domingo, 11 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 14





Pedro no tuvo necesidad de ver marcharse a Paula para saber que se había ido. Era como si la fiesta hubiera perdido de repente toda su vida y energía. Se dirigió a la salida, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando descubrió sus zapatos rojos cerca de la puerta, arrojados descuidadamente. Después de recogerlos salió en su busca, maldiciéndose e insultándose a sí mismo con todos los insultos posibles.


Le habían contratado para proteger a Paula, para descubrir quién la estaba chantajeando. En lugar de eso, había levantado entre ellos la mayor cantidad de barreras posible… antes de abandonarla. Solo podía esperar que no se viera obligada a pagar personalmente el precio final de su estupidez. El simple hecho de imaginar tales consecuencias le desgarraba el corazón.


Salió del hotel a tiempo de ver partir la limusina de Reynaldo.


Juró en voz alta, furioso. Todo había sido culpa suya. Debió haberse quedado a su lado, tal y como le había prometido. 


Levantó un brazo y detuvo un taxi.


El trayecto hacia la casa de Paula se le hizo interminable. 


Nada más detenerse el taxi, pagó al conductor con un billete de veinte dólares y corrió hacia la puerta delantera. El vestíbulo estaba en sombras, en medio de un silencio mucho más opresivo que reconfortante. Llamó suavemente a Loner, que no tardó en acudir a su encuentro, para su alivio. Si algo malo le hubiera sucedido a Paula, el perro no habría perdido el tiempo en comunicárselo al instante.


—Encuéntrala —le ordenó.


Loner subió al segundo piso. Pedro lo siguió, y se inquietó al ver que se sentaba frente a la puerta del dormitorio de Paula.


—¿Está ahí? Quédate quieto, chico. Vigila la puerta. No quiero que nadie nos moleste.


Dejando al perro de guardia, Pedro entró sigilosamente en la habitación. Ninguna de las luces estaba encendida. Sabía dónde terminaría encontrándola. Se acercó en silencio a las ventanas, de frente a las cortinas semitransparentes. Paula estaba acurrucada en el alféizar, contemplando ensimismada la bahía en sombras. ¿Buscando monstruos marinos o pidiendo deseos imposibles?


Intentó encontrar las palabras más adecuadas para abrir la conversación. 


En vano.


—Te fuiste de la fiesta sin mí, Cenicienta.


—Lo siento. Ha sido una grosería por mi parte.


Había estado llorando; Pedro lo adivinaba por su voz. Como siempre que ocurría, aquello no hizo sino desgarrarlo por dentro, dejándolo inerme para solucionar el problema.


—No necesitas disculparte —corrió la cortina de un lado y dejó los zapatos junto a ella—. También te olvidaste de estos.


Paula seguía sin mirarlo.


—Hago eso muy a menudo, ¿no?


—He observado que tienes cierta tendencia a perder los zapatos —le puso las manos en los hombros, intentando aliviar la tensión de sus músculos—. ¿Qué es lo que pasa, Paula? ¿Por qué huiste de esa forma?


—Necesitaba poner un rápido final a una mala velada.


—Supongo que algo debió de suceder —Pedro esperó un momento—. ¿Te gustaría hablarme de ello?


—La verdad es que no —tenía los hombros rígidos bajo sus manos—. Pero lo haré, de todas maneras. Te mereces una explicación después de todo lo que has hecho por mí.


—Explícamelo si es que así lo deseas, y no porque pienses que merezco saberlo —como ella no repuso nada, le preguntó—: ¿Por qué este cumpleaños te ha resultado tan difícil? ¿Es que coincide con el día que murió tu padre?


—No. No es eso —suspiró—. Es el día que nació mi hermana.


—¿Tienes una hermana? —inquirió, asombrado—. ¿Una hermana gemela?


—Nacimos el mismo día, pero con diez años de diferencia.


—No entiendo.


—Es sencillo. Hoy Nancy habría cumplido veintiún años. Sería una mujer adulta, mayor de edad —Paula bajó de repente la voz—. O lo habría sido de haber seguido viva.


—Ay, Paula. Lo lamento tanto…


—Murió en el mismo accidente que mi padre.


—Puedo entender por qué te resulta tan dura la fecha de su cumpleaños, pero…


—No es porque muriera —lo corrigió bruscamente.


