sábado, 28 de julio de 2018

¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 5




—Conduciré yo —anunció Pedro, y extendió la mano para que le entregara las llaves del coche. 


Paula pensó protestar, pero una sola mirada a la impaciente expresión de Pedro la disuadió de hacerlo. En silencio, le puso las llaves en la palma de la mano. No iban a empezar a discutir tan pronto... Paula siempre conducía cuando buscaba con Georgina localizaciones para el rodaje. Pero no estaba con su amiga Georgina; estaba con un gruñón de ojos oscuros.


Dejó su maletín, su ordenador y una pequeña nevera portátil en el asiento de atrás, antes de sentarse al lado de Pedro, que miró su reloj y empezó a tamborilear con los dedos sobre el volante.


Llevaban bastantes minutos de retraso respecto de lo programado, pero Paula pensaba que no tenía mucho sentido mostrarse demasiado puntilloso con el horario previsto. Pedro no era de la misma opinión, y declaró con tono impaciente:
—Cada minuto que nos retrasemos nos supondrá diez más cuando accedamos a la autopista en la hora punta.


Paula se sintió obligada a explicarle la razón de la demora.


—Una de las baterías de la cámara se ha gastado; nadie habría podido preverlo. El equipo se dio cuenta esta mañana, durante la revisión final del material. De hecho, deberíamos alegrarnos de que no nos haya ocurrido de camino a Brownsville.


—¿Por qué no se revisó el equipo anoche?


—¿Y por qué no estaba funcionando tu equipo del estudio? —inquirió Paula, imitando su tono cortante.


—Tu equipo ha sido el único en usar esa cámara en concreto —replicó Pedro—. No puedo reparar lo que ignoro que está roto. Te lo repito; ¿por qué no se revisó el material anoche?


—Anoche fue domingo, lo cual habría acarreado costes especiales. En mi opinión, es mejor economizar presupuesto en las cuestiones técnicas.


—Si no dispones de una cámara que funcione, eso que has dicho me parece muy discutible.


Paula no comprendía el sentido de aquella crítica. Tal y como le había confesado, no concedía excesiva atención a los problemas técnicos. Y aquel era un problema técnico mínimo. Si Pedro se comportaba de esa manera por un pequeño fallo del equipo, entonces jamás podría tolerar los inesperados problemas que, seguramente, iban a encontrar. En vez de señalarle que tanto Georgina como ella habían producido con éxito su programa durante cuatro años enteros sin necesidad de sus consejos, Paula le preguntó:
—¿Has desayunado esta mañana?


Pedro permaneció en silencio durante tanto tiempo que Paula llegó a dudar que se dignara contestar.


—He tomado una taza de café.


—Eso explica por qué estás tan gruñón —se volvió hacia el asiento de atrás, para abrir la nevera portátil—. Toma —le tendió una caja de zumo con una pajita—. Bébete esto.


—No tengo sed.


—Es zumo de naranja con piña. Necesitas llenarte el estómago con algo.


—Yo no...


Paula le dejó la caja al lado, segura de que finalmente la recogería. Y así lo hizo.


—Anda, cómete esto con el zumo —rebuscó dentro de una bolsa de plástico que había sacado de la nevera—. Son tabletas energéticas —extrajo una tableta cuadrada, de color marrón—. Llevan avena, germen de trigo, de arroz, nueces y arándanos secos, porque yo odio las pasas. No eres alérgico a nada de todo esto, ¿verdad?


—No, yo...


—Pues, entonces, cómetela —le puso la tableta en la mano—. No voy a viajar en un coche cuyo conductor no se ha alimentado apropiadamente. La gente que no desayuna bien...


—Si me como esto, ¿te quedarás callada?


—Si te comes eso, ya no volveré a sermonearte por no desayunar bien.


—Trato hecho —y se metió la tableta en la boca mientras abría la caja de zumo—. Mis sobrinas comen estas cosas.


Paula se había quedado asombrada. Así que ese hombre tenía sobrinas... lo cual significaba que tenía un hermano, o una hermana... Tenía una familia. Jamás se lo habría imaginado. El despacho de Pedro no había ninguna fotografía, ningún detalle familiar; nunca hablaba de su vida privada, y ni siquiera Georgina se lo había preguntado. Pedro no le había parecido el tipo de hombre que respondiera a preguntas de índole personal.


