jueves, 24 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 12




—Yo abriré —gritó Paula mientras atravesaba el living para contestar el timbre de la puerta del frente. Había dejado a Pedro en la cocina para lavar los platos del desayuno cuando ella y Juana entraron en el aula para comenzar la clase.


Habían transcurrido tres días desde la escena en el lavadero, pero cualquier recuerdo de ese momento le aceleraba el pulso y el ritmo respiratorio a Paula, y eso le molestaba mucho. Cuidadosamente evitó a Pedro a propósito cada vez que pudo. Lo que más la irritaba era que a él le resultaba muy divertida esa forma de evitarlo.


Él la seguía. Observaba cada uno de sus movi­mientos y calculaba sus reacciones frente a cualquier situación dada. 


Paula, por su parte, le mostraba su enojo con frecuencia, pero con ello sólo conseguía que Pedro riera y la provocara aun más.


Paula abrió la puerta del frente y saludó al hom­bre grandote y barbado de pie del otro lado del umbral.


—¡Juan! Pasa.


—Gracias, Paula. Espero no interrumpir nada.


—No. Juana y yo estamos por empezar la clase, pero eso puede esperar. Ella querrá verte. ¿Sabes?, eres una de sus personas favoritas —dijo Paula y le sonrió a ese hombre al que ella, privadamente, le había puesto el apodo de "gigante bondadoso".


Cierta tarde, Juana y ella caminaban por las calles de Whispers cuando su atención se vio atraída por una tienda de artesanías. El propietario era Juan Meadows: un hombre grandote con hombros an­chos, pecho imponente y un par de piernas como troncos de árboles. Su pelo color marrón oscuro le llegaba casi a los hombros y se fusionaba con una barba frondosa. Un par de ojos marrones y tristes miraban el mundo debajo de cejas tupidas.


Incongruente con su tamaño, que debería resultar intimidante, su disposición era bondadosa y su modo de hablar, suave. Él quedó inmediatamente cautivado con la joven pelirroja que entró en su tienda de la mano de una criatura de aspecto angelical.


La tienda era pequeña, estaba abarrotada de cosas y olía a madera y barniz. Juan fabricaba muebles, así como también hermosas tallas de madera. Sus manos grandes y peludas manejaban con maestría las intrin­cadas herramientas de su oficio.


Paula quedó encantada cuando él le habló a Juana en lenguaje de señas, y los tres desarrollaron enseguida una rápida amistad. Varios días por semana, cuando Paula tenía algo que hacer en la ciudad, ella y Juana visitaban a Juan mientras él trabajaba.



Juana salió corriendo alegremente del aula cuan­do Paula le informó que tenían visita. Se precipitó hacia donde estaba Juan, quien se agachó y alzó a la pequeña por sobre la cabeza con sus brazos fornidos. Juana aulló de gozo.


Esa risa aguda hizo que Pedro se asomara de la cocina y observara con curiosidad al hombre de ove­rol que sostenía a su hija con tanta familiaridad.


—Te traje un regalo, Juana, le dijo Juan por señas cuando la bajó al suelo y se apoyó en una rodilla junto a ella. Metió la mano en uno de los bolsillos profundos de su overol y extrajo una caja envuelta en papel tisú.


Juana la tomó con timidez y miró hacia Paula en busca de aprobación.


—¿Qué le dices a Juan, Juana? —preguntó Paula.


—Gracias, señaló Juana.


Juan le contestó: De nada.


—Vamos, ábrelo —dijo Paula cuando Juana se puso a juguetear con la cinta roja que rodeaba el paquete. 


La chiquilla rió por lo bajo al ver que los adultos indulgentes la miraban. Rompió la cinta y el papel del paquete y levantó la tapa. Adentro había tres figuritas que representaban una familia de osos. 


Juana dejó escapar un pequeño sonido de ooooh mientras sacaba de la caja con reverencia esas tallas de madera.


—Pensé que podrías usarlas coordinadas con un cuento. Hay un papá oso, una mamá oso, y un pequeño osito —dijo Juan con su sonrisa bondadosa y su voz suave.


—Juan, son preciosas —comentó Paula y se aga­chó para inspeccionar las figuras—. Ya lo creo que podré usarlas, y agrego mi agradecimiento al de Juana. Ella las atesorará durante mucho tiempo, estoy segura.


—Me parece que no hemos sido presentados —interrumpió Pedro con una voz cargada de sarcasmo.


Se acercó a Juan y le tendió la mano.


—Soy Pedro Alfonso, el padre de Juana.


