domingo, 18 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 23

 


La velada terminó tarde, pero Paula acompañó a todos los invitados a la salida, feliz al comprobar que la mayoría se marchaba con una gran sonrisa en los labios. Y mejor aún, la señora Vincenza le había informado con gran alborozo que había recibido varias contribuciones muy generosas a lo largo de la noche y la promesa de que aún llegaría alguna otra.


Ver cómo Santa Claus repartía regalos entre los niños había tenido en los corazones de los presentes el efecto que Paula esperaba. Se había fijado en que a más de uno se le habían llenado los ojos de lágrimas durante el reparto de regalos, y en que varios habían acompañado a los niños a sus habitaciones a la hora de irse a la cama.


Aunque no hubiera sido su principal objetivo, Paula esperaba que la fiesta terminara en forma de las adopciones, que hacían tanta falta como las aportaciones.


Ahogando un bostezo con su cartera de mano, observó cómo se cerraba la puerta detrás del último de los invitados momentos, antes de percibir la presencia de Pedro a su lado.


Aunque no le sorprendió haber percibido su presencia antes de verlo siquiera, sí le resultó preocupante. No quería percibirlo. No quería creer que hubieran llegado a estar tan unidos en tan poco tiempo, y menos aún cuando se había pasado las últimas tres semanas evitándolo.


Aunque tampoco podía decirse que hubiera tenido mucho éxito. Había comprendido que Pedro tenía la habilidad de estar presente allí donde ella iba, tanto si ésta quería como si no.


Con todo, tenía que admitir que había sido una baza importante para la fiesta. No sólo había conseguido que los presentes se relajaran hasta el punto de bailar al son de los villancicos, sino que había pasado toda la velada recorriendo el salón estrechando manos, besando mejillas y ensalzando la labor del orfanato al que tachaba de labor benéfica encomiable.


Y lo admiraba por ello. Por preocuparse por el hogar infantil y por hacer que la gala para recaudar fondos hubiera resultado un éxito.


Glendovia era su país, y la había contratado para trabajar para él. Pero parecía saber que se iba a tomar su trabajo organizando labores benéficas muy en serio. Parecía saberlo y, a su manera, parecía importarle.


Aquello la conmovió más que una docena de rosas, un centenar de copas de champán o mil cenas románticas.


Tal vez hubiera cometido un error en la manera de aproximarse a ella invitándola a su cama antes de conocerla, pero desde entonces había rectificado.


Cuando la tomó del codo, sintió el ya familiar hormigueo allí donde su piel entraba en contacto con los dedos de él.


—¿Nos vamos? —preguntó.


Ella asintió y dejó que Pedro le colocara el chal que llevaba sobre los hombros, antes de conducirla hasta la limusina que los esperaba fuera.


Pese a lo tarde que era, un montón de paparazzi aguardaba todavía para sacar las últimas fotos de la familia real a la salida de la gala. Los flashes la cegaban. Se alegró cuando la puerta del coche se cerró tras ella, bloqueando la presencia de los molestos fotógrafos.


Cuando llegaron al palacio, todos se dieron las buenas noches y se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Paula les deseó a todos las buenas noches y echó a andar hacia el ala en la que se encontraba su habitación.


—Te acompaño —dijo Pedro, alcanzándola y haciendo que enlazara el brazo con el suyo.


Paula comenzó a decir que no hacía falta que la acompañara, pero se lo pensó mejor al ver que los padres y los hermanos de Pedro no estaban tan lejos como para no oírla. De modo que inclinó la cabeza, aceptó el brazo y murmuró:—Gracias.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 22

 


A su llegada, Paula y Pedro se encontraron con una multitud de fotógrafos, que se habían congregado a las puertas del orfanato. El interior del hogar había sido decorado con motivos navideños para la ocasión. Había un árbol en el vestíbulo de entrada, cubierto con adornos que los niños habían hecho personalmente. Los villancicos flotaban en el aire.


Paula se ocupó de unos detalles de última hora, pero enseguida empezó a mezclarse con los invitados que iban llegando.


La aparición del resto de la familia real causó gran revuelo. La gente empezó a susurrar, entonces volvieron la cabeza y se quedaron todos quietos al paso de los monarcas.


Paula dejó a Pedro con su familia y se dirigió al resto de las habitaciones, a comprobar que todo marchaba según lo planeado.


