domingo, 26 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 8





«Se había quedado estupefacta» no podría explicar cómo se sentía Paula.


Y «estaba Hipando» tampoco.


¿Masivamente cabreada…?


Era como estar en el instituto otra vez, cuando Mister Popular, el guapísimo Sergio Kaplan, había llevado a una emocionada Paula al partido de fútbol, donde procedió a besarla con demasiada lengua y a pasearla delante de sus amigos. Pero no porque le gustase de verdad. Sólo quería reírse de ella y lo hizo sacándose un chicle de la boca y frotándoselo en el pelo.


Nunca olvidaría ese momento. Nunca se había sentido más tonta, más estafada.


—Mira, han pasado muchos años desde el instituto y no me gustan las tonterías.


—¿Qué? —exclamó Pedro, levantándose.


—Vete a tu casa.


—Sé que suena absurdo…


—Adiós —lo interrumpió Paula. Intentó cerrar la puerta, pero él se lo impidió.


—Espera un momento.


—No.


—Estoy haciendo el idiota otra vez, perdona. Sólo intentaba frivolizar con la situación en la que me encuentro ahora mismo. De verdad me gustas. Si dejas que te lo explique…


—No vuelvas a molestarme —Paula lo interrumpió de nuevo, lanzando sobre él una mirada asesina.


Y luego le dio con la puerta en las narices.


Esa vez no se apoyó en ella tristemente. Entró directamente en la cocina y abrió el congelador, donde la esperaba su helado.


Le encantaba Nueva York pero, de verdad, había mucho loco por ahí suelto. Y pensar que se había sentido atraída por él, que por un momento creyó haber encontrado a alguien con quien compartir un mal día…


Hasta que Pedro Alfonso le mostró su cara más cruel.






COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 7




Eran casi las nueve cuando Pedro entró en el ascensor, con los hombros de la chaqueta mojados de la lluvia. Había salido de la comisaría unas horas antes, pero en lugar de ir directamente a casa decidió cenar fuera.


Cuando las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse, alguien metió un paraguas entre ellas haciendo que titubearan y volvieran a abrirse.


Pedro sonrió al ver a la propietaria.


—Hola, 12B.


La bonita morena levantó la cabeza y, al ver quién era, no se molestó en sonreír.


—Hola.


Mientras se cerraban las puertas, Pedro se fijó en su triste expresión y su pelo empapado.


—¿Te ha pillado la tormenta?


—Evidentemente.


—¿Estás bien?


Pedro la observó mientras intentaba secarse el pelo con un pañuelo de papel. No era una belleza, pero sus generosos labios, sus voluptuosas curvas y su actitud sobria tenían algo, no sabía qué, que lo hacía desear tomarla entre sus brazos y besarla hasta que olvidase lo que fuera que la tenía tan cabreada.


Tal vez un buen beso también lo haría a él olvidar aquella infausta tarde.


—Perdona —le dijo.


—¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida.


—Lo de 12B. Sólo era una broma.


Paula sacudió la cabeza.


—No pasa nada. Es que hoy me molesta particularmente que la gente olvide mi nombre.


—¿Algún problema en el trabajo?


—No, personal.


—¿Un hombre?


Ella esbozó una sonrisa.


—No, sólo personal.


Personal, ¿eh? Pero no era un hombre. ¿Por qué le interesaba eso?


—No quería aumentar tus problemas. Sólo estaba intentando inyectar un poco de humor a un día funesto.


—¿Tú también has tenido un mal día?


—Sí.


Enclaustrada en el ascensor, Paula se sentía como un trapo mojado. Y pensar que seguramente lo parecía de verdad hizo que deseara alejarse de aquel hombre cuanto antes. 


Intentaba no mirarlo, pero no resultaba fácil. 


Pedro también lo había pillado la tormenta y tenía el pelo y la cara mojados, pero estaba guapísimo, incluso mejor que cuando pasó por su casa para darle el periódico. ¿Cómo era posible que ella pareciese una andrajosa y él un modelo?


Tuvo que contener el deseo de preguntarle por su funesto día para comparar historias tristes. Después de todo, no se conocían y no quería cargar a nadie con sus problemas. 