—Si no es eso, ¿qué es?


Paula bajó todavía más la voz, hasta convertirla en un murmullo.


—Es la forma en que murió. Por eso a veces me resulta tan duro celebrar mi cumpleaños. Y este, en particular, no he podido soportarlo —cerró los puños con fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡No es justo! Ella debió haber seguido viviendo, hasta convertirse en una mujer adulta. La fiesta de esta noche debió haber sido la de su mayoría de edad, debió haber sido su fiesta, y no la mía. Pero ella no sobrevivió, y yo no he podido celebrarla con ella. Y todo por culpa mía. Yo la maté, Pedro. ¡Murió por mi culpa!






QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 13




«Oh, no». Paula estaba teniendo problemas para respirar. 


Pedro había usado el verbo fatídico: «amar». ¿Podía haber algo peor que eso? Tenía que encontrar una forma de escapar a aquello.


—Vamos a llegar tarde —ensayó una sonrisa—. Puede que hayas notado que soy buena inventándome excusas, pero para serte sincera… —empezó a temblarle la barbilla. No dudaba ni por un momento de que Pedro se había dado cuenta—. Necesito cambiar de tema de conversación, así que… ¿te importaría aceptar eso de que «vamos a llegar tarde» como una excusa adecuada?


—Lo siento. No he querido presionarte. No te preocupes. Nadie se dará cuenta de lo que te pasa.


Pedro le había leído el pensamiento, y con una simple frase había logrado aliviar sus temores.


—Gracias.


—De nada.


Le ofreció su brazo y ella lo aceptó. Paula podía sentir la fuerza que latía en sus músculos. Asombroso. Con aquel cabello oscuro y ondulado, aquellos ojos grises de mirada tranquila, Pedro ofrecía un aspecto tan espléndido e increíble vestido de esmoquin como en vaqueros y camiseta.


 ¿Dónde lo habría encontrado su madre? Era un hombre decididamente protector, habituado a hacerse cargo de cualquier situación y en cualquier momento, al tiempo que inspiraba una confianza y una lealtad plenas. Y lo que era aún mejor: era alguien que comprendía los más íntimos temores de una mujer y hacía todo lo posible para aplacarlos.


Eso la dejaba perpleja. Podía ser alguien en la vida. ¿Por qué había escogido trabajar como «ayudante personal» en un caótico hogar, cuando era capaz de hacer cosas importantes? Quizá fuera esa una buena ocasión para preguntárselo. De hecho, no acertaba a entender por qué no le había hecho antes esa pregunta.


Pedro


—Supongo que nadie se molestaría demasiado si te escabulleras una vez que se cortara la tarta y fueran abiertos los regalos. Conociendo la generosidad de Barbara, el champán correrá a raudales. Dentro de una hora más o menos, no me extrañaría que los invitados no recordaran siquiera el motivo de la celebración —le sonrió con ternura—. ¿Qué me dices? ¿Quieres escaparte cuando nadie te vea? ¿Te sentirías así mejor?


—Me temo que Barbara va a anunciar su próximo compromiso —Paula ignoraba de dónde habían surgido aquellas palabras, pero una vez pronunciadas se dio cuenta de que habían expresado otra preocupación que la había estado acosando durante todo el día.


—¿Es por eso por lo que…


—No —se apresuró a negar—. Solo me estaba preguntando qué otros desastres podían acaecer, y fue entonces cuando se me ocurrió eso.


Por alguna razón, aquel comentario le hizo fruncir el ceño.


—¿Tienes alguna mala premonición para esta noche?


—Dios mío, Pedro. ¿No me has estado escuchando? Te lo llevo diciendo desde que llegamos aquí.


—Quiero que me hagas un favor.


—¿Cuál?


—Mantente cerca de mí esta noche.


—¿Cerca de ti? —inquirió, sorprendida—. ¿Por qué?


—Considéralo como una compensación por el favor que te estoy haciendo.


—¿Qué favor es ese?


—En primer lugar, me pediste que te acompañara como pareja a esta fiesta, y además vestido de esmoquin. Y, en segundo lugar, me convenciste de que dejara a Loner en casa. Habitualmente me provee de otro par de ojos y de orejas. Para no hablar de su maravilloso olfato. Me siento en desventaja sin él —Pedro adoptó una expresión muy seria, y eso la alarmó—. Prométemelo,Paula. Prométeme que no te separarás de mí esta noche.