¿Era la imaginación de Paula, o Pedro había acen­tuado la relación con su hija?


—Lo siento, Pedro. No te vi o los hubiera presen­tado —dijo Paula—. Éste es Juan Meadows, un amigo de Juana y mío. Es un artesano en madera y tiene una tienda encantadora aquí, en Whispers. Juana y yo entablamos amistad con él en la primera semana de nuestra llegada, y desde entonces lo hemos visitado cada vez que vamos a la ciudad.


—Hola, señor Alfonso. —La mano de Juan rodeó la de Pedro. —Es un placer conocerlo. Tiene una hija preciosa. He disfrutado mucho de su compañía, para no mencionar la de Paula. —Sus ojos marrones la miraron con evidente afecto. Ni él ni Paula notaron el temblor en la mandíbula de Pedro ni el brillo de furia que apareció en sus ojos verdes.


—¿Cuánto hace que vive en Whispers? —preguntó Pedro.


Juan volvió a mirar a Pedro con cortesía.


—Desde que abandoné el college. Hace alrededor de ocho años.


—¿Cuántos años estudió en el college? Sin duda se graduó en varias especialidades.


Paula no podía creer que Pedro se mostrara tan rudo con Juan. Deliberadamente lo azuzaba, y ella no entendía por qué. Lo miró con furia, pero él tenía la vista fija en Juan y no le prestó atención.


Juan no parecía molesto por la hostilidad de Pedro y le contestó con amabilidad:
—Sólo me licencié en filosofía.


—Mmmm —dijo Pedro, con lo cual no dejó dudas de lo que pensaba—. Eso lo explica.


Paula estaba furiosa con él, pero controló el enojo de su voz y le preguntó a Juan:
—¿No quieres tomar asiento y beber una taza de café?


—No, gracias. Tengo que volver para abrir la tienda. Ya llevo una hora de retraso, pero quería traerle estas cosas a Juana. —Miró a la pequeña, que estaba sentada en el suelo conversando con su familia de osos, sin que la tensión que existía entre los tres adultos la afectara. —También quería avisarte que no podré cumplir con nuestra cita de los martes por la noche. Tengo que ir a Santa Fe a recoger algu­nos suministros. Es posible que deba quedarme allí varios días.


Por el rabillo del ojo, Paula vio que Pedro se erguía y cruzaba los brazos sobre el pecho en señal de fastidio.


—Está bien, Juan. Iremos a verte cuando regreses.


—Muy bien. —Le sonrió a ella y luego miró a Pedro. —Fue un gusto conocerlo, señor Alfonso. Pase por la tienda alguna vez.


—Dudo que esa ocasión se dé, pero lo recordaré. —Miró a Paula con sorna antes de agregar: —Y ahora que estoy viviendo aquí, también dudo que Paula y Juana lo vean muy seguido. Me propongo mantenerlas ocupadas.


Paula estaba llena de furia y de vergüenza. Las implicaciones de las palabras de Pedro eran claras, y a Juan no se le habían pasado por alto; la miró con expresión de desconcierto y, después, sus cejas tupidas se alisaron sobre sus ojos marrones, que reflejaron sólo comprensión, sin rastros de censura.


Paula tuvo ganas de abrazarlo por su bondad y su tolerancia innatas.


Juan se arrodilló al nivel de Juana y ambos intercambiaron varias frases. Paula trató de atraer la atención de Pedro, pero él, intencionalmente, man­tuvo la vista apartada y se puso a examinarse el pulgar con total concentración.


—Lamento haber demorado tu clase, Paula —dijo Juan al ponerse de pie—. Espero verte pronto.


—Gracias de nuevo por venir y traerle el regalo a Juana. Vuelve pronto —dijo ella, sinceramente.


Juan miró a Pedro, quien se limitó a asentir y a decirle:
—Señor Meadows —pero sin repetir la invitación que Paula le había hecho.


Juan devolvió la inclinación de cabeza de Pedro y dijo:
—Paula.


Después, transpuso la puerta y bajó los escalones del porche.


Paula cerró la puerta con suavidad y controló el impulso de golpearla con la furia que deseaba dirigir a Pedro. Giró lentamente para enfrentarlo. Él la es­peraba con las manos en las caderas.


Paula estaba que volaba de furia, y le tembló la voz cuando dijo:
—Estuviste increíblemente rudo con ese hombre agradable y considerado, y quiero saber por qué.


—Y yo quiero saber por qué has estado arrastrando a mi hija a andar con un hippie de mediana edad.