Además, los de Pedro seguramente tendrían que ver con una rubia que le había dado plantón porque tenía una cita con Karl Lagerfeld o algo así.


Cuando las puertas del ascensor se abrieron por fin, Paula le hizo un gesto con la cabeza y se dirigió a su apartamento, con él detrás. Muy cerca, demasiado cerca.


—¿Qué tal si tomamos una copa?


Paula no se dio la vuelta, pero sintió un pequeño escalofrío.


—No, gracias.


—Pues yo creo que te vendría bien algo fuerte.


Sí, desde luego. Pero lo que necesitaba no era alcohol. 


Estaba en su fase solitaria, una fase por la que pasaba varias veces al año, cuando su vida no iba como ella había planeado. Aquella noche sacaría el helado de la nevera y, mientras lo devoraba, intentaría olvidar que no tenía trabajo, que su madre nunca iba a ponerse mejor y que tendría que acostumbrarse a estar sola permanentemente. Después pasaría a las patatas fritas o los gusanitos y al recuerdo del peso de un hombre sobre ella mucho, mucho tiempo atrás; las manos masculinas acariciando su piel, sus labios, su cuello, su ombligo…


—Buenas noches.


—Espera un momento.


Paula se volvió, el tirador de la puerta clavándose en su espalda.


—¿Qué?


—No lo sé —Pedro se quedó allí parado, con su metro ochenta y cinco y sus ojazos azules—. A lo mejor podríamos hablar o algo.


—No me apetece hablar.


—Podríamos salir. ¿Qué te apetece hacer?


—Nada.


—Venga…


Paula suspiró.


—Mira, no quiero ser antipática, pero ya tengo la noche planeada: una ducha caliente, un cartón entero de helado y, si no me pongo enferma, una bolsa de gusanitos de los que te dejan los dedos de color naranja.



Pedro sonrió, mostrando esos fabulosos hoyitos en las mejillas.


—Vaya.


—Sí, vaya. Además, estoy cansada, empapada y…


—¿Y qué?


—Y nada —suspiró ella, volviéndose para abrir la puerta—. Adiós, Pedro.


Pero no pudo entrar porque él la tomó del brazo. Paula se quedó parada, escuchando los latidos de su corazón. Si no le gustase tanto…


No pudo terminar el pensamiento porque Pedro tiró de ella, aplastando sus pechos contra el sólido muro de su torso. 


Paula contuvo el aliento mientras lo veía inclinar la cabeza, mientras sentía el roce de su barba…


No se movió cuando Pedro apartó el pelo mojado de su cara y la besó entre el cuello y el hombro. Un besito suave, aparentemente inofensivo. Pero cuando su boca conectó con ese sitio en concreto, el dique que había estado conteniendo la pasión de Paula durante tanto tiempo se rompió.


Le temblaban las piernas y el punto ardiente y húmedo que había entre ellas. Pedro la besaba y ella se derretía sin remedio entre sus brazos.


Ninguno de los dos llevaba la iniciativa en el beso. Cada uno tenía su propio estilo y cada uno cedía ante el deseo del otro. Pedro mordisqueaba su labio inferior antes de explorar su boca con la lengua y Paula se apartaba de tanto en tanto para hacerlo sufrir…


Entonces sintió la mano masculina acariciando su estómago desnudo y puso una mano sobre la suya, pero no para detenerlo, sino para llevarla a su corazón, que latía salvajemente.


—¿Quieres entrar? —le preguntó, sin pensar.


—Sí —contestó Pedro—. Pero no puedo —dijo un segundo después.


Eso la dejó inmóvil, con el corazón en la garganta.


—¿Qué?


—Tengo que irme. Ahora mismo.


Paula se llamó tonta un millón de veces. ¿Qué había esperado de aquel hombre?


—Entonces, márchate —le dijo.


No era una histérica, pero cerró de un portazo y después se apoyó en la puerta, con los ojos cerrados.


Muy bien.


Había actuado como una tonta.


Pero no iba a llorar por ello.


No pensaba regañarse a sí misma por lo que había pasado. 


