sábado, 24 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 23




QUÉ HORA saldremos? ‐preguntó con impaciencia.


 ‐Temprano ‐anunció en tono intimidatorio.


‐Bien ‐dijo, más ilusionada que nunca‐. Estoy ansiosa.


‐Yo también ‐apuntó Pedro, que siempre había celebrado ese entusiasmo infantil de Paula‐. Tendrás que prepararte esta noche. Llena únicamente una mochila con la ropa imprescindible y acuéstate. Nos marcharemos al alba.


Paula hizo la maleta en su habitación. Eligió ropa cómoda y fresca. Una vez en la cama emergió en ella la esperanza. A pesar de lo que pensara Pedro, tendría otra oportunidad para empezar de nuevo, desterrar los malos recuerdos y recuperar la libertad que habían compartido en el pasado.


Tenía que mostrarse positiva. Todo consistía en mantener una buena actitud.


El golpe en la puerta de su habitación sonó muy lejano. 


Luego se sucedió otro más fuerte.


Paula abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las tres y media. 


Tenía que tratarse de una broma. Se incorporó y se sentó en el borde la cama. No era posible que quisiera marcharse tan temprano.


Paula se apartó la melena de la cara y caminó hasta la puerta. Abrió y descubrió que todo estaba a oscuras. Apenas distinguía la figura de Pedro en esa oscuridad.


—Me estás tomando el pelo ‐bostezó y se frotó los ojos.


‐¿No estás lista? ‐preguntó con voz grave‐. Ya es la hora.


‐¿Nos marchamos? ‐se apoyó en el marcó de la puerta‐. ¿A las tres y media?


‐No. Nos marchamos a las tres y cuarenta. Eso te da diez minutos para prepararte y reunirte conmigo en los establos. Y si te retrasas un solo minuto, me iré sin ti.


Pedro—susurró, consciente de que hablaba en serio.


—No me presiones, Paula. No es el mejor día —sus ojos negros desafiaban la noche‐. Tengo la impresión de que me he pasado toda la vida esperándote y estoy cansado. Iremos a este viaje, volveremos a casa y, después, me marcharé.


‐¿Te marcharás? ‐repitió, demudada.


‐Sí, señora ‐y sus dientes blancos brillaron en el pasillo un instante‐. Sigo mi camino.


Pedro bajó las escaleras con un nudo en el estómago. Entró en la cocina y tomó las alforjas que había llenado de comida. 


Había sido muy duro con Paula y eso no le gustaba. Estaba enojado, desde luego. Pero ¿qué sentido tenía pagarlo con ella?


Nada de lo que había ocurrido era culpa de Paula. Ella no había deseado ese aborto. Tampoco había contactado con Alonso Huntsman ni había buscado la foto del chico. Ese hombre había alimentado su esperanza. Y no podía culparla porque no hubiera acudido a él. Comprendía su decepción. 


Sentía algo parecido.


Salió de la casa y se acercó al establo. Todavía hacía frío y pensó que Paula necesitaría una chaqueta. Pero al mediodía haría bastante calor en la montaña. Confiaba en que hubiera decidido ponerse varias capas.


Paula apareció vestida con unos vaqueros, una camiseta, un poncho y botas. Se había recogido el pelo y el poncho rojo hacía que pareciese indígena. Nadie habría reconocido a la hija del conde Chaves.


‐¿Estás lista? ‐preguntó Pedro, que ya había ensillado los caballos‐. Sube y veamos cómo te sientan los estribos.


Paula notó la calidez de su mano sobre la tela vaquera del pantalón mientras la aupaba hasta la silla. Una de sus manos rozó su nalga en el momento en que se sentaba sobre la gruesa pelliza.


‐Despacio, flaco —advirtió Paula—. No querrás que me siente sobre tu mano.


‐¿Eso debería asustarme? ‐preguntó con expresión neutra.


‐Un poco ‐dijo e hizo una mueca.