—¡Hippie! —gritó ella, indignada—. ¿En qué libro de historia encontraste eso?


—Pertenece a la década del sesenta, por el amor de Dios. Es un tipo sucio y peludo. Es un milagro que no usara collares de cuentas. Y que se llame Juan. El Amado —ridiculizó—. Los de su clase no pueden salir adelante en el mundo real, así que se convierten en estudiantes profesionales o hibernan en ciudades de montaña y se llaman artesanos. Pare­ce un yeti. O el tío peludo de los Adams.


—Usted lleva bigote, señor Alfonso —señaló ella.


—El mío no tiene rastros de dentífrico —le gritó él.


—¡Acabas de decir que es sucio! Decídete.


Él la fulminó peligrosamente con la mirada y se le acercó con dos zancadas. Le tomó los brazos y la acercó a él.


—¿Qué es eso de que tienes una cita con él todos los martes por la noche? ¿También llevaste a Juana en esas ocasiones?


—Así es. Todos los martes por la noche, Juan mantiene su tienda abierta una hora más tarde. Nos encontramos con él cuando cierra y vamos a comer juntos.


—Estoy seguro de que, siendo un hombre tan agradable y considerado —dijo Pedro, despectiva­mente—, te habrá traído siempre a casa. ¿Cuánto tiempo se queda entonces aquí? ¿A la mañana si­guiente abre su pequeña tienda una hora más tarde?


Lo que Pedro estaba sugiriendo era tan absurdo que, si Paula no hubiera estado tan enojada, se le habría reído en la cara.


—Eso no es asunto tuyo —saltó ella.


—¡Vaya si lo es! ¡Ésta es mi casa!


—No todo el mundo es esclavo de sus instintos más bajos... como usted, señor Alfonso —lo acusó Paula con mordacidad.


—Yo te mostraré mis instintos más bajos —gru­ñó él—. Hace mucho tiempo que deseo hacerlo. —Volvió a apresarla, y esta vez Paula no tuvo forma de escapar. Los brazos de Pedro apretaron los de ella al costado de su cuerpo. Los esfuerzos de li­brarse eran inútiles, pero Paula apretó los labios y los dientes y le negó el beso que él buscaba con su boca apremiante.


Al cabo de un momento prolongado, él levantó la cabeza. 


Paula tenía los ojos bien cerrados, pero la curiosidad pudo más y los entreabrió. Vio la cara de Pedro encima de la suya.


—Tienes miedo de besarme, ¿verdad? Sabes lo que te ocurre cada vez que lo haces, y luchas contra ello, ¿no es así?


Paula no podía creer tanta audacia y engreimiento.


—¡No! —exclamó. Él sonrió y dejó caer los brazos.


—Entonces demuéstramelo —la provocó—. Bésa­me y convénceme que no te produce un cosquilleo en todo el cuerpo. —En sus ojos había una expresión desafiante mientras él la miraba de arriba abajo y se demoraba en los lugares que sabía que reaccionarían ante un beso suyo.


Si él hubiera tratado de obligarla a que lo besara, Paula podría haberse resistido; pero fue precisamente el tono burlón lo que tuvo efecto sobre ella. No podía darle la espalda. La furia que sentía había llegado a un punto de ebullición. Era obvio que no podía luchar físicamente con él y ganarle, pero podía vencerlo de otra manera. Le demostraría que no sucumbía ante sus encantos como les pasaba a las otras mujeres. Le mostraría que no era susceptible a su sexualidad.


Los ojos de Paula se entrecerraron y parecían carbones encendidos cuando levantó los brazos y tomó la cabeza de Pedro entre las palmas de sus manos. Vaciló un momento, pero cuando él arqueó una ceja, ella siguió adelante en forma todavía más decidida. Para él, todo eso seguía siendo un juego.


Le rozó los labios con los suyos. Él no respondió y pareció dejarle la iniciativa. Paula le mordisqueó los labios debajo del bigote y sintió que él se estremecía apenas, lo cual la impulsó a no detenerse.


Con la lengua le delineó los labios hasta que por fin se abrieron. Antes de que la sensatez o el sentido común pudieran detenerla, Paula le metió la lengua entre los dientes. 


Se dijo que era sólo un reflejo condicionado y no una suerte de shock eléctrico lo que la hizo tomarle la cabeza con más fuerza y ba­jársela más cerca de la suya. Era una reacción física y no una necesidad emocional lo que llevó su cuerpo contra el de Pedro hasta que sus pechos quedaron muy apretados contra el torso de Pedro.


