martes, 27 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 6

 

Pedro salió a la puerta cuando estaba anocheciendo; tenía la espalda tensa, los labios apretados. Por una vez, no se fijó en el horizonte de color púrpura.


—Ven aquí, Molly.


La perra levantó las orejas, pero no se movió de la cabaña de Paula.


Genial.


—Me da lo mismo —murmuró Pedro.


El prefería estar solo, de modo que Paula Chaves podía quedarse con su perra. Aunque Molly no sería capaz de espantar a una mosca.


En el risco más cercano cantó una kookaburra1 y, un segundo después, otra le contestó.


Esas cabañas no eran para gente como Paula. Eran para hombres como él. Y para hombres que vivían en la ciudad y querían desaparecer ocasionalmente, aunque sólo fuera un fin de semana. Hombres que querían dejar atrás el humo de los coches, el tráfico y la gente. Hombres que querían ver el cielo lleno de estrellas por la noche, respirar aire fresco y sentir la hierba bajo sus pies en lugar del asfalto. Hombres que se contentaban con tomar café y tostadas o cerveza durante un par de días.


Paula no quería eso. Ella quería plantas y baños de espuma. Quería bandejas de marisco fresco y una copa de vino.


Aunque era comprensible. Si acababa de perder a su padre, probablemente necesitaba estar rodeada de gente que la animase, no aquella soledad. Sus hermanos debían de ser idiotas.


Pedro le dio una patada a una piedra. Él no podía ofrecerle baños de espuma y bandejas de marisco fresco.


Una imagen de Paula Chaves en un baño de espuma lo hizo suspirar. En esa fantasía resultaba más que apetecible.


Pedro se pasó una mano por el pelo. Mientras las kookaburras seguían llamándose con ese canto que parecía una risa histérica, miró la cabaña con las manos en las caderas. Pero ya no la imaginaba en la bañera sino en el sofá, llorando.


Y a él no le gustaban las mujeres lloronas.


Un mes. Todo un mes.


Entonces miró su coche. Él no era un portero, pero eso no evitó que sacara dos maletas y una bolsa con comida. Ni que volviera a entrar en su casa para sacar una botella de vino blanco de la nevera, que metió en una cubeta con hielo.


Después de dejarlo todo en la puerta de la cabaña, se inclinó para acariciarle las orejas a Molly.


—Cuida de ella, ¿eh?


La buena educación exigía que fuese a preguntarle cómo estaba… pero lo haría por la mañana. Y, a partir de entonces, sus deberes como buen vecino habrían terminado.


Dacelo es un género de aves coraciiformes de la familia Halcyonidae conocidas vulgarmente como cucaburras. Son aves terrestres pertenecientes al grupo de los martines pescadores propias de Australia y Nueva Guinea.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 5

 


Las palabras de Pedro Alfonso sonaban más bien como: «Vayase de aquí y déjeme en paz». No, no era un hombre simpático.


Pero tenía un cuerpazo. Alto, hombros anchos, atlético. Y no era un ogro. Le había dejado usar su teléfono y le había preguntado por la señora Pengilly.


Paula trotó para ponerse a su lado, mirándolo por el rabillo del ojo. Quizá no tuviera práctica hablando con la gente. Como vivía allí, apartado de todo… pero ella estaba decidida a concederle el beneficio de la duda porque la alternativa era demasiado horrible: no tener absolutamente a nadie con quien hablar.


No, no. Paula intentó contener el miedo. A pesar de su duro exterior, Pedro Alfonso no era mala persona.


«¿En qué pruebas basas esa afirmación?», le preguntó una vocecita interior.


Ella tragó saliva. Le había preguntado por su vecina. Y… y tenía un perro.


No era mucho, ¿verdad?


No, seguramente no.


—¿Usted cuidó de Molly cuando estaba herida?


—Sí.


Un monosílabo, pero levantó el peso que empezaba a instalarse sobre sus hombros.


«¿Lo ves? Tiene buen corazón». Con los perros.


