miércoles, 17 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 9





Su primer impulso fue decirle que la dejara en paz, pero sabía que hablar con él podría ser la mejor manera de combatir esos miedos irracionales que le inspiraba su persona.


—Por favor, tome asiento.


—Gracias. Estuve en el centro de información turística, y me recomendaron este restaurante. Creo que tienen una sopa de marisco exquisita.


El hombre desvió la mirada hacia la vista de la playa que se divisaba desde la ventana.


—Un panorama espectacular.


—Ayer comentó que era la primera vez que venía a esta zona, ¿verdad?


—Efectivamente.


—¿Por qué decidió venir precisamente en esta época del año, en temporada baja?


—Vine de Nashville para asistir a la boda de mi hermana, en Mobile. Mi cuñado me sugirió que viniera aquí para holgazanear un poco y disfrutar de la pesca, ya que disponía de unos días de vacaciones antes de fin de año. Así que aquí estoy.


Algo no encajaba en todo aquello. Su aspecto y comportamiento indicaban una personalidad despreocupada, pero su mirada tenía una especial intensidad, como si la estuviera analizando. En ese momento apareció la camarera para tomarles la orden, y volvió minutos después con una cerveza y un vaso de leche. El hombre alzó su jarra para brindar.


—Por el sol, la arena y la buena pesca. Y por un parto fácil y un bebé saludable.


—Brindaré por eso.


—Tiene usted un aspecto estupendo. Supongo que es cierto lo que se dice acerca de la belleza de las embarazadas.


Era un cumplido manido y vulgar, de los que Paula detestaba especialmente. No tenía un aspecto estupendo. Parecía una ballena varada en tierra, y escuchar la opinión de aquel tipo no hacía que se sintiera mejor. Además, la molestaba que se sintiera obligado a soltarle cumplidos. El hombre tomó un trago de cerveza y se puso a tamborilear en la mesa con los dedos.


—¿Siempre es usted así de callada… o es por la compañía?


—Soy una persona callada. Y también es por la compañía. No tengo costumbre de comer con desconocidos.


—Todavía puedo cambiarme de mesa, si quiere, pero me gustaría quedarme.


—¿Por qué?


—Ya se lo dije, no me gusta comer solo. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que a usted no le vendría mal hablar con alguien. Imagino que debe de ser muy duro para usted estar sola en aquella casona, teniendo en cuenta su avanzado estado de gestación… Ni siquiera tiene una casa cerca a la que pedir ayuda en caso de que… ya sabe, que sobrevenga el parto y esas cosas. Debería tener un perro grande consigo… ¿o es que ya tiene alguno?


—¿Cómo sabe que me alojo en esa casa? —preguntó, estremecida.


—Estuve en la playa esta mañana. Y la vi subir a la casa.


—Puedo cuidar de mí misma, gracias. Además, no estaré sola a partir de mañana. Mi marido vendrá esta noche —era mentira, pero eso la hacía sentirse menos vulnerable.


—¿De veras?


—Sí.


El hombre cambió de tema, pero Paula sospechaba que no la habría creído. La camarera apareció con la comida y ella se comió la suya rápidamente, aunque había perdido el apetito. Tan pronto como terminó, sacó un billete de diez dólares y lo dejó sobre la mesa.


—Esto debería cubrir mi parte de la cuenta. Y ahora, si me disculpa, tengo una cita y no quiero llegar tarde.


El hombre también se levantó, con una sonrisa más maliciosa que siniestra en los labios.


—Lo he vuelto a hacer de nuevo. No sé cómo me las arreglo para molestarla cada vez que hablamos, pero siempre lo hago. Es como una enfermedad, una torpeza en mi manera de hablar. Me temo que no tengo remedio.


—No, no es eso. Es que tengo la sensación de que me está usted siguiendo, y le advierto que si sigue usted haciéndolo, informaré a la policía —no había querido ser tan brusca, pero estaba harta de él. De ese modo, si era simplemente un turista, ya sabía lo que debía esperar de ella. Y si se trababa de un tipo peligroso, ya le había dejado ver que no era tan vulnerable como parecía.


Sintió su mirada fija en ella mientras se retiraba, pero no se volvió. Le temblaban las manos para cuando llegó al coche. Las lágrimas la quemaban bajo los párpados. Parpadeó varias veces, decidida a contenerlas. La última vez que había llorado había sido en el funeral de Juana, y no iba a llorar ahora solo porque… porque su vida se estuviera haciendo pedazos y no tuviera la suficiente energía para aceptarlo.