Movió la cabeza y buscó su boca con la lengua. Todavía él no la había rodeado con los brazos. Él tenía una actitud complaciente pero de no partici­pación.


Los sentidos de Paula se bamboleaban. Había aceptado el desafío de Pedro pero luchaba para no convertirse en víctima de su propia estrategia. Hasta el momento, no había logrado quebrar la indiferen­cia de Pedro. La sangre que fluía con rapidez por sus venas era la suya; y no era la cabeza de él la que pulsaba con el ritmo y la vibración de un tambor, una pesadez palpitante en el centro de su cuerpo era una prueba certera de que ella era una mujer que respondía a un hombre.


Pero no podía permitir que él se diera cuenta; debía conseguir que él respondiera y ocultarle su reacción. La causa estaría perdida para siempre si ella no ganaba esa batalla.


Con los labios siguió jugueteando con la boca de Pedro antes de desplazarse a su mentón y su cuello.


 Tímidamente bajó la mano e investigó el triángulo que estaba en la base de su garganta. Con curiosidad exploró el vello áspero de su pecho. Haciendo a un lado toda cohibición, y diciéndose que sus acciones se debían al deseo de ganar y no a un viejo anhelo de tocarlo, deslizó la mano dentro de la camisa de Pedro y pasó los dedos sobre los músculos, debajo de esa mata de vello oscuro.


La respiración de Pedro se aceleró y Paula oyó un leve gemido de angustia. ¡Espléndido!, Pensó. Está funcionando. 


Sin darse cuenta de su propia temeridad, llevó los labios a ese hueco en el cuello de Pedro que sus dedos conocían tan bien y lo exploró con la boca.


Su mano encontró ese botón duro y marrón oculto bajo el vello del pecho y jugueteó con él.


Un gemido animal grave brotó de la garganta de Pedro un instante antes de que sus brazos la abra­zaran y la aprisionaran contra él con una ferocidad asombrosa. Los brazos de Paula le rodearon el cuello en el momento en que la boca de Pedro se fusionaba con la suya y sus cuerpos hacían otro tanto.


Él le introdujo la lengua en la boca como para reclamar lo que era suyo y disipar cualquier objeción que pudiera sugerir lo contrario. La necesidad de demostrar indiferencia ya había desaparecido. Paula supo que la partida había terminado y estaba dis­puesta a reconocer su derrota si Pedro la seguía besando de esa manera. Con gusto quedaría sofocada bajo esa agresión celestial.


Juana fue la que los trajo de vuelta a la realidad. Jugaba con la familia de osos que Juan le había regalado cuando vio que su papito y Paula se estaban besando. Se puso de pie y empezó a tironear del pantalón de Pedro, reclamando atención y queriendo participar de ese nuevo juego divertido.


Pedro se apartó de Paula y se quedó mirándola un buen rato. 


Sus ojos estaban velados por el deseo, y entonces ella se dio cuenta de que la victoria no era de ninguno de los dos. 


Su beso lo había perturbado y excitado tanto como a ella el que él le había dado.


Juana no aceptó que no le prestaran atención y siguió tratando de pasar a primer plano. Pedro apartó la vista de Paula y se agachó para alzar a su pequeña.


—¿Quién es esta personita? ¿Quién es la que no me deja tranquilo ni un minuto? —preguntó Pedro con tono juguetón y le hizo cosquillas a Juana en el estómago. Ella pasó un brazo regordete por el cuello de Pedro, y otro por el de Paula, uniendo así las tres cabezas en un beso ruidoso. 


Soltó una carca­jada y volvió a hacerlo. Esa ceremonia del beso se repitió varias veces hasta que todos reían a más no poder.


—Creo que hoy habrá asueto de clases, ¿no estás de acuerdo? —le preguntó Pedro a Paula por encima de los rizos rubios de Juana—. Ese auto me está costando demasiado dinero para dejarlo estacionado afuera. ¿Por qué no vamos a Alburquerque para que yo lo devuelva en la compañía de alquiler de autos? Cenaremos en alguna parte y después volveremos. ¿Crees que Juana podrá soportar el viaje?


—Seguro que sí. De todas formas, necesita un descanso. ¿Qué te parece que me ponga? —Lo pre­guntó porque no sabía si debía ir de jeans y esperar cenar hamburguesas o usar ropa más formal para hacerlo en un restaurante elegante.


Él le recorrió el cuerpo con la vista.


—Me da lo mismo —dijo. Y, con los ojos, le dijo que ella podría, incluso, no ponerse nada encima.


