lunes, 23 de agosto de 2021

QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 38

 

Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo de la cazadora y estaba a punto de entrar cuando una camioneta se detuvo detrás de la furgoneta de él.


Pau no esperaba ninguna entrega.


—¿Quién…? —musitó.


—¿Te importa si llevo esto directamente a la cocina? —preguntó Pedro—. No quiero que el sorbete se derrita.


—Claro —distraída, observó a una mujer mayor acercarse con un ramo de flores grande.


—¿Paula Chaves? —preguntó.


Cuando Pau asintió, la mujer le entregó un arreglo de rosas. Durante un momento, Pau se quedó demasiado aturdida para hablar.


—Aguarde —dijo cuando la mujer retrocedió por los escalones—. Espere que vaya a buscar mi cartera.


—Todo está pagado —repuso con una sonrisa—. Disfrútelas.


Confusa, llevó el ramo dentro. ¿Quién le enviaría flores en esa época del año? No era su cumpleaños.


¿Podía ser que Damián hubiera experimentado un tardío ataque de arrepentimiento por romper el compromiso de forma tan brusca? ¿Tenía que buscar en el cielo cerdos que volaran o finalmente el infierno se había congelado a pesar de las señales del calentamiento global?


Cuando dejó el ramo en la cocina, Pedro hurgaba en los armarios.


—¿Tienes un cazo para la sopa? —preguntó—. ¿Cómo te arreglas sin un microondas?


—Mira en el cajón debajo del fogón —extrajo la tarjeta—. Ahí tengo una cazuela —añadió distraída.


Él dijo algo más, pero ella no le prestó atención, estaba demasiado ocupada leyendo el mensaje manuscrito.


Perdóname. Pedro.


Ceñuda, se volvió para estudiarlo. Él le devolvió la mirada con la cazuela en una mano.


¿Qué lamentaba, las cosas que había dicho o el beso que las había precedido? Tocó uno de los delicados capullos. Eran blancos y cada capullo tenía un reborde rosa.


—Son preciosas —susurró—, pero no eran necesarias.


—No estoy de acuerdo —repuso con voz suave. Luego carraspeó y se ocupó de la sopa—. El sorbete de naranja está en el congelador —agregó con su voz normal—. Es bueno para la garganta irritada.


—¿Por qué estás aquí? —quiso saber ella.


—¿Los platos hondos y las cucharas?


Al parecer, no tenía intención de contestar a su pregunta. Señaló en silencio. Tarareando, puso la mesa para dos. Ella permaneció mirando las flores. Alrededor del jarrón había atada una cinta rosa. Unas ramitas blancas formaban un delicado contraste con el verde oscuro de las hojas. Él removió la sopa, sirvió agua en los vasos y encontró unas galletas saladas.Después de servir los dos platos, retiró la silla que había frente a Pau y se sentó. El plato que había depositado delante de ella olía demasiado bien para poder resistirlo.


—¿Le llevas sopa a todos tus empleados enfermos? —preguntó Pau, sosteniendo la cuchara con una mano que le temblaba.


Él frunció el ceño.


—¿Tú qué piensas?


La primera cucharada se deslizó por la garganta de Pau, pero apenas notó el sabor.


—¿Por qué has venido? —insistió.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 37

 

Cuando Pau volvió a despertar a media mañana, el dolor de cabeza había desaparecido y ya no sentía que tuviera arena en los ojos. Se dio una ducha, se recogió el pelo en una coleta que ajustó con una cinta elástica y se puso un chándal viejo de color lavanda que debería haber tirado hacía tiempo.


Yendo hacia la cocina con sus zapatillas de conejo, miró la nevera medio vacía sin un atisbo de entusiasmo. Ya fuera por los nervios o por un virus, seguía sin sentir bien el estómago. Una sopa sonaba bien, pero se le habían agotado y no las había repuesto. Quizá sirvieran una tostada y té.


El sonido de un vehículo al detenerse ante su casa la distrajo. No podían ser Karen o su hermana; las dos la hacían en el trabajo. Curiosa, fue a la ventana delantera y apartó un poco la cortina.


«Oh, no».


Una llamada a la puerta la sobresaltó, llevándose una mano al corazón. ¿Había ido para comprobar si realmente estaba enferma? ¿Para despedirla?


Bajó la vista al chándal y se echó el pelo hacia atrás mientras él volvía a llamar. Su jeep estaba delante de la casa, de modo que sabía que se encontraba dentro. ¿Podría decirle luego que estaba dormida y que no lo había oído?


Se mordió el labio inferior, tratando de pensar, cuando sonó el teléfono.


—¿Hola?


—Soy yo —dijo Pedro—. Te he traído caldo de pollo. Tengo entendido que obra maravillas con la gripe.


—No tengo hambre —sonó como una niña enfadada—. Gracias de todos modos —añadió a regañadientes.


—Pau, tenemos que hablar —él volvió a llamar a la puerta—. Vamos, déjame pasar.