Pedro Alfonso. Su trabajo. Joaquin. Pensamientos sobre su madre. Recuerdos de su abuela. El bebé que llevaba dentro y que no era de nadie, ciertamente no de ella. Pero entonces, ¿por qué sentía ese abrumador vínculo emocional con aquella criatura? ¿Por qué el hecho de entregarla en adopción le parecía un acto tan abominable? Subió al coche, apoyó la frente en el volante y lloró





A TODO RIESGO: CAPITULO 8





Era la una y media de la tarde cuando Paula entró en el aparcamiento de Pink Pony. Después de que Sandra se hubiera marchado esa mañana, se había vestido y salido a dar un paseo por la playa. La cura perfecta para la inquietud que la había asaltado la noche anterior. Y no había señal alguna de Pedro Alfonso.


En aquel momento se moría de hambre: le apetecían ostras. Durante todo el tiempo había guardado un régimen de comida muy sana, pero la tentación era irresistible. Ese día, el primero que iba a pasar entero en Orange Beach, tenía que comer ostras al estilo local.


Se sentó al lado de una ventana con vistas al mar. Una pareja de jóvenes paseaban de la mano por la orilla. No se molestó en mirar el menú. Sabía lo que quería.


De repente se abrió la puerta y entró un hombre, solo. Paula lo reconoció antes incluso de que se volviera hacía ella. Aquellas espaldas tan anchas, su fluida manera de andar, su vieja gorra de béisbol… Cuando se volvió y la vio, se le iluminaron los ojos azules y una ancha sonrisa se dibujó en sus labios, como si fueran viejos amigos. La sensación de inquietud que Paula había experimentado el día anterior retornó nuevamente, con fuerza inusitada. Aquel hombre la estaba siguiendo, y no existía motivo lógico alguno para que lo hiciera. Se le acercó, quitándose la gorra.


—Vaya, qué casualidad. Dado que nos hemos vuelto a ver, ¿le importa que me siente con usted? No me gusta comer solo.





A TODO RIESGO: CAPITULO 7





5 de diciembre


Paula se despertó al oír un ruido. Tardó unos segundos en darse cuenta de que se trataba del timbre, y que no formaba parte de su pesadilla. 


Había estado soñando que corría por la playa, hundidos los pies cada vez más en la arena, incapaz de seguir huyendo del desconocido peligro que la acosaba. El timbre volvió a sonar. 


Desperezándose, se levantó de la cama. 


Después de ponerse la bata bajó las escaleras, preguntándose quién podría ser a aquella hora de la mañana.


Suspiró aliviada nada más echar un vistazo por la mirilla. Debió de haber adivinado que Sandra Birney no perdería ni un segundo en visitarla.


—Entra —abrió la puerta mientras se apartaba el pelo de la cara, consciente de que debía de estar hecha un desastre.


—Entraré tan pronto como te haya visto bien —la miró con todo detenimiento, de la cabeza a los pies—. ¡Dios mío, estás embarazada!


—Ya te lo había dicho.


—Lo sé, pero es que no podía imaginármelo —lo primero que hizo fue dejar sobre la mesa la cesta que llevaba tapada con un paño, y que olía a canela y nuez moscada, antes de darle un cariñoso abrazo.


—Quiero saberlo todo, especialmente cómo han logrado convencerte de que te quedaras embarazada… ¿Estarán aquí los padres biológicos para el parto?


—No. Voy a tener que hacerlo todo yo sola… ayudada por el doctor Brown, y quizá por Santa Claus.


—Y por mí. Ya sabes que puedes contar conmigo.


—Te gusta el sufrimiento, ¿verdad?


—No me importa, mientras no sea yo quien lo padezca —bromeó—. Y me encantan los bebés.


Paula se puso a preparar el café mientras Sandra la ponía al tanto de las últimas noticias de Orange Beach. El equipo del instituto había ganado los campeonatos regionales, el director de la escuela primaria se había jubilado y la iglesia baptista estaba edificando un nuevo centro.


En cierto momento Paula se disculpó para ir al baño y lavarse los dientes. También se lavó la cara y se cepilló el pelo. Sabía que las preguntas empezarían tan pronto como se sentaran ante el café y las galletas de canela, pero todo estaba bajo control. Tenía todos los detalles cuidadosamente planificados y nadie sospecharía que el bebé que llevaba en sus entrañas pertenecía a Juana Brewster. Ni siquiera la muy sagaz Sandra Birney.


