—Te pido disculpas, tienes razón.


—Ah, vaya, entonces no pasa nada —Paula suspiró, mirando al techo e intentando olvidar que él estaba a sólo unos centímetros.


Pedro tuvo que disimular una sonrisa. Sí, muy bien, su vida se había puesto patas arriba, pero también la de ella. Otra mujer, enfrentada con un ex amante furioso, un hombre con dinero y contactos que podría mover montañas, un hombre que había sido engañado, al menos tendría la decencia de ser humilde.


Pero Paula no lo era. Al contrario, se defendía con uñas y dientes.


—Bueno, ahora que he aparecido, repuesto de la malaria y la hambruna, ¿qué piensas hacer conmigo?


Como esperaba, Paula no contestó a la pregunta inmediatamente, dejando que el silencio se alargase hasta que casi podía oler la tensión.


‐Afortunadamente, yo estoy dispuesto a cumplir con mi deber.


‐¿Qué quieres decir con eso?


—Estás embarazada y yo soy un hombre que se toma sus responsabilidades muy en serio, de modo que estoy dispuesto a casarme contigo.


‐¿Casarte conmigo? ¿Has perdido la cabeza? —Paula lo miró, incrédula. ¿De verdad esperaba que aceptase sólo porque era un hombre responsable y se tomaba las cosas en serio?


—¿Qué te parece?


‐¿Qué me parece? —Paula se sentó sobre la cama porque le resultaba ridículo mantener esa conversación en posición horizontal—. ¡Que no pienso casarme contigo! No estamos en el siglo XIX, Pedro.


—Considerando que tú has tenido que inventarte un prometido imaginario, no debemos estar muy lejos —replicó él.


—Inventar un prometido imaginario no es lo mismo que casarse con un hombre que me odia.


—Yo no te odio. Además, no tiene sentido involucrar las emociones en esto.


—¿Cómo que no tiene sentido?


—Baja la voz o despertarás a tus padres.


Paula tuvo que contar hasta diez.


—Muy bien, voy a bajar la voz porque no quiero que mis padres se preocupen, pero no voy a casarme contigo. Nunca, jamás. Fue una estupidez que no tuviéramos el cuidado que deberíamos haber tenido, pero sería aún más estúpido sacrificar nuestras vidas por el niño.


Pedro saltó de la cama y ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no mirar a aquel hombre semidesnudo en su habitación.


—No sé por qué te enfadas. La mayoría de las mujeres habrían dicho que sí, ¿y entonces qué sería de ti? 


-Estarías atrapado en un matrimonio sin amor.


No había que ser un genio para saber eso. Pedro era un hombre rico e inteligente que no sentía nada por ella, de modo que sólo sería la madre de su hijo, una mujer a la que no le sería fiel.


—¿Entonces qué sugieres? —preguntó Pedro.