Había besado a un hombre guapísimo, ¿y qué? Ocurría todo el tiempo. Bueno, quizá a ella no, pero eso daba igual. Le había gustado y, ahora que sabía lo que se estaba perdiendo, tal vez podría abrirse un poco más, salir con alguien.


¡Pedro Alfonso… olvidado por completo!


Pero entonces sonó un golpecito en la puerta y se le encogió el estómago.


Dejando escapar el aire que había estado conteniendo, abrió la puerta y se preparó para mostrarse, al menos, civilizada.


—Por favor, no me digas que quieres más —le dijo, sarcástica.


Pedro apoyó un hombro en la pared, sus ojos azules oscurecidos.


—Soy un idiota.


Por un segundo, Paula pensó darle con la puerta en las narices, pero era una neoyorquina. Discutir y mostrarse sarcástica para disimular una atracción era lo suyo.


—Añade un «maldito» a ese adjetivo y creo que lo has pillado.


Él rió, sacudiendo la cabeza.


—Es que hoy he tenido un día horrible, de verdad.


—Sí, yo sé mucho de eso.


—Te pido disculpas, en serio.


La rabia de Paula disminuyó un poco. ¿Qué iba a hacer, echarle un sermón?


—Muy bien, acepto las disculpas.


—¿Puedo compensarte de alguna forma?


—Gracias, pero tengo todo lo que me hace falta.


—¿Helado y gusanitos?


Ella dejó escapar un suspiro.


—La verdad es que suena un poco patético, ¿no?


—Insisto en compensarte de alguna forma.


—No, no tienes que compensarme por nada, de verdad.


Pedro se apartó de la puerta. Era demasiado guapo, demasiado alto, demasiado musculoso. En realidad, era un sueño de hombre.


—Imagino que habrás oído suficientes cosas sobre mí como para saber que yo no hago nada porque tenga que hacerlo.


—Sí, seguramente será verdad, pero…


Pedro tomó su mano entonces y, de nuevo, le temblaron las rodillas.


—Me gustas —le dijo—. Lo suficiente como para evitar que las cosas llegasen demasiado lejos en medio del pasillo. Hay algo en ti que me excita… Paula Chaves. Y no me refiero sólo al sexo. Quiero volver a verte.


Ella sintió un cosquilleo en el vientre.


—¿Qué tenías pensado?


—Sal conmigo.


—¿Cuándo?


—El viernes por la noche.


—¿Una cita?


—A las siete y media —dijo Pedro. Y no era una pregunta.


Paula intentó recuperar el sentido común.


—Siento decirlo, pero no soy tu tipo.


Él sacudió la cabeza, sonriendo.


—A lo mejor sí. A lo mejor ya es hora de que «lista y guapa» sea mi tipo.


Ah, muy bien. El sentido común se podía ir a tomar viento.


—De acuerdo —dijo Paula—. ¿Dónde quedamos?


—¿Qué tal la iglesia de Lexington?


—¿Una iglesia? —repitió ella, sorprendida.


Pedro suspiró, mirándola con extraña mansedumbre.


—Hay algo que tengo que decirte.


«Ay, no. ¿Por qué?», pensó ella, temiéndose lo peor.


—Eres sacerdote.


—No —sonrió Pedro.


—Ya me lo imaginaba.


—En realidad, tengo que preguntarte una cosa.


De repente, Paula sintió como si tuviera un montón de insectos bajo la camiseta; una sensación que solía indicar que era buen momento para salir corriendo.


—¿Paula 12B Chaves?


—¿Sí?


—Esto va a sonar absolutamente absurdo.


—No es la mejor manera de empezar una pregunta…


Pedro clavó una rodilla en el suelo.


—Sé que acabamos de conocernos.


—Te advierto que la cosa no va mucho mejor.


—Pero creo que eres tú —siguió Pedro.


¿Ella era qué? La musiquilla de La dimensión desconocida empezó a sonar en su cabeza.


—¿Quieres casarte conmigo, Paula?



COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 6





Eran casi las cinco de la tarde cuando Paula, en la esquina de la calle 77 y Second Avenue, intentaba parar un taxi. No le sobraba el dinero, pero agosto era un mes muy caluroso en Nueva York y no podía soportar ir en metro. Además, quería llegar a casa de su madre lo antes posible para no tener que pagarle horas extras a su cuidadora.


Cuando por fin un taxi se detuvo a su lado, Paula le dio la dirección de su madre en el barrio de TriBeCa. Había intentado mil veces convencerla para que se fuera a vivir con ella al apartamento de Sebastian Stone, pero Raquel se negaba.


El apartamento de renta antigua en TriBeCa donde vivía su madre era el amor de su vida, quizá porque había sido su primera casa cuando se mudaron desde Albany casi veinte años antes. Raquel se angustiaría mucho si la sacara de allí y Paula había decidido no obligarla a hacer nada que pudiese agravar su estado.


La solución era que estuviera lo más cómoda posible mientras luchaba contra los efectos de esa terrible enfermedad.


Paula entró en el apartamento con su llave. Como siempre, lo primero que vio fueron las paredes llenas de cuadros pintados por su madre, que apenas dejaban un espacio libre. 


El arte era la razón por la que se habían ido a vivir a Nueva York… bueno, una de las razones.


Durante más de quince años, Raquel Chaves había disfrutado de una carrera como artista pero, como todos los artistas, cuando dejó de producir, dejó de generar fondos. Aún seguía recibiendo algún cheque por los cuadros que vendía su agente y, por fortuna, había ahorrado algo de dinero. Pero en Manhattan eso no era suficiente.


Paula saludó a Wanda, que estaba en la cocina preparando la cena, antes de entrar en la habitación de su madre. Era una habitación que apenas había cambiado en veinte años: lucía lámparas antiguas, un armario que se había llevado con ella de Albany, fotografías y objetos de todo tipo, una estantería repleta de libros, varios cuadros abstractos en las paredes, algunos pintados por ella, otros regalos de algún amigo también artista. En medio de la habitación había una cama con cabecero de hierro, un insólito edredón rojo y montones de cojines de colores.


Paula se sentó sobre la cama. Bajo el edredón, con el pelo sujeto en un moño, estaba su madre, con aspecto cansado. 


Siempre había sido delgada, pero ahora tenía un aspecto tan demacrado…


Después de tantos años volviendo del colegio para oír a los Depeche Mode a todo volumen y ver a su madre con una brocha en la mano, siempre necesitaba un momento para acostumbrarse a la terrible realidad.


Raquel la miró y sus ojos pardos brillaron.


—Te pareces a mi hija.


—Soy tu hija.


—¿Cómo te llamas?


—Paula.


Raquel sonrió.


—Qué bonito.


—A mí también me parece bonito.


Raquel se incorporó un poco.


—Tengo sed.


—Voy a buscar algo de beber. Vuelvo enseguida.


Paula salió de la habitación echando de menos el aroma a hierbas y menta que siempre había parecido emanar de la piel blanca de su madre. En fin, echaba de menos muchas cosas. La primera vez que le había dicho: «te pareces a mi hija», tuvo que escapar al baño para vomitar. Porque ésa era una frase que una hija nunca debería escuchar de labios de su madre.


Afortunadamente, no siempre era igual. Algunos días eran geniales. Algunos días, su madre sabía quién era. Y ésos eran los mejores, un tesoro para ella.


Paula volvió unos minutos después con un vaso de té helado.


—Aquí está.


Pero Raquel miraba la taza como si fuera una bomba de relojería.


—No quiero eso.


—Es un té helado, con limón… es lo que más te gusta.


—¿Ah, sí?


—Te gusta mucho.


—Entonces, de acuerdo —suspiró Raquel, quien después de tomarse el té empezó a masticar los cubitos de hielo—. ¿Quién eres?


Paula apretó su mano.


—Soy Paula, mamá, tu hija.


—Ah, bien. ¿Me lees algo?


Sí, algunos días eran peores que otros.


Paula tomó el libro que había en la mesilla y empezó a leer. 


Leyó mientras su madre cenaba y luego, mientras se quedaba dormida. Pero cuando se marchó unas horas después, no recordaba una sola palabra de lo que había leído.