Aquella encantadora señora regordeta y de mejillas sonrosadas era de la misma edad que Mariana, la madre de Paula. Habían ido juntas a la escuela y las dos habían hecho de animadoras en las fiestas de apertura de curso: allí terminaba todo parecido entre ellas, Sandra había contraído matrimonio con su amor del instituto y aún seguía casada. Su vida estaba centrada en la comunidad y en sus hijos y nietos, y siempre había estado muy encariñada con la abuela de Paula: realmente había sido como una hija para ella. Mariana, en cambio, había seguido un rumbo muy diferente. Para cuando Paula volvió a la cocina, el café ya estaba listo y los pasteles servidos.


—Bueno, ya no puedo esperar más. ¿Es niño o niña?


—Niña —Paula se dijo que esa era la pregunta fácil. Faltaba la difícil.


—¿Quiénes son los afortunados padres? Supongo que serán amigos muy queridos para ti.


—Sí. La mujer es una compañera mía de trabajo. Una serie de problemas médicos le impedían tener hijos, y dado que ansiaba tanto tener un bebé, accedí a su petición.


Paula recordó el momento en que Juana se lo propuso. No le dijo abiertamente que no, pero la expresión decepcionada que vio en sus ojos la dejó destrozada. Era como si se hubiera apoderado de los sueños de su amiga para estamparlos contra el suelo. Juana ya había tenido dos abortos y el médico la había avisado de que intentarlo de nuevo podría ser muy peligroso, debido a sus crecientes problemas con la diabetes. Aun así Paula había temido que, si se negaba, pudiera volver a quedarse embarazada pese a las advertencias del doctor.


—Entonces, cuando nazca el niño… —pronunció Sandra, mordiendo un pastel—… ¿se lo entregarás a sus padres?


—Ese es el plan —o al menos ese había sido el plan. Porque esa era precisamente la parte que no podía compartir con Sandra. Hablar de ello le resultaba demasiado doloroso. Incluso pensar en ello le parecía algo traicionero y cruel, como si estuviera pensando en desprenderse de una parte de sí misma y de lo único que le quedaba a Juana.


—Siempre dije que tenías un corazón de oro… —Sandra le tomó una mano y se la apretó, cariñosa—. Y una vez más me lo has demostrado. ¿Qué piensa Mariana de esto?


—Mamá no sabe nada. No la he visto desde que tomé la decisión de tener el bebé.


—Y no quieres implicarla. Eres tan inteligente como buena. ¿Dónde está tu madre ahora?


—Viviendo en Acapulco con su nuevo marido, que es propietario de una cadena de hoteles de lujo. Insiste en que vaya a visitarla. Pero todavía no lo he hecho.


—¿Es el mismo tipo del que me estuvo hablando cuando el funeral de tu abuela?


—Sí.


—Ya. Era muy guapo, ¿no?


—Y rico.


—Por supuesto —suspiró Sandra—. De lo contrario no habría tenido ninguna oportunidad con ella. Aprendió bien la lección cuando Bob Gilbert la dejó llena de deudas.


—Sí. Su marido número tres le abrió definitivamente los ojos.


—No sé cómo se las arregla, pero sigue tan hermosa como cuando la coronaron Miss Alabama. Cuando venía al pueblo, todas teníamos que encerrar a nuestros maridos en casa bajo llave. Este último hace el marido número cinco, ¿verdad?


—Seis, me parece. Creo que te has olvidado del diplomático francés. Solo le duró seis meses.


—Esa mujer… —Sandra sacudió la cabeza, sonriendo—. Nunca encajó bien en Orange Beach. Todavía me acuerdo de cuando bailó en aquella obra en Broadway. Un puñado de nosotras volamos para verla y ella nos consiguió asientos en primera fila e invitaciones para la fiesta. Incluso en medio de tanto famoso, ella era la que más destacaba.


Paula asintió, pero se guardó sus reflexiones para sí misma. Sandra tenía razón, pero nunca había sido fácil ser la hija de una mujer tan destacable. Terminaron el café y los pasteles, y Sandra se marchó después de arrancarle la firme promesa de que iría a visitarla pronto. Por suerte, le hizo más preguntas sobre el bebé: evidentemente había percibido su resistencia a hablar del tema.