¿Cómo podía recibirlo con esa pinta? Superficial o no, necesitaba la seguridad que daba un maquillaje atractivo y una ropa adecuada.


—La sopa se está enfriando —insistió él.


El estómago de Pau eligió ese momento para crujir de un modo que habría enorgullecido a un león.


—¿Podrías dejarla en la entrada? —preguntó esperanzada.


—Ni lo sueñes —repuso Pedro con voz ronca—. Te prometo que me comportaré. Sabes que deseas tomarla.


Pau cortó la llamada y abrió la puerta. Pedro seguía con el móvil en una mano y dos bolsas de plástico en la otra.


—¿Puedo pasar? —preguntó con expresión tímida.


—Sí, de acuerdo —resignada, ella retrocedió y abrió aún más la puerta. Aunque ella no lo estuviera, al menos la cabaña se hallaba razonablemente ordenada.



QUIERO TU CORAZÓN: CAPÍTULO 36

 

Pau abrió los párpados a la mañana siguiente después de pasar una noche larga y miserable, tratando sin éxito de olvidar la escena humillante de la noche anterior. Quiso taparse la cabeza con la manta, pero en vez de eso se sentó y sacó las piernas por el costado de la cama. Le dolía la cabeza, la luz le hacía daño en los ojos, hinchados de tanto llorar, y el movimiento lograba que su estómago se bamboleara como un barco en una tormenta.


Gimiendo, trastabilló hacia el diminuto cuarto de baño, en parte aliviada porque las náuseas le brindaran una razón legítima para faltar al trabajo por encontrarse mal.


No se sentía con valor para encarar a Pedro en ese momento, no después del estallido de la noche pasada. Sólo podía esperar que un día fuera suficiente para dejarlo atrás y fingir que besarlo no había tenido importancia.


Desde luego, no el acontecimiento devastador causante de todo lo sucedido con posterioridad.


La garganta le ardió al recordar la frialdad en el tono de él cuando le había sugerido que esperara hasta que se lo pidiera antes de dar por hecho que quería tener sexo con ella.


El recuerdo volvió a encenderle el rostro ¿Lo había juzgado erróneamente, tal como él afirmaba? Presionó las yemas de los dedos sobre sus sienes palpitantes. ¡No! Movió la cabeza, luego gimió cuando el movimiento reverberó en su estómago. Fueran cuales fueren sus intenciones, el beso lo había afectado tanto como a ella, de eso no le cabía duda.


Encontró un frasco de ibuprofeno en el botiquín y se tragó un par de grageas ayudada con agua. Luego regresó al dormitorio y miró la hora. Rezando para que contestara Nina y no Pedro, llamó al trabajo.


Pedro alzó la vista del diario agrícola que había estado hojeando entre los recorridos que hacía a la parte delantera del edificio para ver si Pau había llegado.


—¿Sí, Nina? —al ver a la contable en el umbral, su tono hosco reflejó el estado de ánimo que lo embargaba.


Si ella lo notó, lo soslayó.


—Ha llamado Pau —expuso—. Tiene la gripe y hoy no va a venir.


Pedro sintió como si de repente le hubieran extraído el aire de los pulmones.


—¿Es todo lo que dijo?


Nina asintió.


—La pobrecilla sonaba cansada.


—De acuerdo, gracias.


Después de que Nina se marchara, giró el sillón para poder contemplar las montañas a través de la ventana. No había dormido mucho, probablemente porque su conciencia lo había mantenido despierto. De camino al trabajo, se había sentido tentado a parar en la floristería, pero no quería hacer nada que potenciara la especulación entre los empleados. Ni que Pau se sintiera aún más incómoda.


Los maquinistas en particular formaban un grupo bullanguero y ya había oído a varios tratar de coquetear con Pau siempre que podían encontrar una excusa para ir a la oficina. No le dirían nada abiertamente a él a pesar de la atmósfera informal en el trabajo, pero la idea de que se pudieran realizar comentarios a espaldas de ella bastaba para incrementar su malhumor. Sentía ganas de empuñar un martillo y descargar su frustración en un trozo de metal.


Llevarle a Paula regalos personales al trabajo quedaba absolutamente descartado.


A las once lo llamó un amigo para preguntarle si quería que almorzaran juntos. Estaba a punto de aceptar con la esperanza de que la distracción mejorara su disposición, cuando tuvo una idea súbita.


—Lo siento, Lee —repuso, mirando su reloj de pulsera—. De hecho, ya estaba saliendo.


Aceptando postergar la comida para finales de semana, cortó; sintiéndose mejor, buscó una dirección. Sin darse tiempo para reconsiderarlo, recogió la cazadora y fue al despacho de Nina.


—Estaré fuera un par de horas —le dijo.


Después de una rápida parada en la droguería y en su charcutería favorita, miró las direcciones que había sacado de Internet y se dirigió fuera de la ciudad.