lunes, 16 de mayo de 2016

SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 6





ERAN las seis pasadas cuando llegaron al pueblo de West Woodcroft. Aunque era un lugar apartado, tenía un poco de turismo en verano porque era uno de los pueblos más bonitos de la zona.


En verano, todas las casas rebosaban de flores y el riachuelo que cruzaba la población junto a la iglesia del siglo XII canturreaba jovial colina abajo.


Mattingley estaba a las afueras, en una ladera y ya no era ni por asomo lo que había sido. Además de haber ido perdiendo tierras, el edificio estaba en muy mal estado.


Pedro había creído que la madre de Paula se iba a poner como una furia cuando lo viera aparecer para acompañarlas, pero no había sido así. De hecho, había estado asombrosamente amable el tiempo que no había ido durmiendo, que había sido la mayor parte del recorrido.


Emilia, que iba sentada junto a su abuela, no había podido hablar mucho por miedo a despertarla y, así, Pedro tuvo tiempo de organizar sus pensamientos.


Pero no llegó a ninguna conclusión de por qué había decidido acompañarlas. Marcia, con quien había conseguido una débil tregua, no podía entender por qué estropeaba su relación yéndose con su mujer.


Pedro le había explicado que su suegra se estaba muriendo, pero eso no había aplacado su ira. Solo al decirle que, así, tendría tiempo de hablar con Paula del divorcio se había mostrado más comprensiva.


Paula, sentada a su lado, se había mantenido en silencio la mayor parte del tiempo. Pedro había creído que aprovecharía la oportunidad para preguntarle por el futuro, pero no lo había hecho.


Una de dos: o escondía la cabeza o, realmente, le importaba poco. Aquello lo irritaba aunque debía admitir que, cuando miraba a su mujer, irritación no era precisamente lo que solía sentir.


Llevaba el pelo recogido en un moño apretado, lo cual hacía que resaltaran más sus preciosas facciones. Se había puesto un jersey color burdeos y unos pantalones color crema que , envolvían su elegante cuerpo de forma deliciosa.


Estaba pálida, pero parecía decidida y Pedro sintió un absurdo sentimiento de responsabilidad hacia ella.


«No es asunto mío», se dijo intentando convencerse de que había ido solo porque le interesaba.


Pero lo cierto era que su presencia lo perturbaba y que los remordimientos no le dejaban concentrarse en otra cosa.


Mientras comían unos sandwiches en un bar de carretera, había sentido aquella conexión que había entre ellos y que no quería sentir.


Verla tan apagada le había hecho desear zarandearla e incluso besarla para insuflar un poco de energía a su cuerpo.


Una tontería, evidentemente.


Pedro estaba empezando a pensar que acompañarla a Mattingley podía no haber sido lo más inteligente por su parte. Aquella casa le iba a traer recuerdos, así que decidió que lo mejor era hacer lo que tuviera que hacer e irse cuanto antes.


Llegaron a la valla de piedra de la casa y entraron por las verjas oxidadas.


-¿Ya hemos llegado? -dijo Emilia emocionada asomando la cabeza entre los asientos-. ¡Qué horror de sitio! -exclamó decepcionada.


-No es un horror -la reprendió su madre mirando a Pedro como buscando su apoyo-. Lo único que le pasa es que necesita algunos arreglos.


-Ya... -se quejó Emilia-. Me habías dicho que era un sitio muy bonito.


-Lo era cuando tu madre era pequeña -intervino lady Elena- y puede volver a serlo.


-Con un montón de dinero -masculló Pedro dándose cuenta de que Paula lo había oído.


-No necesitamos tu dinero -murmuró antes de girarse para preguntarle a su madre cómo se encontraba.


El coche avanzó entre los álamos y los robles que, como el resto del lugar, estaban desatendidos.


-¿Es toda la casa así? -preguntó Emilia fijándose en las terrazas cubiertas musgo.


Paula no supo qué contestar, así que lo hizo Pedro.