En aquel instante, quería preguntarle acerca de sus sobrinas, pero temía abalanzarse con demasiado apresuramiento sobre la primera gota de información personal que había dejado caer. Quizá sólo había expresado un pensamiento en voz alta. Observó cómo apuraba el zumo de un solo trago.


—Voy a tirar esto —dijo Pedro cuando terminó—. No tiene sentido empezar un largo viaje acumulando basura en el coche.


Salió del vehículo. Vestido con unos vaqueros y un polo, estaba tan atractivo como con su traje formal. Sus movimientos eran fluidos y a la vez enérgicos, confiados. Lentamente, Paula se acomodó en su asiento, mirando hacia adelante.


Llevaba cerca de cuatro años trabajando en Producciones por cable Alfonso, y en todo ese tiempo no se había fijado ni una sola vez en el físico de Pedro. ¿Por qué le llamaba la atención en aquel preciso momento? ¿Qué era lo que había cambiado? ¿Unos breves instantes de conversación civilizada?


No; se trataba de su sonrisa. Lo había visto sonreír, y donde había sonrisa, había esperanza. 


Ahora que ya sabía que era capaz de sonreír, quería que lo hiciera otra vez. Aunque por supuesto, si su equipo no se daba prisa, probablemente nunca lo consiguiera.


Cerró la bolsa con sus tabletas energéticas y volvió a guardarla en la nevera portátil. Pedro ya volvía al coche. Paula evitó deliberadamente mirarlo.


—Ya están listos —anunció, cerrando la puerta y arrancando el motor antes de que ella tuviera oportunidad de abrocharse el cinturón de seguridad.


Salieron del aparcamiento seguidos de la caravana de Hartson Flowers, en la que viajaban dos camarógrafos y un técnico de sonido con el equipo de filmación. Se dirigieron al sur, hacia Brownsville.


Mientras contemplaba el paisaje de la llanura, sin decir nada, Paula pensaba en las horas de viaje que tenían por delante. Realmente echaba de menos a Georgina.



¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 4




A las siete en punto, Pedro estiró perezosamente los brazos por encima de la cabeza y decidió dar por terminada su jornada de trabajo. No tenía ninguna gana de pasar tres semanas alejado de su despacho, y esperaba sinceramente que Paula hubiera incorporado el tiempo de montaje del programa dentro de aquel plazo. Quizá sólo estaría fuera un par de semanas. Tal vez diez días, si tenían suerte y eran eficaces..., si acaso el romance y la eficiencia podían convivir, algo que dudaba muy seriamente.


Había pasado el resto de la tarde delegando la mayor cantidad posible de tareas, pero todavía pensaba dedicar el sábado y el domingo a dejarlo todo preparado antes de su marcha.


—Oh, estupendo. Todavía estás aquí —exclamó Paula cuando entró en su despacho sin llamar.


Pedro no la había oído acercarse. Ella esbozó una tentativa sonrisa, y él se preguntó si esperaría o no que sonriera como un estúpido cada vez que establecían contacto visual. 


Aparentemente no.


—Tengo aquí mismo las notas de Georgina. Pasarlas a limpio me ha llevado más tiempo del que había previsto —le entregó varias hojas y suspiró, pasándose los dedos por su corta melena rubia.


—Gracias —Pedro examinó los papeles. Georgina había proyectado y elegido las tres parejas de San Valentín, e incluso tenía otras tres de reserva en caso de que surgieran problemas; no estaba nada mal—. ¿Necesitas algo? —pasó una página y estudió el horario que Paula le había facilitado.


—Creo que estamos preparados.


—Tienes asignadas tres semanas enteras para filmar. ¿Con el montaje incluido?


—Sólo serán unos ajustes de estudio a la vuelta.


Paula se había sentado en el borde del escritorio, con las piernas cruzadas. Llevaba falda corta, y tenía unas piernas magníficas... 


Pedro nunca se había molestado en fijarse en ellas, pero tampoco nunca las había tenido tan cerca, casi a la altura de los ojos.


Paula se inclinó para señalarle algo en una página, y Pedro pudo reconocer el perfume que se había puesto esa mañana.


—He calculado tres días para cada segmento... más uno extra para el primero. En ése utilizamos animales.


—No. Nada de animales —Pedro esbozó una mueca.