—Vale. Te lo prometo.


—Bien —estiró el cuello para echar un vistazo a la sala hacia la que se acercaban—. Ya es hora de que hagamos nuestra aparición. Acabo de distinguir a tu madre, siempre tan sonriente.


Aquello le recordó a Paula las preguntas que había querido hacerle antes.


—Dijiste que mi madre te contrató. Pero nunca llegaste a contarme cómo la conociste.


—¿Ah, no?


No había tiempo para seguir preguntándole, pero Paula tomó nota mental de continuar con aquella conversación a la primera oportunidad que se le presentara. En el mismo instante en que entraron en la sala de baile, Barbara se acercó a ellos para darles la bienvenida. A Paula no le pasó desapercibida entonces la rápida mirada que le lanzó a Pedro, inequívocamente interrogativa, mezclada con una cierta ansiedad y…


De pronto Paula abrió mucho los ojos, incrédula. Un desagradable pensamiento se había filtrado en su mente, enfrentándola a una terrible sospecha. Cerró los puños. «Oh, no. Por favor, eso no». Nunca antes se le había ocurrido pensar que Barbara pudiera albergar un interés particular por Pedro; eso podría explicar muy bien la manera en que llegaron a conocerse. Hubo algo muy extraño en la reacción de Pedro a la mirada interrogativa, casi suplicante, que le lanzó su madre: la miró a su vez con una extraña expresión de advertencia, como exigiéndole que guardara silencio.


No había podido imaginarse una peor perspectiva para aquella velada. Qué idiota había sido. Su madre y Pedro


Que el cielo la ayudara.


—Hola, querida —Reynaldo apareció al lado de Paula y le dio un beso en la mejilla—. Me encantaría felicitarte en este día, pero necesitaría tener antes tu promesa de que no me decapitarás.


Paula se volvió aliviada hacia su tío, disimulando sus ganas de llorar con una forzada carcajada.


—Descuida, podrás conservar la cabeza.


—Bueno, gracias —le tendió una copa de champán—. Esperaba poder robarte unos minutos para hablar contigo. Pero al mirarte ahora, no estoy muy seguro de haber acertado con la oportunidad adecuada.


—Ya sabes que siempre tengo tiempo para ti, tío Rey —lo tomó del brazo—. Venga. Vayamos a un rincón tranquilo y…


—No, ahora no —señalando la decoración de la sala, Rey cambió deliberadamente de tema—. ¿Y bien? ¿Te gusta cómo ha decorado tu madre este lugar?


Paula contempló la sala.


—Como siempre, tiene un gusto magnífico.


—Ha hecho un magnífico trabajo, aunque más parece una recepción de boda que una fiesta de cumpleaños —se encogió de hombros—. Pero eso quizá sea porque yo soy un hombre y no tengo buen ojo para esas cosas.


—O quizá tengas razón y se deba a que Barbara ha adquirido más práctica en celebrar bodas que cumpleaños.


Reynaldo aspiró profundamente y se volvió hacia ella, mirándola asombrado.


—¿Qué has dicho?


—He dicho que… —horrorizada, se dio cuenta de que se le habían llenado los ojos de lágrimas—. He dicho una grosería, ¿verdad?


—Sí, querida. La pregunta es… ¿por qué?


Paula se atrevió a lanzar una mirada afligida a Pedro. Como si hubiera percibido su desesperación, él la miró a su vez, tranquilizándola. Tras disculparse con Barbara, Pedro se reunió con ella.


—Creo que están tocando nuestra canción —después de saludar a Reynaldo, no dudó en quitarle a Paula la copa de las manos para depositarla en la bandeja que llevaba un camarero—. Con permiso.


Pedro la condujo a la pista de baile.


—¿Qué pasa? —le preguntó en un murmullo—. ¿Qué es lo que te ha dicho Reynaldo?


—Nada.


—No mientas. Estabas a punto de llorar. ¿Qué es lo que ha pasado?


Paula no podía mirarlo, no podía soportar ver su expresión mientras se lo explicaba.


—Me comentó que, por la decoración, este lugar parecía más indicado para celebrar una recepción de boda que una fiesta de cumpleaños.


—¿Y eso te hizo llorar? —le preguntó Pedro, arqueando las cejas.