‐No eres muy distinta de tu temperamental yegua ‐dijo Pedro‐. Y te aseguro que nunca he tenido problemas con ese caballo.


Ella sonrió, divertida ante esa perspectiva. Pedro había criado ese caballo desde que había sido un potro. Y se lo había entregado como regalo de boda.


Ahora comprobaba que todo estaba en su sitio.


‐¿Te encuentras a gusto? —preguntó mientras deslizaba la mano a lo largo de su pierna hasta la pantorrilla.


Paula se estremeció ante ese contacto tan leve. Notó un vuelco en el estómago. Deseaba sentirlo contra su piel, abrazarlo con fuerza. La fuerza del deseo era abrasiva y parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde la última vez que habían disfrutado de una jornada completa en
la cama.


‐¿Te encuentras bien? ‐repitió Pedro.


‐Eso depende del matiz de la pregunta ‐contestó, plenamente sensibilizada.


‐Esta mañana estás muy guerrera, negrita ‐dijo y enrolló la rienda en su mano.


‐No sé lo que me pasa ‐apuntó sin ocultar el deseo ardiente en su voz‐. Supongo que no he dormido mucho esta noche.


‐Tendrías que haberte acostado más temprano.


El tono de su voz resultaba distante, pero contrastaba con el fuego de su mirada. No podía ocultar el deseo. Era un secreto a voces.


‐Tendrías que haberme dejado más tiempo ‐replicó mientras intentaba liberarse de su mano‐. Ya sabes cómo me pongo si duermo menos de siete horas.


Cruzó por su cabeza que Pedro todavía disfrutaba con la tensión que existía entre ellos.


Ninguna mujer había opuesto tanta resistencia a sus encantos.


‐Recuerdo cuando dormías poco más de cuatro horas ‐dijo y acercó su cara hacia él, a pocos centímetros de sus labios‐. Recuerdo cuando te hacía el amor y pasábamos la noche en vela. Estabas llena de vida.


Paula no podía respirar. La sangre se agolpaba en su cabeza y notaba un latido en el vientre


Era sensual y perverso. Había sido suya. Pedro la había amado con tanta intensidad que ella había quedado marcada por el fuego de su pasión. Nunca podría acostarse con otro hombre. Pedro era su alma gemela.


Pero existían algunos problemas entre ellos y la solución requería paciencia. Y mucho sentido del humor.


‐Eso fue en el pasado ‐contestó sin aliento‐. Eras mucho más joven. Dudo mucho que ahora puedas... mantener ese nivel de eficacia. 


‐No debes preocuparte por mi capacidad ‐replicó, herido en su orgullo‐. Soy más fuerte y tengo más control sobre mi cuerpo. Puedo detenerme siempre que yo quiera. O siempre que tú me lo pidas.


Ella abrió los ojos y sintió un hormigueo en el cuerpo. Notó cómo la mirada de Pedro se posaba en su labio inferior. 


Deseaba un beso con toda su alma.


‐Pero supongo que nunca lo sabrás, ¿verdad? –dijo y se retiró tras darle una palmada en el muslo‐. Te cansaste de mí. Así que deberías alegrarte, Paula. Estás a punto de librarte de mí para siempre.


—Todavía no estoy libre —dijo, las botas en los estribos, erguida sobre la silla‐. Y tú tampoco, flaco.


Pedro le dirigió una mirada cáustica. Se colocó el sombrero y tomó las riendas de su caballo.


Paula lo miró, embelesada, mientras montaba su alazán. 


Estaba más musculoso que cinco años atrás. Pensó que ese tiempo en la ciudad no había malogrado su figura. Había adquirido una sensualidad que no interfería con su sexualidad primitiva.


La primera vez que habían hecho el amor y había perdido su virginidad entre sus manos, Pedro había explorado su cuerpo como si se tratara de una propiedad.


Pero ahora se alejaba al trote de los establos y Paula, pese a la furia del deseo que la carcomía, no tuvo más remedio que seguirlo.