—Sí, animales —declaró firmemente Paula—. Un desfile de circo, para ser exactos.


—¿Un desfile de circo? ¿Para una petición de matrimonio? ¿Es que la gente está loca?


—A mí me parece romántico —lo desafió a que le llevara la contraria.


—Pues desde luego suena muy problemático —«podría ser peor», pensó Pedro. Bebés, por ejemplo. Había algo todavía peor que los animales: los bebés.


—Las visuales merecerán la pena. Y... —Paula señaló uno de los aspectos del programa—... y quizá también podrán llevarnos un día extra. No lo sé; depende del tiempo. Pensaba volver el viernes para dejarle al equipo el fin de semana libre, así que, de hecho, estamos hablando de unos diecinueve días. Tres de los cuales son libres y dos optativos. El resto, tiempo de viaje.


—¿Cuándo piensas hacer el montaje?


—Yo monto sobre la marcha, y puedo terminar de hacerlo durante ese fin de semana, cuando volvamos al estudio, si crees que es necesario —se bajó del escritorio—. También le enviaré el metraje en bruto a Georgina. Ella nos escribirá los comentarios.


—Suena bien —Pedro se relajó un tanto.


Habían mantenido una conversación entera sin que Paula explotara.


—De acuerdo. Bueno, me voy. Nos veremos el lunes a primera hora —y se marchó del despacho tan repentinamente como había entrado.


Pedro se quedó mirándola hasta que desapareció. ¿Por qué todos sus encuentros no podían ser tan fáciles como aquel? Nunca antes había podido hacerle un comentario o una sugerencia sin que Paula estallara por cualquier cosa. Había oído a Georgina hacerle preguntas o ponerle objeciones y Paula se había quedado callada, sin rechistar. ¿Por qué con él era tan diferente? No era un tipo irrazonable; simplemente era prudente...


Encogiéndose de hombros, guardó el programa de Paula en una carpeta de archivo. Lo estudiaría al día siguiente por la mañana. Hasta entonces, y dado que era viernes por la noche, visitaría a sus padres.


Los padres de Pedro vivían en un antiguo barrio residencial de Houston, con bungalows y hermosos jardines. Pedro y su hermana mayor habían crecido en una de aquellas pequeñas casas, y su hermana todavía seguía viviendo allí con su marido, poeta en el paro, y tres niños.


De hecho, Pedro tenía que morderse la lengua cada vez que los visitaba. Aquella noche se presentó más tarde de lo habitual, y supuso que ya habrían cenado. Se equivocaba.


—¡Pedro! —su madre abrió la puerta tan pronto como oyó sus pasos en el entarimado del porche. Después de abrazarlo efusivamente, lo hizo entrar en la casa y lo llevó a la cocina.


Lo primero que vio Pedro fue un enorme ramo de rosas... más de una docena. Aquello debía de haber costado al menos mil dólares.


—¿Has visto mis rosas? —le preguntó Viviana, su madre, evidentemente deleitada.


—Sí.


—Bebe un poco de vino, Pedro —sin esperar su respuesta, Roberto Alfonso le sirvió una copa y se levantó de la mesa para entregársela. 


Sonreía de felicidad al ver a su esposa tan contenta.


—¿Qué es lo que estamos celebrando? —inquirió Pedro.


—La vida —respondió su padre, haciendo un gesto expansivo con el brazo—. No hay por qué tener una razón específica para organizar una celebración como ésta...


Pedro volvió a mirar las rosas mientras bebía el vino. Si su padre quería organizar una celebración, ¿por qué no lo celebraba sustituyendo la vieja puerta de rejilla de la entrada, por ejemplo? ¿O volviendo a tapizar el sofá de mamá, del que tanto se quejaba?


—Tu padre es tan romántico... —comentó Viviana, como si Pedro no lo supiera a esas alturas. Después de abrazar una vez más a su marido, que había vuelto a sentarse a la mesa, volvió a acercarse al horno para remover el guiso que estaba preparando.


—Las rosas la hacen feliz —le dijo Roberto—. Y cuando ella está feliz, yo también lo estoy.


—¿Patricio? ¿Es eso...? ¡Ah, hola, Pedro! —su hermana Teresa entró en al cocina con un niño en brazos—. Creí haber oído entrar a Patricio —miró a su alrededor buscando a su marido—. Hoy tenía un recital de poesía —anunció; resultaba evidente el orgullo que sentía—. Le han invitado a leer dos de sus poemas.