Pese a la pasión que había exhibido apenas mo­mentos antes, Paula se puso colorada y alzó a Juana.


—Estaremos listas dentro de media hora —dijo deprisa y subió muy rápido las escaleras.







SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 11




Cuando el siguiente encontronazo tuvo lugar algunos días después, fue mucho más intenso que el primero.


Paula había escrito una carta a sus padres después del desayuno, y quería meterla en el buzón antes de que pasara el cartero. Le explicó a Juana que esa mañana la clase empezaría un poco más tarde y la mandó arriba a jugar en su cuarto. Pedro estaba en el patio de atrás. Paula terminó la carta, la puso en el buzón y subió a buscar a Juana. En el camino, de pronto se dio cuenta de que la chiquilla se había mantenido misteriosamente invisible y extraordina­riamente callada durante la última media hora.


Juana no estaba en su cuarto, y Paula sabía que tampoco estaba en la planta baja. Al entrar en su propio dormitorio, oyó suaves murmullos procedentes del cuarto de baño. Al acercarse a la puerta, quedó estupefacta ante el espectáculo que se presentó a sus ojos.


Juana había abierto todos los recipientes de los maquillajes de Paula, se los había aplicado en la cara y después dejado potes y frascos abiertos sobre el tocador. Su rostro de querubín parecía la paleta de un pintor. Se había puesto sombra para párpados, lápices de cejas y delineador de ojos en grandes cantidades. Tenía las mejillas y la frente pintadas con rubor, brillo para labios y bases de maquillaje de tonos diversos. Lociones, cremas y polvos estaban untados o diseminados por la cubierta de mármol del tocador, formando un caos increíble pero fragante.


Cuando Juana vio la cara de Paula en el espejo, comprendió que el juego había terminado. Con poco éxito trató de tapar un pote de crema nutritiva que se había aplicado con liberalidad en las rodillas. En vano tomó un pañuelo de papel tisú y trató de limpiar el tocador. Al ver que no lo lograba sino que agrandaba la superficie sucia, su labio inferior empezó a temblar y la pequeña miró a su maestra con expresión de súplica.


—Juana —dijo Paula, muy seria— ¡te portaste muy mal! ¡Lo que hiciste es pésimo, y estoy muy enojada contigo! —agregó, mientras le hacía las señas correspondientes, asegurándose de que la pequeña la entendiera. —¿Sabes por qué estoy furiosa contigo? —le preguntó.


Juana asintió y comenzó a gemir de vergüenza.


Paula la obligó a mirarla.


—Te castigaré para que la próxima vez recuerdes que no debes tocar las cosas de otra persona. ¿Te gustaría que yo revolviera las cosas de tu cuarto? ¿Quieres que rompa tus juguetes?



Juana sacudió la cabeza.


Paula la llevó al tocador, la sentó encima y puso a la pequeña de rodillas. Después, golpeó tres veces su trasero con la palma de la mano. A esa altura, ya Juana lloraba a moco tendido.


—¿Qué demonios haces? —preguntó Pedro desde la puerta.


Paula alzó a Juana y trató de abrazarla, pero la pequeña corrió a los brazos de su padre, quien en ese momento fulminaba a Paula con la mirada.


Ella le contestó, muy calma:


—Creo que salta a la vista. Le estoy propinando a Juana una paliza bien merecida.


—No vuelvas a hacerlo jamás —le ordenó seca­mente mientras seguía palmeando la espalda de su hija, que le lloraba sobre el hombro.


—Ya lo creo que lo haré, y te agradeceré mucho que cuando lo haga no vengas y la rescates.


—Ella no puede entender por qué la castigas.


—¡Por supuesto que puede! —saltó Paula, cada vez más enojada—. ¿Crees que la dejaría hacer una cosa así sin castigarla? ¿Dónde acabaría todo?


Pedro ya había colocado a Juana de pie en el piso y ahora miraba a Paula con las manos en las caderas.


—¿Qué eres tú? ¿Una sádica? ¿Obtienes placer en castigar a criaturas discapacitadas?


Paula sintió que la furia bullía en su cuerpo y que la sangre desaparecía de su cara.


—Imbécil presumido —le gritó por entre sus dientes apretados—. ¿Cómo te atreves a acusarme de una cosa así? —Dio un paso adelante con la mano hacia atrás, con la intención de abofetearlo. —¿Cómo te atreves a...?


La interrumpió Juana, que comenzó a tirar del jean de Paula.