—No, fue lo que yo misma le repliqué —se humedeció los labios—. Le… le dije que eso era porque Barbara tenía más práctica en celebrar bodas.


—Bah. Tú nunca dirías algo así.


—Pero lo dije —replicó, consternada—. Realmente lo hice.


Mientras seguían bailando, Pedro esperó a que se recuperase para preguntar:
—¿Qué fue lo que te impulsó a hacerlo?


La verdad salió de sus labios sin que ella misma se diera cuenta.


—Ella te miró.


—¿Quién? —inquirió Pedro, perdiendo el paso.


—Mi madre te miró —le dio un ligero puñetazo en el pecho—. Y, maldita sea, Pedro. Tú la miraste a ella.


—No entiendo nada.


—Quizá esto te lo pueda aclarar —se obligó a mirarlo, para ver su reacción cuando le hiciera la pregunta—. ¿Tienes una aventura con Barbara?


—¿Has perdido el juicio?


—Por favor, dime que no, dímelo… —no pudo evitar suplicarle. Le dolía demasiado.


Pedro la atrajo hacia sí, tan cerca que pudo escuchar el reconfortante latido de su corazón.


—No, no tengo ninguna aventura con tu madre —para alivio de Paula, ni un solo matiz de diversión alteró el firme tono de su voz—. Tampoco tengo intención de tenerla en el futuro. Jamás he estado sentimentalmente ligado a ella en el pasado. ¿Satisfecha?


Paula se acurrucó entre sus brazos.


—Lo siento. No sé qué es lo que me ha pasado. Vi que te miraba de una manera extraña y que tú…


—¿Dejaste volar la imaginación? —sugirió Pedro, sonriendo.


—Algo parecido —le confesó—. Lo que pasa es que todavía no sé cómo os conocisteis. O por qué ella te escogió como regalo de cumpleaños para mí. O lo que estás haciendo en mi casa. Ahora que pienso en ello, nada de todo eso tiene mucho sentido.


—Claro que lo tiene.


La mano de Pedro delineó un sendero todo a lo largo de su espalda, desterrando de la mente de Paula todos los pensamientos excepto uno solo: quería concebir hijos con ese hombre. Se aclaró la garganta, intentando concentrarse.


—Refréscame la memoria. ¿Qué estabas diciendo?


—Estaba diciendo que la decisión que tomó tu madre tiene sentido. Barbara me escogió como regalo porque soy de confianza y porque sabía que yo podría protegerte. ¿Lo ves? Eso tiene mucho sentido.


—Ya, claro. Como lo de que yo necesito protección. Cuando precisamente tú eres la única persona de la que necesito protegerme.


Pedro musitó algo entre dientes.


—Sospecho que Barbara estaría de acuerdo contigo.


—Lo cual explica la mirada que ambos intercambiasteis —adivinó Paula—. Supongo que a Barbara la preocupaba que algo pudiera surgir entre nosotros.


—Por lo tanto ella estaría equivocada, ¿no?


—No —Paula se mordió el labio inferior—. Es gracioso. Habría pensado que eso le gustaría. Continuamente me está presentando a hombres «perfectos». Cuando finalmente encuentro a uno que creo que encaja en esa descripción, ella se opone —levantó la mirada hacia él—. Porque ella se opone a eso, ¿verdad?


—Sí. Creo que piensa que somos demasiados diferentes. Tan distintos como la noche y el día —encerrándola en el círculo de sus brazos, siguió bailando con ella—. Y no se equivoca, ¿verdad?


—No —susurró Paula—. No se equivoca.


—Y no importa que pienses que soy perfecto. Porque tú no buscas ninguna relación permanente.


—Es por eso por lo que somos tan distintos —repuso riendo con amargura—. Tú quieres una cosa y yo…


—La opuesta.


—Exacto.


Continuaron bailando en silencio, lo cual era razonable, según reflexionó Paula. Ya se habían dicho todo, ¿no? Eran tan diferentes como la noche y el día. Ella huía de los compromisos, mientras que él los perseguía. Ella refrenaba sus emociones, mientras que él las vertía sobre todos y sobre todo. Era el hombre más perfecto que había conocido y ella… Le tembló el labio inferior. Ella era una completa estúpida por esconderse de algo que ansiaba con tanta desesperación.