—Qué bien — «sobre todo si logra venderlos», añadió Pedro para sí.


—¡Tío Pedro! —chillaron en ese momento dos niñas, entrando en la cocina y lanzándose a sus brazos. Estaban en pijama, listas para acostarse.


—¡Hey, cuidado!


Milagrosamente no se le derramó ni una gota de vino. Dejó la copa sobre la mesa y abrazó a sus sobrinas. Las crías no dejaron de reír mientras se retiraban a su habitación.


—¡Me toca a mí sentarme en la mecedora! —gritó la más pequeña.


—Están viendo una película —explicó Teresa—. No sé cómo he podido vivir sin de vídeo, hasta que me lo regalaste... —sonrió a Pedro—. Gracias.


—¿Patricio ya se ha relajado lo suficiente como para poder ver un vídeo? —inquirió Pedro, ya que su cuñado apenas toleraba la televisión. No le había hecho muy feliz que Pedro le regalara un vídeo a la familia en las últimas navidades. 


Pero sabía los grandes esfuerzos que tenía que hacer Teresa para mantener a las niñas calladas cuando su marido quería escribir.


—Sí, pero que no se entere de que te lo he dicho. 


Mientras intercambiaban una sonrisa de complicidad, el sobrino de Pedro le agarró la punta de la corbata e intentó metérsela en la boca.


—¡Eh, chico, no me babees la corbata, que es de seda! —bromeó Pedro, retirándole con mucho cuidado la prenda de los dedos—. Hablando de ropa, ¿y esos pantalones tan elegantes que llevas?


—Son paños de cocina, tío Pedro —respondió la propia Teresa, remedando una voz de bebé y acariciándole la tripita a su hijo para hacerle reír.


—¿Paños de cocina?


—Me quedé sin pañales y Patricio tuvo que pedirle prestado el coche a papá para ir a comprarlos. El nuestro está en el taller.


—¿Otra vez?


—Sigue allí... —respondió Teresa, arrugando la nariz.


—¿Qué es lo que le pasa?


—Nada —respondió con tono despreocupado—. Cuando Patricio pueda pagar la factura de la reparación, lo recuperaremos.


—Deberías habérmelo dicho, yo...


—No te preocupes por eso, Pedro. A Pablito no le importa, ¿verdad? —le hizo cosquillas a su hijo y el bebé rió de nuevo. Sonriendo, se lo llevó al dormitorio.


—Te preocupas demasiado —le comentó su padre—. Patricio está usando mi coche hasta que recupere el suyo.


—¿Y cuál estás usando tú?


—Mis piernas —Roberto se echó a reír—. Hoy he tenido que caminar, y porque he tenido que caminar he visto estas rosas —señaló el enorme ramo—. Y además, al lado de la floristería, he encontrado a un hombre que vende vino. Un buen vino. Si hubiera tenido que conducir, me habría perdido todas estas cosas. Algunas veces necesitamos caminar lentamente por la vida. Y tú deberías intentar caminar con más frecuencia,Pedro.


—Lo que debería hacer es comer más, Roberto —lo interrumpió Viviana mientras añadía sal al guiso—. Está demasiado flaco.


Pedro forzó una sonrisa. Cuando su padre miraba las rosas, veía amor en ellas. Pedro, en cambio, veía el precio. Un coche retenido en un taller porque no podían pagar la factura de su reparación. Su sobrino no tenía pañales, pero había dos docenas de flamantes rosas en la cocina de su madre.


La familia de Pedro tenía la extraña virtud de vivir en las nubes y de no preocuparse por los asuntos terrenales. Y él ni siquiera podía despegarse del suelo. Se había pasado la vida entera observándolos y envidiándolos... y preparándoles colchonetas para las inevitables catástrofes.


Y aquella noche se había presentado con una de aquellas colchonetas bajo el brazo. Tomó de nuevo su copa y la levantó para brindar:
—Quizá sí que haya una razón que celebrar.


—¡Has conocido a una chica! —exclamó su madre, emocionada.


A pesar suyo, Pedro no pudo menos que pensar en Paula.