Había pedido una última aventura y Pedro iba a concedérsela. Y quizá en ese viaje encontrase el camino de vuelta al corazón de Pedro. Habían pasado muchos meses desde la última vez que había montado y al mediodía tenía doloridos los muslos. A las tres estaba agotada.


‐¿Falta mucho? ‐preguntó mientras se detenían en un arroyo para que bebiesen los caballos, abrasada por el sol de la montaña.


‐¿Ya has tenido bastante? ‐Pedro se inclinó en su semental.


‐No ‐dijo y esbozó una sonrisa de chica dura.


‐Te duele la cabeza, ¿verdad? ‐aventuró con expresión taciturna.


‐No es nada, Pedro ‐aseguró, pero no rebajó la arruga en su frente‐. Estoy bien. Quiero que sigamos adelante. ¡Por favor!


‐Está bien ‐asintió a regañadientes‐. Vamos.


Siguieron la estela del arroyo entre cañones y las sombras dispersas de los árboles. Ya había anochecido cuando Pedro desmontó.


‐Pasaremos aquí la noche ‐se acercó a ella para ayudarla a bajarse del caballo‐. Desensillaremos los caballos para que descansen un poco.


‐¿No atas a los caballos? ‐preguntó Paula.


‐¿Por qué? No van a marcharse. Ellos, al contrario que tú, me respetan.


Paula quitó la silla de su caballo y acarició su lomo con la mano. Comprobó, satisfecha, que estaba en perfecto estado.


‐No tiene ninguna magulladura ‐dijo.


‐Claro que no. Un gaucho que abusa de un caballo no es un auténtico gaucho ‐sacó una toalla y secó su animal‐. Hay tres cosas sagradas para un gaucho. Su caballo representa la libertad. Su arma es su mejor amigo y su protector.


‐¿Y la tercera?


‐Su mujer ‐contestó.


Cenaron carne, queso y empanadas de cebolla que María había preparado la noche anterior a su partida.


‐¿Dónde estamos? ‐preguntó Paula‐. Sólo quiero una respuesta aproximada.


‐A unas cinco millas de San Juan —calculó con una sonrisa‐. No parece que hayamos avanzado mucho, ¿verdad?


‐Pensé que estaríamos más lejos ‐admitió Paula‐. Pero estoy muy contenta. Esto es muy divertido.


‐Sí, señora. Es toda una aventura.


Ella cerró los ojos e ignoró la burla de Pedro. Sabía que iba a pasárselo en grande haciéndola sufrir. De pronto notó un golpe en el brazo. Paula abrió los ojos y descubrió una barra de chocolate sobre la manta.


‐El postre ‐dijo Pedro‐. Disfrútalo.


Y así fue. Se tumbó sobre la manta, miró las estrellas y mordisqueó la barra con delectación.


Recordó los paseos que daba con su padre en el barrio de Belgrano. Las tardes de los domingos estaban reservadas para papá y Paula. Todo el mundo conocía a su padre y paseaban entre las tiendas hasta que terminaban en la tienda de la esquina.


Y cada domingo, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, su padre sostenía la puerta mientras ella elegía su dulce preferido. Y cada domingo elegía una barrita de chocolate suizo envuelta en papel dorado. Cada domingo le ofrecía a su padre una onza y él, muy educado, siempre rechazaba el ofrecimiento.


‐Mi padre podía ser muy cariñoso ‐dijo, acostada de lado, empujada por la viveza de ese recuerdo.


‐Nadie es del todo malo ‐contestó Pedro, tumbado sobre el petate‐. Ni siquiera tú.


‐Gracias, flaco ‐dijo ella con una sonrisa.


‐No hay problema, flaca. Buenas noches.


Apenas unos minutos más tarde notó cómo Pedro la zarandeaba.


‐Abre los ojos, dormilona. Es la hora.


‐¿Ya? ‐dijo con la mirada fija en el cielo azul.


