miércoles, 11 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 10




Encontrar a un nuevo empleado siempre era frustrante, aunque no lo había sido en el caso de Paula. Ella había sido como un soplo de aire fresco desde el primer día con energía suficiente para seguirle el ritmo, con temperamento para manejarlo y no dejarse avasallar por él, y con un carácter agradable y alegre que la había hecho popular tanto entre el resto de empleados como entre los directivos. 


Podría haber dicho «sí, Pedro, tienes razón, Pedro» en lugar de contradecirlo tantas veces, pero a pesar de ello el equipo Pedro era mucho mejor gracias a ella. Y él era lo suficientemente listo como para saber que eso no duraría. 


Nada duraba para siempre y algún día Paula se marcharía. 


Era algo natural. Los hombres acababan solos, sin excepción, y daba igual que hubiera promesas o incluso vínculos sanguíneos de por medio.


Pero parecía que ella se quedaría a su lado en un futuro inmediato porque el infierno se congelaría antes de que se diera cuenta de lo mucho que echaba de menos vivir cerca de su madre. Y en cuanto al padrino… No había nada que temer.


La voz de una mujer pronunció su número de habitación, él alargó la mano y recogió las bebidas. La camarera batió las pestañas y le dejó ver su escote. Él le sonrió, pero nada más. No tenía por qué despertar las esperanzas de la chica.


Era un hombre ocupado con la misión de no dejar que ni nada ni nadie desviara a su empleada del camino correcto.


La familiar risa de Paula resonó por el aire y él se giró para captar ese agradable sonido. Estaba contándole alguna historia al grupo y ellos estaban riéndose a carcajadas. Esa era la Paula que no estaba dispuesto a dejar marchar. La Paula de trato fácil y agradable, sin complicaciones, formal.


Ella giró la cabeza y sonrió ampliamente a alguien situado a su izquierda. Se rio de un modo cercano y extraordinariamente sexy y, al verlo, varias partes de él se sacudieron por dentro porque estaba dándose cuenta de que él era uno de esos que estaban deseando desviarla del camino correcto.







UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 9





Las puertas del ascensor se abrieron al llegar al sótano y dejaron ver una fila de gente fuera de la discoteca del Gatehouse. El fuerte sonido de la música retumbaba en su pecho y no la ayudó a sentirse mejor notar al hombre que tenía a su lado, tan cerca que podía sentir el roce de sus vaqueros contra su trasero cada vez que la fila avanzaba.


–No estés tan nerviosa y deja de moverte –dijo Pedro rozando con su aliento el pendiente que caía contra el cuello desnudo de Paula–. Estás muy bien.


–Gracias –respondió ella fríamente, aunque era él la razón de ese nerviosismo.


Las puertas se abrieron y las luces se encendieron sobre sus rostros. La fila avanzó y Paula aprovechó para alejarse un poco de él. Las puertas se cerraron y de nuevo se oyó el golpeteo de la música contra ellas.


–Te decía en serio que tenías que haber contratado un guía para que te llevara a dar un paseo de noche por Cradle Mountain en lugar de venir a la fiesta preboda.


–No pasa nada.


–Mira –dijo ella bajando la voz por si los jovencitos que tenía delante eran de la boda de su hermana–, no será más que un puñado de lugareños que me pellizcarán la mejilla y que me recordarán que estaba presente cuando bajé desnuda por Main Street. Te vas a aburrir como una ostra.


Cuando él no respondió inmediatamente, lo miró y vio que los músculos de su mandíbula estaban muy tensos.


–¿Que bajaste desnuda por Main Street?


–Tenía dos años y no me apetecía que me bañaran esa noche.


–¿Eras una alborotadora?


–No. Era la niña perfecta. Estudiosa, educada y agradable. Fui a clase de baile y canto durante cuatro años porque mi madre quería, aunque tengo un oído pésimo y dos pies izquierdos. En compensación, me esforzaba al máximo cuando tenía que actuar y eso solía pasar delante del pueblo entero.


–¿Pasáis? –preguntó el gorila de la puerta.


Paula se dio cuenta de que eran los primeros de la fila y de que ella seguía pegada a su jefe como si estuvieran en medio de una multitud.


–Claro.


–Acaba con ellos –dijo el gorila sonriendo.