—No, mamá —por otro lado, pensó que Paula no encajaría mal en aquella familia tan poco práctica—. Os he traído vuestros beneficios trimestrales —sacó un sobre de un bolsillo y se lo entregó a su padre—. La cifra es mayor que la habitual.


—¿Lo ves, Pedro? —su padre tamborileó con los dedos en el sobre—. No es necesario que te preocupes tanto por nosotros.


—Se lo debemos a la inteligencia de Pedro. Ya te dije que invertir en nuestro hijo era mejor todavía que poner el dinero a plazo fijo —bromeó Viviana, abrazándolo.


—Sí, es inteligente. Pero sigue trabajando demasiado —repuso Roberto, sacudiendo la cabeza.


—Hablando de trabajo —comentó Pedro, cambiando de tema—. El lunes me voy de viaje.


—¿Estarás fuera mucho tiempo? —le preguntó su madre.


—Un par de semanas, quizá tres. Una de mis productoras tendrá que ausentarse con un permiso de maternidad. Va a tener gemelos.


—¡Maravilloso! —exclamó Viviana.


Pedro no pudo evitar preguntarse por qué todo el mundo pensaba que tener gemelos era algo tan maravilloso.


—Vivo para el día en que aparezcas y me digas que vas a darme nietos —añadió su madre.


—Ya tienes nietos —le señaló Pedro, aunque sabía que era inútil. Él era su único hijo, y sus hijos llevarían el apellido Alfonso. Pedro no se oponía a tenerlos; el problema era que estaban muy atrás en su lista de prioridades.


De pronto se abrió la puerta principal.


—¡Alegraos todos! —exclamó una voz teatral; Patricio había vuelto—. ¡He tenido un éxito impresionante y debemos celebrarlo de la manera adecuada!


—¿Qué, qué?


Pedro podía oír la excitada voz de Teresa. 


Segundos después, Patricio, de cabello largo y barba, apareció en el umbral de la cocina con una botella de champán.


—Es de los buenos —comentó Pedro después de echar un vistazo a la etiqueta de la botella, pensando que finalmente Patricio debía de haber vendido algo.


Las niñas volvieron a entrar a la carrera en la cocina para abrazar a su padre, y tanto Roberto como Viviana resplandecían de alegría mientras su yerno les relataba su gran éxito.


—Y quieren que les presente veinte de mis mejores poemas —concluyó.


—Entonces, ¿van a publicártelos? —le preguntó Pedro.


—Todavía no...


—Pero seguro que lo harán cuando los lean —declaró Teresa, mirando a su marido con expresión adoradora.


—Es una antología literaria —explicó Patricio—. De alta categoría. El hecho de ser tenido en cuenta ya es en sí un honor.


Pedro pensó que «literario» quería decir poco o ningún dinero. No tenía ningún problema con que Patricio escribiera poesía, pero tenía un problema muy grande con el hecho de que no tuviera un empleo rentable con el cual mantener a su familia, al menos mientras corría en pos del éxito...


Mientras Teresa ayudaba a su madre a terminar de preparar la cena, Patricio le dijo a Pedro de manera confidencial, para que nadie más lo oyera:
—Todavía no tengo el dinero, pero cuando lo reciba, te lo entregaré para que nos lo gestiones. He visto el último sobre de beneficios.


—Yo no soy un fondo de inversiones —repuso Pedro.


—Pero evidentemente conoces el tema —se echó a reír, y su vibrante risa llenó la habitación. Le dio unas palmaditas en la espalda—. Yo también quiero invertir en tu empresa.


Pedro procuró escoger bien las palabras para contestarle. La modesta «inversión» de su padre sólo había sido un pretexto para mantener económicamente a sus padres sin que se dieran cuenta de ello. Si hubieran estado al tanto del funcionamiento del mercado de valores, se habrían dado cuenta de que recuperar cada año más de la inversión original era algo infrecuente.


—Esas cosas ocurren sólo una vez en la vida —intentó explicarle, pero Roberto Alfonso ya había descorchado el champán y estaba proponiendo un brindis.


Después de eso, Patricio se dispuso a recitar uno de sus poemas. Sus hijas se le sentaron en el regazo, mientras Teresa seguía mirándolo con adoración. Incluso el bebé se había quedado en silencio. Los padres de Pedro se tomaron de las manos, participando también de aquel ambiente de emoción.