‐Tenemos un buen trecho por delante antes del desayuno. Será mejor que nos pongamos en marcha. Tengo una cita en Famatina y no puedo faltar.


Al cabo de dos horas dejaron el camino de piedras y se adentraron en el valle de Famatina, poblado de cactus. Llegaron a Famatina a mediodía y se detuvieron frente a un café muy sencillo.


Mientras ataba los caballos a la rama de un árbol, Pedro le indicó a Paula que pidiera café y unas pastas.


Se sentaron con sus respectivas tazas en la terraza. Pedro miró su reloj un par de veces mientras desayunaban.


‐¿A quién estás esperando? ‐preguntó Paula.


‐He quedado con Alonso Huntsman ‐dijo y vació su taza.


Ella se atragantó y repitió el nombre, incrédula. Estaba desconcertada. Siguieron a la espera y Paula empezó a sentirse nerviosa. Pedro sacó una navaja y se puso a tallar un trozo de madera.


De pronto aparcó un coche junto al café y apareció una mujer en traje beige. Su expresión se dulcificó cuando reconoció a Pedro en la terraza.


‐¿Señor Alfonso? ‐preguntó y le tendió la mano.


—¿Sí? —se levantó, precavido.


—Siento decirle que ha surgido un contratiempo en la agenda del señor Huntsman ‐dijo la joven con cierta dificultad para expresarse en castellano‐. Me ha enviado en su nombre. Me ha pedido que le entregara esto. ¡Buena suerte!


La mujer regresó al coche y, en cuanto se alejó de allí, Pedro abrió el sobre.


‐Al menos sabemos que Huntsman no es un criminal ‐dijo mientras extendía el documento para que Paula lo examinara‐. Es un agente de la inteligencia británica.


‐¿Cómo? ‐Paula miró el papel.


—Es un espía.



EL SECRETO: CAPITULO 22





Pedro seguía profundamente enojado cuando María anunció que la cena estaba lista. Ignoró por completo a Paula en la mesa y, tan pronto como María retiró los platos, se levantó y salió del comedor.


Paula observó cómo se alejaba. Estaba destrozada. No se había explicado bien y no estaba segura de que pudiera hacerlo si contaba con otra oportunidad. Reprimió un suspiro, se levantó y fue al encuentro de Pedro. Estaba en el despacho, al teléfono. No la miró cuando Paula abrió la puerta.


Paula se quedó de pie, a la espera, mientras finalizaba la llamada.


‐¿Qué quieres ahora? ‐preguntó con absoluto desprecio.


‐¿Me ayudarás a encontrarlo, Pedro? ‐aventuró con la imagen de Tomás en mente.


‐¿Y para que? ‐se balanceó en la butaca‐. ¿Vas a enviarle una felicitación navideña?


‐No, pero tengo que saber cómo está. Quiero saber si está con una buena familia...


‐Puedo garantizarte, con bastante seguridad, que ese no es el caso.


‐Entonces ‐se estremeció‐, quizá podamos ayudarlo.


‐¿Pensaste en pedirle más información al señor Huntsman?


‐No he podido localizarlo. El número que me facilitó está fuera de servicio.


‐¿Y has intentado buscarlo por el nombre?


‐Sí. Pasé semanas rastreándolo. Incluso contraté a un detective, pero no saqué nada.


‐¿Fue entonces cuando decidiste alejarte de mí? ‐dijo con la mirada lúgubre.


‐Lo siento ‐se disculpó Paula.


‐Está bien. Ahora tengo trabajo ‐dijo y señaló la puerta con un gesto‐. Hablaremos de todo esto por la mañana.



****


Se quedó mirando la puerta durante varios minutos tras la salida de Paula.


Estaba confuso. Paula estaba visiblemente preocupada por ese crío, pero nunca había aceptado la idea de la adopción durante su matrimonio. ¿Qué buscaba en Tomás? ¿Acaso tenía un plan?