Paula esbozó una sonrisa y por primera vez esa noche se sintió como si ya no fuera la niña de dos años ni el chicazo del pueblo.


–¿Sabes qué? Es exactamente lo que voy a hacer.


El chico carraspeó y se sonrojó y, solo cuando ella asintió, le abrió la puerta.


Pedro posó una mano en la parte baja de su espalda y le dio un empujoncito para que avanzara.


–Alguien tiene un fan por aquí –murmuró contra su oído una vez estuvieron dentro y la música que antes retumbaba tras la puerta pasó a convertirse en un ruido tan fuerte que apenas pudo soportarlo.


–No es verdad.


–Ese gorila de ahí cree que esta noche estás mejor que bien. Cree que estás guapísima. Y lo sabes.


Paula se sentía tan aturdida por esa profunda voz que le susurraba al oído que por un momento le sorprendió hasta ser capaz de hablar.


–¿Qué?


–Que tiene razón.


El club parecía que iba a reventar, muy al estilo de Tasmania. Tuvieron que gritar para oírse.


Había hombres con vaqueros manchados de polvo de cobre de la mina entremezclados con mujeres y hombres con trajes de ejecutivo, veinteañeros con sus mejores galas y turistas bien arreglados.


Y después estaba Paula.


Tal vez Pedro no había ido a una boda en su vida, pero sí que había asistido a muchas despedidas de soltero y supo que jamás dejaría sola allí a la estudiosa, educada y agradable Paula… ¡y mucho menos con lo guapa que estaba!


Llevaba los ojos maquillados con tonos suaves y los labios rosa brillante, una melena alborotada que parecía resplandecer cada vez que se movía, y un traje que se ceñía a todas las partes de su cuerpo.


Esa historia de correr desnuda por Main Street había hecho que Paula se situara en primera plana en su mente y, además, en 3D y en Technicolor. Y en cuanto a su perfume… hacía que las aletas de su nariz se inflaran como las de un caballo cada vez que se movía.


Si había ido a Tasmania en busca de un revolcón, entonces lo conseguiría. Sin necesidad de girar la cabeza, podía ver a una docena de hombres mirándola y mirándolo a él.


Porque él iba con ella, protegiéndola, tal y como había prometido que haría.


Se acercó más y le puso las manos sobre los hombros mientras ella comenzaba a abrirse camino entre el gentío. 


Su melena caía sobre sus dedos, tan sedosa, y los pulgares de él descansaban sobre su cálido cuello. Quería dejarles claro a todos que estaba con ella porque si uno de esos hombres la conquistaba durante ese fin de semana, Paula tendría razones suficientes para pensar que trabajar sesenta horas semanales era una forma de sadomasoquismo.


La agarró con más fuerza y Paula debió de notarlo porque se giró hacia él con las cejas enarcadas. Él ladeó la cabeza hacia el bar y le indicó que necesitaba una copa.


Ella le respondió con una amplia sonrisa e, incluso en la semioscuridad del lugar, la luminosidad de sus ojos destacó con claridad.


¡Ya podían esperar todos esos hombres! Paula no sería para ellos.


La multitud se agolpaba a su alrededor y entonces, como si salido de la nada, un tipo que llevaba una bandeja de cervezas y que parecía haberse tomado unas cuantas, pasó por su lado y Pedro rodeó a Paula por la cintura para echar su cuerpo a un lado y evitar que una copa de cerveza se vertiera sobre ella. Encontró un lugar más despejado alrededor de una impresionante columna cubierta por hiedra falsa y la llevó hasta allí. Estaban demasiado juntos y tenían las respiraciones entrecortadas; las pupilas de Paula estaban tan oscuras que él no pudo encontrar ni un atisbo de color verde en ellas. Un mechón de pelo le caía sobre la mejilla y él se lo colocó detrás de la oreja, ahí donde sabía que a ella le gustaba.


–Estás acostumbrándote a acudir a mi rescate y yo podría acostumbrarme fácilmente a ello.


–Pues no lo hagas –respondió él impactado ante el apremiante deseo de no apartar la mano de su cintura–. No lo he hecho por galantería, he pensado en mi propio beneficio todo el tiempo y en lo que tendría que haber tenido que soportar si te llegas a empapar de cerveza.