Era algo, al menos.


Al llegar a la cabaña tuvo que disimular su decepción. Cuando Martin y Francisco le habían dicho que se alojaría en una cabaña en medio del bosque, pensó… en fin, no había esperado un hotel de cinco estrellas, pero sí alguna comodidad.


Aquella cabaña era muy básica. Y eso siendo generosa.


—Tiene todo lo que necesita. El sofá es un sofá-cama.


Paula miró alrededor. ¿Dónde estaban las flores? ¿El bol de frutas? ¿La botella de champán? No había alfombras ni cuadros en la pared. El sofá era de color gris y del techo colgaba una bombilla… sin lámpara.


Todo parecía muy limpio, incluso exageradamente limpio. Pero, aparte del sofá, sólo había una mesa y dos sillas de madera. ¿Habría sido tanto esfuerzo poner un mantel y algunos cojines?


—En la cocina tiene de todo.


Había un horno, un frigorífico, un tostador y una tetera. Pero no había té ni café. Ni lavavajillas. Ella no había esperado nada extraordinario, pero…


—¿Tiene cuarto de baño?


Sin decir una palabra, Pedro abrió una puerta en la que no se había fijado. Y Paula no supo si mirar.


Pero cuando asomó la cabeza dejó escapar un suspiro. Había un inodoro y una ducha.


Sin bañera.


Podía despedirse de la aromaterapia con velas y los baños con aceites perfumados.


—¿Qué le parece?


Ella lo miró, atónita. Que pidiese su opinión le parecía tan raro que contestó sin pensar: —Es horrible.


Pedro Alfonso se irguió como si le hubiera dado una bofetada.


—Lo siento, no quería ofenderlo, pero es que… es un servicio, no un baño —dijo Paula, nerviosa—. ¿Todas las cabañas están pintadas del mismo color?


—¿Qué le pasa al color de ésta?


—¡Es gris!


¿No lo veía? ¿De verdad pensaba que el gris le daba un aspecto acogedor? ¿Allí iba la gente a pasar unas vacaciones?


Pedro se cruzó de brazos, irritado.


—Todas las cabañas son idénticas.


De modo que no le quedaba más remedio que alojarse allí.


—Mire, seguramente esto no es lo que usted esperaba, pero en el anuncio sólo se promete lo que hay y…


—Da igual —lo interrumpió ella, cansada. ¿Eso era lo que Martin y Francisco pensaban que se merecía? Paula tuvo que tragar saliva—. Es verdad, tiene todo lo necesario.


El color gris volvió a ser un peso sobre sus hombros.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 4

 


Ella entró a toda velocidad, como si temiera que retirase la oferta, y Pedro se dejó caer sobre los escalones del porche, intentando no escuchar la conversación, intentando no oír cómo le decía a quien fuera que el valle de Gloucester era precioso, que la vista era fabulosa y que la cabaña era genial.


Irritado, se levantó y empezó a pasearse. El valle de Gloucester era precioso y la vista desde su cabaña, fabulosa, sí. Pero tenía la impresión de que no diría lo mismo sobre la cabaña.


Paula reapareció unos minutos después, aunque Pedro esperaba que hubiese estado hablando por teléfono durante una hora. Eso era lo que hacían todas las mujeres, ¿no?


—Gracias.


—¿Cómo está la señora Pengilly?


No podía creer que hubiera preguntado eso. Quizá fuera hora de tomarse unas vacaciones.


Ella sonrió.


—Su hijo Julio vive en Brisbane, pero ha ido a cuidar de ella. Es que tiene diabetes.


—Si han estabilizado sus niveles de azúcar y le han puesto medicación, se pondrá bien —Pedro dijo esas palabras con una facilidad que lo sorprendió a él mismo.


—Eso es —murmuró Paula, sorprendida—. Parece que sabe usted de lo que habla.


—Sí, lo sé.


Pero no pensaba darle más información. Ya le había dado más que suficiente.


—Vamos, la llevaré a la cabaña.