Pedro se pasó la mitad de la noche despierto, frente al ordenador, enviando mensajes a todos los organismos oficiales y las organizaciones humanitarias. En cada mensaje mencionaba a Alonso Huntsman y recalcaba la apariencia física de Tomás.


Se acostó tarde y Paula, medio dormida, se acomodó entre sus brazos. Pedro agachó la cabeza y aspiró el aroma dulce de su pelo. Sentía las curvas de su cuerpo en perfecta armonía con su postura. Era una situación muy dolorosa. Sabía, desde el mismo día en que la vio por primera vez, que estaba hecha para él.


Nunca había deseado a ninguna otra persona con esa pasión animal.


—Bésame —susurró Paula y lo abrazó de modo que sus pechos se aplastaron contra su cuerpo, entre el tormento y el éxtasis.


‐No bastará con un solo beso ‐advirtió.


‐Eso espero ‐replicó ella.


Hicieron el amor con una desesperación primitiva y se durmieron abrazados. Pedro se despertó primero. Todavía no había amanecido. Se separó con cuidado de Paula y volvió al despacho. Se preparó un café y encendió el ordenador. Pero nadie había respondido a sus requerimientos. Así que inició una nueva tanda de mensajes, decidido a obtener alguna pista.


Marcó el número de Dario mientras tomaba el desayuno en el despacho.


‐Buenos días ‐saludó‐. Lamento molestarte en la oficina.


‐¿Hay algún problema con Paula?


‐No exactamente ‐dijo, consciente de que su relación con Dario todavía resultaba algo distante‐. Necesito información sobre el internado de Uruguay donde estuvo Paula. ¿Alguna vez hablaste con el médico que la atendió?


‐No. ¿Por qué?


‐¿Estás totalmente seguro de que sufrió un aborto natural?


‐Hablé con la directora del colegio ‐recordó tras una pausa con tono incrédulo‐. Me llamó desde el hospital para contármelo.


—¿Alguna vez mencionó al bebé?


‐No. ¿De qué se trata?


‐Un hombre llamado Alonso Huntsman contactó con tu hermana hará cosa de un año.


‐Nunca he oído ese nombre ‐dijo.


Pedro ya lo había supuesto. Estaba cada vez más irritado. 


¿Habrían intentado chantajearla? ¿Habrían fingido que Tomás era su hijo? ¿O quizá alguien había creído que realmente era el hijo de Paula?


‐Pero no estás seguro de que sufriera un aborto, ¿verdad? Sería posible que hubiera dado a luz a un niño sano.


‐No es posible. Enviamos a Paula a un internado de señoritas ‐insistió Dario, convencido de su versión‐. Y, finalmente, se graduó.


Pedro se irritó un poco más. Dario estaba comportándose de un modo obtuso. Paula podía haber tenido un niño sano y graduarse. Era una mujer muy inteligente. Y se crecía ante la presión.


—No creerás realmente que tuvo ese niño, ¿verdad? ‐señaló Dario.


‐Estamos interesados en un chico ‐comentó‐. Estoy seguro de que Paula te facilitará más información si podemos encontrarlo.


Pedro se pasó el resto del día en la oficina de la bodega. 


Seguiría indagando hasta que diera con alguna información. Pero, al final de la jornada, sintió una tremenda frustración porque seguía sin una sola pista.


Anochecía cuando llegó a la hacienda. La casa estaba 
tranquila y, entonces, escuchó una carcajada que provenía de la cocina. Entró y encontró a Paula en un taburete con un retoño en su regazo. Estaba jugando con la criatura y sus ojos verdes reflejaban un intenso amor.


‐¡Señor! ‐gritó María‐. ¡Mire quién ha venido! Éste es mi nieto, Jorge. Va a quedarse conmigo este fin de semana. ¿No es adorable?


‐Ya lo creo ‐murmuró Paula y besó el moflete del niño—. Es muy bueno y muy sociable. ¿Quieres sostenerlo, Pedro? No llora nunca.


‐Está encantado contigo ‐respondió y tomó la manita del niño.