—Auwy —suplicó. Paula bajó la vista y vio que Juana le mostraba un tubo de lápiz de labios que había limpiado y al que le había colocado la tapa. La chiquilla le dijo, por señas: Lo siento.


Paula olvidó al padre de Juana y se arrodilló para abrazar a la pequeña. Apartó los rizos de ese rostro surcado por las lágrimas.


—Yo también lamento lo sucedido. ¿Me ayudarás a limpiar y ordenar todo? —le preguntó, y Juana asintió exageradamente y comenzó a recoger los pañuelos de papel sucios que cubrían la alfombra.


Paula se puso de pie y miró a Pedro, dispuesta a continuar con su andanada, pero vio que su expresión había cambiado. Ya no la desafiaba ni estaba eno­jado. Miraba a su hija, y lentamente levantó la vista hacia Paula.


Sus ojos le comunicaron algo que ella no logró descifrar. 


Paula descubrió en esas profundidades verdes un brillo de comprensión. Él conocía los propósitos que la guiaban, y más o menos había entendido sus objetivos. Pero la comprensión total se le escapaba, y Pedro buscó en su rostro, en sus ojos, ese elemento que le faltaba.


Demasiado pronto, a él pareció perturbarlo esa susceptibilidad poco común, y Paula vio que un velo le cubría los ojos antes de que Pedro apartara ense­guida la vista.


—Las dejaré a las dos solas —murmuró al aban­donar la habitación.


*****


Durante los siguientes días no hubo ningún problema importante. Paula siguió impartiéndole clases a Jennifer todas las mañanas, y Pedro sólo apareció en contadas ocasiones.


Paula se alegró al comprobar que las líneas de cansancio que le rodeaban a él los ojos poco a poco desaparecían, y que parecía más distendido que cuando había llegado. Ya no usaba las chaquetas de corte europeo y las camisas con monograma; en cambio, su uniforme era un par de jeans desteñidos que no hacían nada por ocultar su virilidad, sino que más bien la ponían de manifiesto. Las camisas y botas tipo cowboy lo hacían parecer uno de los nativos de esa aldea de montaña.


Él bromeaba con ella y la provocaba con insinua­ciones, pero no volvió a hacerle propuestas directas. Paula se dijo que era un alivio, pero por momentos la fastidiaba la capacidad que tenía Pedro de no prestarle atención, cuando ella, en cambio, cada vez estaba más consciente de él.


Cierta mañana, tarde, Betty se ofreció a llevar a Juana y a sus dos hijos a un picnic. Paula le agra­deció esa oportunidad de descansar y sabía que Juana disfrutaría de la salida. Sin dudarlo un instante, dejó a Juana a cargo de Betty.


Una caminata por el bosque no sería mala idea, se dijo Paula mientras comía un sandwich para el al­muerzo. Era un día fresco de otoño, y los álamos exhibían un color dorado glorioso. Decidió aprove­charlo.


Al pasar junto al lavadero al salir, oyó que Pedro silbaba en voz baja. Paula asomó la cabeza por la puerta para decirle que se iba, pero se quedó mirán­dolo, atónita, al ver lo que estaba haciendo.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó.


Al oír su voz, él se dio media vuelta y le sonrió.


—Hola. ¿Dónde está Juana?


—Fue a un picnic con Betty —respondió ella con aire ausente. Luego se recompuso y volvió a pre­guntar con severidad: —¿Qué estás haciendo? —El tenía en la mano uno de los corpiños transparentes de ella.


—¿Qué te parece que hago? —preguntó él con sarcasmo y pronunciando bien cada palabra—. Estoy separando la ropa para lavar. Ésta es una casa democrática y me propongo cumplir con mi parte de la tarea. —Levantó el corpiño por los breteles y lo contempló con el entrecejo fruncido


—Pero... baja eso... es mi... —La perturbó tanto verlo tocando una prenda íntima suya, que no pudo completar su pensamiento.


—Bueno, no creí que fuera de Juana —se burló él—. Y sabía que no era mío. —Observó la etiqueta que llevaba la prenda. —"Rosa polvoriento". ¿Por qué no lo llaman directamente rosa? Y esto —dijo y tomó una bombacha muy escueta— es color "nar­ciso". ¿Por qué no simplemente amarillo?


—¡Por favor, deja de toquetear mi ropa interior como un degenerado! —gritó ella—. Yo lavaré mis cosas.


