martes, 26 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 37





Pero dos horas después, semiescondida tras las cortinas del restaurante, observó con el corazón roto cómo el hombre que la había hecho vibrar y hacer conocer la pasión salía del hotel, se metía en una limusina oscura y se marchaba. Pedro regresaba a su mundo, a su vida, y ella debía continuar con la suya y olvidar.


Lo ocurrido entre ellos simplemente ocurrió. No merecía la pena darle vueltas a algo que no había sido nada, excepto una intensa atracción sexual.


Pasaron un día, dos, cinco, diez, quince, veinte y así hasta un mes.


Un tremendo mes en el que Pau lo recordó todos los días. Cerraba los ojos y cada canción que escuchaba le hacía sentir lo sola que estaba y lo mucho que lo echaba de menos. ¿Cómo se podía haber enamorado de aquel hombre? ¿Por qué no podía olvidarlo y continuar con su vida?


Había escuchado cientos de historias de personas que se enamoraban el primer día y se casaban al quinto, y nunca las creyó. Nunca había creído en el flechazo, pero allí estaba ella ahora, enamorada hasta las trancas: era un amor imposible, que estaba a más de mil kilómetros de distancia y del que, con seguridad, nunca más volvería a saber.


Continuó saliendo con sus amigos. Ellos, sin preguntar por el trajeado con el que la habían visto los últimos tiempos, volvieron a hacerla sonreír y, como pudo, Paula sobrevivió a unos recuerdos que se negaban a abandonarla ni un solo día.


Cuando algún chico de su edad intentaba ligar con ella, ella lo miraba sin comprender por qué lo que antes le gustaba ahora le desagradaba por completo.


¿Estar con Pepe le había atrofiado el gusto?


MI DESTINO: CAPITULO 36






Al día siguiente, cuando se levantó para irse a trabajar, todo un nubarrón de sentimientos le hizo saber que no iba a ser un buen día.


Debía enfrentarse a verlo en el hotel y eso la destrozó.


En la ducha intentó relajarse, pero le fue imposible. No podía olvidar aquello de «no es nadie importante».


¿Sería gilipollas?


Al salir de la ducha y comenzar a vestirse, recibió un mensaje en el móvil. Al cogerlo vio que era de Pedro.


«Salgo para Londres. Siento no poder despedirme.»


Incrédula, leyó el mensaje veinte veces más. Sin duda, para él era ¡nadie! Ni siquiera se iba a molestar en despedirse de ella.


Sin entender lo que había ocurrido, llegó a trabajar al hotel. Allí todo continuaba tan normal como siempre y, cuando vio a la secretaria en el restaurante, le preguntó por la precipitada marcha del jefe. Ésta, a nivel de cotilleo, le comentó que, al parecer, había surgido un problema con la exmujer de Pedro y que éste había tenido que regresar inmediatamente.


Descorazonada por todo y en especial por no entender nada, sonrió y decidió proseguir con su trabajo. Era lo mejor.


Dos días después, el dolor por su lejanía, por no saber nada de él y por sus últimas palabras la habían calcinado y finalmente se convenció de que el rollito con su jefe se había acabado y ahora tendría que pagar las consecuencias de haber cometido aquella locura. Sin duda, ella había sido la tonta camarera que le había hecho los días más agradables durante su estancia en Madrid, nada más.


Así paso una semana. Siete horrorosos días en los que realmente sintió que no había sido para él nadie importante e intentó salir con sus amigos para no pensar y olvidarse de él. 


Algo imposible. Pedro le había calado hondo.


Pero una de las mañanas, mientras recogía con el carrito las bandejas de comida que los huéspedes habían dejado en las habitaciones ahora vacías, al entrar en una de ellas oyó a sus espaldas:
—Hola, Paula.


Aquella profunda voz le puso la carne de gallina y, al darse la vuelta, lo vio. Ante ella estaba el Pedro trajeado que ella había conocido, tan guapo y serio como siempre. Pau, confundida, sólo fue capaz de decir:
—Hola.


Sin moverse de su sitio, ambos se miraron hasta que él dijo:
—He hecho un viaje relámpago sólo para verte.


—¿Por qué?


—Porque te mereces una explicación, ¿no crees?


Paula, sin poder evitarlo, posó su mirada en sus labios... aquellos labios carnosos y tentadores que la habían hecho jadear de placer.