Aunque lo intentó sinceramente, Pedro no alcanzó a comprender el valor y el atractivo del poema. Estaba seguro de que era el único.


Paula Chaves sí lo habría entendido. No tenía ninguna duda de que su cuñado la habría entusiasmado. Se la imaginaba disfrutando también de aquel champán sin pensar en el precio. Podía ver su rubia cabeza mientras enterraba la nariz en las rosas... Probablemente pensaría que cambiarle a un bebé los pañales por paños de cocina resultaba incluso gracioso, original.


Paula Chaves era, de hecho, exactamente igual que su familia. Pedro no tenía que trabajar con sus familiares, pero sí que iba a tener que trabajar con ella. Se estremeció. ¿Cómo iba a poder soportar las tres próximas semanas?



¿PRÍNCIPE AZUL? : CAPITULO 3




Paula parpadeó asombrada y se apresuró a salir del despacho. Ni siquiera le había contestado «de nada». Y, ciertamente, tampoco le había devuelto la sonrisa.


Intentó decirse que aquella sonrisa había sido probablemente falsa. Trabajando en televisión, había tenido oportunidad de ver muchas falsas sonrisas. ¿Qué podía importar que la de Pedro fuera la mejor falsa sonrisa de todas las que había visto en su vida? Seguía siendo falsa, y tendrían que trabajar el uno al lado de otro durante las tres próximas semanas, en esa perspectiva fue en lo que pensó de camino al despacho que compartía con Georgina.


Aquello era como entrar en otro mundo. Las paredes pintadas de color melocotón pálido y la moqueta pardo claro neutralizaban la dura luz de los fluorescentes. El mobiliario beige y las estanterías de madera creaban una atmósfera profesional, a la vez que femenina. Los almohadones de color verde de las sillas de oficina añadían otro toque de color.


—Hey, llama al asistente para que te ayude con eso —Paula apresuró el paso al descubrir a Georgina levantando cajas y archivadores.


—Estoy bien —Georgina dejó caer un montón de archivadores en una caja de cartón y se incorporó para mirar a su amiga—. De hecho, creo que voy a hablar con mi médico. Si procuro controlarme y trabajar sólo media jornada, entonces quizá no tenga necesidad de pasarme los tres próximos meses en la cama.


—No seas ridícula. Te dijo que te quedaras en la cama, y te quedarás en la cama —Paula ladeó la cabeza para leer las etiquetas de los archivadores—. No irás a llevarte todo lo que necesito, ¿verdad?


—No. Pienso poner al día la correspondencia y contactar con alguna gente que nos haya sugerido historias para los guiones —Georgina miró a Paula con expresión preocupada—. Escucha, podría intentar ayudarte con el show de San Valentín, a pesar de todo.


—Me parece que ya se te ha adelantado alguien.


—Jamás imaginé que Pedro insistiría en ocupar mi lugar —gimió Georgina, mordiéndose el labio—. ¿Me odias?


—No —respondió Paula, abrazándola.


—Pero odias a Pedro.


—No lo odio —Paula esbozó una mueca—. Simplemente no congeniamos bien, eso es todo.


—Y yo nunca he sido capaz de averiguar por qué. Si hablas tranquilamente con él, puede llegar a ser un tipo bastante razonable.


—Pero es tan... —Paula cerró los puños—... ¡mandón!


—¡Eso es porque es el jefe! —exclamó su amiga, riendo.


—Ya sabes lo que quiero decir —cruzó los brazos y se apoyó en el escritorio de Georgina—. Rechaza todas mis ideas.


—No es verdad.


—Bueno, pues al menos las detesta. Siempre las está criticando —bajó la voz, imitando la de barítono de Pedro—. «¿Es que necesitamos todos esos extras? ¿No podemos recortar alguno? ¿No existe alguna forma más barata de conseguir el mismo efecto?» —volvió a adoptar su tono de voz normal—. He oído estas frases al menos un millón de veces.


—Es su trabajo. Tiene que mirar por el presupuesto.


—Pero al menos por una vez me gustaría oírle decir: «Ésa es una gran idea. Adelante».


Pedro no es así... Sólo cuestiona tus grandiosos planes —señaló la pared al lado de Paula—. ¿Te importaría enrollarme ese calendario?