-Esperemos que no -dijo intentando sonreír-, pero te aseguro que el sitio es precioso y tú, Emi, eres la única heredera.


-Si mamá y tú no tenéis otro hijo -contestó la niña dejando a Pedro con la boca abierta.


De pronto, se dio cuenta de lo poco que le había costado llamarla Emi, como solía hacer Paula. Le había salido con naturalidad, pero decidió que no debía mostrarse demasiado familiar con ella.


El problema era que le caía bien, le gustaba aquella niña de carácter fuerte. ¿Por qué no le iba gustar? Al fin y al cabo, era hija de Pablo Mallory.


-No creo que eso suceda nunca -intervino su suegra dejándole claro que, aunque le gustaba su dinero, su persona era otra cosa-. Dame el bolso, que estamos llegando a la puerta.


Para alivio de todos, la casa no estaba tan mal como sus alrededores. De hecho, con los últimos rayos de la tarde, estaba preciosa.


Nada más parar el coche, se abrió la inmensa puerta de roble y una mujer más frágil que lady Elena salió a recibirlos. Pedro se preguntó cómo Paula creía que la señora Edwards iba a poder cuidar de ellos.


-Tú encárgate de tu madre. Del equipaje ya me ocupo yo -le dijo a Paula al verla dudar.


-Yo te ayudo -dijo Emilia.


Pedro no tuvo corazón para decirle que no porque sabía que su estancia allí no iba a ser tan divertida como la niña había creído.


-Gracias -dijo Paula ayudando a su madre a salir del coche.


Tras saludar al ama de llaves, las tres mujeres entraron en la casa.


-¿Qué quieres que haga? -preguntó Emilia siguiéndolo al maletero.


-Eso depende de la fuerza que tengas -contestó.


-Mucha -contestó la niña muy digna.


Lo cierto fue que le fue de gran ayuda para apilar el equipaje en el vestíbulo de entrada. Además, solo se paraba para hacer comentarios positivos, intentando buscar el lado bueno de todo aquello. Eso hizo que, a su pesar, Pedro sintiera una gran admiración por ella.


-¿Mamá y tú vivisteis aquí alguna vez? -preguntó Emilia tomando aliento.


-Veníamos de vez en cuando -contestó Pedro sintiendo una repentina nostalgia-, pero vivíamos en Londres.


-¿Y, entonces, por qué nací yo aquí? ¿Fue después de que os separarais? 


Pedro suspiró.


-Supongo que tu madre ya te habrá puesto al corriente de todo eso -contestó tomando una caja que contenía una vajilla de porcelana-. Encárgate de los candelabros.


-¿Para qué ha traído la abuela candelabros? -preguntó Emilia extrañada.


-No los rompas. Podrían ser de ayuda si se va la luz. Además, según dice, son de plata.


-¿No te lo crees?


-Yo me creo todo lo que me dicen -contestó Pedro secamente-. No te tropieces, ya sé que pesan.


-No demasiado... ¿Por qué no nací en Londres? -insistió cuando Pedro creía que ya se había olvidado del tema-. Mamá dice que no tiene importancia, pero yo lo quiero saber.


Pedro dejó la pesada caja en el suelo del vestíbulo.


-Porque, entonces, tu madre vivía con tu abuela -contestó sinceramente-. Gracias a Dios que no queda nada más -añadió notando que le dolía la espalda.


-La abuela dice que no se debe mencionar el nombre de Dios en vano. 


Pedro suspiró con fastidio.


-¿Por eso te cae mal? ¿Porque es estirada y remilgada?


Pedro no puso reprimir una sonrisa.


-Que no te oiga -dijo.


-¿Es por eso? -insistió Emilia.


-No.


-¿Y por qué no le caes tú bien a ella?... A mí sí me caes bien -dijo enrojeciendo.


-Vaya, gracias -contestó Pedro sintiendo un inesperado placer-. Eso deberías preguntárselo a tu abuela.


-Pero tú lo sabes, ¿verdad? ¿Es por mí? 


Pedro cerró los ojos ante la angustia de la niña.