Parecía que todo iba como la seda. Suspiró y rezó porque no ocurriera ningún incidente que pudiera enturbiar la velada.


Al girarse para inspeccionar el salón principal, localizó de inmediato a Pedro que se acercaba a ella. Con su tremenda e imponente estatura, sobresalía entre la multitud.


Paula sintió como si se quedara sin aire. Le habría gustado poder echarle la culpa al ceñido vestido que llevaba, pero sabía que la culpa la tenía sólo él.


Pedro, que podía hacer que se le detuviera el corazón con sólo mirarla.


Pedro, que hacía que le sudaran las manos y sentir como si tuviera mariposas en el estómago.


Pedro, que quería que cambiara de opinión respecto a lo de no acercarse a él más de lo estrictamente necesario.


«Sé fuerte», se dijo, tragando con dificultad al tiempo que se esforzaba por juntar bien las piernas para que no le temblaran conforme se acercaba a ella.


Cuando por fin la alcanzó, le hizo una pequeña inclinación de cabeza y la tomó de la mano, sin dejar de mirarla a los ojos ni un solo momento.


—Baila conmigo —murmuró suavemente.


Fue más una orden que una petición, a juzgar por su tono de voz y sus modales principescos, pero ella intentó negarse.


—No creo que la música navideña sea la más indicada para bailar —dijo ella, mirando a su alrededor. Aunque había varias parejas bailando.


—Claro que sí.


Pedro ladeó un poco la cabeza, como si estuviera prestando atención a los lentos acordes de un villancico clásico. La sujetó con más fuerza y tiró de ella en dirección al centro de la pista de baile.


—Además, es mi obligación como príncipe dar ejemplo a los demás, y queremos que todos se lo pasen bien esta noche, ¿no? ¿No era eso lo que pretendías para que todos los invitados se mostraran más generosos a la hora de hacer sus aportaciones?


Paula estaba segura, a juzgar por la expresión que vio en su rostro, que disfrutaba mucho pinchándola. Pedro sonrió levemente y unas pequeñas arruguitas aparecieron a ambos lados de sus ojos en su intento por no parecer demasiado divertido.


Podría haber seguido quejándose, pero ya era demasiado tarde. Habían encontrado un espacio vacío en la pista, y Pedro le rodeaba ya la cintura y la estrechaba contra sí.


Extendió la palma en la parte inferior de la espalda de ella, sujetándola en su sitio mientras dirigía sus movimientos en pequeños círculos. Y tal como había previsto, los demás empezaron a bailar al ritmo de los villancicos que sonaban por todo el edificio.


Aquello no formaba parte de los planes de Paula, pero parecía que estaba teniendo un efecto positivo. Paula esperaba que Pedro no se diera cuenta, o tendría que tragarse su orgullo y decirle que tenía razón.


La canción terminó y dejaron de moverse, pero en vez de soltarla, Pedro la retuvo un rato más entre sus brazos, mirándola a los ojos hasta que Paula sintió la boca seca y toda una bandada de mariposas revoloteando en su estómago. El pecho le oprimía tanto que no podía tomar aire profundamente y la cabeza empezó a darle vueltas.


Por un momento, pensó que iba a besarla. Justo allí, en medio de aquel salón abarrotado.


Y le disgustó profundamente darse cuenta de que ella lo esperaba con la boca entreabierta, expectante. Deseosa, incluso.


Sin apartar los ojos de los de ella, se inclinó levemente hasta que ésta pudo sentir el cálido aliento haciéndole cosquillas en el rostro.


—No puedo besarte aquí y ahora como me gustaría, pero te prometo que lo arreglaré antes de que acabe la noche —dijo, inundándola con su voz susurrante y cautivadora.


Le soltó entonces la cintura y sonrió, hizo otra pequeña inclinación y, girándose sobre sus talones, se apartó de ella, como si no acabara de ponerle todos los nervios de punta con sus palabras.


Lo siguió con la mirada mientras trataba de recuperar el control de sus sentidos. Y de sus piernas, que parecían incapaces de moverse, por mucho que su cerebro les ordenara que lo hicieran.


No fue capaz de hacerlo hasta que notó que la gente empezaba a mirarla y, finalmente, rompió el hechizo que Pedro parecía haberle lanzado.


Se dirigió con paso mesurado a la mesa de refrescos. Se sirvió una copa de ponche y bebió lentamente.