—Con mucho gusto —Paula desenganchó el enorme calendario en forma de corazón rosa, una auténtica monstruosidad en términos de decoración—. No veo por qué no podemos hacer este año un especial de San Valentín tipo local, en plan modesto. Sería más barato.


—Ya has oído a Pedro. Hasta el momento, ya ha vendido el show a tantas cadenas como tuvimos el año pasado —Georgina tomó el calendario enrollado—. A la gente le encanta ver en televisión las peticiones de matrimonio por sorpresa.


—Lo sé —suspiró Paula—. Son tan románticas... —esbozó una sonrisa soñadora—. La gente está tan enamorada que quiere compartir su felicidad con el mundo entero. ¿Te acuerdas de lo que sentiste tú?


—Claro que sí. Daniel me pidió que me casara con él porque los tipos de interés habían bajado y era un buen momento para comprar una casa —Georgina sujetó el calendario con una goma y lo dejó caer dentro de la caja.


—¡Pero si me dijiste que te escribió la petición en una galletita china del porvenir!


—Esa historia sonaba mejor —Georgina levantó los ojos al cielo—. Lo que en realidad estaba escrito en la galletita china era: Quien vacila está perdido, y Daniel lo tomó por un augurio referente a sus inversiones en bolsa.


—Ojalá no me lo hubieras contado —Paula se apoyó pesadamente en el borde del escritorio—. Durante todo este tiempo, he estado esperando encontrar a un hombre tan romántico como tu marido. Quiero que me hagan una maravillosa propuesta de matrimonio. Quiero que contrate una orquesta en un club selecto para que toquen nuestra canción mientras bailamos abrazados, solos en la pista... O que me cante una serenata bajo mi balcón...


Georgina continuó recogiendo sus archivadores.


—Tu apartamento está en un bajo.


—O mientras navegamos por el Gran Canal de Venecia, con nuestro gondolero entonando baladas italianas...


—Tengo entendido que esos canales apestan.


—¡Georgina! ¿Qué es lo que te ocurre? Eres todavía peor que Pedro.


—Me duelen los pies y si no me quito los zapatos es porque luego no voy a ser capaz de ponérmelos —se descalzó y le enseñó un pie—. Gordo. Tengo gordos hasta los pies.


—Entonces, siéntate. Yo te ayudaré con los archivadores.


En lugar de discutir con ella, Georgina se dejó caer en una silla. Paula estaba decidida a mandarla a su casa sin que tuviera que preocuparse por nada. Mientras le entregaba unas carpetas, continuó:
—¿Sabes? Antes sólo me estaba desahogando un poco; no hablaba en serio. El show será maravilloso, y Pedro y yo nos llevaremos bien —«mientras no nos veamos ni hablemos», añadió para sí—. Lo que pasa es que no quiero hacer el show sin ti.


—Yo tampoco quiero que lo hagas sin mí.


Paula sintió una punzada de emoción. Iba a echar de menos a Georgina. Los próximos tres meses hasta el parto, y los otros tres que pensaba utilizar para cuidar a sus hijos, significaban para Paula trabajar durante medio año sin su compañera. Después del especial, seguirían semanas enteras de shows que hacer antes de que volviera Georgina. Se preguntó si Pedro insistiría en coproducirlos con ella, también...


—Bueno... —continuó Georgina, con una risa temblorosa—, ¿y si al final resulta que prefieres trabajar con Pedro antes que conmigo?


Por toda respuesta, Paula extendió una mano para tocarle la frente.


—Hmmm. Qué raro. No tienes fiebre.


—No, lo digo en serio —Georgina le retiró la mano—. Es un tipo con experiencia... guapo...


—Ese hombre es como un nubarrón en un día soleado.


—Se limita a ser profesional...


—Es un profesional del mal humor. Siempre está hablando de costes de producción, de tiempo de producción, de cifras... ¡números! —Paula se tocó las sienes—. Los números me dan dolor de cabeza.


—Farsante —rió Georgina—. ¡Yo soy la que hago números con él, y no tú!


—Pero yo escucho detrás de la puerta.


—¡No es posible! —Georgina parpadeó sorprendida, y Paula esbozó una mueca—. Vamos, no sé si estás bromeando o no —al ver que su amiga se callaba, exclamó—: ¡Pequeña serpiente! ¡Jamás habría podido imaginarme una cosa así! Ahora, cuando entre en su despacho, no podré dejar de preguntarme si me estarás escuchando...


