martes, 29 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 37

 


Paula sintió de nuevo el impulso que había experimentado en África. En realidad ninguno de los dos había «llegado». Desabrochándose el cinturón se inclinó hacia Pedro e hizo lo que había deseado hacer toda la noche. Le agarró la nuca con una mano y lo atrajo hacia ella.


¿Qué podía causar tanta locura? ¿Había sido el champán? ¿El vestido? ¿O la impresión de haber sido expuestos ante todos como recién casados?


Nada de eso. El causante era Pedro. Tenerlo tan cerca y no poder tocarlo como deseaba hacer desde hacía unas siete horas. La presión había aumentado en su interior hasta el punto de no poder controlarla y el torrente de adrenalina le recordó los beneficios que obtendría tomando lo que deseaba. La excitación era salvaje y embriagadora.


Pedro tenía las piernas muy largas, de manera que el asiento estaba muy separado del volante, dejando espacio más que suficiente para que se sentara a horcajadas sobre él, levantándose el vestido antes de desabrocharle el pantalón.


–Paula –dijo Pedro, aunque no ofreció ninguna resistencia, como evidenciaron sus manos, rápidamente instaladas en sus puntos más sensibles. Sabía muy bien lo que le gustaba.


La calle londinense era tranquila y oscura, pero dentro del coche las respiraciones eran entrecortadas y rápidas y los movimientos acelerados hasta alcanzar el feliz momento en que se dejó caer sobre él para que la penetrara profundamente. Apretó con fuerza los muslos y se deleitó en el gruñido salvaje que salió de la boca de Pedro.


–Creía que ya no estábamos en África –Pedro le mordisqueó el cuello.


–Aquí hace más calor que en África.


–Cierto.


Las manos de Pedro se deslizaron por el vestido de seda, buscando la piel, intentando bajar el ritmo. Pero ella cabalgó a toda velocidad, atrapando su boca con los labios para amortiguar los sonidos que ambos emitían a medida que, demasiado pronto, llegaron.


Fue unos segundos después cuando comprendió la futilidad de aquello mientras el deseo redoblado sustituía a la dicha del éxtasis. No había bastado. Jamás bastaría. Perseguir la gratificación física era un error.


Abrió la puerta del conductor y saltó a la calle antes de que él pudiera siquiera pestañear.


–¿No vas a invitarme a entrar? –él le agarró una mano.


–No quisiera molestar a Felipe y a Mauricio.


Difícil, dado que la pareja estaba a cientos de kilómetros de allí. Pedro comprendió que era una mentira urdida para impedirle pasar la noche con ella y no dejaba de ser gracioso, dado que había sido ella la que lo había asaltado. Sin embargo volvía a huir. De nuevo.


–De acuerdo –contestó él, dejándola marchar.


La vio correr hacia la puerta como si la persiguiera el demonio. Al mirar hacia abajo descubrió que aún llevaba puesto el cinturón de seguridad y no pudo evitar sonreír. Paula acababa de darle un nuevo significado al término «sexo seguro». Un sexo muy seguro en el que ella jamás lo miraba a los ojos ni se quedaba con él después, ni física ni emocionalmente. La clase de sexo que había disfrutado la mayor parte de su vida y que, aun siendo fresco y divertido, y muy excitante, de repente ya no era suficiente para él.


Algo feroz ardía en su interior. No, ya no quería esa clase de sexo. Bueno, sí, pero con algo más. Quería abrazarla en una enorme cama durante horas. Quería que ella lo mirara.


Respiró profundamente el aire de la noche. ¿Qué le estaba haciendo esa mujer?


–¡Paula! –la llamó mientras ella entraba en el portal–. ¿Quién es el pirata ahora?



SIN TU AMOR: CAPITULO 36

 


El corazón galopaba en su pecho sólo con recordar lo mucho que había deseado tenerla de nuevo en sus brazos. Y ya que por fin lo había conseguido, no estaba dispuesto a soltarla.


Los zapatos que llevaba hacían que resultara casi tan alta como él. Sus ojos estaban a la misma altura que los suyos, o lo estarían si se dignara a mirarlo. De repente se le ocurrió. A pesar del sexo, mucho y fantástico, que habían compartido, ella nunca lo había mirado a los ojos. Aceptaba el placer que le proporcionaba, ardía bajo sus caricias, pero se negaba al más sencillo gesto de intimidad.


–Paula –sentía una repentina necesidad de llegar a ella–. No te alejes.


–¿Cómo?


–Mírame.


Sabía que su madre los estaba observando. Y su padre también. Pero no le importaba lo que pensaran, sólo quería estar con ella.


Sabía que había disfrutado con la boda. La había mirado durante la ceremonia y la había visto sonreír. En aquellos momentos su rostro resplandecía. Sí, aquello le gustaba. Seguramente querría algo parecido para ella misma algún día. ¿Cómo estaría con el tradicional vestido de novia? ¿Con un vaporoso velo cubriéndole la cabeza y ocultando el resplandor que florecía en el rostro de toda novia?