-No, no tiene nada que ver contigo -contestó por fin-. Sólo conmigo.


-¿Y por qué es?


-Maldita sea, Emi, ¿no podríamos hablar de otra cosa? -dijo cerrando el maletero y viendo que la niña bajaba la cabeza entristecida-. Muy bien, es porque no cree que fuera suficiente para tu madre -confesó-. Yo crecí en un orfanato y en varias casas de acogida y, si no hubiera ido a la universidad, jamás habría conocido a tu madre.


-¿Cómo os conocisteis?


-Ya basta, Emilia.


La aparición de Paula lo salvó de aquella conversación. Pedro se dio cuenta de que tenía las mejillas sonrosadas e imaginó que había oído la última parte.


«¿Y qué?», se preguntó Pedro.


¿Por qué no iba a poder saber la verdad Emilia? Lady Elena ya había impuesto su criterio durante demasiado tiempo.


-Eh... ¿habéis terminado? -preguntó Paula.


Pedro asintió.


-Sí, pero me parece que se te ha olvidado la bañera en Londres -bromeó.


Emilia se rio e Paula no pudo evitar una sonrisa.


-Bueno, ahora solo queda deshacer las maletas -dijo cerrando la puerta tras Pedro y su hija.


-¿Y tu madre?


-Tomando una taza de té en la terraza cubierta. Es el lugar más cálido de la casa. La señora Edwards ha encendido la caldera, pero las habitaciones de arriba están heladas.


Pedro frunció el ceño y observó lo que le rodeaba.


El vestíbulo era enorme y había dos escaleras de mármol que subían a la primera planta. En las paredes, por desgracia, se veían las marcas de los cuadros que habían sido vendidos con el paso del tiempo.


Era una casa impresionante, pero nada acogedora y, al mirarla a los ojos, comprendió que Paula estaba pensando lo mismo.


-¿Y dónde va a dormir tu madre?


-En su habitación, por supuesto. Le he traído su manta eléctrica y sus almohadas.


-¿Quieres que suba todo esto?


-No hace falta -contestó Paula-. Ya lo hago yo.


-Te he dicho que te iba a ayudar y eso es lo que pienso hacer -protestó Pedro sin saber por qué las palabras de Paula lo habían molestado-. Emi, ve a hacer compañía a tu abuela mientras tu madre y yo hacemos las camas.


-Pero...


-Hazlo -ordenó Pedro.


Emilia se encogió de hombros y se alejó.


-Impresionante -observó Paula-. ¿Con qué te la has ganado esta vez?


-¿Esta vez?


-Sí, me ha dicho que le habías prometido regalarle los últimos juegos que has inventado.


-Es cierto -contestó Pedro tomando unas cuantas bolsas y siguiéndola escaleras arriba-. Es muy buena.


-¿Y te sorprende? -se burló Paula. 


Pedro se encogió de hombros. No era el momento de recordarle que no era hija suya.


-¿Crees que debería encender la chimenea? -le preguntó Paula al llegar a la impresionante aunque antigua habitación de su madre.


-No -contestó Pedro-. ¿Hace cuánto que no se encienden? 
Podría haber nidos de pájaros o vete tú a saber qué.


-No lo había pensado...


-Si quieres, mañana podemos llamar a un deshollinador para que las mire —propuso Pedro dejando la carga que transportaba-. Seguro que hay uno en el pueblo.


-O en Guisborough -contestó Paula refiriéndose a la ciudad más cercana.


-Seguro. ¿Hacemos la cama?


-¿Me vas a ayudar? -preguntó Paula sorprendida.


-¿Por qué no? No sería la primera vez. 


Paula se sonrojó.


-No pierdas el tiempo -se quejó Pedro-. Da igual lo que tu madre piense de mí. Seguro que agradece poderse ir a dormir pronto.


-Ya estás otra vez siendo bueno -objetó Paula-. ¿Por qué?


-Tal vez porque me das pena -contestó Pedro adrede para que dejara de mirarlo como lo estaba haciendo-. ¿Hacemos la cama o qué?