—No te preocupes, Paula —dijo Pedro con un irritante tono condescendiente—. Sé que estas cosas no se deben lavar en el lavarropas. Hasta sé que hay que hacerlo con agua fría y un detergente suave. No trabajé siete años en ese teleteatro sin aprender algo. —Se estaba burlando de ella, y Paula golpeó un pie en el piso de la furia. 


Pedro... —dijo, con tono amenazador.


Él observaba de nuevo la etiqueta del corpiño.


—Treinta y cuatro B. No es demasiado grande, ¿verdad? —preguntó. Su mirada se detuvo en los pechos de Paula y los evaluó con ojo clínico. El impacto no habría sido mayor para ella si se los hubiera tocado. —Pero, bueno —prosiguió él—, quedarías bastante rara con pechos enormes. Seguro que te caerías por el peso.


Lo dijo con voz indiferente, pero el brillo de sus ojos contradecía ese desinterés.


—Veamos —dijo, y arrojó el corpiño en el lava-ropas.


Antes de que Paula tuviera tiempo de adivinar su propósito, él se le acercó y cerró los ojos. Por el tacto, con las manos encontró sus pechos y las cerró sobre ellos. Con las palmas, describió círculos lentos y perezosos. La acarició con ternura, apretando los dedos en esa suavidad. Cuando sintió la esperada reacción, abrió un ojo y la miró.


—Tal como pensaba —susurró—. Perfectos treinta y cuatro B. —Sus labios se fusionaron con los de ella en un beso que prometía tanto como cumplía. Los labios de Paula estaban abiertos y listos para él, con una pasión semejante a la suya.


Los músculos de los muslos de Pedro se apretaban contra la tela de sus jeans y oprimían los de ella cuando Paula se arqueó contra su cuerpo. La mano curiosa de él le exploró la columna hasta instalarse en la curva de su cadera y aprisionar el cuerpo de ella contra su virilidad.


Las manos de Paula le rodearon el cuello y le bajaron la cabeza hacia la suya. Luego giró la cabeza para que el bigote de él acariciara sus facciones; le rozó el mentón, los labios, la nariz; le acarició los pómulos y coqueteo con sus párpados.


Pedro entró en el juego de Paula hasta que su deseo por ella superó su generosidad. Apresó su boca y la penetró con la lengua, y metió la mano en su cabellera.


—Paula, no puedes imaginar la tortura que esto es para mí —dijo al apartar la boca y apoyársela contra la oreja.


La intensidad del deseo que ella sintió fue tan grande que de pronto Paula tuvo miedo de su propia respuesta. Sabía que Pedro estaba más allá de todo razonamiento, pero uno de los dos debía mantener la cordura. Si las cosas siguieran así, tal vez quedaría satisfecha la necesidad que ella tenía de él, pero el precio sería demasiado alto. No podía permitir que eso sucediera.


Pedro —dijo, con un sollozo—, no debemos hacerlo.


La respiración de él era irregular cuando le dijo, al oído:
—Sí, debemos. Si no lo hacemos, explotaré.


Pedro, por favor —dijo ella con desesperación, y trató de apartarlo—. No, no —le suplicó, porque todavía estaba en peligro de volver a ese nivel en que la pasión teñía todo pensamiento racional.


Él levantó la cabeza y la miró con furia. Las manos que le sostenían los brazos eran como bandas de acero.


—¿Por qué? Maldición, ¿por qué? —dijo y la sacudió—. ¿Te causa placer hacerme esto? —gritó y oprimió las caderas contra ella.


Paula tragó fuerte y apartó la vista de esa mirada penetrante.


Había sentido el inequívoco poder del deseo de Pedro, y eso había incrementado el suyo. Ella habría querido decir: "Si me amaras, yo haría el amor contigo enseguida. Pero no puedo reemplazar a un fantasma. No puedo permitir que me lastime alguien que sólo me necesita cuando se le antoja".


Pero no podía decir nada de eso. Aunque pudiera, no cambiaría nada; él seguiría amando el recuerdo de Susana.


Pedro, sabes que no es prudente que juguemos de esta manera con fuego. Si nos involucráramos, yo tendría que dejar a Juana. Estoy viviendo contigo, pero sólo en el sentido de que compartimos la casa. Samuel trató de convencerme de que viviera con él antes de que nos casáramos. Yo no pude hacerlo entonces y tampoco puedo ahora. Sé que es anticuado, pero así me educaron.


—¿Ah, sí? Bueno, a mí me han educado muchas veces en los últimos tiempos, y no tengo cómo demostrarlo, salvo por el dolor que siento en los riñones.


—Qué desagradable —dijo Paula, impresionada por su crudeza—. ¡Suéltame!