La atrajo hacia sí sin ninguna dificultad y sintió el suave cuerpo contra el suyo. Una de las piernas de Paula se enganchó… demasiado cerca, y el corazón latió con renovados y erráticos bríos. Aquella mujer iba a ser su muerte. La abrazó con más fuerza y desistió de marcar el paso. Lo único que podían hacer era quedarse quietos y balancearse al ritmo de la música. Paula había vuelto a cerrar los ojos, pero a él no le importó pues sabía bien el porqué. Lleno de masculino orgullo, supo que el deseo le impedía mantenerlos abiertos.


Decidió darle un respiro y se concentró en el brazo tatuado. Parecía chocolate fundido derramado sobre la piel de color caramelo. Se moría de ganas de saborearla, de recorrer el intrincado diseño con la punta de la lengua. Cierto que se alegraba de que no fuera permanente, pero por el momento resultaba divertido. Como el resto de ella, ¿no?


Diversión para un momento. Sin embargo, la suya ya había terminado. Se suponía que habían dejado atrás la lujuria, en África.


–Paula.


–¿Sí?


–No me estás mirando.


–Estoy mirando tu barbilla.


–Mírame a los ojos.


–¿Quieres hipnotizarme o algo así?


En parte le gustaría hacerlo. No tenía ni idea de qué quería esa mujer de él. ¿Quería besarlo del mismo modo que él deseaba besarla a ella? ¿Con la misma desesperación? Se moría de ganas por saber qué pensaba. Qué pensaba y qué sentía por él.


Aunque a lo mejor no quería saberlo, por si acaso no era lo que se esperaba.


Sus pensamientos estaban divagando, de modo que se rindió y se contentó con pegarse a ella y perderse en los ojos azules y la dulce invitación de sus labios.


¿Terminado? ¿A quién quería engañar?


Paula estaba mareada y la cabeza le daba vueltas. El beso había sido increíble, dulce y tierno, pero no había bastado. Quería más, lo quería todo. Sin embargo, el vals había terminado. Quería que volviera la música. Quería que volvieran sus brazos.


No obstante, Pedro dio un paso atrás, interrumpiendo el contacto. Pisando el freno.


Además estaba su madre, acechándoles como un águila. Igual que su padre. Paula consiguió mostrarse educada, pero por dentro estaba a punto de estallar. No se había acabado, maldita fuera. ¿Se acabaría alguna vez el deseo que sentía por él?


Era evidente que Pedro se había dado cuenta. Jugaba con ello y lo aprovechaba en su propio beneficio. Invadía cada centímetro de su espacio y las manos jamás abandonaban su cuerpo, ya fuera tomándole de la mano, apoyando una mano en la parte baja de su espalda o rodeándola por los hombros. Mientras hablaban con el novio o sus amigos, la pierna de Pedro presionaba en todo momento la suya. Y la miraba de un modo… como si fuera la mujer más bella del planeta.


Le hacía sentir como una hechicera, tanto que le gustaría lanzar un conjuro que la transportara a un cuento de hadas.


Menuda estupidez. Ya sabía que el poder para convertir su vida en algo especial estaba en sus manos. La decisión era suya.


De modo que renunció a las burbujas y se dedicó al agua mineral en un intento de recobrar la cordura. Sin embargo no le ayudó a rebajar la temperatura corporal. Tenía más calor de lo que había tenido en África y se alegraba de haberse puesto ese vestido.


–¿Quieres que nos marchemos? –Pedro buscó sus miradas.


–Cuando quieras –ella apartó la vista del fuego.


Pedro se despidió de todos y en poco menos de diez minutos estuvieron fuera de allí.


–¿Te lo has pasado bien? –preguntó él mientras conducían de regreso a su casa.


–Sí –admitió ella con sinceridad–. ¿Y tú?


–Sí. Hubo algún momento realmente bueno.


Aparcó casi en la puerta del edificio de Felipe y Mauricio.


Paula se sentía algo desilusionada, pues no había recibido ninguna invitación para regresar con él al apartamento. Quizás fuera cierto que todo había terminado. A pesar de haber flirteado con ella, o robado un beso, llegado el momento de la verdad no parecía dispuesto a correr riesgos.


–Gracias por acompañarme –él apagó el motor del coche–. Sin ti no habría ido.



SIN TU AMOR: CAPITULO 35

 


Al salir del baño él la esperaba, pero no tuvo el valor de mirarlo a la cara.


–Creía que no íbamos a dar ningún detalle –observó él con demasiada calma.


–Bueno, Carla no hacía más que meterse conmigo –se defendió ella, consciente de que el color de sus mejillas debía haber alcanzado un tono carmesí.