-Sí -contestó Paula apretando las mandíbulas-. Tú siempre tan sincero, ¿eh? -le espetó sacando las sábanas de la maleta.


-Ojalá pudiera yo decir lo mismo de ti -contestó Pedro sin saber qué le llevaba a ser tan grosero-. Olvídalo, Pau. Vamos a hacer lo que hemos venido a hacer -añadió al verla palidecer.


Mientras hacían la cama, Pedro no pudo evitar recordar otras veces que habían hecho la cama juntos y cómo la habían deshecho a continuación.


Cuando se casaron, no tenían mucho dinero, pero se tenían el uno al otro y cualquier excusa era buena para hacer el amor.


De repente, se dio cuenta de que Paula le estaba hablando y no se estaba enterando de nada. La vio acercarse, apartarlo y meter las sábanas.


Se maldijo a sí mismo por haberse distraído. Y se volvió a distraer, y mucho, cuando la vio agacharse. No pudo evitar fijarse en la curva de sus caderas y sintió una punzada en la ingle.


Dios, la seguía deseando. Al darse cuenta de ello, se enfadó consigo mismo y, cuando Paula lo miró, creyó que estaba irritado por lo de las sábanas.


-Lo podías haber hecho tú, ¿eh? ¿Qué pasa? ¿El trabajo manual es demasiado para el gran experto en informática?


-¡Vaya lengua! -se mofó Pedro-. Ten cuidado, Paula, cada día me recuerdas más a tu madre.


Paula lo miró asombrada ante tanta crueldad. Pedro no había podido evitarlo. No podía estar con ella sin recordar lo que habían tenido y lo que habían perdido y aquello lo ponía enfermo.


-Has cambiado, Pedro -dijo en un hilo de voz-. ¿Te has vuelto así por la señorita Duncan o por todas las demás con las que te has acostado estos años? ¿Cuántas habrán sido? ¿Veinte? ¿Treinta? No, yo creo que muchas más. Desde luego, suficientes para compensar mi supuesto error.


-Nada podría compensar eso -dijo Pedro enfadado tras maldecir-. ¿Por qué quieres saberlo? -añadió yendo hacia ella y atrapándola contra la pared-. Ten cuidado, podría pensar que estás celosa. 


Paula tragó saliva.


-Puede que lo esté -confesó con pena-. Mira qué bien, ya tienes algo de lo que reírte con Marcia la próxima vez que estéis en la cama.


Pedro sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Había creído que Paula lo iba a negar, pero su sinceridad lo había sorprendido.


-Estás loca -dijo con voz ronca.


-¿Sí? Bueno, supongo que lo sabrás por experiencia.


Pedro apretó los puños y se dio cuenta de que Paula respiraba con dificultad. Deseó acariciar su piel, aquella piel tan suave y...


-Esto es de locos -dijo sin moverse.


No podía hacerlo. Además, la erección que se había apoderado de él convertía cualquier tipo de movimiento en una tortura. Lo único que quería era que Paula lo tocara.


-¿Qué quieres que haga, Pedro? -susurró Paula como si le hubiera leído el pensamiento.


¿No se daba cuenta de lo peligroso que aquello era?


¡Sobre todo para él!


Aun así, Pedro le acarició el labio inferior y notó cómo se estremecía. No se alejó, dejó que la tocara, que la acariciara y que la provocara.


El control de Pedro se fue a hacer gárgaras y la besó con pasión.


No sabía qué había esperado, pero desde luego no que Paula le contestara con el mismo sentimiento. Cuando sus lenguas se encontraron fue como si jamás se hubieran separado.


Se besaron con naturalidad hasta que Pedro se dio cuenta de que estaban tan pegados, sus cuerpos tan apretados el uno contra el otro, que era imposible que Paula no estuviera notando su potente erección.


Aun así, si no hubiera sido porque oyó a Emilia llamando a su madre, no habría parado. Sabía que la niña estaba subiendo las escaleras y que iba a aparecer en la habitación de un momento a otro, así que se fue hacia la ventana.