Ahora se lo imaginaba: su piel brillando, su camiseta blanca transparente, su lengua deslizándose entre sus labios para limpiar de ellos el líquido ámbar que los cubría.


¡Nunca antes se había excitado con tanta rapidez!


Pero se trataba de Paula. La mujer cuyo trabajo estaba diseñado para quitarle complicaciones a su vida. Paula, cuyo cabello olía a manzana, cuyos suaves labios rosados estaban separados de ese modo tan seductor. Paula, que estaba mirándolo con esos grandes y brillantes ojos.


Finalmente, y muy despacio, apartó la mano de su cuerpo y la colocó en un lugar más seguro: el bolsillo de sus vaqueros. La otra la apoyó en la columna, por encima de la cabeza de Paula.


–Ahora –dijo con una voz más profunda que el océano–, ¿aún quieres una copa?


Ella asintió y su cabello cayó seductoramente sobre sus hombros. Pedro tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no acercarla los centímetros necesarios para tomar esos suaves labios rosados.


–¿Un Boston Sour?


Ella volvió a asentir y una ráfaga de ese impresionante perfume pasó por delante de su nariz. Se agarró a la columna con tanta fuerza que sintió la pintura deshacerse bajo sus dedos.


–Supongo que tú tomarás cerveza. De importación y con una rodaja de lima.


Sus palabras iban acompañadas de una sonrisa y un flirteo que jamás había visto en Paula.


–Quédate aquí. No te muevas. No te he salvado de ese idiota borracho para que te moleste otro en cuanto te deje sola.


Acababa de apartarse cuando Paula alzó una mano y le quitó una pelusa imaginaria de la camisa.


–Tanto si quieres admitirlo como si no, bajo la fachada de tipo duro eres un hombre muy agradable y honesto.


A través del algodón de su camisa, las uñas de Paula rozaron su pecho y él apretó la mandíbula con tanta fuerza que sintió un calambre en la sien.


¿Agradable? Para nada. Lo cierto era que la dura relación que Paula tenía con su madre había derribado inesperadamente sus defensas y, movido por un nada común sentimiento de solidaridad, había sentido que no tenía más opción que ayudarla. Pero no estaba siendo agradable. Estaba tomando posiciones en una batalla cuyas líneas estaban desdibujándose peligrosamente deprisa. 


Había llegado el momento de marcar los límites y dejarlos perfectamente claros, para que ella entendiera lo muy cerca que estaba del fuego.


–Cielo, cuidar de ti este fin de semana es como una póliza de seguro para mí. Quiero que estés en tierra firme este martes, lista para trabajar en lugar de estar con resaca, con nostalgia e invadida por el romanticismo de una boda. Eso es. Fin de la historia. ¿Crees que tu madre es egocéntrica? No es nada comparada conmigo.


Bajó la mano hasta que quedó sobre su hombro y sus rodillas se rozaron. Ese contacto hizo que saltaran chispas entre los dos y que le subieran por la pierna hasta despertarle un intenso dolor en la entrepierna. Ella se ruborizó mientras la música tronaba a su alrededor y la atmósfera se volvía excesivamente cargante. Él quería darle una lección a su protegida, pero por el contrario, el esfuerzo de controlarse hizo que le ardieran los músculos.


La mano de Paula se posó sobre su pecho, aunque no para apartarlo, y si el martilleo de su corazón no fue suficiente advertencia para ella, se preguntaba hasta dónde tendría que llegar para demostrárselo.


Demasiado tarde pensó que tendría que haberse ido en cuanto habían bajado del avión, en cuanto había sido consciente de que estarían solos en la isla.


De pronto, ella pasó por debajo de su brazo y fue hacia la pista de baile. Pedro debería haberse sentido aliviado, pero no era muy habitual que una chica saliera corriendo de su lado.


Echó a caminar para seguirla cuando el sonido de una nueva canción lo hizo detenerse en seco. Esa particular combinación de notas removió algo en su interior y en su mente vio a una mujer de pie sobre un banco de cocina, con la mano extendida hacia una copa de vino, un paño en el hombro y balanceándose de un lado a otro mientras cantaba al ritmo de la pequeña radio. ¿Una de sus tías? No. Cocina equivocada.