Atrapada en un bucle de emociones, suspiró. No sabía si quería explicaciones. Su frialdad al no acercarse a ella hablaba por sí sola y necesitaba salir de allí urgentemente.


Las opciones eran saltar por encima de la cama o pasar junto a él.


Finalmente decidió que la más sensata era la segunda. Dio un paso hacia adelante, pero Pedro extendió el brazo y le cortó el paso.


—Paula...


Sus respiraciones ante su cercanía se aceleraron. Se miraron y entonces ocurrió lo que llevaban días anhelando cada uno de ellos en la distancia, y el beso llegó.


En la quietud de la habitación y durante unos segundos, disfrutaron del manjar prohibido que tanto los atraía. Sus lenguas chocaron como dos trenes de alta velocidad y el vello del cuerpo se les erizó, deseosos de algo más.


La pasión, la locura y el frenesí les pedían que continuaran, y Pedro, aprisionándola contra el armario, paseó sus manos por su cuerpo dispuesto a no parar. Paula, gozosa del momento, ahondó en su beso, pero de pronto una puerta se cerró y los trajo de vuelta a la realidad y, como si se quemaran, se separaron.


—Paula...


La joven le tapó la boca con una mano. Le prohibió hablar y, cuando los pasos del exterior se alejaron, Pedro continuó:
—Mi exmujer hizo una locura al enterarse de que estuve con Agustina estando con ella y...


—¡No me interesa! —lo cortó.


—Escúchame.


—¡No!... No quiero hacerlo. No me interesa saber ni de ti, ni de tu ex, ni de tu amante.


—Paula... —Suspiró con gesto cansado.


Enrabietada por todo, ésta lo miró y siseó:
—¡No soy nadie importante! ¿Acaso lo has olvidado?


Pedro maldijo. Ella jamás le perdonaría aquel desafortunado comentario.


—Si dije eso fue para no inmiscuirte en el problema —aclaró—. Si Agustina te relacionaba conmigo o el hotel, se lo diría a su padre, que es consejero, y te ocasionaría problemas sin estar yo aquí.


—¿Y qué? ¿Acaso puede hacerme algo peor que despedirme?


Desesperado, Pedro intentó acercarse pero ella siseó:
—No te acerques o juro que vas a conocer a Pau la Loca.


Convencido de que era capaz de lo que decía, se paró e insistió:
—Escúchame, cielo...


—¡No soy tu cielo! Sólo soy la simple y joven camarera que no cree en cuentos de hadas ni princesas, con la que lo has pasado muy bien durante tu estancia en Madrid —musitó entre dientes. No podía gritar o todo el hotel se enteraría. Furiosa, susurró—: Has tenido muchos días para ponerte en contacto conmigo y darme esa explicación que ahora pretendes ofrecerme, pero te ha dado igual. No has pensado en mis sentimientos. No has pensado en cómo podía estar. Sólo has pensado en ti, en ti y en ti, y ahora no quiero saber nada. ¿Entendido? Ahora sólo quiero que te vayas, que me dejes en paz y que te olvides de mí.


Pero Pedro, deseoso de ser sincero, intentó hablar con ella; Paula, finalmente, tras soltarle un derechazo que lo hizo retroceder, dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—Aléjate de mí y déjame continuar con mi vida.


Sin mirar atrás y rabiosa, salió de la habitación dejando a Pedro totalmente bloqueado y noqueado. ¿Cómo lo podía haber hecho tan mal?


Roja como un tomate maduro, la joven llegó hasta el carro donde llevaba las bandejas que había ido recogiendo de las habitaciones y, sin mirar atrás, se alejó. No quería verlo.






MI DESTINO: CAPITULO 35




Al día siguiente, cuando Paula llegó a trabajar, se sorprendió al no ver a Pedro allí, pero se alegró cuando apareció un par de horas
después. Esta vez iba vestido con su inseparable traje oscuro y su corbata.


Su aspecto era serio. Demasiado serio y, cuando la miró, no esbozó ni una tímida sonrisa, y eso la mosqueó.


¿Qué había ocurrido?


Durante el día no lo vio. Estuvo reunido en su despacho y no bajó a comer ni pidió que nadie le subiera nada. A Paula los nervios la comenzaron a atenazar. ¿Y si había ocurrido algo con Agustina?


Cuando su turno de trabajo terminó, mientras caminaba hacia su coche recibió un mensaje: «A las ocho en mi casa».