-¡Mamá!


-Estoy aquí -sonrió Paula.


Pedro se enfureció al ver que se había repuesto mucho más rápidamente que él. Claro que, recapacitó, tenía mucha más experiencia que él en aquel tipo de situaciones.


¿Cuántas veces habría estado a punto de pillarla con Pablo? 


Por supuesto, jamás se había creído aquello de que había sido solo una vez.


Pablo solía ir mucho por Mattingley porque sus padres tenían una casa por allí. Seguramente, la seguirían teniendo.


No lo sabía, pues no tenía contacto con él.


Entonces, Paula solía acompañar a su madre allí en su visita anual. Mientras él se dejaba el pellejo trabajando en Londres, Paula estaba cuidando de su madre y de alguien más.


Se giró y fue hacia la puerta. Necesitaba aire fresco para olvidar aquella locura. Decidió dar un paseo para ver si su excitación desaparecía.


-¡Papá!


-No me llames así -le espetó.


-¿Dónde vas? -dijo la niña apenada.


-Fuera -contestó mirando a Paula con rabia-. ¡Solo!




SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 5





LUCY había preparado su viaje a Bruselas para el martes.


Quería entrevistarse con el distribuidor en el continente y con el ministro del ramo.


Menos mal que todavía era lunes porque no podría hacerlo después del fin de semana que había tenido y después de haberse vaciado media botella de whisky en el estómago antes de irse a la cama la noche anterior.


Por fortuna, su secretaria todavía no había llegado. Así, no lo vería llegar sin afeitar y con la misma camiseta del día anterior.


Se sentó en su butaca y deseó haberse servido un café antes de hacerlo. Una buena inyección de cafeína le habría hecho bien. Tal vez habría hecho que su cerebro reaccionara aunque, sinceramente, lo dudaba.


¿Cómo iba a decirle a Paula que quería el divorcio con todo lo que tenía ya encima? No podía hacerle aquello, no quería hacerle daño.


A pesar de que ella no había sido buena con él, Pedro no quería romperle el corazón. Y presentía que eso era exactamente lo que pasaría si le hablaba de divorciarse.


Por eso, se había pasado buena parte del fin de semana peleándose con Marcia y con su conciencia.


Su novia se había puesto furiosa cuando le había contado que Emilia había ido a su despacho. A pesar de que le había dicho que Paula tenía que enfrentarse a la muerte de su madre, lo que más había molestado a Marcia había sido que la niña hubiera tenido el valor de haber hecho algo así.


No creía ni por asomo que Paula no hubiera tenido nada que ver en ello. Estaba convencida de que lo tenía todo planeado para hacer creer a Pedro que la pequeña era suya y para avergonzarla a ella.


Por supuesto, Pedro le había asegurado una y mil veces que no era así, pero Marcia seguía insistiendo. El hecho de que Emilia se hubiera anunciado como su hija le parecía imperdonable.


Y lo era, pero sabía que Paula no tenía la culpa. Por la cara que había puesto al verlo el viernes en su casa, Pedro sabía que era la última persona a la que quería ver. Intentó no pensar en ello.


Le molestaba verla siempre tan cansada y más le molestaba que lo mirara como si él tuviera la culpa de la vida que llevaba.


Volviendo a Marcia, la discusión del sábado
por la mañana seguía sin resolverse. Su novia se había mostrado intransigente ante la situación de Paula y había dejado muy claro que le importaba muy poco que ella y su madre se fueran a vivir a Yorkshire o donde quisieran.


Pedro no le daba igual porque sabía que la casa necesitaba una buena limpieza y se temía que Paula iba a ser la encargada de hacerla.


«No es mi problema», se dijo enfadado consigo mismo.


Eso era exactamente lo que le había dicho Marcia y tenía razón. Además, su novia había insistido en que le parecía muy sospechoso que lady Elena tuviera una grave dolencia de corazón justo en aquellos momentos.