Poco después de que cesara la música, Barbara se reunió con ellos. Se interpuso entre los dos, separándolos y tomando a Paula de la cintura.


—He pensado que podríamos adelantar el comienzo de la celebración, si es que ya habíais terminado —le regaló una fugaz sonrisa a Pedro—. De otra manera, puede que mi querida hija desaparezca en cuanto le dé la espalda.


—Habría esperado un poco más —replicó Paula.


—Vamos, no intentes engañarme. Vamos a cortar la tarta. Si a la vez te ocupas de dar las gracias a los invitados por sus regalos, habrás terminado con todo esto antes de que te des cuenta.


—¿Regalos? Oh, mamá. ¿No les habrás pedido que me entreguen los regalos, verdad?


—Me conoces mejor que eso. Le pedí que hicieran donaciones en tu nombre al centro local de atención de mujeres —la tomó del brazo—. Vamos.


Pero Paula se resistía, con la mirada fija en Pedro.


—¿No vienes conmigo?


—Prefiero observarlo todo desde aquí.


—Dijiste que no te separarías de mí —insistió, obstinada.


—Estoy lo más cerca que puedo estar de ti —sus palabras la golpearon como si hubiera recibido una bofetada—. Soy tu asistente personal, ¿recuerdas? Será mejor que tengamos eso bien presente.


La música empezó a sonar nuevamente y las parejas salieron a la pista de baile separando a Paula de Pedro


La distancia entre ellos fue creciendo. Paula se habría reunido con él, pero Barbara seguía agarrándola del brazo.


—Rápido —la urgió—. Ya traen la tarta.


Paula se obligó a sonreír, pero algo se había roto en su interior. No lo comprendía. Ella no era una mujer capaz de amar a un hombre. No quería enamorarse. El amor significaba pérdida, dolor. El amor terminaba. Dolía. Pero en aquel instante lo habría dado todo con tal de sentir los brazos de Pedro en torno a ella, su voz ronca murmurándole al oído, sus ojos grises fijos en los suyos…


A su alrededor, todo el mundo reía y cantaba. Buscó a Pedro con la mirada, pero parecía haberse evaporado de repente.


—Tienes que soplar las velas —gritó alguien.


—¿Cuántas apagas este año? —preguntaron otras voces.


—Veintinueve.


—¿Otra vez? ¿No es el segundo año que los cumples?


—Vamos, Paula. Pide un deseo —la animó Barbara.


—Mejor pide el deseo de volver a cumplir veintinueve años el año que viene —sugirió una mujer en medio de la multitud.


—Oh, no —exclamó Barbara—. ¡Que pida el deseo de que todos los demás nos lo creamos!


Las risas estallaron en torno a ella. Eran amigos suyos y todos la querían bien. No podían saber lo mal que lo estaba pasando aquella noche. Barbara le entregó un cuchillo y Paula se dedicó a cortar pedazo tras pedazo mientras charlaba con los invitados. Durante unos escasos y preciosos momentos, se relajó lo suficiente como para disfrutar algo.


Después de agradecer a los invitados sus contribuciones al centro de mujeres, Paula fue de grupo en grupo, esforzándose todo lo posible por hacer que todo el mundo se sintiera bien. Pedro había estado en lo cierto. El champán corría generosamente y, para cuando terminó el recorrido, ya nadie parecía recordar el motivo de la fiesta. Paula se sintió aliviada por ello.


De pronto se le acercó Barbara, con Reynaldo del brazo.


—¿Ves? No ha sido tan malo —le dijo con una tentativa sonrisa—. No sé por qué estabas tan asustada por un simple cumpleaños.


—Maldita sea, Barbara —exclamó Reynaldo, en un estallido de furia inhabitual en él—. Ya sabes lo duros que son los cumpleaños para ella.


—Claro que lo sé —repuso Barbara. El dolor parecía haber oscurecido su expresión.


—Yo siempre apoyo tus decisiones, cariño —le dijo Reynaldo, sacudiendo la cabeza—. Pero esta no ha sido precisamente de las mejores.


—Oh, mamá. No todos los cumpleaños me resultan tan duros —susurró Paula—. Se trata de este cumpleaños. Si hubieras celebrado una fiesta el año pasado, o incluso si hubiera cumplido los treinta y dos, no habría sido tan malo. ¿Pero tenía que ser precisamente este año?