—Bueno, ya no tendrás que entrar en su despacho durante meses, así que puedes olvidarte de ello —repuso Paula.


—Me parece a mí que, a partir de ahora, podrás negociar sola con él.


—¡Ah, no! ¡Todo menos eso! —le suplicó Paula, juntando las manos como la protagonista de un melodrama—. Por favor, por favor no me hagas esto...


—Creo que te vendría muy bien.


—No, me vendría fatal. El es como un gigantesco agujero negro de creatividad. Un vacío que neutraliza todas mis ideas...


Georgina estalló en carcajadas y Paula no tardó en imitarla, contenta de que su amiga y compañera hubiera recuperado el sentido del humor. ¿Cómo podría pensar Georgina ni siquiera por un momento que preferiría trabajar con Pedro antes que con ella? Miró el segundo cajón del archivador.


—Aquí están tus fuentes locales. ¿Quieres alguna?


—Será mejor que lo revise antes.


Paula levantó un fajo de archivos y se los acercó a su amiga.


—¿Sabes? Creo que parte de tu problema es la manera en que reaccionas ante Pedro —le comentó Georgina—. El no es tu padre adoptivo y tú no eres tu madre.


—¿De dónde has sacado eso?


—Del programa especial del Día de la Madre de hace dos años. Conocí a tu familia, ¿recuerdas? En aquella ocasión, nos visitaron aquí mismo, en el estudio.


—¿Y? —Paula recordaba demasiado bien aquello.


—Tu padrastro es muy... —se interrumpió, haciendo un gesto con la mano.


—Es un tacaño dictatorial y tiránico —pronunció Paula, pensando incluso que estaba siendo demasiado respetuosa para lo que podría decir de él.


—Dictatorial y tiránico son sinónimos.


—No con él —Paula sintió una opresión el estómago y empezó a hacer sus ejercicios de respiración profunda. Cerrando los ojos, viajó mentalmente a la playa en la que podía observar las olas y escuchar su rítmico rumor. Aspirar... oler aquel aire marino... espirar... sentir la caricia del sol relajando sus músculos tensos. Cuando se sintió más tranquila, abrió los ojos para encontrarse con la inteligente mirada de Georgina—. Mi relación con el marido de mi madre nada tiene que ver con la que tengo con Pedro


—Yo creo que sí. Tu padrastro lo criticaba todo, desde el número de chaquetas de traje que guardamos en el armario, hasta el precio de las bebidas de la máquina y la cantidad de ellas que tú consumías...


—No me había dado cuenta de lo mucho que te habíais fijado...


—No pude evitarlo. Era como si de pronto te hubieras convertido en una niña pequeña. Te apresurabas a justificar todo lo que hacía; era increíble. Y tu madre, chistándote constantemente para que te callaras...


—Ella no quiere disgustarlo —murmuró Paula—. Nunca ha querido disgustarlo. Él podría abandonarla, y entonces... ¿qué haría ella? Ya fue bastante malo tener que soportar a la hija de otro hombre. «Debería sentirme agradecida por haber crecido con un tejado sobre mi cabeza»: esta frase la tengo grabada en el cerebro —Paula se interrumpió bruscamente; aunque las dos tenían una relación muy estrecha, jamás había hablado de su familia con Georgina. Y no deseaba hacerlo ahora. Intentó visualizar nuevamente la playa.


—Estás resentida con tu madre porque ella jamás podría dejar plantado a tu padrastro. Así, tú recreas esa situación con Pedro, sólo que él desempeña el papel de tu padrastro y tú el de tu madre. Algo muy común.


—Eso es ridículo. Sabía que no debería haber permitido que te entrevistaras con esa nueva psiquiatra...


—Pertenece a una altamente respetada familia de terapeutas —Georgina suavizó su tono de voz—. Pero no era mi intención molestarte. Simplemente, dale a Pedro una oportunidad, ¿vale? —sonrió—. ¿Quién sabe? Puede que se convierta en el hombre de tus sueños. Y no me refiero a tus pesadillas....


—El hombre de mis sueños es tremendamente romántico —replicó Paula—. Será a amor a primera vista. Y no tan misterioso y discreto como Pedro Alfonso.