Pedro echó un vistazo a la cocina y observó que no había nada en el horno. María aplaudió y tendió las manos hacia su nieto.


‐No se moleste en prepararnos la cena, María. Tu familia ha venido a verte. Vete con ellos y pásatelo bien. Creo que nosotros saldremos a cenar.


Más tarde, en la escalera, cayó en la cuenta de que no se lo había pedido a Paula.


‐Lo siento ‐se disculpó‐. No te he preguntado. ¿Te apetece que salgamos?


Paula no necesitó una respuesta. Pedro advirtió la felicidad en sus ojos. Y si ella estaba contenta, el mundo giraba feliz.


Una hora más tarde estaban instalados en una mesa de un restaurante francés, en el centro de Mendoza. El cocinero era excelente y siempre había cola, pero el encargado encontró una mesa libre para Pedro.


Paula estaba radiante con un sencillo vestido largo de encaje con tirantes. El vestido se ajustaba a su figura y Pedro no le quitaba ojo. Era una preciosidad. Tenía una sonrisa ideal. Y su risa era contagiosa. Estaba resplandeciente a la luz de las velas.


Igual que en el día de su boda.


‐Ha sido toda una aventura haberte conocido ‐dijo Pedro con una sonrisa, agradecido pese a todos los problemas.


—Espero que no haya terminado ‐dijo con un halo de sospecha‐. Dijiste que nos quedaba un último viaje salvaje.


‐No recuerdo que habláramos de nada salvaje. Pensaba que haríamos algo juntos, nada más. Quizá una semana en la playa o en Buenos Aires.


—También podíamos acercarnos al Perito Moreno, en la Patagonia.


—¿Por qué íbamos a volver allí? ‐preguntó mientras recordaba el día de su boda.


‐Para renovar nuestros votos, claro.


‐Ahora sí estoy seguro de que has perdido la cabeza ‐dijo con una carcajada.


Paula advirtió el sarcasmo, pero seguía dichosa. Estaba encantada con la manera que tenía Pedro de mirarla y, sobre todo, con el recuerdo de su boda.


Había sido una experiencia muy excitante. Se habían declarado su amor en medio de un mar de hielo. Había sido como una boda en la catedral de la madre naturaleza. Pensó que los pingüinos, vestidos de frac, eran el coro. Y las focas, las ballenas y los cisnes negros representaban los invitados.


‐Estabas preciosa vestida de novia, Paula ‐dijo Pedro—. Hay cosas de las que me arrepiento, pero mi boda contigo no figura en esa lista.


‐¿Y qué lamentas?


‐Los años que dedicamos a los métodos de fertilidad ‐se tensó‐. Quizá toda esa energía malgastada en la búsqueda de un hijo habría salvado nuestra relación.


‐Es probable ‐asintió.


‐No puedo creerme que estés de acuerdo conmigo ‐apuntó Pedro.


‐Me llevo mucho tiempo aceptarlo, pero ahora lo entiendo. Y estoy preparada para superarlo y seguir con mi vida.


Pero sonó el teléfono móvil de Pedro antes de que contestase.


‐Tengo que atender esta llamada ‐dijo y se levantó al tiempo que traían la comida‐. No me esperes, Paula. Empieza sin mí. Volveré enseguida ‐regresó a los veinte minutos‐. Lamento la ausencia. Pero era importante. ¿Te apetece un café?


—No, estoy satisfecha. Gracias.


‐Vamonos a casa, pues ‐y pidió la cuenta.


Paula pensó que Pedro estaba preocupado. Aparentaba normalidad, pero sabía que esa llamada lo había perturbado...


—¿Por qué era tan importante esa llamada? —preguntó mientras salían del restaurante.


—Quizá tenga que ausentarme un par de días —dijo mientras abría el coche—. Tengo que ocuparme de algunos asuntos.


‐¿Adonde vas?


—Al norte. A Salta —señaló Pedro.


Paula subió al coche y aguardó a que Pedro se sentara frente al volante.