—¿Es que no lo comprendes? Es por eso por lo que lo he hecho. Ya es hora de mirar hacia el futuro —las lágrimas asomaron a los ojos de Barbara—. No puedes seguir viviendo en el pasado, Paula. Necesitas abrazarte a la vida, no esconderte de ella. Sé que no me crees, pero te mereces celebrarlo. Y te lo mereces sobre todo este año.


Paula no quiso oír más. Girando en redondo, se perdió entre la multitud. La gente la llamaba, pero ella se desentendía con una temblorosa sonrisa y seguía su camino. Si no hubiera sido por los zapatos de tacón alto habría podido avanzar con mayor rapidez, y no dudó en quitárselos mientras corría hacia la salida. Al fin se encontró fuera de la sala, atravesando el gran vestíbulo del Hyatt.


Con un poco de suerte, la limusina de Reynaldo la estaría esperando. Un sollozo escapó de su garganta. Y otro, y otro más. Aliviada, distinguió la limusina delante de la puerta. 


Nada más verla salir del hotel, Bill se apresuró a abrirle la puerta.


Subió rápidamente. Tan pronto como se cerró la puerta, las lágrimas corrieron por su rostro, apresuradas, turbulentas. 


Lágrimas ardientes, amargas, arrancadas de lo más profundo de su alma y acumuladas durante años y años de sufrimiento.


¿Dónde estaba Pedro? ¿Dónde estaba cuando más lo necesitaba? Fue entonces cuando recordó.


Eran como la noche y el día. Dos polos opuestos destinados a no encontrarse jamás.








QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 12





Pedro esperaba al pie de la escalera, mirando de vez en cuando su reloj. Se estaban retrasando. Hasta aquel momento, Paula siempre había sido puntual. Tenía que suponer que aquel retraso se debía a cierta reluctancia a asistir a la fiesta de su cumpleaños, y eso no parecía tener mucho sentido. Frunció el ceño. ¿Por qué habría insistido Barbara en organizar una fiesta tan grande cuando Paula se oponía tanto a la idea?


Desgraciadamente, aquel no era el lugar más indicado para preguntar nada, al menos mientras estuviera representando el papel de guardaespaldas secreto de Paula. Y sobre todo cuando no habían progresado un ápice las investigaciones sobre el chantajista. Peor aún: cada vez le estaba resultando más difícil concentrarse en su tarea en vez de en cierta rubia esplendorosa.


Un leve ruido le indicó que Paula se estaba acercando, y se volvió para admirar su apariencia mientras bajaba la escalera. Había elegido un peinado de estilo formal poco frecuente en ella, recogiéndose el cabello en lo alto de la cabeza, aunque algunos deliciosos rizos se empecinaban en escapar del moño. No pudo evitar imaginarse a sí mismo soltando aquella magnífica melena… Su mirada bajó luego al elegante vestido de noche rojo que llevaba. A manera de remate perfecto, lucía además un largo chal también rojo.


Calzaba unos zapatos de tacón de aguja, y por un instante Pedro se entretuvo imaginando qué haría primero: si soltarle su esplendorosa melena o quitarle aquel calzado tan sumamente sexy. Sonrió. Por supuesto, habría preferido despojarla previamente de ese vestido tan seductor…


—¡Guau! —exclamó Paula, saludándolo con una gran sonrisa—. Estás fantástico con ese esmoquin.


—¿Te gusta?


—Desde luego. Y con camisa blanca —lo rodeó lentamente, sin dejar de mirarlo—. Apenas puedo creerlo. ¿Qué ha pasado? ¿Tienes todas tus camisas negras en la lavadora?


—Tengo que informarte de que si llevo esta camisa es por ti —repuso Pedro con burlona indignación—. Parecías tan preocupada por mi afición monocromática que pensé en darte una sorpresa.


—Del negro al blanco —sacudió la cabeza, incrédula—. Nunca dejas de sorprenderme. No sé si podré asimilar un cambio tan grande.


—Tengo plena confianza en tu habilidad para ello. Pero tú no puedes estar más hermosa, cariño. Apetecible hasta decir basta.


Paula le regaló una maliciosa sonrisa que hizo estragos en la parte central de la anatomía de Pedro.


—¿Tanto como el chocolate?


—Más.


—Imposible. Nada hay mejor que el chocolate.