-No seas así, Marcia, el año pasado la operaron a corazón abierto -le había explicado Pedro.


-¿Y tú cómo lo sabes?


-Me lo dijo Emilia.


-¡Emilia! Vaya, ahora va a resultar que la bastarda sabe más que nadie.


Oír a Marcia hablar así de la niña había hecho que Pedro la defendiera con más pasión que inteligencia y, a partir de ese punto, la discusión se había hecho insoportable.


Pedro se había pasado el resto del fin de semana arrepintiéndose del incidente, pero no lo suficiente como para llamarla por teléfono y pedirle perdón.


Era lunes por la mañana y tenía que hacer algo. Paula le daba pena, pero estaba enamorado de Marcia. Era con ella con quien se iba a casar en cuanto tuviera el divorcio...


En ese momento llamaron a la puerta y Pedro rezó para que no fuera Lucy. Por suerte, era Santiago Harper con dos tazas de café.


-Gracias -dijo Pedro aceptando una de ellas.


-Tienes un aspecto lamentable -dijo su amigo sentándose en el sofá.


-Gracias.


-Supongo que enterarte de que tienes una hija no es fácil, ¿verdad?


-Prefiero no hablar de ese asunto -contestó Pedro.


-¿Por qué no? Lucy me ha dicho que es tu hija. ¿Qué hay de malo en ello?


-Es hija de... Paula -contestó al cabo de un rato-. Quería ver dónde trabajaba.


-Ya... No sabía que Paula se hubiera vuelto a casar -observó Santiago.


-No se ha vuelto a casar.


-¿Entonces?


-Tuvo a Emilia después de que nos separáramos -contestó Pedro dando un trago al café-. ¡Esto está ardiendo! -se quejó tras quemarse.


Santiago lo estaba mirando con incredulidad.


-No es hija mía -le aseguró.


-¿Y quién es el padre?


-No lo sé. ,


Su amigo frunció el ceño.


-Venga, Pedro, ¿cómo no lo vas a saber? Paula no iba por ahí acostándose con cualquiera.


-¿Cómo lo sabes? 


Santiago se sonrojó.


-Desde luego, no por haberlo intentado -contestó-. Lucy me dijo que la niña tenía diez u once años. ¿Cuánto hace que Paula y tú os separasteis? 


Pedro suspiró.


-No quiero seguir hablando de esto.


-¿Por qué no? -insistió Santiago-. ¿No será que tienes miedo de haber cometido un error?


-No.


-Te lo digo porque ya sabes que esto es fácil de saber. Te podrías hacer una prueba de ADN y ya está...


-No quiero seguir hablando de esto -repitió Pedro-. Vamos a dejarlo, ¿de acuerdo?


No tenía ninguna intención de contarle a Santiago que Paula había tenido un amante.


-¿Y qué tal está la encantadora señora Alfonso? -preguntó su amigo.


-Próxima a convertirse en ex señora Alfonso -contestó Pedro con acritud-. Está bien... creo.


-¿Crees?


-Sí, creo... Tiene muchas preocupaciones ahora mismo.


-¿Cómo cuáles?


Santiago sabía que estaba tensando la situación, pero su larga amistad con Pedro se lo permitía.


-Su madre está muy enferma y quiere volver a lo que ella llama su casa familiar para morir.


-Entiendo -dijo Santiago-. Es lady, ¿verdad?


-No a todos nos lo parece, pero sí, tiene el título.Paula nació y creció en Mattingley, que es la casa familiar que está en Yorkshire.


-¡Guau! -dijo Santiago impresionado.


-No creas -lo corrigió Pedro-. La casa está que se cae. El padre de Paula murió cuando ella tenía dieciséis años y las deudas eran tales que acabaron con buena parte de su fortuna. Cuando nos casamos, les costaba llegar a fin de mes y poco después mi suegra cerró la casa y se vino al piso que tiene en Bayswater. Desde entonces, la casa de campo está peor aún.


-¿Y ahí es donde quiere ir a pasar sus últimos días?