‐¿Puedo acompañarte?


‐No.


‐¿Por qué no?


Pedro no quería discutirlo. Sacudió la cabeza, encendió el motor y arrancó.


Esa noche había recibido una llamada de Alonso Huntsman. 


Se había enterado de que Pedro lo estaba buscando y se había puesto en contacto con él. Había aceptado una cita para verse frente a la catedral de Salta, en tres días. Parecía que Huntsman sabía mucho de él y eso lo intranquilizó.


Paula se cambió en su habitación y se puso el camisón. La cena había resultado prometedora pero, finalmente, había sido un desastre. ¿Qué se interponía entre ellos? ¿Por qué no lograban que todo funcionase?


Se acercó a la ventana y miró las montañas. Estaba tan oscuro que apenas se distinguían del cielo negro.


Escuchó un sonido bajo la ventana y se asomó. Descubrió a Pedro en el porche. Paula se puso una bata y bajó las escaleras para reunirse con él.


Pedro escuchó sus pasos y se volvió hacia ella.


‐¿Por qué nunca consideraste la alternativa de la adopción? ‐preguntó por sorpresa.


‐Estábamos esforzándonos muy duro para tener un hijo propio ‐replicó‐. Pero ya no siento lo mismo. Y si encontráramos a Tomás...


‐¿Y de lo contrario?


‐Supongo que podríamos pensarlo ‐admitió.


‐Siempre que sigamos juntos, desde luego ‐remarcó Pedro.


‐Pero vamos a quedarnos juntos ‐afirmó ella, asustada ante una posible separación.


‐No puedo asegurarlo. No creo que sea cierto.


‐Sólo estás cansado. Esa llamada te ha puesto de mal humor.


‐Sí, estoy cansado. Pero ése no es el problema, Paula. Ojalá hubiera estado a tu lado cuando cumpliste dieciocho años. Ojalá te hubiera rescatado de ese internado y hubiera salvado a nuestro hijo. Pero no estaba allí ‐apagó el cigarrillo con violencia‐. Y perdiste al bebé y esa herida sigue abierta. Francamente, Paula, creo que hemos cometido demasiados errores...


‐Pero, si hay amor, todo puede superarse.


—Ahórrame toda esa milonga sentimental —interrumpió‐. Yo no creo en eso y tú, tampoco.


‐No permitiré que lo hagas —dijo, orgullosa y altiva—. Encontraré la forma de que nuestra relación marche.


‐Eso mismo dije yo hace poco más de un año ‐tiró la colilla en un cenicero de loza‐. Luché con todas mis fuerzas y no te importó. No querías una reconciliación.


—Estaba equivocada.


‐¡Dios, Paula! ‐soltó una carcajada seca, furiosa‐. Eres increíble. Me vuelves loco. Incluso logras que dude de mí mismo.


Paula se acercó y advirtió que Pedro la rehuía. Estaban jugando una interminable partida de ajedrez. Y, en ese juego, la reina tenía todo el poder. Sólo tenía que mantenerse firme, en calma.


‐Quiero que dudes de ti mismo, flaco ‐sus miradas se cruzaron‐. Quiero que te asalten tantas dudas que no puedas marcharte sin otorgarnos una nueva oportunidad.


‐Eso no ocurrirá.


‐¿Cómo puedes estar tan seguro?


‐Te conozco y me conozco ‐dijo con una sonrisa‐. Estás luchando por nosotros. Pero no lo haces por amor, sino por miedo.


Ella no contestó. Pedro advirtió que había herido a Paula con sus palabras y suavizó un poco su expresión, más cálida.


‐Hablas mucho, querida. Pero bajo esa fachada sólo hay una mujer sin experiencia. No temes perderme. Te asusta enfrentarte a la vida por tu cuenta.


Paula estaba aturdida y la cabeza bullía con un zumbido. Se acercó al jardín y se apoyó en la barandilla del porche.