Pedro le lanzó una elocuente mirada y un rubor tiñó las mejillas de Paula. Satisfecho de que hubiera comprendido lo que había querido decirle, se inclinó y la besó en los labios.


—Tan pronto como te presente los resultados de mi examen médico, te demostraré que esto es mucho mejor que el chocolate —murmuró, deslizando delicadamente un dedo por su labio inferior.


—Te creo —repuso—. No creo que eso sea posible, pero tendré que replantearme esa opinión.


—¿Lista entonces?


—La verdad es que no —al instante, el entusiasmo de Paula pareció apagarse un tanto—. Supongo que estaría feo que me escabullera en mi fiesta de cumpleaños, ¿verdad?


—Eso me temo.


—Se me ocurre algo que podríamos hacer en vez de acudir a esa fiesta —le lanzó una sugerente mirada.


—A mí también…


—Vaya, me he olvidado el lápiz de labios —exclamó de repente, volviéndose hacia la puerta—. Espérame un momento y…


Pero en cuestión de un segundo, Pedro la levantó sorpresivamente en brazos.


—Venga, Cenicienta. El baile espera.


—Pero mi lápiz de labios…


—No importa. Te volveré a quitar la pintura con otro beso que te dé.


—En ese caso… —le echó los brazos al cuello—. Vamos, Príncipe Encantador. Llévame a la carroza de la calabaza.


Su carroza de la calabaza se había convertido en la limusina que Reynaldo había puesto a su disposición. El chófer, Bill, resultó ser todavía más alto que la descripción aportada por el impresionado Pudge cuando lo vio por primera vez. Sonrió al ver salir de la casa a Pedro con Paula en brazos. Después de quitarse ceremoniosamente la gorra, abrió la puerta de la limusina.


—Buenas tardes, señorita. Buenas tardes, señor.


—Hola, Bill. ¿Cómo va todo?


—Bien, señorita Paula. Feliz cumpleaños.


—No necesitas recordármelo —repuso, frunciendo el ceño.


—El veintinueve siempre ha sido un número muy difícil —asintió, comprensivo.


—Sí que lo es. Y lo será también el año que viene.


—Lo tendré en cuenta.


No duró mucho el trayecto al Hyatt Regency. A Paula le encantaba el hotel, y era por eso por lo que su madre lo había elegido.


—Te vas a comer lo poco que te queda de tu pintura de labios —comentó Pedro.


—Son los nervios.


—Yo creía que te encantaban las fiestas.


—Entonces es que todavía no me conoces tan bien como pensabas.


Pedro se quedó nuevamente en silencio y Paula le lanzó una rápida mirada. Maldijo en silencio. Aquellos silencios de Pedro la enervaban, porque generaban el inevitable efecto de hacerla pensar. Y esa noche pensar era lo último que deseaba hacer.


—De acuerdo, me conoces bien —pronunció.


—Si no se trata de las fiestas, entonces el motivo debe de ser el cumpleaños.


—Sí.


Pedro deslizó un brazo por su cintura.


—Nunca pensé que tendría que retorcerte el brazo para hacerte hablar. Siempre has sido tan sincera y directa conmigo…


—¿Es eso una crítica? —inquirió, irritada.


—Es una observación. Algo va mal. ¿Es por lo de celebrar un cumpleaños más?


—¡No! Sí. Realmente no. Maldita sea, Pedro, los cumpleaños nunca me han gustado.


—¿Por qué?


Consternada, Paula descubrió que los ojos se le habían llenado de lágrimas.


—No puedo hablar de ello. Ahora no. Nunca seré capaz de soportar esta velada si te lo explico ahora.


—Entonces no hablaremos del asunto —sacó un pañuelo y le enjugó delicadamente las lágrimas—. Todo saldrá bien. Ya lo verás.


Pedro


—Estás preciosa —la interrumpió poniéndole un dedo sobre los labios, y sonrió con una ternura que la dejó sin aliento—. Pero la verdad es que siempre lo estás.


—¿Incluso con las uñas de los pies pintadas de colores, despeinada y sin maquillaje?


—Sobre todo así. Mascando chicle, haciendo tintinear tus pulseras, descalza y con la melena llena de flores —la voz de Pedro se había profundizado, y en sus ojos grises brillaba una emoción que ella no se atrevió a definir—. Esa es la Paula que todos conocemos y amamos.