La mujer de su mente se giró, pero no pudo verle la cara, aunque tampoco hizo falta. Era la cocina de su madre y la decepción de su madre pareció bombardearlo.


Diciéndole sin palabras que para ella no era más que un constante recordatorio de que se había quedado embarazada joven y que su padre había salido huyendo en cuanto se había enterado; que era culpa suya que su vida no hubiera salido tal y como ella se había esperado.


«¡No, no, no!», gritó una voz familiar en el límite de su consciencia.


Se obligó a volver al presente para ver a Paula con sus ceñidos pantalones tobilleros, sus sexys tacones de aguja, el cabello cayéndole sobre los hombros, las manos tapándole los oídos y la boca abierta. Al verla, el insoportable recuerdo se disolvió. Era justo lo que necesitaba en ese momento. 


Ella era justo lo que necesitaba.


–¿Estás bien? –le preguntó poniendo una mano sobre su brazo.


La calidez de Paula bajo sus dedos disipó los fríos recuerdos y, egoístamente, deslizó la mano hasta la seductora curva de su cintura. Ante esa caricia tan íntima ella abrió los ojos de par en par y lo miró. Estaba ruborizada. Sus ojos brillaban confusos, pero, sobre todo, curiosos.


Pedro tuvo que esforzarse al máximo por controlar su intensa respuesta sexual porque, de lo contrario, se la habría echado a los hombros cual cavernícola y la habría llevado a la habitación. A su habitación compartida.


La canción cambió y Paula parpadeó como si hubiera salido de un trance. Después, sacudió un brazo hacia el escenario del karaoke y gritó para que la oyera.


–No puedo verlo bien, ¿pero es mi madre?


–¿Te refieres a la persona que está cantando?


Paula asintió frenéticamente.


Pedro miró y vio a la madre de Paula sobre el escenario interpretando un clásico de Cliff Richard mientras contoneaba las caderas y saludaba a la pequeña multitud que la animaba como si fuera una estrella del rock. Un hombre se unió a ella en el escenario; un hombre lo suficientemente joven como para ser el hermano de Paula. 


Aunque a juzgar por cómo se juntaban el uno al otro, Pedro supuso que no compartían parentesco.


–Sí que es ella –le respondió guardándose el detalle del jovencito.


La triste, contenida y acusatoria mujer que se disipaba en su mente y la efervescente madre de Paula no podían haber sido más opuestas, pero estaba claro que a ninguna de ellas podrían haberle dado el título de mejor madre del año.


Instintivamente, se acercó más a Paula como para protegerla de la multitud y, cuando ella no se apartó, la rodeó con más fuerza por la cintura acercándola tanto que pudo respirar ese sexy perfume. Después, ella se apoyó en él haciendo que las curvas de su cuerpo encajaran en las suyas y una pulsátil sensación comenzó a vibrar en su entrepierna.


¿Quién estaba jugando con fuego ahora?


–Venga, pequeña. Vamos a tomarnos una copa.


Apenas habían dado dos pasos cuando los detuvo un grupo de gente y a Paula la apartaron de Pedro dejando un intenso frío ahí donde antes había habido una sensual calidez.


Él se metió las manos en los bolsillos y vio cómo, uno tras otro, iban abrazándola. Tenía razón: su carrera desnuda por Main Street era muy recordada.


Al cabo de un minuto, Paula le lanzó una mirada de disculpa, pero él sacudió la cabeza como indicándole que no pasaba nada. Y así era. Ver que otros eran acosados, y no él, era toda una novedad.


La atención siempre le hacía ponerse nervioso. No era algo que hubiera buscado nunca y, por supuesto, no era algo que se mereciera. Y aunque lo hubiera merecido, nunca había sabido cómo reaccionar ante esas muestras de afecto y lo único que había hecho siempre era quedarse petrificado. 


Paula, por el contrario, recibía esas muestras de cariño como si se las esperara, como si fuera su derecho. No pudo evitar sentir envidia de ella porque verla ruborizada, riéndose, deleitándose con la compañía de todos esos que habían sido testigos de su vida indicaba que tenía un lugar al que poder decir que pertenecía, mientras que él no.


Paula se había alejado de todo aquello, pero podría volver a tenerlo si elegía quedarse en casa para siempre.