‐Quizá me falte experiencia y quizá haya vivido muy protegida. Me crié en un ambiente muy distinto al tuyo. Tú has hecho lo que has querido, has viajado...


—Yo no diría que recorrer la pampa a caballo sea un viaje, precisamente ‐interrumpió Pedro‐. Y me parece que tú has hecho siempre lo que has querido. Eres la mujer más veleidosa que he conocido. Cambias de idea continuamente. Te atrae la idea de la vida sencilla, pero no podrías vivir sin todo esto. Has nacido para esta clase de vida, negrita. Perteneces a este mundo.


‐¡No sabes nada de mí! ‐replicó Paula, llena de ira.


—Sé demasiado —contestó Pedro.


Paula se quedó quieta, junto a la barandilla. Sentía que estaba al borde del precipicio. Pero estaba atenazada. El silencio se volvió tan espeso entre ellos que Paula notó cómo se acumulaban las lágrimas en su garganta. No le gustaba a Pedro.


Detestaba ese silencio. Odiaba las emociones que atravesaban su mente y su cuerpo. Sentía que todo había sido una farsa basada en la pura atracción física. ¿Todo se había basado en la química del sexo?


Paula miró más allá de Pedro. La mansión de muros altos se elevaba a su espalda y el sonido del agua en las fuentes acariciaba sus oídos. Pero Pedro no tenía razón. Su relación era auténtica y estaba llena de sentimientos. Y eso era el amor.


Cerró los puños con fuerza, decidida a ocultar su miedo.


‐Es muy fácil criticarme. Conoces mi vida y mi pasado. Yo, en cambio, no tengo esa ventaja. No sé nada de tu casa, tu familia y tu mundo. Sólo sé que renunciaste a tu libertad para casarte conmigo. Me hubiera gustado conocer tu pasado.


‐No es vida para una mujer.


‐Quizá no sea india ni pertenezca a las montañas ‐dijo Paula‐. Pero no soy una debilucha. Sé montar a caballo, puedo acampar y cocinar al aire libre...


—Nuestra vida no consiste en ir de acampada.


‐Vas a ponérmelo difícil, ¿verdad?


‐Tú eres la amante de los retos ‐señaló con una carcajada‐. Todo tiene que resultar difícil, intenso, exigente.


‐Siempre has sido un jugador, Pedro. Apuesta por mí ‐dijo, decidida a darlo todo para recuperarlo‐. Llévame contigo cuando vuelvas a tu tierra en dos días. Enséñame dónde naciste y dónde te educaste. Quiero conocerte mejor y me gustaría que me presentaras a tu familia. Significaría mucho para mí. Ya sé que tu padre falleció el año pasado, pero quisiera conocer a tu madre, tu hermano... y tus amigos.


‐Ya no queda casi nadie en el pueblo ‐dijo‐. Es un sitio pobre, pequeño, aburrido.


‐¿Dejarás que lo juzgue por mí misma?


‐El acceso es complicado y estás convaleciente.


‐Ya sabes que estoy mucho mejor. Llama al doctor Domínguez ‐sugirió, consciente de que tenía la batalla perdida‐. No te pido la luna, Pedro. Sólo quiero acompañarte. Además, será divertido. Habrá cosas nuevas.


‐Entonces vete a un crucero. Hay barcos muy bonitos y navegan por puertos muy seguros. No hay peligro y no hay problemas.


‐Eso es muy cruel.


‐Sólo intento ser honesto ‐apuntó Pedro.


Paula no tenía más argumentos. Sólo le quedaba una última baza, desesperada.


‐Si me amas, Pedro. Si alguna vez me has amado... ‐advirtió la amenaza en el gesto adusto de Pedro‐. Si me amaste, me llevarás contigo.


Pedro levantó la vista lentamente. Su mirada era tan intensa que veía su propio reflejo en la negrura de sus pupilas.


‐¿Quieres acompañarme? ‐la voz sonó cáustica—. De acuerdo, irás. Saldremos mañana.