-Sí... y Pau quiere irse con ella.


-¿Estás de broma? ¿Y la vas a dejar?


-No puedo impedírselo.


Pedro sabía que así era, pero aun así le preocupaba que se fueran a un lugar tan húmedo y frío. Vivir en Mattingley en aquellas condiciones no iba a ser un placer sino una odisea.


-Tú sabrás -dijo su amigo-. Además, supongo que a Marcia no le haría mucha gracia que te preocuparas demasiado por Paula.


-Marcia no tiene nada que decir -explotó Pedro aunque sabía que no era así.


Lo que más le molestaba no era la reacción de su novia sino la suya propia. Cada vez que pensaba en Paula sentía un calor especial.


Después de lo que le había hecho, ¿cómo podía ser?



****


Paula llegó el miércoles a casa sintiendo como si llevara el peso del planeta entero a las espaldas.


A su madre le daban el alta en dos días y creía que Paula ya estaba haciendo preparativos para mudarse a Yorkshire para el fin de semana.


Imposible.


Para empezar, todavía no había hablado con la tutora de Emilia y sabía que a la mujer no le iba a hacer ninguna gracia que se llevara a la niña por un período de tiempo incierto.


Por no hablar de su jefe. El señor Latimer le había concedido un mes, pero le había advertido que después no se hacía responsable pues todo dependería de si su sustituía era mejor que ella.


Había hablado con la señora Edwards, quien se había mostrado encantada de que su señora volviera a casa, pero le había advertido que la primavera había sido muy lluviosa y que debían llevar ropa de cama.


-Voy a airear ahora mismo los colchones -le había dicho la mujer-, pero no sé cómo van a estar las sábanas y las mantas después de tanto tiempo.


-No pasa nada, señora Edwards -le había dicho Paula-. Le agradecería que encendieran las chimeneas y la caldera.


La vieja ama de llaves había prometido hacerlo, pero, tal y como Pedro había apuntado, los Edwards estaban mayores y no podían con una casa así.


Mattingley necesitaba una buena reforma y una nueva decoración, pero era imposible siquiera pensar en ello. Paula sabía que, cuando su madre muriera, iba a tener que vender la casa.


Se estaba haciendo un sandwich para cenar cuando llamaron por teléfono.


-¿Sí? -contestó pensando que sería su amiga Sara.


-Hola, soy yo -dijo Pedro


Paula sintió una punzada de aprensión.


-¿Pedro?


-Sí -gruñó él-. ¿Qué tal estás? ¿Qué tal está tu madre?


-Bien -contestó preguntándose por qué fingía preocuparse por ellas-. Le dan el alta el viernes.


-¿Ah, sí? ¿Y entonces? ¿Os vais a Yorkshire este fin de semana?


-Tal vez -contestó Paula-. Todo depende de que me dé tiempo de dejarlo todo organizado.


-¿A qué te refieres?


-¿Y a ti qué te importa? -exclamó.


Tras un largo silencio, Pedro volvió a la carga.


-¿Y cómo vais a ir hasta allí? No tienes coche.


-Ya lo alquilaré -contestó Paula haciendo una mueca al pensar en el gasto-. ¿Me has llamado para hablar del coche?


Pedro sabía perfectamente que lo había vendido el año anterior, pero no sabía que había sido para pagar la operación de su madre.


-No -contestó Pedro irritado-. Bueno, sí. Había pensado que, tal vez, el Range Rover te vendría bien para llevar el equipaje.


-Oh -dijo Paula confusa-. No sé...


-Piénsatelo -le aconsejó Pedro-. Mattingley no está cerca y no creo que a tu madre le vaya bien tener que ir en autobús.


Paula tampoco lo creía.


-Piénsatelo -repitió Pedro-. Si decides llevártelo, llámame a este número. ¿Tienes para apuntar?


Paula tomó papel y lápiz y apuntó el número de su móvil. Se preguntó si no le daba el fijo para evitar una confrontación con Marcia. No sabía si su novia vivía con él, pero obviamente debían de pasar mucho tiempo en su casa.