De pronto, Elisa saltó al centro de esa multitud y agarró a su hermana mientras gritaba:
–¡Quiero presentaros a alguien!


Y con un gesto de la mano invitó a otro hombre a unirse al círculo. Pelo castaño claro, hoyuelos, brazos de luchador, veinticinco años como mucho. El prometido de Elisa, supuso Pedro. Pegaban. Eran un par de cachorrillos felices.


–Ella es Paula –dijo Elisa rodeando a su hermana por los hombros y mirándola con emoción antes de mirar a… No, no era su prometido.


–Soy Roberto –dijo el Hoyuelos–. El padrino. Elisa, te quedaste corta al describir lo guapa que era tu hermana –y con un susurro añadió–: Es un bombón.


Elisa se rio y pellizcó a Paula en el brazo mientras que Paula hacía lo que podía por fingir que no lo había oído. Pedro se sentía cada vez más furioso.


–Encantada de conocerte, Roberto –dijo tendiéndole la mano.


El Hoyuelos le estrechó la mano… ¡y se la besó! Elisa aplaudió y Paula sonrió educadamente. Pedro no se movió.


–Pedro, él es Pedro Alfonso, el jefe de Paula. Está ocupando el puesto de la tía abuela Maude.


Pedro se sintió desanimado, jamás le habían hecho una presentación tan poco entusiasta.


Los dos hombres se dieron la mano y Hoyuelos se la apretó con demasiada fuerza. «Chulo». Pedro le dio al chaval un último apretón antes de soltarlo y no pudo ocultar la sonrisa cuando el chico se estremeció.


–¿He oído que eres instructor de aerobic? –preguntó
Pedro.


–Entrenador personal –respondió Roberto ajeno, al parecer, al intencionado desaire.


Paula, por el contrario, se dio cuenta… y ¡mucho! Es más, tosió al mismo tiempo que le daba un fuerte pisotón a Pedro con uno de sus tacones de aguja.


Mientras Elisa hablaba maravillas del hotel, Paula echó la mano atrás y la posó sobre el muslo de Pedro, que se tensó.


–¡Y, madre mía, cómo canta tu madre! ¿Verdad? –dijo Roberto dándole a Paula un suave puñetazo en el brazo.


Paula parpadeó sorprendida, casi como si hubiera olvidado que estaba allí.


–¿Cómo dices? Oh, sí. ¡Sí que sabe cantar!


–Estaba cantando en un club cuando nuestros padres se conocieron –apuntó Elisa–. Estaba practicando para su número de Miss Tasmania y él pidió The Way you Look Tonight, que es la canción favorita de mi madre. Fue amor a primera vista.


–Parece que vuestro padre era un hombre inteligente –dijo Roberto acercándose a Paula.


Pedro tuvo que contenerse para no apartarla de ese tipo. 


Una fría mirada tenía que bastar aunque parecía que Roberto no era tan idiota. Le lanzó una sonrisa a Pedro, de esas que decían «ven si te atreves».


–¿Vosotras dos también tenéis la voz de un ruiseñor? – preguntó Roberto mostrando sus hoyuelos.


–No, no. Por Dios, no. Soy alérgica a los micrófonos y tengo miedo escénico.


–Entonces, ¿eso es un «no»?


Paula se rio.


–Más bien un «no» gigante.


Roberto sonrió y Elisa soltó una risita alegre.


Antes de saber qué hacer, Pedro agarró a Paula por el cinturón de sus pantalones y sus uñas rozaron la curva de sus nalgas. Ella dio un respingo antes de agarrarle la mano.


Él se esperaba que se la hubiera apartado de un golpe, o que le infligiera un daño más letal con sus zapatos, pero tampoco podría culparla. Se había pasado de la raya al querer ponerle límites a su propiedad, y sin embargo, al cabo de un instante, ella seguía con la mano sobre la suya o incluso podría decirse que se había acercado más, tanto como para que él pudiera ver que su cuello había adquirido un tono rosado y pudiera sentir su respiración. Tanto como para quedar atrapado por el aroma de su perfume.


En lo que concernía a la emoción de la aventura, ese momento que estaba viviendo ahora era indecente, tentador y, sin una estrategia de escape a la vista, algo que iba totalmente en contra de sus intereses.