Él la apartó con rudeza y dio un paso atrás. Para sorpresa de ambos, Paula lo siguió y cayó contra su pecho. Él la rodeó con los brazos.


—¿Qué...? —empezó a preguntar Paula cuando Pedro soltó una carcajada.


—No sé a quién le debo esta recompensa, pero parece que estamos soldados.


—¿Qué? —preguntó ella con incredulidad.


—Las hebillas de nuestros cinturones se engan­charon —explicó él.


Paula bajó la vista y vio que Pedro tenía razón: las hebillas metálicas de los cinturones de ambos se habían enganchado durante el abrazo.


Ella lo miró, azorada.


—¿Qué hacemos?


Esas palabras divirtieron a Pedro.


—Bueno, podemos pasar un rato muy divertido —dijo, y calló cuando ella abrió los ojos, alarmada—. O podemos tratar de desengancharlas —agregó—. En cualquiera de los dos casos, no puedo ver lo que hago. Mueve el torso para que yo alcance a ver.


Cuando los pechos de Paula lo rozaron, ella levantó la cabeza para ver si él lo había notado, y la sonrisa encantada y divertida de Pedro le confirmaron que así era.


—¿Ves lo divertido que puede ser? —se burló él.


—Apresúrate, por favor —lo regañó Paula—. ¿Qué pasaría si la casa se incendiara en este momento?


—Les daríamos a los bomberos algo de qué hablar durante años.


Pedro...


—Está bien, está bien —dijo, mientras estudiaba las hebillas de metal lo mejor que podía desde ese ángulo—. Desliza tu mano en la cintura de mis jeans —dijo por fin.


Paula lo miró con expresión escéptica.


—Sí, claro —dijo, secamente.


Él no pudo evitar una sonrisa de oreja a oreja.


—No bromeo. Desliza la mano detrás de mi hebi­lla, y cuando yo te diga, tira hacia afuera.


Paula suspiró y lo miró con cautela mientras tra­taba de meter la mano dentro de los jeans ajustados de Pedro. El faldón de la camisa estaba abierto debajo del cinturón de los jeans, y la mano de Paula se topó con piel tibia cubierta con vello sedoso. Sin darse cuenta, su vista subió hasta el cuello de la camisa, que dejaba ver vello oscuro y áspero. El contraste fue como un golpe de electricidad. Instin­tivamente, sus dedos se movieron debajo de esos jeans ajustados para seguir investigando.


Los ojos de Pedro se oscurecieron un instante, y un músculo de su mandíbula se movió, pero él enseguida miró hacia las hebillas enganchadas.


—Ahora yo haré esto —dijo él mientras deslizaba la mano en la cintura de los jeans de Paula. Ella jadeó y contuvo la respiración, con lo cual creó un vacío en su estómago y le dio más libertad a la mano de Pedro.


—Sólo estoy haciendo lo que es necesario —dijo él con tono mojigato. Pero sus dedos se movieron contra la piel suave del abdomen de Paula, y ella sintió que la sangre le golpeaba en las venas.


—Vuelve a mover la cabeza hacia la izquierda —le dijo, muy cerca. Su aliento le abanicó los mechones de pelo cobrizo de la sien. En respuesta a los curiosos dedos de Pedro debajo de sus jeans, los pechos de Paula se apretaron contra su torso. Ella no pudo levantar la vista y mirarlo.


—Está bien... ahora presiona hacia afuera mi hebilla —dijo él. Paula lo hizo mientras los dedos de él hacían lo mismo con la de ella. Pocos segundos después se oyó un sonido metálico cuando las hebi­llas se soltaron.


Paula sacó enseguida la mano. La de Pedro abandonó la calidez del lado de adentro de los jeans de Paula mucho más lentamente, pero ella se apartó enseguida de él.


Con las manos en las caderas, Paula preguntó:
—¿Dónde estaba la dificultad? ¿Por qué no podría haber tirado yo de mi hebilla y tú de la tuya?


Él se encogió de hombros y se recostó contra el lavarropas.


—Supongo que podrías haberlo hecho, pero los codos nos habrían molestado y yo no habría podido ver lo que hacía. —Sus ojos comenzaron a brillar. —Y no habría sido tan estimulante.


—Tú... tú... —tartamudeó ella, golpeó el suelo con el pie y lo empujó para poder recuperar su ropa interior—. De ahora en adelante, yo lavaré mi propia ropa, gracias.


Cuando ella salió, furiosa, del lavadero, las carca­jadas de Pedro la siguieron.