Aquello pintaba muy, pero que muy mal. La estaba desgastando poco a poco, minando una a una sus defensas.


Y se temía que no iba a ser capaz de seguir evitándolo mucho más tiempo.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 21

 


A lo largo de las siguientes dos semanas, Paula trató de evitarlo todo lo posible, y lo trataba con seriedad profesional cuando no podía.


Pedro, por su parte, hacía todo lo posible por quedarse a solas con ella siempre que tenía ocasión, por tocarle la mano, el brazo o la mejilla y persuadirla para que bajara la guardia y lo invitara a su habitación y a su cama.


Pero hasta el momento, se había mantenido firme en su determinación y no se había dejado seducir. Aunque tenía que admitir, por lo menos para sí, que no le estaba resultando fácil.


Pedro era casi irresistible. Era atractivo y encantador, y si no le hubiera pedido que se acostara con él de aquella manera tan fría cuando se conocieron en Texas, algo que seguía pareciéndole de lo más arrogante, probablemente ya se hubiera dejado seducir a esas alturas.


Triste, pero cierto, por no decir irónico. Si se hubiera molestado en cortejarla desde el principio, habría conseguido lo que se proponía.


Muchos hombres la consideraban hermosa, algo que a veces era una verdadera maldición para ella, pero desde luego no era dócil.


Y además estaba la sensación de culpa permanente y la humillación provocada por el escándalo que había estallado en torno a ella en Texas.


Había llamado a su casa varias veces desde su llegada a Glendovia y todos y cada uno de ellos le había preguntado a su hermana cómo iban las cosas. Elena había admitido que la gente seguía hablando, pero que los periodistas habían dejado de montar guardia en la puerta de su casa.


Sin embargo y pese a que la atención se hubiera disipado un poco, Paula sabía que había hecho bien en alejarse de la ciudad. Y estaba más decidida que nunca a no volver a ser la comidilla del barrio.


Se lo iba recordando con firmeza una vez más, mientras bajaba al vestíbulo.


En el tiempo que llevaba como invitada de la familia real, la decoración del palacio había pasado de prolijamente opulenta a sencillamente desbordante, conforme se acercaban las fiestas de Navidad.


Habían adornado la escalinata con guirnaldas de acebo y hiedra que se enroscaban a todo lo largo del pasamanos. Coronas inmensas colgaban a ambos lados de cada una de las puertas de entrada. Y en el centro del vestíbulo se erguía un gigantesco pino, cubierto con adornos de oro y presidido por un angelito, también dorado, en lo más alto.


Los adornos navideños hacían que se sintiera más como en casa. Echaba mucho de menos a su familia, y le entristecía pensar que iba a pasar las Navidades lejos de ellos, pero la reconfortaba verse rodeada por el bullicio.


Llegó sonriendo a la puerta principal donde Pedro la esperaba. Esa noche se celebraba la fiesta de Santa Claus en el hogar infantil, y había insistido en acompañarla, pese a que ella tenía que estar allí antes. El resto de la familia real llegaría más tarde.


Incluso la reina Eleanor había terminado por reconocer, no sin reticencia, lo mucho que Paula se había esforzado con el proyecto de orfanato. No es que se hubiera acercado a ella a felicitarla ni tampoco había cambiado su actitud hacia ella, pero los pocos comentarios que había hecho sobre la gala habían sido fundamentalmente positivos.


Paula no dejó que se le subiera a la cabeza. Sabía que no le gustaba a la reina.


Tan pronto como llegó hasta él, un sonriente Pedro la tomó por el codo. Iba vestido con su traje de gala, incluida una banda de seda roja desde el hombro a la cadera y un buen número de medallas de aspecto importante cosidas a la solapa.


Paula llevaba un suntuoso vestido largo de terciopelo rojo sin mangas, que se ceñía a sus curvas a la perfección. Había optado por unos discretos diamantes como adorno en orejas y cuello.


—¿Nos vamos? —dijo Pedro, saliendo al fresco aire de la noche. Aún no había anochecido por completo, pero el sol ya se había ocultado y no faltaba mucho para que oscureciese.


La fiesta estaba pensada para hacer que los niños disfrutaran y los adultos tuvieran la oportunidad de conocerse, sobre todo porque había invitado a algunas de las personalidades más ricas e influyentes del país, de quienes esperaba generosas aportaciones.