Como un reloj, a las ocho de la noche ella llamaba al portero automático y luego entraba en la cara finca de la calle Serrano. Al salir del ascensor, Pedro la estaba esperando. Sólo vestía un vaquero de cintura baja y no llevaba nada en el torso.


«Qué sexy», pensó Paula mientras él la besaba.


Al entrar, Paula se sorprendió al oír música... y sonrió al reconocer que se trataba del cedé que ella le había regalado en Toledo. Eso le gustó.


Y se sorprendió aún más al ver una preciosa mesa para dos preparada en el salón, iluminado por una vela.


—Pensé que te gustaría cenar conmigo aquí.


Encantada, asintió. Nada le apetecía más que aquella intimidad.


—Desnúdate —le pidió él.


Sorprendida por aquello, lo miró y él aclaró:
—Cenaremos desnudos. No quiero privarme de nada el rato que estemos juntos.


Al ver su ceño fruncido, ella se acercó y preguntó:
—¿Has tenido un mal día?


Pedro asintió.
—Sí. Pero sé que tú y tu sonrisa lo van a mejorar.


Abrazándolo por aquel bonito cumplido, Paula sonrió y cuchicheó:
—Haré todo lo que pueda para que disfrutes este rato y olvides todo lo que necesitas olvidar.


—Gracias, cielo —murmuró satisfecho por aquella positividad.


Tras besarse, comenzaron a desnudarse cuando de pronto sonó el portero de la casa. Ambos se observaron y Pedro afirmó:
—No espero a nadie.


Entre risas, Paula se terminó de desabrochar la camisa y pocos minutos después sonaron unos golpes en la puerta de la casa. Se miraron y ambos oyeron la voz de Agustina que decía:
Pedro, amor. ¡Abre! Sé que estás ahí. Oigo la música y tenemos que hablar urgentemente.


Él maldijo. ¿Qué demonios hacía Agustina allí?


Rápidamente, Pau se comenzó a abrochar la camisa ofuscada, lo miró y siseó:
—¡Qué hace ella aquí!


—No lo sé —murmuró él.


Molesta por aquella intromisión, volvió a indagar:
—¿Qué es eso de que tenéis que hablar?


Desconcertado por aquello, no contestó; susurró, mientras se abrochaba los pantalones:
—Te he dicho que no lo sé.


Cada instante más enfadada, Agustina aporreó la puerta de nuevo y finalmente Pedro gritó:
—Un segundo... estoy saliendo de la ducha.


Agustina, al oírlo, puso los ojos en blanco y cuchicheó:
—Amor, ni que nunca te hubiera visto desnudo.


—¡Será perra! —se quejó Paula al oír lo que decía.


En ese instante sonó el móvil de Pedro. Era su padre. Lo cogió y, tras atender una corta llamada que lo hizo blasfemar, miró a la joven que tenía delante y anunció:
—Paula, tienes que marcharte.


—¿Por qué? ¿Qué ocurre?


Con un gesto que la chica no supo descifrar, repuso:
—Ha ocurrido algo...


—¿Qué ha pasado?


Pedro, sin responder ni mirarla, fue hasta la puerta y, al abrir, Agustina entró y dijo:
—Amor... ha sucedido algo horrible. —Acto seguido clavó sus ojos en la muchacha que estaba frente a ellos y preguntó con gesto tosco—. Y ésta, ¿quién es?


Durante unos segundos, Pedro y Paula se contemplaron. Justo empezaba a sonar la canción Sé que te voy a amar.Ella quería ver cómo la presentaba, pero finalmente, él se puso una camisa que había cogido del sillón y respondió:
—No es nadie importante, Agustina. Vámonos.


Bloqueada por aquella contestación, Paula lo miró. Y mientras Pedro empujaba a la otra para salir de su casa cuanto antes, con un extraño gesto, miró a Paula y añadió:
—Cuando salgas, cierra la puerta, por favor.


Dicho esto, se marchó dejándola totalmente desconcertada debido a lo que había dicho de que no era nadie, mientras la canción hablaba de despedidas, ausencias y llanto.


Con piernas trémulas, se sentó en una silla y se dio aire con la mano.


¿Ella no era nadie importante?


Temblando de rabia, cogió un vaso de la mesa, lo llenó de agua y, tras beber, respiró hondo y murmuró:
—Vete a la mierda, Pedro Alfonso.


Dicho esto, apagó la música y las luces y salió de la casa con el corazón roto.