Se preguntó hasta dónde podría llegar en esa semioscuridad y con Elisa y el Hoyuelos y medio pueblo mirándolos, y hasta dónde le permitiría llegar esa versión vampiresa de Paula. 


Tenía el pulso tan acelerado que apenas podía ver con claridad.


–Hablando del rey de Roma… –dijo Elisa con una voz tan chillona que lo hizo volver bruscamente a la realidad.


Al mismo tiempo se giraron hacia el escenario del karaoke donde estaban sonando los primeros acordes de The Way You Look tonight con el inconfundiblemente tono de Virginia.


Aún con la mano metida entre sus pantalones, Pedro sintió a Paula tensarse y no le extrañó por qué. Virginia estaba cantando la canción de los años cuarenta que sus hijas asociaban con su difunto padre y estaba cantándola junto a otro hombre. No sabía de dónde provenía, pero una auténtica furia lo envolvió. Una furia que apenas podía controlar.


Se acercó más a Paula sintiendo la necesidad de decirle… no sabía qué exactamente… ¿Que comprendía su decepción? ¿Que él también la había sentido? ¿Que el único modo de sobrevivir a ella era endurecerte tanto por dentro hasta convertirte en una roca?


No, no le diría nada de eso. No podía. Ni siquiera aunque prácticamente estuviera viéndola derrumbarse ante sus ojos.


–Por favor, que alguien le recuerde que es la boda de su hija… no el lugar donde cazar a su próximo marido.


Y él sintió como si un par de gélidas manos estuvieran estrujándole el pecho. La aventura del momento había quedado relegada por una realidad demasiado cruda para su gusto.


Apartó la mano y salió del círculo de gente para comenzar a dar palmadas y llamar la atención de todo el mundo.


–¿Quién quiere una copa? Invito yo.


–Hay barra libre, tonto –dijo Elisa.


–Mejor aún. ¿Qué va a tomar la novia?


–Un Black Russian.


–Genial. Yo, cerveza y un Boston Sour para Paula.


–Ey, esa era la bebida favorita de papá –dijo Elisa.


Pedro miró a Paula que, con un profundo suspiro, se giró dándole la espalda al escenario.


–Era un hombre con un buen gusto… exceptuando en una ocasión…


Lo miró y él no pudo apartar los ojos de ella cuando le dijo:
–¿Roberto? ¿Cuál es tu bebida favorita?


–Mataría por un tequila.


Paula esbozó una sonrisa que a punto estuvo de convertirse en una carcajada. Tenía una sonrisa fantástica, una sonrisa contagiosa y por ello Pedro sintió cómo sus mejillas respondían del mismo modo.


–Bueno, Roberto, mientras esperas tu chupito de tequila, deberías preguntarle a Paula por su carrera desnuda por Main Street. Es todo un clásico.


La sonrisa de Paula desapareció y se le encendieron las mejillas mientras, con los labios apretados, lo miraba y sacudía la cabeza sin decirle nada, como dejándole claro que iba a caerle una buena…


Y con esa imagen en mente, con esa oscura promesa, él se giró en dirección a la barra.


¡Cuánto podían cambiar las cosas en un día!


Había pasado menos de un día desde que imaginarse a Paula pasando un fin de semana con su familia, celebrando una boda en una isla que ella claramente adoraba, lo había asustado lo suficiente como para ir tras ella y renunciar al viaje a Nueva Zelanda que tenía planeado desde hacía tanto tiempo. Visitar Tasmania era un movimiento comercial inteligente para su empresa, pero no se podía negar que estaba allí básicamente para echarle un ojo. Ya que perderla de su equipo en ese momento era exactamente la clase de drama que menos necesitaba en su vida. No tenía tiempo de buscar a un nuevo empleado que pudiera sustituirla con todos los proyectos que tenían entre manos.


Encontró un hueco libre en la barra y una camarera que lo vio, se arregló el pelo, sonrió y fue a atenderlo ignorando a los que estaban delante.


Le dijo lo que quería y le dio el número de su habitación. Ella fingió anotarlo en su mano… o tal vez no estaba fingiendo. 


Era muy guapa y vivía a cientos de kilómetros, pero él no sintió nada. Qué raro…


Una vez pedidas las bebidas, sus pensamientos volvieron ahí donde los había dejado antes.