Los labios de Pedro eran una fina línea. Tras un prolongado silencio que atacó los nervios de Paula, volvió a hablar. Con la misma calma.


–¿No estarás celosa, Paula?


Esa mujer era rubia, pequeña y preciosa. Por supuesto que estaba celosa. No sólo se sentía celosa sino también amenazada, insegura y, aparentemente, capaz de una exhibición territorial de hembra alfa. ¿Desde cuándo se comportaba así? Ante el mero pensamiento sobre esa mujer sentía deseos de sacar las uñas y clavárselas.


–Yo, eh… –sin embargo, no estaba dispuesta a admitirlo.


–Carla nunca me ha interesado –le aclaró Pedro con voz neutra–. Es la hija del amigo de mi padre. La conozco de toda la vida y jamás la he besado.


–Aunque no me cabe duda de que no te ha faltado la oportunidad de hacerlo –insistió Paula.


–Por supuesto. Pero no he aprovechado ninguna de ellas.


¿Ellas? ¿Había habido más de una oportunidad? De modo que esa arpía llevaba tiempo intentando cazarlo. Las garras de Paula se afilaron para cortar un diamante.


Pedro dio un paso hacia ella y le sujetó la barbilla con firmeza para obligarla a mirarlo. Para sorpresa de Paula, lo que vio en sus ojos fue diversión, no ira. Y aunque seguía hablando en apenas un susurro, su voz tenía un matiz de burla que hizo que se derritiera.


–De haber querido, lo habría hecho hace mucho tiempo. Pero nunca quise, y sigo sin querer. Jamás querré. ¿Satisfecha?


La sensación de culpa se acumulaba en el interior de Paula, acompañada de una buena dosis de vergüenza. Sin embargo, había algo más: satisfacción. Pero ganó la vergüenza.


–Lo siento –balbuceó–. Me marcharé. Puedo escabullirme discretamente.


–No, no puedes –contestó él tranquilamente–. Tienes que pasar por esto con una sonrisa en los labios, igual que yo. La culpa es tuya por revelar nuestro matrimonio. Tuya por insistir en que viniésemos. Yo me lo habría ahorrado.


–Yo no quería venir. Quería que vinieras tú.


Pedro sacudió la cabeza mientras le quitaba el echarpe de los hombros dejando los brazos al desnudo y expuesto el vestido de seda.


–¿Qué haces? –ella intentó arrebatarle el echarpe, pero él lo arrojó a la silla más cercana.


–Creo que lo mínimo que puedes hacer es ofrecerme algo bonito que mirar.


Pedro.


–Paula –la sonrisa era muy traviesa–, debemos sacarle el mayor partido a una mala situación.


Paula sobrevivió a la cena, a las bromas y a los discursos. Y con una tensa sonrisa vio cómo partían la tarta. Al fin llegó el baile. Seguramente podrían irse después de unas pocas canciones. Observó a los novios acercarse al centro de la pista de baile y oyó a Pedro gruñir mientras la orquesta daba los primeros acordes.


–Es una bola de nieve –murmuró.


–¿Bola de nieve?


–No estás muy puesta en bodas, ¿verdad? –él la miró con expresión de sufrimiento.


Paula contempló hechizada cómo la pareja empezaba a bailar un vals. No veía el problema por ningún lado, hacían una pareja adorable. Pero de repente los músicos hicieron una pausa, manteniendo la nota, y la novia abandonó los brazos de su marido para ir en busca de Pedro, mientras el novio hacía lo propio con la madrina de la boda y todos reanudaron el vals. Tras otra pausa, Pedro invitó a bailar a su madre y los demás eligieron nuevas parejas. De nuevo se hizo una pausa y Pedro se dirigió hacia ella.


Al fin comprendió lo que había querido decir con «bola de nieve». El baile se repetía una y otra vez con constantes cambios de pareja hasta que todos estuvieron bailando.


–No me apetece bailar, Pedro –Paula miró la mano extendida.


Pero él la tomó en sus brazos como si no hubiese oído nada. La música se reanudó y bailaron por la pista. Al fin llegó la pausa, pero Pedro no la soltó.


–¿No se supone que debemos buscar otra pareja?


–Me gusta la que tengo –él se encogió de hombros.


–¿A pesar de que no hago más que pisarte?


–Limítate a dejarte llevar.


Y eso hizo. Apoyó el rostro contra el cuello de Pedro y aspiró su aroma, incapaz de mirarlo mucho rato a los ojos. La expresión que le devolvían era demasiado abrumadora.


Parecía una diosa del mar. El ajustado vestido hacía parecer los ojos más azules y los largos y brillantes cabellos, peinados sueltos, junto con la piel ligeramente dorada y completado con el tatuaje de henna, hacía que el resultado fuera espectacular. Estaba tan bonita que Pedro apenas podía tragar.