-Gracias -dijo.


-De nada -contestó Pedro colgando y dejándola más confundida que nunca.


Irónicamente, su madre no puso ninguna objeción.


-Por supuesto que debes aceptar el coche-dijo cuando Paula le planteó el asunto a la mañana siguiente-. Si lo necesitara, no te lo habría ofrecido. A él un coche menos que un coche más le da igual. Además, esos coches son grandes y así cabrán todas mis cosas.


«Y las nuestras», pensó Paula con tristeza.


Su madre siempre había sido un tanto egoísta y desde que se había puesto enferma había pasado a depender cada vez más de su hija.


Así que Paula llamó a Pedro y le dijo que aceptaba el coche. 


Él le dijo que se lo haría llegar a casa el sábado por la mañana, pero estaba en una reunión y su conversación fue corta e insatisfactoria. Por lo menos, para ella.


Le hubiera gustado preguntarle por el seguro, pero pensó que ya se lo preguntaría a la persona que se lo llevara.


A Emilia la idea de pasar el verano en Mattingley le hizo muchísima ilusión. No conocía la casa e Paula suponía que se iba a llevar una decepción, pero así al menos no pensaría en su padre.


A lady Elena le dieron el alta el viernes por la tarde y las tres pasaron la noche en su piso de Londres.


A la mañana siguiente, Paula dio de desayunar a su madre y se apresuró a pasarse por su casa para esperar el coche.


Solo le dio tiempo de tomarse un café y se dijo que por eso se mareó al llegar al número veintitrés de su calle y ver a Pedro apoyado en el Range Rover verde. Lo último que había esperado era que fuera él en persona a darle el coche.


Recordó que no se había maquillado y que se había puesto la misma ropa que el día anterior. Eran unos pantalones azules y una blusa de seda color crema. Demasiado formal teniendo en cuenta que él llevaba vaqueros y camiseta de algodón.


Los vaqueros le quedaban de maravilla y blanqueaban en ciertas zonas en las que no se tenía por qué haber fijado. 


Claro que, ¿cuándo lo había mirado sin recordar el maravilloso cuerpo que había bajo aquella ropa?


-Hola -la saludó Pedro-. Estaba empezando a preguntarme si habrías cambiado de opinión.


-No... -contestó Paula-. Es que hemos dormido en casa de mi madre para hacer su equipaje. Se me había olvidado la cantidad de cosas que se lleva mi madre cada vez que se desplaza.


-¿Te ha dado tiempo a terminar?


-Casi -contestó Paula-. ¿Quiere pasar?


-Gracias.


Subieron las escaleras e Paula abrió la puerta de casa. El pasillo parecía una pista de obstáculos. Había bolsas con mantas, toallas, libros, el ordenador de Emilia, de todo.


-Veo que tienes previsto irte ya -apuntó Pedro.


-Más o menos -contestó Paula-. El médico me dijo que, si mi madre insiste en trasladarse al campo, es mejor hacerlo cuanto antes.


-Me alegro de haber venido preparado entonces -dijo Pedro metiéndose las manos en los bolsillos.


-¿Preparado para qué? -preguntó Paula con la boca abierta.


-Para llevaros a Yorkshire -contestó Pedro-. Había pensado que te vendría bien que te echara una mano allí al llegar.


-No habías dicho nada de acompañarnos -protestó Paula.


-No -admitió Pedro-. Supongo que porque sabía lo que me ibas a decir.


-Pero creía que...


-La oferta del coche sigue en pie -se apresuró a asegurarle Pedro-. No me voy a quedar. Solo una noche tal vez, pero me puedo ir a un hotel. Luego, me volveré a Londres en avión.


Paula sacudió la cabeza.


-¿Por qué haces esto?


-¿A qué te refieres?


-A por qué estás siendo tan... bueno -murmuró mirándolo con recelo.


-Siempre fui bueno -contestó Pedro-. Venga, tú encárgate de revisar si has olvidado algo mientras yo cargo el coche.